Читать книгу No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis - Jacques Dupuis - Страница 7

LOS ANTECEDENTES

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–P. Dupuis, déjeme comenzar dándole las gracias por haber aceptado mantener estas conversaciones. Estoy seguro de que ayudarán a un gran público a familiarizarse con su persona y su trabajo. Me gustaría empezar haciéndole algunas preguntas sobre los primeros años de su vida. Tal vez podría usted comenzar hablándome de sus padres, su familia, el lugar donde nació en Bélgica y donde pasó usted sus primeros años, donde fue al colegio, y sobre el ambiente cultural en el que creció.

–Nací el 5 de diciembre de 1923 en Huppaye, en la provincia de Brabante, en Bélgica. Vengo de una familia acomodada con una larga tradición de profesiones liberales. Mi padre, Fernand, era ingeniero y se convirtió en el gerente general de una importante fábrica de metalurgia pesada. Mi madre, Lucie, venía de una tradición de profesionales de la notaría. En su vida profesional, mi padre era muy exigente consigo mismo y con los demás; era un perfeccionista que no toleraba la mediocridad. Pero, al mismo tiempo, era muy humano en el trato con sus más de mil subordinados y un ejemplo para ellos de honestidad profesional y seriedad. Era extremadamente justo en el trato con todos, y, a pesar de lo exigente que era, se las arregló para hacerse querer por todos los que estaban bajo su dirección.

Mi madre era nada menos que una santa. Su mansedumbre, atención por los otros y generosidad sin límites hacían que fuese una madre ideal. Siempre he pensado que mis padres se complementaban uno al otro maravillosamente bien. Somos cuatro hermanos, siendo yo el tercero de los hijos, con un hermano, Michel, y una hermana, Monique, por delante de mí, y un hermano, André, por detrás. Los tres primeros nacimos muy seguidos y fuimos educados juntos. Esta cercanía de edad entre los tres tejió fuertes lazos entre nosotros que perduran hasta hoy, a pesar de haber perdido a mi única hermana a causa de su muerte en 1997, una pérdida que siento profundamente cada día.

Aunque nací en Huppaye, pasé toda mi juventud en Charleroi, en la provincia de Hainaut, que en aquellos días era uno de los mayores centros industriales de Bélgica, llamado «el país negro» debido a las muchas minas de carbón y a las fábricas, con sus montañas de residuos de carbón y los altos hornos que forman su horizonte. Aquí es donde mi padre ejerció su profesión. Aquí es donde, en 1929, cuando tenía cinco años, entré en el colegio de los jesuitas del Sagrado Corazón y donde pasaría los doce años de la vida escolar, seis en la escuela de primaria y seis en la escuela de humanidades o escuela secundaria. Todo lo que sé lo he aprendido de los jesuitas. Me alegra decir que tuve una educación exquisita en el colegio de los jesuitas, que habría sido difícil encontrar en otros lugares, incluso entre otros colegios jesuitas. Especialmente los seis años de humanidades grecolatinas, que fueron emocionantes. Se establecían profundas amistades entre los estudiantes del mismo año de clase, y entre ellos y sus profesores. Reinaba entre nosotros un clima de emulación para alcanzar la excelencia académica, por lo que la educación que recibí en casa –con las altas exigencias de mi padre hacia sus hijos– me fue muy útil. También disfrutábamos de un alto nivel de formación cultural en las artes, incluyendo la música y las artes gráficas. Lo que más mejoraba la formación recibida era el contacto continuo con los Padres en clase, pues cinco de los seis años de humanidades teníamos a un sacerdote jesuita como profesor «titular». Debo decir que los hombres con los que tratábamos durante seis años, y que nos proporcionaban una base diaria en las humanidades, fueron bastante notables. Más tarde he pensado a menudo que tal vez la primera razón por la que las vocaciones han caído drásticamente en las últimas décadas se debe al hecho de que los estudiantes ya no disfrutan, por falta de personal, de este profundo y continuado contacto con los Padres. Esto, me temo, funciona como un círculo vicioso, pues, al reducirse el número de vocaciones, se reducen a la vez las oportunidades de tener contactos continuados similares.

La educación ideal que estábamos recibiendo se vio abruptamente interrumpida cuando, el 7 de mayo de 1940, durante mi penúltimo año de escuela, llamado «Poesía», Bélgica fue invadida por el ejército alemán. Con dieciséis años me ofrecí voluntario para el ejército, pero fui rechazado por ser demasiado joven. Como director de una gran fábrica que estaba produciendo también material de guerra, mi padre recibió órdenes de destruir las máquinas, que producían un material que no debería caer en manos del enemigo, y de abandonar el país. Así es como mi familia entera se fue a Francia. Primero desembarcamos en Normandía, en la playa, en un lugar llamado Rivabella, que era más un lugar de vacaciones que un refugio de exiliados; pero los alemanes avanzaban deprisa en la invasión de Francia, y pronto habrían llegado hasta nosotros. Por eso, tras dos semanas en Rivabella nos desplazamos hacia el sur, y esta vez desembarcamos en Vandée, en un lugar pequeño y bastante atrasado llamado Aiguillon-sur-Mer, frente a la isla de Ré. Esa, me atrevería a decir, fue mi primera experiencia en un entorno de Tercer Mundo, a pesar de que la expresión era desconocida entonces. Los suelos estaban hechos de barro, y el combustible, de estiércol de vaca; lo vería mucho más tarde en las aldeas de la India. El lugar en que estábamos parecía más un campamento que una casa; pero las dificultades tuvieron la ventaja de profundizar unos lazos ya de por sí profundos, y experimentamos una enorme solidaridad entre nosotros. A mi padre le preocupaba que yo pasara todo el tiempo de exilio sin que prosiguiera mis estudios. Por eso entré en el liceo francés, que no estaba muy lejos de ese lugar, y asistí al segundo año de colegio, que preparaba para el francés «Bacho». La atmósfera no era demasiado amistosa hacia Bélgica, a la que se acusaba de haber traicionado a los aliados al capitular ante Alemania. Yo me defendía enérgicamente, y estoy orgulloso de decir que en el rendimiento académico podía competir fácilmente con los estudiantes franceses de la clase. Lo que sucedió después fue que los alemanes ocuparon incluso el olvidado lugar en que habíamos desembarcado y no tenía sentido quedarse allí más tiempo. La ocupación alemana en casa sería mejor que en tierra extranjera. Así que emprendimos nuestro viaje a casa en agosto de 1940 afrontando las dificultades de la ocupación alemana, que durarían hasta la liberación de Bélgica por el ejército alemán en 1944.

De vuelta a casa reanudé mis estudios en el colegio con los Padres y con todos los compañeros del grupo que se habían quedado en Bélgica o que, felizmente, habían retornado. El último año de colegio, llamado «Retórica», fue especialmente rico y fructuoso. Tenía unos años difíciles por delante, sin embargo formaron mi carácter y me fueron preparando para afrontar las realidades de la vida. Una vez más, deseo mencionar –porque la educación en el hogar es incluso más fundamental que la recibida en la escuela– cuánto recibí a lo largo de esos años de mis padres y mi familia. Estoy especialmente agradecido a mi padre por el sentido de excelencia que transmitió a sus hijos a través del ejemplo de su propia vida y trabajo, así como las grandes expectativas que él depositó en nosotros. A él le debo la ambición por la perfección que yo mismo he tratado de cultivar, y que me ayudó tanto cuando entré en la Compañía de Jesús para seguir el ideal de san Ignacio de buscar siempre el mayor servicio y la mayor gloria de Dios. Las virtudes naturales aprendidas en la juventud pueden ser transformadas por la gracia de Dios en dones sobrenaturales. Con mi madre estoy aún más en deuda, si cabe, por su profundo amor y su cariño, su preocupación por mi bienestar y las esperanzas que ella mantuvo en secreto para mi futuro.


–¿Era usted muy religioso cuando era un niño? ¿Cuándo pensó por primera vez en hacerse sacerdote? ¿Qué le dijeron sus padres cuando se lo dijo? ¿Por qué se hizo jesuita?

