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PRÓLOGO

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Héroes, aventureros y cobardes. Sí. Y muchas más cosas: momias, serpientes, pájaros, exploraciones, historia, aviones, nazis... Un cajón de sastre de asuntos muy variados y de emociones. Eso es lo que tienen entre las manos. Una heterogénea colección de textos en la que caben el general Custer, la carga de la Brigada Ligera, la Gran Pirámide, tigres devoradores de hombres, la conquista del polo sur, el T. Rex o un traidor de la II Guerra Mundial y un calzonazos de las luchas con los zulúes, entre otros individuos poco edificantes. Este que aparece aquí, tan abigarrado, es el mundo (con algunas otras cosillas más del día) en el que vivo desde hace treinta años, desde que trabajo de periodista cultural. Bien, para ser sinceros es el universo en el que me muevo desde que tengo uso de razón. Desde que recuerdo los relatos de mi abuelo en su sillón orejero, cargando su pipa como antaño cargaba el rifle, y evocando aventuras en la selva venezolana. O los de mi añorada madre a la que de niño seguía por casa en sus quehaceres domésticos mientras ella dejaba caer como migas de oro historias sensacionales de arañas y tiburones.

Me preguntaba el otro día un compañero del diario, Carles Geli, de dónde saco ese inveterado interés por las cosas raras y remotas, por el coraje y la cobardía, por los valores y actitudes que parecen pasados de moda, por las viejas aventuras. Por los húsares y aeroplanos. Le dije, Carles no sé. Será por la memoria familiar de las antiguas haciendas en la selva, las cacerías de cocodrilos y jaguares del tío Armando, la anaconda en el jardín, el vuelo pintado de los guacamayos, los viajes de mi abuelo embajador en las cortes europeas, la muerte —¿gallarda?— de mi otro abuelo, marino y aviador, a causa de un disparo, a bordo de un portaviones. Será, continué, por las historias de mi tío abuelo, alférez en la División Azul, cada Navidad, sobre los horrores del Frente Ruso, por la relación de mi bisabuelo con los submarinos, por la serpiente venenosa que guardaba mamá de mascota cuando adolescente o la imagen que recordaba de los criados que cada noche pasaban por las habitaciones de los niños para arrancarles de los labios dormidos los vampiros aferrados a la carne suave, ahítos de sangre. En realidad hubiera sido raro que yo saliera abogado o ingeniero. O redactor de política.

Estos treinta años de periodismo en el campo de la cultura, aunque con las naturales sevicias propias de las redacciones, han sido una gozosa oportunidad para adentrarme y profundizar en todo aquello que siempre me ha interesado y apasionado. He cumplido —feliz mortal— una gran parte de mis sueños. Cuando a los nueve años mi mirada se posaba sobre los tesoros de Tutankamón en las páginas de un libro ilustrado me conjuraba para un día verlos en persona. Lo mismo con estampas de la sabana o la jungla, del desierto y el mar. Con los cromos de remotas tribus, ruinas de civilizaciones perdidas y fieras extrañas. Con la libreta y el bolígrafo en las manos he bajado luego a las tumbas donde duermen las momias, he recorrido las murallas de los grandes castillos de los cruzados, he visto cazar a los leones, enterrar un bechuana, resucitar la Biblioteca de Alejandría y despegar un cohete en la selva. Pero sobre todo he podido conocer a grandes aventureros, viajeros, arqueólogos, aviadores, marinos y hasta a verdaderos héroes.

En las páginas que siguen aparecen varios de esos personajes. Algunos llevan demasiado tempo muertos —ya se sabe, los aventureros tienen eso—. Pero a un buen puñado los he entrevistado personalmente: el piloto que rompió por primera vez la barrera del sonido, el comando que secuestró a un general nazi, el descubridor de la tumba perdida de Herodes y el último superviviente de los conjurados que trataron de matar a Hitler. Junto a ellos, he conocido también a varios de esos grandes héroes morales que son los supervivientes del Holocausto o a científicos enfrascados en gestas extraordinarias como el descubrimiento de nuevos dinosaurios, el esclarecimiento de la historia del Antiguo Egipto o lo que hace que los monos se nos parezcan tanto.

