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PESCA EN LOS TEMPLOS SUMERGIDOS

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Mientras Indiana Jones busca en las pantallas la calavera de cristal, Franck Goddio rastrea en el mar los tesoros de Alejandría. Su barco, el Princess Dudda, bajo pabellón egipcio y maltés, se balancea suavemente en la bahía de la gran ciudad de Cleopatra, Cavafis, Forster y Larry Durrell, a unos 300 metros de la costa, frente a la ajetreada Corniche en este día deslumbrante. No muy lejos está la nueva Biblioteca Alejandrina, como un ojo entrecerrado, y, acotando el viejo puerto, el promontorio de Silsileh, sobre el que en la antigüedad se extendían palacios ptolemaicos y hoy hay una base militar en la que puedes ver desde el barco una semicamuflada batería de misiles tierra-aire que hubiera sido la envidia de Alejandro Magno o César. De manera desconcertante, los cohetes apuntan a la Biblioteca.

Los trajes de buceo puestos a secar en las altas bordas del navío, con un aire al Calypso de Cousteau, parecen una tripulación fantasma. Sobre la cubierta yacen una enorme columna de granito y media tapa de un colosal sarcófago de piedra sacados del agua, ambos de época romana. «Estamos sobre la antigua península de Poseidium, en la zona de los distritos reales, ahora bajo el mar desde que en el siglo VIII todo el Portus Magnus de Alejandría se hundió por un maremoto», explica Goddio, afable y gran comunicador, que luce shorts muy cortos y un bronceado intenso, y va descalzo. El fundador del Instituto Europeo de Arqueología Submarina, una institución privada dedicada a la exploración de yacimientos sumergidos y a la exhibición de sus tesoros, que trabaja en Egipto en colaboración con el servicio de antigüedades del país (hay varios técnicos egipcios a bordo y también un representante de la Armada, bastante ligón), expone en la actualidad en Madrid parte de los hallazgos de sus pasadas campañas. Goddio explica que estamos sobre la zona en la que se levantaba un gran templo de Poseidón. Desde el barco exploran y excavan una enorme superficie equivalente a 300 hectáreas.

«¿Vais a sacar algo, Franck?», pregunta una colega de la televisión. «Sí, ayer encontramos el trozo que faltaba de la tapa del sarcófago y vamos a intentar subirlo». La afirmación es coreada con un «¡oh!» de todos los periodistas embarcados. En un momento estamos sobre la borda de babor. La grúa del barco ha soltado un cable que se hunde en el agua como el hilo de una caña de pescar. Se pone en tensión. Una nube de burbujas se forma sobre la superficie verde del mar. ¡Algo sube! Por la sombra podría ser un gran tiburón. Es un pedazo de piedra enorme. Una gran captura de granito que asciende desde las tinieblas del agua y de la historia. Estaba a ocho metros, bajo sedimentos. Los buzos de Goddio, chorreando en sus trajes de neopreno rojos, la colocan en cubierta. Goddio dirige el ensamblaje: los dos trozos encajan exactamente. Que la aparición de la losa y el espectáculo de su izamiento coincidan sospechosamente con la visita de los medios no le quita emoción al asunto. De hecho, Goddio tiene preparado mucho más en esta sensacional jornada de arqueología subacuática recreativa, y no solo porque lleva en el barco 220 de las piezas halladas durante la campaña que está a punto de finalizar (las otras 500 se han dejado en el mar, convenientemente señalizadas).

«Hay una esfinge ahí abajo y vamos a tratar de levantarla, solo para que la veáis, porque no podemos subirla a bordo, pesa demasiado y zozobraríamos». ¡Una esfinge, guau! Esa es la marca de Goddio, la imagen emblemática de su trabajo: buzos con esfinges. Vamos a por ella. La grúa vuelve a ponerse en acción. El barco se escora con el peso. Nervios. Síndrome Poseidón (el transatlántico). Aparece un bulto informe. Extraída de las aguas como una bestia escurridiza, la esfinge descabezada se mece furiosa, mascullando enigmáticas maldiciones de basalto. Cuando la vuelven a bajar es casi un alivio. Entretanto, la cubierta se ha llenado de buceadores que se multiplican contando historias. Su jefe, Jean Claude, corpulento, se quita el verdugo de goma y los plomos. Dice que allí abajo la visibilidad es muy mala, porque el agua está muy sucia —«aunque mucho mejor que cuando empezamos en el 92, entonces veías llegar el flujo de los colectores como una nube negra»—; hoy apenas dos metros, otros días ni 50 centímetros. Pasan nueve horas diarias buceando. Emplean varillas de acero para ir tanteando como tritones ciegos en el fondo. «Cuando notas tin-tin es que hay piedra dura».