–Fui un niño lleno de vida, muy activo, más inclinado al deporte –el tenis, la natación–, que practicaba diariamente, y a recorrer largas distancias en bicicleta. Yo no tenía en absoluto un temperamento tranquilo o introspectivo, sino que, por el contrario, era emprendedor y siempre en movimiento. Por tanto, no era especialmente pío o «religioso»; no más, diría, que lo que podría esperarse de un niño de mi condición. Sin embargo, desde muy temprana edad era monaguillo y comulgaba en la misa diaria. Nuestra casa estaba solo a cinco minutos del colegio jesuita al que iba y de la iglesia aledaña. Mi madre y yo íbamos diariamente a misa a las 7 de la mañana. Mi madre asistía a la misa en la que yo hacía de monaguillo a alguno de los Padres. Volvíamos al colegio juntos después de la misa y, después del desayuno, me iba al colegio. La distancia de casa al colegio era tan corta que podía salir de casa cuando sonaba el timbre de clase y llegar a tiempo, porque caminaba bastante deprisa.

Mencioné antes el estrecho contacto que había en nuestro colegio entre los Padres y los estudiantes: contacto en clase, donde recibíamos una educación alternativa, especialmente durante los últimos años, y en las materias más importantes para la vida, como las clases de Religión; pero también contacto fuera de clase, donde participábamos en actividades deportivas o culturales con los Padres en las instalaciones del colegio. Muchas horas de actividad física y cultural pasadas en un ambiente muy amable y viril.

A la pregunta de cuándo y cómo pensé en la posibilidad de hacerme sacerdote, mi respuesta es que no hubo un momento especial en el que tuviera una especial gracia de iluminación. Vino por sí mismo, como por ósmosis, a través de la influencia intelectual y espiritual que los Padres ejercían en mí, aunque jamás hubiera la más mínima presión de ningún tipo. El tipo de vida que llevaban, profundamente comprometidos como estaban en el servicio a través de la educación y profundamente sinceros en su compromiso religioso, me impresionaban hondamente, sin ser yo completamente consciente, y convirtiéndose gradualmente para mí en un ejemplo a seguir y en un ideal que realizar en mi propia vida.

No era yo el único impresionado así. De la treintena de alumnos que formábamos la clase a la que pertenecía, seis entramos en la Compañía de Jesús, dos al clero diocesano y uno a la Orden benedictina. Personalmente, creo que en mí se desarrollaron a la vez la vocación al sacerdocio y a la Compañía de la manera más natural. Debería quedar claro que, dadas las circunstancias, no separé la vocación sacerdotal y la religiosa; ambas vinieron juntas y fueron prácticamente inseparables. A esta influencia recibida de mis profesores debo añadir, con un sentimiento de profunda gratitud, y sin que yo lo supiera en ese momento, que mi querida madre, desde el mismo momento en que empezó a tener hijos, empezó a rezar para que uno de ellos se hiciera sacerdote. Esto explica, tal vez, el sentimiento que siempre he tenido de haber sido objeto de especial cariño por su parte. Probablemente, ella tenía el presentimiento de que ese sería yo. Años más tarde, cuando en el invierno de 1944 estaba ingresada en una clínica de Lovaina para ser sometida a una operación de cáncer, fui a visitarla antes de la intervención, cuyo resultado era incierto. Con gran emoción me dijo entonces que mi vocación había sido la mayor alegría y gracia de su vida, y que la había estado pidiendo a Dios durante muchos años. Finalmente, ella murió de cáncer el 7 de mayo de 1945, el mismo día en que todas las campanas de la ciudad estaban tocando para celebrar el final de la guerra. Ella había ofrecido su vida para que todos nosotros pudiéramos sobrevivir a las penurias de la guerra. No me cabe duda de que debo mi vocación a mi madre, a su ejemplo y oraciones.

Terminé el colegio en julio de 1941 y entré al noviciado en septiembre. Cuando le conté a mis padres y a mi familia mi decisión de entrar en la Compañía, su primera reacción fue la de pedirme que esperara hasta el final de la guerra para irme de casa. Las condiciones durante la ocupación nazi eran, de hecho, muy duras, y parecía mejor posponer mi decisión hasta el momento en que, acabada la guerra, mi vida ya no corriera peligro y las condiciones hubieran mejorado. Mi respuesta fue que no se sabía cuánto duraría la guerra y que creía que no debía posponer mi decisión. Parece que eso tenía sentido para mis padres. Los demás, sin embargo, reaccionaron cada cual a su modo. Mi madre vio en mi vocación la realización de sus aspiraciones más profundas, aunque, por supuesto, la separación fuera especialmente dolorosa; pero ella sabía cómo aceptar sacrificios y haría este por mí. Para mi padre fue más difícil de entender y de aceptar. Alimentaba grandes esperanzas para mi futuro, como también para mi hermano mayor, en otra dirección bastante diferente, en la vida profesional. Sin embargo, nunca trató de disuadirme o de interferir en lo que yo pensaba que era mi vocación, aun cuando la llamada no siempre fuera fácil de explicar racionalmente. Me insistía una y otra vez en que, si alguna vez yo me arrepentía de mi decisión y descubría que me había equivocado, no dudara en volver a casa, donde siempre sería bienvenido. Gracias a Dios, eso no sucedió, y mi familia ha permanecido más apegada a mí desde entonces.

–¿Dónde hizo el noviciado y las primeras etapas de la formación en la Compañía? ¿Podría hacernos un breve resumen de estos primeros años de formación? ¿Cuándo y por qué eligió usted ir a la India?

–Habría mucho que decir sobre aquellos siete años de las primeras etapas de formación jesuita antes de ir a la India a finales de 1948. Los primeros años fueron aún bajo la ocupación alemana, y los años siguientes aún llevaban las cicatrices de todas las dificultades sufridas por el país y su gente. Nosotros afrontábamos aquellas dificultades como jóvenes jesuitas con un profundo espíritu de solidaridad. Para hacerse una idea de cómo pasamos esos años de dificultades diría que ese tiempo se podría dividir en tres partes: dos años de noviciado, dos años de estudios clásicos para la obtención de una licenciatura en Letras y tres años de filosofía. Por tanto, debería haber conocido solamente tres residencias durante ese tiempo; sin embargo, estuve en siete. Entré al noviciado en Arlon, en la provincia luxemburguesa de Bélgica. Menos de seis meses después, las fuerzas alemanas requisaron nuestra casa y nos dieron veinticuatro horas para desalojar. Incluso la biblioteca tenía que ser vaciada; finalmente encontró refugio en el desván de la iglesia que estaba junto a la casa, que era muy espaciosa. Tuvimos que mudarnos a nuestra casa de campo, en un pequeño lugar llamado Clairfontaine, muy cerca de la frontera con Luxemburgo. El campo era muy hermoso, pero el alojamiento era de pura acampada. Con todo, continuamos nuestra formación profundizando nuestra vida espiritual, nuestra vida de oración y el estudio de la Fórmula del Instituto, de la Compañía de Jesús, así como también hacíamos trabajo manual y realizábamos distintas experiencias para probar nuestra vocación. Sin embargo, cuando llegó el invierno –que en esas latitudes puede ser muy severo–, fue imposible continuar acampando sin ningún tipo de calefacción. Entonces nos fuimos aún más cerca de la frontera con Luxemburgo, a un pequeño lugar llamado Guirsch, y fuimos alojados en un pequeño convento de monjas. Solo quedaban tres monjas ancianas, cuyas edades juntas sumarían unos doscientos cincuenta años. Ya por entonces experimenté el hecho de que las dificultades físicas y las circunstancias adversas de la vida ayudan a formar el carácter, y doy gracias a Dios por la sólida formación que recibí durante mis primeros años como jesuita.