Aventureros de hoy y de ayer, famosos y desconocidos. Alejandro Magno, Lawrence de Arabia, Thesiger, Henry Marie Just de Lespinasse de Bournazel, del 22ª de spahis, que al caer en el polvo mortalmente herido por una bala tuareg exclamó: «Qué contrariedad morir así de sucio». Héroes de la cotidianeidad como el joven mordido por una víbora que afronta su miedo cada vez que pone el pie en el jardín o en el bosque. En marcado contraste, hay también muchos cobardes. El tema del valor y la cobardía siempre me ha parecido central y aparece recurrentemente en muchas de estas páginas. Estoy especialmente satisfecho de los perfiles de personajes como Bruce Ismay, el cobarde oficial del Titanic; Carey, el oficial británico que huyó mientras mataban a lanzazos al príncipe francés cuya seguridad estaba a su cargo; Reno, que entre morir con Custer o ponerse a salvo eligió (quizá muy sabiamente) lo segundo —una de las grandes frases de este libro es la que pronunció uno de los hombres a su mando durante el consejo de guerra subsiguiente: «Si nos hubiera mandado un valiente estaríamos muertos»—.

Otra gran categoría de retratos de este Héroes, aventureros y cobardes es la dedicada a los perdedores. Siento una gran simpatía y solidaridad con ellos (Oates, Scott, Mallory e Irvine...). Hay muchas lecciones que aprender en sus fracasos.

Los textos periodísticos que componen este libro —publicados todos en el diario El País— son de muy diferente clase. Hay entrevistas, reportajes, crónicas e incluso algún obituario. Temas de actualidad y otros que ni muy remotamente podían ser considerados así. Podrá parecer un batiburrillo. Como decía Miguel Strogoff, «en Sibérie messieurs, nous sommes forcés de faire un peu de tout!». Lo que les proporciona unidad a los textos y confiere un sentido a este libro es que responden todos a un mismo interés por las cosas de que les hablaba. Aquí y allá aparecen las mismas obsesiones.

Están agrupados temáticamente aunque a menudo pertenecen a épocas diferentes. Me parece de justicia empezar con el Antiguo Egipto, tanto por evidentes razones cronológicas como porque mi trabajo de periodista ha tenido mucho que ver desde el principio con ese mundo. Uno de los momentos señeros de mi vida de reportero ha sido la ocasión en que me quedé a solas con las momias de los grandes faraones mientras el responsable de su conservación se iba a por café. Por razones obvias el género elegido en tal ocasión no fue la entrevista.

En otros textos aparecen encuentros con grandes egiptólogos. Entre ellos la entrevista, esta vez sí, que le hice a la admirada decana de la disciplina Christiane Desroches Noblecourt, ya traspasada —que Isis la tenga en su gloria—. No podía faltar tampoco la entrevista con Zahi Hawass —ya dimitido— en la que conseguí una de las grandes exclusivas de mi vida de periodista: la noticia de que había reaparecido el perdido pene de Tutankamón. Parecerá —perdona Tut— un tema menor, de poca trascendencia para la política cultural, pero yo llevaba años investigando el paradero del apéndice y dar con él, bien no diré que mereciera un Pulitzer pero ahí queda.

Siguiendo en el libro verán una entrevista con el historiador Robin Lane Fox a propósito de Alejandro Magno. Es la demostración de qué privilegiado puede ser este oficio. Tienes a tu disposición a gente brillante, auténticos genios que en puridad no deberían dedicarte un minuto de su tiempo. Hablamos, entre otras muchísimas cosas maravillosas, del sexo de Alejandro: vean qué apasionante resultó. Luego descubrimos que teníamos amigos comunes, no Alejandro y yo, sino con Lane Fox: el romántico aventurero Paddy Leigh Fermor, que sale en varias otras páginas.

El capítulo de aventureros y exploradores viene bien surtido. En una memorable ocasión entrevisté, uno detrás de otro, a ¡seis veteranos de la II Guerra Mundial! Uno de ellos había volado un cuartel de la Gestapo a los mandos de su cazabombardero Thyphoon. En algunos textos aparezco yo mismo emulando a los grandes personajes, generalmente en situaciones, como no podría ser de otro modo, bastante estrafalarias: hundido en arenas movedizas, sable en mano frente a un escritor, preguntando por Lawrence en Damasco o atrapado en una nevada. Hay también, cabalgando, sioux y comanches. En algún lugar escucharán Garry Owen o se toparán con El último mohicano.

He sido especialmente afortunado por poder entrevistar a figuras señeras de la literatura de viajes. En esa categoría entra Jan Morris que es posiblemente además la persona con mayor calidad humana que he conocido. Su viaje de hombre a mujer —se sometió a una operación de cambio de sexo— es el mayor y más difícil que nadie pueda acometer. Conocerla, a Jan, ha sido una de las mejores cosas que me han ocurrido.