Los objetos casi nunca se reconocen. «Al principio no ves nada, luego al limpiar aparece el bronce o el mármol». Goddio muestra las piezas más interesantes encontradas desde el inicio de esta campaña, el 24 de abril. Están en cubetas con agua. Extrae de una lo que parece una piedra oscura y la vuelve hacia el sol: es el asombroso retrato de un sacerdote egipcio en granito negro veteado. Parece una cabeza de momia, tal es su realismo. Viene, dice, del templo que está debajo del barco. Luego muestra otra cabeza, barbada, de mármol. Y luego un altorrelieve de un Heracles niño dormido chupándose el dedo. Otro dedo, este de bronce y enorme, es lo que exhibe luego Goddio.

«Corresponde a un coloso de nueve metros, quizá una estatua gigantesca de Poseidón perdida». El investigador muestra tres estatuillas de bronce, impresionantes, halladas también abajo (las primeras de este material que encuentran en el puerto de Alejandría) y que podrían representar al mismo dios marino. Más humilde es un pequeño vaso de cerámica, pero tiene inscrita una alucinante leyenda en griego: «Por Cristo, el mago». El objeto parece indicar una insólita mezcla de cristianismo e hidromancia y su antigüedad —siglo I— lo hace remontarse a los primerísimos tiempos del cristianismo. «A ver si va a ser el Grial», bromea alguien. Y Goddio es el primero en reír.

Las olas y las corrientes, subrayan los buceadores, convierten el fondo marino en un mundo cambiante que puede dar sorpresas cada día. Contra la indefinición de ese reino de sueños y espejismos ondulantes trabaja, campaña tras campaña, la voluntad férrea de Goddio, dispuesto a trazar en la bahía de Alejandría (en otoño bucean en Aboukir, en los yacimientos sumergidos de Canopo y Heraclion) la cartografía submarina de los reinos ahogados de los Ptolomeos y sus sucesores los romanos. Se diría una tarea imposible, sobre todo por la vastedad de ese desierto bajo el agua turbia, pero el explorador abre su ordenador en la cabina durante la comida y mientras se come un plátano muestra una asombrosa topografía virtual en la que figuran penínsulas, islas, puertos, palacios, templos, diques y calzadas desaparecidos.

Luego, desde la toldilla, frente al skyline de Alejandría punteado de alminares, señalará la apenas rizada superficie del mar a unos cientos de metros. Según él, ahí abajo está el Timonium, el retiro de Marco Antonio, y más allá la isla de Antirrodos, con un templito de Isis («construido en el siglo II antes de Cristo y destruido hacia el año 50») y un palacio real que habría pisado la mismísima Cleopatra. Localizaciones controvertidas, por supuesto, como lo ha sido durante años Goddio; pero él, sin achantarse, con una confianza en sí mismo a toda prueba, sigue haciendo otras nuevas. Es cierto que se ha vuelto más prudente; insiste en subrayar que usan el método científico de cualquier otra excavación arqueológica. Recuerda que lo que hacen cuesta mucho dinero: en el agua, subraya, excavar es siete veces más caro que en tierra. Revela que en esta campaña han descubierto una enorme estructura, «seguramente un nuevo palacio», de 110 metros de largo por 50 de ancho, en el extremo del antiguo cabo Lochias (el brazo que cerraba el puerto por el este; hoy lo que queda fuera del agua es Silsileh). La excavarán el año que viene. También han hallado este mes otros dos templos nuevos en la península hundida del Poseidium, uno de ellos probablemente consagrado a Heracles / Hércules. Se está demostrando, añade, que el recinto real (el complejo de puertos y palacios) era enorme, «y estaba más cerrado de lo que creíamos, protegido con diques y quizá con una gran cadena».

La tarde va cayendo con la embriagadora sensación de ese vino de Mareotis con el que, según sus enemigos romanos, Cleopatra se emborrachaba constantemente. Se confabulan el mar, el cielo intensamente azul y el sol recostándose al oeste de la bahía, en el lecho del faro desaparecido. El barco sigue meciéndose, acunando en su seno a las viejas piedras y bronces empapados. Esos objetos que atesoran los misterios de la antigüedad y de las profundidades para quien sepa descifrarlos.

Héroes, aventureros y cobardes

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