El segundo período se llamaba «juniorado». Consistía en dos años de estudios académicos de latín, griego y, por supuesto, literatura francesa, principalmente en la Facultad de Notre Dame de la Paix, en Namur. Aquí también tuvimos que vivir en dos lugares distintos. Estuvimos unos cuantos meses en nuestro colegio de Wepion, junto al río Mosa, cerca de Namur, cuando la misma historia se repitió otra vez. Las fuerzas de ocupación –estábamos en 1944– nos obligaron a desalojar la casa en un corto plazo de tiempo y la convirtieron en el cuartel de oficiales del ejército alemán. En ese momento nos fuimos a nuestra granja en el campo, situada en un pueblito llamado Suarie, donde las condiciones materiales y el montaje del campamento eran considerablemente más duros que los que habíamos tenido en Clairfontaine. Allí teníamos que vivir y dormir en el suelo de unos establos donde anteriormente había habido ganado. Blanqueamos los establos con rapidez para convertirlos en espacios donde poder vivir, estudiar y dormir. En ese tiempo no tuvimos sillas ni mesas, usábamos pacas de paja. Incluso el altar donde se decía misa cada mañana estaba hecho de pacas de paja. A pesar de esas condiciones, continuamos nuestros estudios y preparamos los exámenes anuales oficiales, que todos aprobamos. También había trabajo que hacer en los campos y en la granja –sin mencionar que había que vigilar los campos durante la noche para evitar robos– para poder tener algo que comer y de lo que vivir. Pero aquí más que en ningún otro lugar o en ningún otro momento durante toda mi vida en la Compañía experimenté un espíritu comunitario tan profundo, hecho de preocupación mutua, donde cada uno se olvidaba de sí mismo y pensaba primero en los demás. Eso no habría sido posible sin la guía del gran jesuita que era nuestro rector –cuyo nombre era Clement Paquet–, que consiguió crear entre nosotros un extraordinario espíritu de caridad fraterna, ayuda mutua y colaboración. A esas condiciones materiales tan precarias en que vivíamos se añadían los peligros de los bombardeos; también corríamos el riesgo de arrestos y represalias por parte de los ocupantes nazis. En aquellos días se vivía completamente al día, sin garantía alguna de estar vivo al día siguiente. Y fue en esas circunstancias como viví lo que seguirían siendo los años más trágicos de mi vida.


–Usted ha hablado del peligro constante para sus vidas durante la guerra. ¿Podría explicar a qué se refiere? ¿Qué experiencias tuvo en las que se sintiera realmente en peligro?

–Algunos recuerdos de esos años son especialmente vívidos en mi mente. Uno de ellos es el del bombardeo de Namur en 1944. El puente ferroviario sobre el río Mosa fue un importante punto estratégico utilizado por los alemanes para la retirada de sus tropas. El ejército estadounidense quería volar el puente. En un brillante día soleado, grandes aviones estadounidenses sobrevolaron la ciudad y desde una gran altura arrojaron hasta diez o más bombas. Desde Suarie, donde estábamos acampando, a unos cinco kilómetros de la ciudad, podíamos ver las bombas brillando al sol cuando caían de los aviones en posición horizontal e iban tomando gradualmente la posición vertical al descender. El silbido que emitían al caer era ensordecedor. Siguió una explosión enorme, cuando todas las bombas golpearon el corazón de la ciudad. Más de cuatro mil civiles murieron, mientras que el puente permaneció intacto. Al día siguiente, dos avionetas de la Royal Air Force británica (RAF) se lanzaron sobre el puente, arrojaron algunas bombas pequeñas y rompieron el puente sin causar ninguna víctima. Mientras tanto se organizaban trabajos de ayuda en la ciudad. La autoridad municipal hizo un llamamiento a los voluntarios para ayudar a rescatar a las víctimas y desenterrar a los muertos. Toda nuestra comunidad de jóvenes jesuitas se comprometió durante semanas en los trabajos de socorro, sacando a los heridos y a los cadáveres de entre las ruinas. El trabajo era interrumpido regularmente debido a las repetidas alarmas de ataque aéreo; cada vez que eso sucedía teníamos que ir a los refugios subterráneos para salvar nuestras vidas.

Otro recuerdo trágico pertenece a la época en que Bélgica fue liberada por el ejército estadounidense. Los soldados estadounidenses habían llegado a Namur con sus tanques y patrullaban por todas partes en busca de soldados alemanes que trataban de escapar hacia el bosque, donde habían quedado para reagruparse. Las autoridades municipales habían pedido a nuestros superiores que enviaran en bote a un grupo de jóvenes jesuitas a través del Mosa para enterrar a los soldados alemanes que yacían muertos en el campo. Era pleno verano, y la temperatura era excepcionalmente alta para la época, con el resultado de que los cadáveres de esos pobres alemanes se estaban deteriorando rápidamente. Era urgente enterrarlos allí mismo, sin identificar. Mientras estábamos ocupados haciendo ese trabajo macabro, otros soldados alemanes estaban caminando detrás de una valla con sus armas apuntando hacia nosotros, con la esperanza de llegar a su punto de reagrupación en el bosque. Los estadounidenses querían dispararles dese el otro lado del río, pero se abstuvieron de hacerlo porque nosotros estábamos en medio, haciendo nuestro miserable trabajo. Enviaron a una niña para decirnos que cruzáramos inmediatamente al otro lado del río, para que ellos pudieran disparar a los soldados alemanes que se escondían detrás de la cerca con la esperanza de escapar. Apenas habíamos cruzado el río cuando los estadounidenses dispararon sobre ellos y pudimos ver cómo los hombres caían del otro lado.

Aparte de esos trágicos acontecimientos, la vida cotidiana se vivía en total inseguridad. Los alemanes llegaban repetida e inesperadamente en busca de personas. Nos ponían en fila y nos apuntaban con sus pistolas mientras buscaban en nuestras habitaciones huellas de actividades relacionadas con la «resistencia». En caso de hallar alguna evidencia comprometedora, el presunto culpable era llevado inmediatamente a un campo de concentración. Los alemanes también buscaron jóvenes de Luxemburgo, a quienes alistaban por la fuerza en el ejército alemán. Como en nuestra comunidad había algunos escolares –jóvenes jesuitas en formación– de Luxemburgo, tuvimos que mantenerlos escondidos en un refugio dentro de nuestro propio bosque, allí permanecían escondidos y les llevábamos comida tres veces al día.


–¿Alguno de sus familiares cercanos sufrió y murió en la guerra?

–He señalado ya que mi madre rezaba y ofrecía su propia vida –murió el día del alto el fuego, el 7 de mayo de 1945– para que todos nosotros pudiéramos escapar y salir vivos después de la guerra. Y así sucedió por lo que se refiere a mi padre, mis hermanos y mi hermana. Durante la ocupación alemana, mi padre vivió bajo continuas amenazas, dada su condición de gerente de una gran fábrica que antes de la guerra había producido material bélico. Los alemanes lo acosaban constantemente para que produjera el mismo material para ellos. Él alegaba siempre la imposibilidad de hacer que la fábrica funcionase en aquellas circunstancias. A pesar del hostigamiento constante sobrevivió tras haber soportado durante años una presión inhumana. Tan pronto como los estadounidenses liberaron Bélgica de la ocupación alemana, la fábrica se puso nuevamente en funcionamiento y produjo las armas que le solicitaba el ejército norteamericano, por lo que después de la guerra mi padre recibió un premio del ejército estadounidense.

Un tío mío, Robert Lemaitre, hermano de mi madre, fue el único miembro de la familia que pagó su actividad patriótica con la vida. Había sido voluntario durante la Primera Guerra Mundial y había luchado en las trincheras. Después de la guerra recibió muchas medallas del ejército belga por su comportamiento ejemplar como soldado. Se convirtió en notario en Châtelineau, cerca de Charleroi. Tenía una casa muy grande en la que había construido un escondite para albergar a los pilotos y oficiales británicos de la RAF cuyos aviones habían sido derribados por los alemanes. Fue denunciado por actividades anti-alemanas. Su casa fue exhaustivamente registrada por los alemanes, que no encontraron nada, aunque los aviadores británicos estaban ocultos allí. Sin embargo, llevaron a mi tío a la prisión de Bochum, en Alemania. Esto fue en noviembre de 1941. Mi tío murió allí, después de sufrir grandes penurias, en diciembre de 1942. Hasta después de la guerra nunca supimos qué había sucedido tras su arresto. En mayo de 1945, un sacerdote belga que había sido encarcelado con él en Bochum y lo había ayudado en sus últimos momentos vino a comunicar a la familia la muerte de mi tío.


–Volvamos a su formación jesuita y a su deseo de ir a la India como misionero.