El capítulo de «intrépidos de hoy» trata de mostrar —por si no hubiera suficiente prueba— que la aventura y los aventureros aparecen cuando menos te lo esperas, a la vuelta de la esquina. La guerra siempre me ha interesado, por lo que tiene de experiencia devastadora y total. Desde niño me han deslumbrado con las ideas de coraje, camaradería y honor, valentía en el campo de batalla y nobleza de las armas. Historias de húsares, ulanos y dragones. La guerra es algo muy distinto: atroz, sucia, abyecta. Lo sé. Y eso sale en estas páginas. Un joven oficial habla de lo que significa combatir; locura y sangre. Pero también aparece ese mundo de lo militar propio de las novelas de aventuras, el de Las cuatro plumas, para entendernos. El contraste, la tensión, entre la infame realidad y los sueños de arrojo, de intrepidez y de medallas, da sentido a varios textos.

Como Indiana Jones yo también odio a los nazis pero me intrigan en cuanto encarnaciones extremas del mal. A ello responden los diversos artículos en que aparecen. La naturaleza y los animales siempre son una fuente inagotable de historias apasionantes. Aquí encontrarán, entre otros, una ballena inesperada, una gorila digna de Victor Hugo, un devorador de hombres reciente, lobos, y el inevitable hámster (RIP). También hay espacio para esos escritores que nos gustan especialmente: Lawrence Durrell, Conrad, Yeats...

En el proceso de selección de textos de estos treinta años de oficio han caído muchas cosas. Me duele que no salgan Heydrich —el nazi más interesante—, la entrevista con el cuidador de Flipper, el entomólogo que me habló de la marabunta, la exploradora a la que persiguió un mono rijoso o la aventura con el sapo psicodélico. Me encantará que alguien eche de menos algo.

Pero en fin, lo que hay es un buen destilado de todos estos años y visto en conjunto muestra algo que constituye mi leit motiv: hay que ver qué interesante es el mundo, y qué extraordinario. Por estas páginas transitan sobre todo la curiosidad y el asombro. Y la necesidad de glorificar la gran aventura de estar vivos. Paradójicamente, como ya he señalado, salen muchos personajes que están muertos. Al menos vivieron vidas interesantes y trazaron un surco, para bien o para mal, en el ancho mar de la memoria. Quiero creer que hay humor en este libro, también poesía. Ambos teñidos de una inevitable capa de melancolía. Contemplar vidas intensas puede hacer pensar que la tuya no lo es tanto. Pero creo más en el incentivo que provocan las grandes aventuras vitales. Este es un libro que quiere invitar a compartir grandes sueños.

Un apunte profesional. Algo que tienen todas estas historias detrás, sean del género que sean, es mucho trabajo. Lecturas, documentación, investigación. En unos tiempos en que el periodismo vive la obsesión de la rapidez, la inmediatez y el consumo acelerado, incluso en el campo de la cultura, me parece bueno romper una lanza por la labor cuidadosa, detallista y en profundidad. No hemos de cejar jamás en la búsqueda de la perfección y la excelencia, aunque eso nos aparte de los nuevos usos y de la corriente acelerada de los días.

Este libro existe gracias a mucha gente. Al director de mi diario, Javier Moreno, al director adjunto en Barcelona, Lluís Bassets, a los responsables de la sección de cultura, de El País Semanal y de las demás áreas del periódico que siempre —vaya usted a saber porqué— han confiado en mí y hasta me encargan cosas. Mi familia, mi principal apoyo, se ha resignado a convivir con alguien que invariablemente llega tarde a cenar, inunda la casa de libros y se obstina en pretender que un salacot o una tarántula son objetos de decoración. Como dijo Lichtenberg, «de todas las cosas extrañas que guardaba, la más rara resultó ser él». La editora Anik Lapointe es la principal responsable de que Héroes, aventureros y cobardes exista. Ella no desespera de que algún día escriba una novela policiaca o en su defecto la gran historia de la policía montada del Canadá (esto último es más probable). Este libro está dedicado a Agustí Fancelli, amigo y ejemplo, a cuyo lado me sentaba cuando escribí muchos de estos textos. Nunca dejaré de echarlo de menos.

Quizá les suene la pintura de la portada. Es el retrato que hizo Ambrose McEvoy de un héroe, el oficial de marina neozelandés William Edward Sanders (1883-1917), ganador de la Cruz Victoria por su valiente acción contra un submarino alemán mientras estaba al mando de un buque Q, un buque trampa británico (luego murió al ser torpedeado su barco por otro sumergible, gajes del oficio). No está ahí solo por ser el retrato de un héroe sino porque me parece que simboliza muy bien el rostro de la aventura. Para mí podría ser, con esa indumentaria y esa mirada, el mismísimo Lord Jim.

Y él, Lord Jim, está, claro, en estas páginas, tiñéndolo todo con su reflexión sobre el coraje y la cobardía, y la necesidad de redención. Con un enorme sentido de la oportunidad mientras escribo estas líneas se emite por TVE El hombre que pudo reinar. Pues cerrémoslo así. Siempre nos quedará Kafiristán.

Héroes, aventureros y cobardes

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