–Durante este período, lleno de acontecimientos, fue creciendo en mí el deseo de ir a la India como misionero. Nunca se enviaba a nadie a las «misiones extranjeras» si antes no había expresado claramente a los superiores su deseo de ir y trabajar allí. En mi caso, a pesar de que desde hacía mucho tiempo me sentía atraído por la India, a causa de su rico patrimonio cultural y religioso, nunca había pensado en términos de vocación misionera. Una vez más, la llamada llegó como por ósmosis, si se me permite decirlo así. Un gran grupo de mis compañeros ya estaba destinado a ir a la India, en vista de lo cual hicieron algunos cursos especiales de preparación para su misión allí. A esos cursos los llamábamos el «juniorado indio», pues se impartían clases de historia y filosofía indias, religión hindú, inglés y sánscrito. Este juniorado especial estaba dirigido por el P. Pierre Johanns, que había vivido muchos años en Calcuta, donde había hecho un trabajo pionero en el campo del diálogo interreligioso con el hinduismo en el más alto nivel académico. Tuvo que regresar a Bélgica por problemas de salud y pronto asumió la dirección de los cursos especiales para los que estaban destinados a la India. Mi atracción por la India nació del contacto con este extraordinario maestro y con aquellos compañeros míos que aspiraban a vivir y trabajar allí; y llegó el día en que comencé a pensar que yo también podía tener la misma vocación. La atracción por la India se convirtió en fascinación y, finalmente, informé a los superiores de mi deseo de inscribirme en la misión de Calcuta. Confiaba en que la autenticidad de mi vocación sería reconocida por ellos, y me alegré muchísimo cuando me notificaron su aprobación.

El tercer período de mi formación inicial consistió en tres años de filosofía, de 1945 a 1948, para obtener una licenciatura en esa disciplina. Esto debía hacerse en Lovaina, en la Facultad jesuita de Filosofía de Eegenhoven. Esta vez ni siquiera pudimos comenzar el plan de estudios en lo que debería haber sido nuestra residencia. El colegio de San Alberto, en Eegenhoven, había sido incendiado por los alemanes durante la guerra, y la comunidad de jesuitas estudiantes de Filosofía estaba en el exilio en el colegio de San Pablo, en Godinne, en la provincia de Namur. Las condiciones aquí eran, sin embargo, bastante favorables y, bajo la dirección de un notable grupo de profesores, me interesé profundamente en la filosofía, que me serviría más tarde para mi especialización en teología. Los jesuitas de Lovaina habían desarrollado, bajo la guía de Joseph Maréchal, lo que se llamaba la escuela de filosofía jesuita de Lovaina, como una respuesta trascendental al agnosticismo de Emmanuel Kant. Uno entraba con orgullo intelectual en un patrimonio de tal calidad. Finalmente, el colegio de Eegenhoven fue reconstruido, y fuimos a ocuparlo desde Godinne durante las vacaciones de verano, después de mi segundo año de Filosofía. Así pude hacer mi tercer y último año de Filosofía en el colegio donde debería haber comenzado el primer año, cerca de la gran Universidad de Lovaina. Este traslado elevó el número de mis lugares de residencia a siete en siete años. Las condiciones volvían a la normalidad, tanto en lo político como en lo económico, de modo que podíamos dedicarnos por completo a los estudios y a la dimensión intelectual. Este sería el breve relato de mis primeros años de jesuita, de los que guardo un muy buen recuerdo.


–Partió usted hacia la India a finales de 1948, navegando desde Nápoles a Bombay. ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de este país, que se había independizado el año anterior, en 1947, y poco después había sido testigo del asesinato de Mahatma Gandhi? ¿Dónde vivió en la India en esos primeros años y qué hacía usted? ¿Qué impacto tuvieron en usted las tradiciones religiosas y las culturas de la India en ese período como recién llegado?

–Fue en diciembre de 1948 cuando tuve que despedirme de mi familia e irme a nuestra misión en Calcuta. La partida fue, por supuesto, muy dolorosa; menos para los que se iban que para los que se quedaban. En lo que a mí respecta, estaba viendo cumplido mi sueño y mi vocación, por dura que fuera la partida. Fue mucho más difícil y doloroso para la familia que dejaba atrás. Mi padre, a quien conté lo que sentía en los meses previos a la partida, se preguntaba por qué tenía que ir tan lejos para poder responder a la llamada de Dios. Podía ser un buen sacerdote y jesuita en casa, donde había tanto que hacer. Sin embargo, no intentó de ninguna manera cambiar mi decisión, al igual que había hecho antes, cuando yo estaba a punto de entrar la Compañía de Jesús. Estuvo de acuerdo en que tenía que seguir mi vocación, siempre que estuviera seguro de que Dios me llamaba allí; lo que, por supuesto, no era más fácil de probar racionalmente de lo que había sido mi entrada en la vida religiosa. Para apreciar adecuadamente el enorme coste que suponía para los miembros de la familia, debemos recordar que, en aquellos días, una vocación a las «misiones extranjeras» en la India significaba que uno dejaba la familia y el país de una vez por todas; no habría retorno. Se cortaban los puentes. Que luego las cosas salieran de otra manera no era algo previsto o atisbado. Y, cuando llegó el momento, me despedí de mi padre, expresando mi confianza en que nos veríamos nuevamente en el cielo, cuando y si los dos llegábamos allí. Expresé la misma esperanza cuando me despedí de mis dos hermanos y de mi hermana.

Mi viaje a la India tiene su propia historia. Éramos un grupo de cuatro jesuitas, dos estudiantes –otro y yo– y dos jóvenes sacerdotes. Salimos de Bruselas en tren el 8 de diciembre de 1948 hacia Génova, donde se suponía que íbamos a embarcar en un barco de la compañía Lloyd Triestino, que zarparía enseguida. Cuando llegamos a Génova, nos dijeron que la fecha de navegación se había retrasado un mes entero. Así que decidimos dejar nuestro equipaje con la compañía en Génova y tomar un barco en Nápoles que nos llevaría a Bombay. Esto nos brindó la maravillosa oportunidad de visitar Italia, pasar la Navidad en Roma y encontrarnos con nuestro padre general, que bendijo nuestra vocación misionera. Finalmente, salimos de Nápoles a principios de enero de 1949. El barco resultó ser un bote de semirremolque que había estado en el fondo del mar durante la guerra y había sido reflotado. No era un crucero de lujo; de hecho, la tercera clase, donde nos encontrábamos, nos traía a la mente las difíciles condiciones que habíamos conocido en Bélgica durante algunos de nuestros primeros años como jesuitas. El barco tardó casi un mes en llegar a Bombay desde Nápoles; debido al fuerte viento se atascó en Port Said, incapaz de cruzar el canal de Suez. Nos permitieron cruzar el canal por carretera, visitar El Cairo y subir nuevamente al barco allí después de tres días.

En ese momento no se planteaba el que me convirtiera en profesor de teología en la India. En Bélgica había conocido de cerca, antes de partir para la India, al P. Pierre Johanns, el fundador de lo que llegó a conocerse como la «Escuela jesuita de indología de Calcuta». Durante mis primeros años en Calcuta entré en estrecho contacto con aquellos que habían sido sus colegas allí, como el P. George Dandoy y sus sucesores, los PP. Pierre Fallon, Julien Bayart, Robert Antoine y Richard de Smet, todos comprometidos en el diálogo interreligioso a un nivel académico muy alto en la Universidad de Calcuta o en otros lugares. Yo mismo fui destinado por mis superiores a seguir una trayectoria similar después de completar mi formación. Solo cuando, más tarde, empecé a estudiar teología, mi destino cambió para convertirme en un teólogo profesional.

Después de pasar dos años trabajando en la escuela de secundaria San Francisco Javier, dediqué un año completo a estudiar el idioma bengalí, sin el cual la vida en Calcuta como sacerdote habría sido imposible. Dediqué toda mi energía y capacidad intelectual al estudio, y pronto me alegré de ello. Fue un trabajo duro al principio, y los primeros pasos fueron especialmente dolorosos. Pero después de un tiempo se volvió extremadamente gratificante. Poco a poco fui descubriendo el moderno idioma bengalí, del que el gran poeta y ganador del Premio Nobel de Literatura, Rabindranath Tagore, había sido su creador y su figura principal. Era muy gratificante poder leer gradualmente en su idioma original los poemas exquisitos y profundamente religiosos del padre del bengalí moderno, así como sus ensayos y tratados. Su inmensa producción literaria representa aún hoy el patrimonio cultural y religioso insuperable de la tierra bengalí y, de hecho, uno de los productos culturales y literarios más refinados de la rica herencia india. Quiero subrayar el hecho de que muchos de los poemas religiosos de Tagore, ya en la década de 1940, se utilizaban en la liturgia cristiana y se cantaban en las misas de la Iglesia católica por la inconfundible resonancia cristiana que evocaban. Todo esto, unido a la familiaridad con los poemas religiosos de otros santos bhakti hindúes, iba teniendo un cierto impacto en mí, y hacía que la pregunta fuera cada vez más apremiante: ¿cómo se relacionan todas estas riquezas y dones divinos con nuestra propia herencia cristiana? Me estaba preparando para emprender mis estudios teológicos.


–Se dirigió usted entonces a Kurseong, en el norte de Bengala, para comenzar sus estudios teológicos. ¿Cómo fueron esos años y qué recuerda de la vida allí?

–Sí, en enero de 1952 fui a nuestra Facultad de Teología Saint Mary’s College, en Kurseong, una pequeña ciudad en la ladera del Himalaya, situada a unos 2.000 metros de altura y a unos 500 kilómetros al norte de Calcuta. El sitio era, sencillamente, precioso. Desde nuestra casa, hacia el sur, veíamos la llanura de Bengala, que se extendía cientos de kilómetros cuando la visibilidad era clara; y hacia el norte teníamos una magnífica vista de las nieves eternas del Kinchinjunga, uno de los picos más altos y majestuosos de la cordillera del Himalaya. La ubicación, así pensábamos en esos días, era ideal para elevar nuestros pensamientos hacia valores inmortales a través del estudio de la teología. Más tarde, después del Concilio Vaticano II (1962-1965), la situación sería diferente, y parecería incongruente seguir pensando la fe que debíamos anunciar a las personas estando tan aislados del mundo. Nuestra Facultad teológica sería trasladada de las alturas de Kurseong al centro de Delhi, la capital de la India. El contraste no pudo haber sido mayor, pero nadie lo lamentó.

Mientras tanto comencé en serio mis estudios teológicos en Kurseong. El cuerpo estudiantil estaba formado por un centenar de escolares jesuitas, pertenecientes a todas las misiones jesuíticas de la India; en ese momento, la gran mayoría era todavía de nacionalidad extranjera. Los profesores también eran casi todos extranjeros, en su mayoría belgas. Eso cambiaría después por completo. Casi todos los profesores y estudiantes son ahora ciudadanos indios que pertenecen a las diferentes provincias jesuitas de la India, a las que se agregan algunos de otros países asiáticos; tanto los estudiantes como el claustro también están abiertos a no jesuitas. En aquellos días estábamos orgullosos de pertenecer al Saint Mary’s College, que era la primera y, en ese momento, la única Facultad eclesiástica en la India, además de ser el escolasticado de la Compañía de Jesús situado a más altura. El nivel académico de la Facultad se ajustaba a su prestigiosa ubicación. La Facultad teológica de Kurseong en aquellos días se comparaba con las Facultades de teología en Roma, París o cualquier otro lugar, por los rigurosos estudios académicos y la excelencia de la enseñanza impartida por los profesores. Recuerdo con especial gratitud al P. Joseph Putz, el decano de la Facultad, que se convirtió en perito del Concilio Vaticano II, que fue mi mentor –o como diría en términos indios, mi gurú–, de quien aprendí mucho, no solo de sus conocimientos, sino también de su apertura real al mundo, de la atención a la cultura circundante y a la situación concreta, y de su sincero deseo de una verdadera renovación de la teología. Finalmente fui destinado a ser su sucesor en la enseñanza de temas fundamentales de teología sistemática como son la cristología, la Trinidad y la eucaristía, así como un curso sobre teología de las religiones, que era entonces un tema muy nuevo. Hubo entre nosotros, profesores y estudiantes, mucha innovación en actividades académicas, incluida una «Academia india» a través de la que se hacían esfuerzos por relacionar nuestro estudio de la teología cristiana con las tradiciones religiosas indias. Fue un excelente entrenamiento para lo que vendría después.


–Usted fue ordenado sacerdote en Kurseong en 1954, ¿qué recuerda del día de su ordenación? ¿Viajó su familia para asistir a la ordenación? ¿Cuáles fueron sus sentimientos entonces?

–Fui ordenado sacerdote en Kurseong al final de mi tercer año de teología, el 21 de noviembre de 1954, por el arzobispo Ferdinand Perrier, SJ, de Calcuta. Mi padre no pudo asistir a mi ordenación debido a sus obligaciones profesionales, pero sí estuvieron mi hermana y un primo. Su presencia fue, por supuesto, una gran alegría y consuelo en esa ocasión única de mi ordenación sacerdotal, que para cualquier nuevo sacerdote marca lo que es quizá el hito más importante en su vida. La presencia de la familia era aún más apreciada porque esos largos viajes todavía eran algo excepcional por entonces. Después de la ordenación tuve la oportunidad de recorrer la India con mis invitados, haciéndoles descubrir algunos de los tesoros del patrimonio cultural indio. Quedaron grandemente impresionados y volvieron a casa con maravillosos recuerdos de un viaje único. Para mí también esta visita organizada a algunos de los sitios más sorprendentes de la antigua civilización india fue preciosa, haciéndome apreciar más profundamente los enormes tesoros de la humanidad encontrados en una civilización antigua, mucho más antigua en realidad que aquella de la que provenimos. Eso también ayudó a confirmar mi vocación a la India.


–Después de su ordenación continuó sus estudios de teología en la India y después se fue a Roma. Cuéntenos más sobre ese período.

–Terminé mi cuarto año de teología en Kurseong a finales de 1955. Ahora tenía una licenciatura en teología, y en adelante estaba destinado por mis superiores a realizar estudios de posgrado en teología con el fin de regresar a Kurseong para enseñar. Antes de continuar con los estudios de doctorado, sin embargo, fui a Hazaribagh, en Bihar, donde, bajo la dirección del P. Louis Schillebeeckx, hermano mayor del gran teólogo dominico Edward Schillebeeckx, hice mi tercera probación, una especie de tercer año de noviciado propio de los jesuitas hecho casi al final de la formación, destinado a profundizar en la vida espiritual y en la identidad jesuita y sacerdotal. Eso fue en 1956. A este siguió otro año de estudio en la Universidad de Calcuta para familiarizarme más profundamente con la filosofía india y las tradiciones religiosas indias. Los planes eran que fuera entonces a Roma para hacer mi doctorado. Solicité la ciudadanía india, en virtud de las leyes que acababan de ser votadas por el Parlamento indio. Eso me permitiría permanecer fuera de la India durante dos años completos, el mínimo requerido para completar mis estudios en Roma. El gobierno central de la India, sin embargo, no aceptó mi petición. Dado que, como extranjero, me permitían quedarme fuera de la India solo durante dieciocho meses sin que perdiera mi permiso de residencia permanente a mi regreso, primero fui al colegio De Nobili, en Poona, por entonces la segunda Facultad de teología jesuita en la India, donde, bajo la dirección del P. Joseph Neuner, otro gran teólogo que también fue perito durante en el Concilio, comencé a trabajar en el tema de mi tesis. Luego fui a Roma en septiembre de 1957 para continuar mi trabajo en la Universidad Gregoriana, donde obtuve el doctorado en teología a principios de febrero de 1959.


–Usted estaba en Roma cuando murió el papa Pío XII y fue elegido Juan XXIII. ¿Qué recuerda de todo aquello?

–Volví a Roma de unas vacaciones en Bélgica el 9 de octubre de 1958, día de la muerte de Pío XII, y asistí al funeral solemne. Estuve allí para la elección de Juan XXIII el 28 de octubre. Recuerdo muy bien la emoción que acompañó a tal evento. Vivía en el colegio internacional San Roberto Bellarmino. Solíamos subir a la terraza de la casa para ver si el humo proveniente de la Capilla Sixtina era negro o blanco. De hecho, era imposible distinguir con certeza de qué color era, y teníamos que bajar cada vez a la radio para obtener la información correcta. Finalmente, el humo pasó a ser claramente blanco, y la radio confirmó la noticia de que la elección había tenido lugar. Recuerdo las prisas que siguieron, ya que la ciudad de Roma corrió literalmente hacia el Vaticano; el tráfico se interrumpió por completo para dejar espacio a la gente que corría por las calles. Cuando llegué a la plaza de San Pedro, ya estaba abarrotada. Esperamos bastante tiempo antes de que sucediera algo. La emoción de la multitud creció. Finalmente, el cardenal Ottaviani apareció en el balcón de la basílica y pronunció en voz alta: «Habemus papam, su eminencia, el cardenal Giuseppe Roncalli, que ha elegido el nombre de Juan XXIII». En ese momento, muchos cuchicheos recorrieron la plaza, porque la gente no había entendido el nombre con claridad y además porque el nombre pronunciando era una sorpresa para muchos. La gente preguntaba sobre la identidad del nuevo papa e intercambiaba información y reacciones. Para los italianos, que componían la mayoría de la multitud asistente, una cosa importaba mucho, a saber, que había sido elegido un cardenal italiano. Y así era. La multitud se iba entusiasmando cada vez más, hasta el momento en que el papa Juan XXIII apareció en el balcón de la basílica. El entusiasmo de la multitud que abarrotaba la plaza hasta la via della Conciliazione alcanzó su apogeo y se convirtió en un frenesí de alegría. El papa apareció sonriendo y saludando a la multitud, y la multitud le respondió con aplausos y brazos extendidos. Su aparición fue breve y terminó con la primera bendición papal a la gente. A medida que la multitud comenzó a dispersarse, los periódicos ya estaban a la venta con la foto del nuevo papa y un relato de su vida en la portada. Solo faltaba la vestimenta papal, ya que la foto mostraba al nuevo papa vestido de cardenal. Todos compraban un ejemplar del periódico en el camino de vuelta a casa.


–Mientras sucedía todo esto, usted estaba investigando y escribiendo su tesis, ¿cuál era el tema?

–Como tema de mi tesis elegí la antropología religiosa de Orígenes, el teólogo griego del siglo III, indudablemente una de las mayores luminarias de los Padres de la Iglesia. En aquellos siglos, los Padres se enfrentaron al enorme problema de insertar el mensaje cristiano en el contexto de la cultura griega; de ese mismo modo, nosotros, los teólogos, nos enfrentábamos al problema de insertarlo en las grandes culturas de Oriente. ¡No era en absoluto una tarea menor que la de aquellos! Podía aprender mucho de la forma en que un genio intelectual como Orígenes lo había hecho. Ciertamente, aprendí muchísimo, aun cuando tuviera que trabajar a marchas forzadas para terminar la tesis dentro de los dieciocho meses que me habían concedido para estar fuera de la India y no perder mi permiso de residencia. Aterricé en Bombay en febrero de 1959, un día antes de que expirara mi visado. Cuando pasé por el puesto de control policial, el oficial miró mi pasaporte y comentó: «Justo a tiempo». Respondí: «Sí, pero a tiempo».


–Después de completar sus estudios de doctorado en Roma regresó a Kurseong para comenzar su carrera docente. Mientras tanto se estaba preparando el Concilio Vaticano II, que comenzó oficialmente en 1962, coincidiendo todo esto con sus primeros años como profesor. ¿Pudo seguir el Concilio desde la India? ¿Qué impacto tuvo en usted, en su pensamiento y en su docencia? ¿Cómo se podían hacer efectivas las tendencias y decisiones conciliares allí donde usted enseñaba y trabajaba pastoralmente?

–Exacto, por aquel entonces comenzaba mi carrera como teólogo y profesor en el Saint Mary’s College, en Kurseong. En 1959, el papa Juan XXIII anunció su decisión de convocar un nuevo concilio ecuménico, el Vaticano II. No es este el lugar para describir las reacciones contrastantes con que se recibió el anuncio, especialmente en Roma, pasando del entusiasmo al escepticismo o a la pura consternación. Pero en el contexto de la Iglesia india, que estaba en proceso de convertirse en una Iglesia local, el nuevo Pentecostés convocado por el papa apareció como un precioso regalo de Dios y una oportunidad única, en el contexto de la India, para replantear a fondo las formas tradicionales y abrir nuevas perspectivas. Seguimos la preparación del Concilio desde 1959 hasta 1961 y luego, con el mayor interés, por no decir con pasión, sus cuatro sesiones y períodos de descanso desde 1962 a 1965. A pesar de lo lejos que estaba Roma, estábamos bastante bien informados sobre lo que sucedía en el Concilio, especialmente cuando el Concilio se puso en marcha, a través de crónicas diarias, semanales y mensuales que aparecían en La Croix, The Tablet, Informations Catholiques Internationales y otras publicaciones que recibíamos por correo aéreo.

Comenzar la carrera docente en este contexto, con las animadas discusiones del Concilio sobre preguntas candentes para la vida de la Iglesia, era poco menos que emocionante y, como pensaba entonces, una gracia muy especial. Me obligó a hacer un replanteamiento exhaustivo de algunos puntos de vista teológicos recibidos y a abrirme a nuevos horizontes y perspectivas de las que mi enseñanza solo podría beneficiarse. Podía tomar distancia crítica de algunas formas tradicionales y aparentemente intocables de hacer las cosas. Te pongo un ejemplo bastante común. El medio intocable de enseñanza en teología había sido el latín, una tradición venerable que parecía inamovible, que incluso el papa Juan XXIII parecía confirmar con la Constitución apostólica Veterum sapientia (1962). En Kurseong, la práctica consistía en que un profesor dijera una frase en latín y luego la tradujera al inglés para hacerse comprender por los alumnos. Pensé sobre eso y llegué a la conclusión de que este modo de proceder era una gran pérdida de tiempo. Además, me habían encargado que enseñara y me hiciera entender, en lugar de hablar en latín. Así que fui el primer profesor en comenzar mi carrera docente directamente en inglés, lo que despertó algunas sospechas en la Facultad.

El Concilio supuso un desafío enorme en todas las esferas relacionadas con la formación teológica y la enseñanza, comenzando por la reforma litúrgica que se estaba iniciando, pasando por el desarrollo de una nueva noción de Iglesia: de la «sociedad perfecta» al «pueblo de Dios», hasta llegar a una inversión de la perspectiva sobre el misterio de la Iglesia: de una concepción piramidal y jerárquica a otra comunitaria y sacramental. Más importante aún: en el contexto de la India había una nueva actitud hacia las otras tradiciones religiosas, que recomendaba el diálogo y la colaboración. Llevaría tiempo asimilar todos estos nuevos conocimientos y decidir las aplicaciones concretas. Sin embargo, existía el deseo de no perder tiempo en comenzar, sino de avanzar con determinación y coraje. Aquí se pueden mencionar los primeros pasos en la puesta en práctica tanto del espíritu como de la letra del Concilio que se dieron en el limitado contexto de la Facultad teológica de Kurseong. Estos modestos pasos son sintomáticos del entusiasmo con el que el Concilio fue seguido y recibido.

La capilla de la comunidad de Saint Mary’s College se remodeló a fondo para adaptarla a la liturgia conciliar renovada después de la promulgación de la Constitución Sacrosanctum Concilium, del 4 de diciembre de 1963. La idea y realización del proyecto provino de los estudiantes, que ellos mismos planificaron y ejecutaron con los talentos y medios de que disponían. Para cubrir el presupuesto de la transformación, que con los medios a nuestra disposición no era demasiado alto, escribí algunos artículos para una revista teológica estadounidense. El presupuesto se completó y los superiores nos dieron permiso para continuar. Con un equipo de cuatro estudiantes especialmente dotados para la artesanía y la pintura, trabajamos día y noche durante las vacaciones, al final del curso académico de 1967. El resultado fue una transformación profunda de la capilla según la nueva liturgia. El altar frente a la pared fue reemplazado por una mesa de altar frente a la gente. Alrededor del presbiterio había puestos para los concelebrantes. El espacio estaba dominado, en medio del crucero, por un impresionante icono de Cristo pantocrátor pintado al estilo indio. Los dos altares laterales, a los lados derecho e izquierdo del templo, habían desaparecido y fueron reemplazados, en el lado derecho, por la mesa para la preparación de las ofrendas durante la celebración eucarística, coronada por una pintura muy fina de la Virgen María, también en estilo indio; y, a la izquierda, por el órgano, que habíamos bajado del coro. El hermoso sagrario, engarzado con piedras preciosas –lo único que quedaba de la capilla anterior– estaba ubicado en el lado derecho, contra la pared, entre la mesa del altar y la mesa para la preparación de los dones; en el lado opuesto, a la izquierda, estaba el ambón para la proclamación de la Palabra de Dios, tallado en madera en forma de loto y coronado por el om sagrado, el símbolo indio de la Palabra de Dios. El coro de la capilla tenía no menos de seis altares para las misas privadas, tres a la izquierda y tres a la derecha. Los hicimos desaparecer.

Todo fue posible gracias al interés y al arduo trabajo de los estudiantes, que trabajaban con medios modestos a su disposición, pero con gran entusiasmo, y deseaban poner en práctica los notables talentos que Dios les había concedido. Después seguirían adaptaciones mucho más sustanciales conforme a la nueva liturgia, sin duda, y en una escala mucho mayor, pero la modesta transformación de la capilla del Saint Mary’s fue una de las primeras realizadas en la India, por lo que teníamos buenos motivos para estar orgullosos. Todavía conservo algunas bellas fotos de los resultados.

Otro logro, de naturaleza más académica, pero también relacionado con la liturgia, fue la composición de una plegaria eucarística para la India. En cuanto a su formulación, estaba extraída de la tradición india y, lo que es más importante aún, asumía para la eucaristía cristiana la búsqueda eterna de Dios por las personas y de las personas por Dios que caracteriza especialmente esa tradición. En este caso, también el trabajo fue realizado por los estudiantes. Dirigí un seminario durante todo un semestre para lograrlo. La estructura y el desarrollo de la plegaria eucarística tenían que estar bien fundamentadas teológicamente antes de poder intentar su composición. En el trabajo de composición buscamos expresiones paralelas en la Biblia cristiana y en los libros sagrados de la India para expresar el contenido de la eucaristía cristiana: nombres para Dios, a quien se dirige la plegaria eucarística; el misterio pascual de la muerte-resurrección de Jesucristo, cuyo memorial es la celebración eucarística; oraciones de intercesión que se insertaran profundamente en el contexto indio y, sobre todo, un largo desarrollo en el «prefacio» o proclamación de la historia de la salvación que hiciera referencia explícita a la historia de la salvación india, cuyo registro se encuentra en las religiones de la tradición india, y a las tres margas o formas –conocimiento, devoción y trabajo– con las que se ha buscado la unión con Dios a lo largo de los siglos. La preparación de la plegaria eucarística fue un ejemplo concreto de la manera en que los estudiantes trataban de relacionar sus estudios teológicos con el que más adelante sería su trabajo pastoral, y de su determinación de hacer que el mensaje cristiano se encontrara en un nivel profundo con la tradición religiosa del país. El trabajo tuvo mucho éxito. La «plegaria eucarística para la India», como se la conoció, es la única plegaria de ese tipo que se ha propuesto a la Conferencia Episcopal India para su aprobación. Recibió la aprobación de los obispos indios y, aunque no recibió el reconocimiento oficial por parte de la Congregación Romana de Ritos, todavía hoy se usa ampliamente en la India. Por supuesto, la usábamos en nuestras propias celebraciones eucarísticas en grupos, en las que a menudo iba precedida de lecturas y meditaciones sobre textos con sorprendentes paralelos elegidos de los libros sagrados de la India, por un lado, y, por otro, de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Aún relacionado con la liturgia, fui nombrado consultor de la Comisión Litúrgica de la Conferencia Episcopal de la India. El trabajo producido por esa comisión durante los años posteriores al Concilio fue enorme. Todo fue diseñado y dirigido por el P. D. S. Amalorpavadass, el dinámico director del Centro Bíblico, Litúrgico y Catequético de Bangalore. Éramos un grupo de unas doce personas que pasábamos semanas trabajando juntas en diferentes proyectos en el Centro y que nos hicimos buenos amigos trabajando para la creación de una liturgia india. Los resultados a lo largo de años incluyeron un «Ordinario de la misa» completo para India y tres volúmenes de segundas lecturas alternativas para el Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas. Estas lecturas fueron seleccionadas de varios libros de las Sagradas Escrituras de la India. El criterio para su inclusión en la Liturgia cristiana de las Horas era la respuesta cristiana que evocaban y la posibilidad de una comprensión e interpretación desde la mens cristiana. Fue un buen ejercicio práctico de diálogo interreligioso hecho desde el conocimiento de las diferencias y sin sincretismo, pero también con plena conciencia de las resonancias mutuas posibles entre las tradiciones. Todo este material está disponible en forma impresa, aunque nunca fue publicado oficialmente debido a la falta de aprobación eclesiástica.

Los encuentros litúrgicos periódicos de toda la India se celebraron también en Bangalore. En ellos se revisaba el progreso de la renovación litúrgica en el país y se hacían sugerencias para acelerar la puesta en práctica del Concilio. Una de mis contribuciones a esos encuentros –así como a otras reuniones y seminarios– consistía en pasarme la noche previa a la conclusión de los encuentros redactando la declaración final, las conclusiones o las recomendaciones. La gente parecía pensar que tenía un don especial para redactar conclusiones.


–Finalmente, la Facultad de Teología de Kurseong fue trasladada a Delhi, y usted fue allí para continuar su carrera docente. Cuéntenos un poco sobre esto.

–Después del Concilio se volvió absurdo tener la formación teológica de los futuros sacerdotes jesuitas ubicada en las nubes de las montañas del Himalaya. El contacto con el mundo en general, y en particular con la realidad india, se convirtió en un deber. La decisión de trasladarse a la capital, Delhi, no fue fácil de tomar ni de realizar. La decisión fue tomada por el P. Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús, y ejecutada en el invierno de 1971. Por cierto, hice el viaje de Kurseong a Delhi en motocicleta. Pensé que, en lugar de arriesgarme a estropear mi motocicleta si la enviaba a Delhi por tren, era mejor que la llevara yo mismo, haciendo el viaje por carretera. Me había acostumbrado a montar en una motocicleta bastante potente de fabricación yugoslava, llamada Yawa. Cuando fui a ver a mi rector en Kurseong para pedirle permiso para hacer el viaje por carretera en motocicleta, pensó que estaba loco, pero me dio el permiso sin dudarlo, así que hice el viaje de exactamente 2.000 kilómetros desde Kurseong a Delhi en tres días en mi Yawa, con un joven escolar detrás de mí, que era un pasajero ligero. Ambos disfrutamos la experiencia.


–¿Cómo afectó el cambio a su trabajo y qué actividades nuevas le brindó la oportunidad de realizar? Se convirtió en uno de los apreciados asesores teológicos de la Conferencia Episcopal de la India, ¿puede decirme cómo sucedió? ¿Cuáles fueron los grandes problemas sobre los que le consultaron? ¿Qué queda en usted de aquellos años?

–El trabajo teológico en Delhi continuó, pero también implicó desde el principio nuevas obligaciones y responsabilidades. Por un lado, había más oportunidades para el trabajo pastoral, incluido el ministerio regular de fines de semana, retiros y conferencias; por otro, el arzobispo de Nueva Delhi, Angelo Fernandes, él mismo teólogo y una figura prominente de la Conferencia Episcopal India, me pedía mucha ayuda para colaborar con él en la preparación de documentos para las asambleas de la Conferencia. Finalmente me convertí, a efectos prácticos, aunque nunca con un título oficial, en el principal asesor teológico de la Conferencia Episcopal de la India. Asistí regularmente a las asambleas plenarias anuales de la Conferencia, y me pidieron varias veces que pronunciara en la Conferencia el discurso principal sobre el tema que se presentaba a la deliberación de los obispos.

En enero de 1976 pronuncié el discurso principal sobre la pertenencia de los religiosos a la Iglesia particular en la que estaban trabajando. Expuse el tema de la pertenencia religiosa a la Iglesia particular y de su obligación de alinearse con el plan pastoral de la diócesis, explicando que la «exención» de los religiosos debía entenderse correctamente, en contra de algunos conceptos erróneos del pasado. No significaba que los religiosos fueran totalmente independientes, como si fueran una Iglesia dentro de la Iglesia, sino que, dada su disponibilidad para ser transferidos a otra Iglesia local en razón del bien de un servicio mayor, cuando se encontraran trabajando en una Iglesia particular se esperaba que encajaran lealmente en ella, en armonía con el obispo residencial, el clero diocesano y la propia misión de esa Iglesia local. Los obispos de la India apreciaron mucho mi charla y la publicaron en las actas de la Asamblea General de ese año; también apareció en Vidyajyoti 40 (1976), pp. 97-111. Por el contrario, algunos de mis compañeros jesuitas pensaron que había vendido a los religiosos a los obispos.

En otra ocasión, el tema propuesto para la deliberación de los obispos en la Asamblea General de la Conferencia fue «La respuesta de la Iglesia a las necesidades apremiantes de la India». Esto fue en Mangalore, en enero de 1977. Una vez más se me pidió que pronunciara el discurso principal sobre un tema que, debo confesar, pensé que estaba más allá de mis capacidades. Traté de hacerlo lo mejor posible, señalando especialmente la necesidad de que la Iglesia ofreciera un testimonio de solidaridad con las clases pobres y deprimidas en un contexto como el de la India, para convertirse no simplemente en una Iglesia para los pobres, sino con los pobres y de los pobres. También hice hincapié en desarrollar un sentido de autosuficiencia y de dependencia de los recursos locales en lugar de seguir dependiendo principalmente de los fondos y la ayuda del exterior, una actitud perjudicial para el testimonio de la Iglesia local, así como para su autonomía legítima. Una vez más hice hincapié en la necesidad de avanzar con vigor y determinación con el programa de renovación presentado por el Concilio Vaticano II, especialmente en los campos de la liturgia, la participación de los laicos y la colegialidad en todos los niveles de la vida eclesial. Una vez más, la conferencia fue bien recibida por los obispos, quienes me encargaron la tarea de escribir, durante la noche de la víspera del último día de la reunión, las conclusiones que debían leerse y aprobarse a la mañana siguiente por los obispos, mientras ellos mismos iban esa tarde a la residencia del arzobispo de Mangalore a una recepción con cena, para celebrar el arduo trabajo realizado durante su reunión. Tanto la charla como las conclusiones fueron nuevamente publicadas en las actas de la Asamblea General de enero de 1977. Estos son solo algunos ejemplos, pero los elijo de entre las ocasiones que me dejaron una impresión más profunda.

Estar en Delhi abrió también nuevas oportunidades para asistir a importantes reuniones teológicas y a otras sesiones que durante esos años se multiplicaron y jugaron un papel importante en la renovación teológica iniciada por el Vaticano II. Se trataron temas como «Los ministerios en la Iglesia» o la comprensión cristiana de «Escrituras no bíblicas» o, nuevamente, «La Iglesia india en la lucha por una nueva sociedad». Había reuniones nacionales y seminarios celebrados en el Centro de Bangalore, exclusivamente para todo el subcontinente indio, y también otras reuniones más amplias, para toda Asia, patrocinadas por la Conferencia Episcopal India, entre otras, pero dentro del contexto de la Federación de Conferencias de Obispos Asiáticos (FABC). Estas reuniones hicieron mucho por introducir en las Iglesias india y asiática el espíritu de renovación conciliar, junto con la conciencia de ser Iglesias que ya no se limitan a «estar en» la India y Asia, sino a «ser de» la India y Asia. En lo que a mí concierne personalmente, me dieron la oportunidad de hacer mi pequeña contribución a esa conciencia creciente, como también de nutrir mi enseñanza teológica con la realidad presente en la escena india y asiática. Mi participación escrita durante esos años consistió principalmente en contribuciones a todas esas reuniones, así como en artículos sobre problemas eclesiásticos y teológicos actuales en nuestra revista The Clergy Monthly, más tarde llamada Vidyajyoti: Journal of Theological Reflection, de la que me convertí en editor asistente en 1973 y cuya dirección asumí desde marzo de 1977 hasta mayo de 1984.

Mi relación con los obispos indios también adoptó otra forma. Uno de los grandes temas en discusión en la India durante esos años fue la cuestión de la relación entre las diversas Iglesias individuales, la latina, la siro-malabar y la siro-malankar, con respecto a la jurisdicción territorial. La Iglesia latina estaba presente en toda la India, mientras que la jurisdicción territorial de las otras dos Iglesias se limitaba casi por completo al Estado de Kerala. Las dos Iglesias orientales reclamaban el derecho a evangelizar y abrir diócesis en los territorios pertenecientes a la Iglesia latina; los obispos latinos tenían fuertes reservas contra tal práctica, que multiplicaría los casos de doble jurisdicción en todas partes del país, una práctica que parecía contradecir incluso la antigua tradición de Oriente, como admitió el mismo patriarca Atenágoras. ¡Dos obispos en el mismo territorio habían sido comparados por la antigua tradición con dos gallos en el mismo montón de estiércol! La cuestión fue históricamente muy compleja y los sentimientos acumulados la hicieron aún más delicada. Personalmente no me sentía preparado para involucrarme en este asunto tan difícil, especialmente como extranjero. Sin embargo, se me pidió, en nombre de los obispos latinos, que acompañara a los representantes del lado latino y los ayudara en algunas reuniones que tuvieron lugar en el seminario regional de Bombay de Goregaon, para discutir el asunto y tratar de llegar a un acuerdo. Estas reuniones, aunque corteses, fueron tensas. Se llevaron a cabo dentro de un pequeño grupo de obispos que representaban a los tres lados, con un número aún más limitado de expertos por cada lado. Pensé que la discreción por mi parte era necesaria durante estas reuniones. A pesar de esto, más tarde se me pidió que escribiera, en nombre de los obispos latinos y con la ayuda de otro teólogo de la Iglesia latina, el P. Félix Wilfred, un largo memorándum destinado a ser enviado directamente al papa, en donde el punto de vista de los obispos latinos sobre este espinoso asunto fuera expuesto extensamente. La solución recomendada en el informe fue muy visionaria. Sugirió que la única solución para el problema consistiría en la creación de un rito indio, común a las tres Iglesias individuales, y, por supuesto, abierto a una mayor adaptación a las tradiciones locales culturales, lingüísticas o de otro tipo. Por un lado, las diferencias locales debían tomarse seriamente en consideración y las largas tradiciones de las Iglesias individuales habían de ser plenamente reconocidas; por otro, las tres Iglesias individuales deberían dar prioridad a la vocación común de llegar a ser, juntas, la Iglesia de la India, a través de la comunión y la cooperación. La solución propuesta implicaba sacrificios por parte de todos, aun cuando no todos estaban preparados para poder asumirla. Tampoco se pensó en si la autoridad central en Roma estaría bien dispuesta a esta solución. Lo que sucedió es que a las Iglesias orientales se les concedió su solicitud de crear diócesis en los territorios latinos, con los correspondientes problemas humanos y estructurales. El universalismo y el particularismo son difíciles de combinar.


–También se convirtió en consultor de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Cuáles fueron los puntos altos y bajos de este trabajo? ¿Qué recuerdos conserva de este período?

–La Federación de Conferencias Episcopales Asiáticas fue creada en 1970 y celebró su primera asamblea plenaria en Taipei, Taiwán, en 1974. Esta asamblea produjo un importante documento sobre la evangelización en el continente asiático que fue enviado a Roma como preparación para el Sínodo de obispos de 1974. Tuve el privilegio de acompañar al arzobispo –más tarde cardenal– Lawrence Picachy, de Calcuta, como su secretario durante el Sínodo, en el que actuó como uno de los delegados del presidente. El Sínodo de obispos de 1974 ha sido, en mi opinión, el más interesante de todos los Sínodos de los obispos en Roma después del Concilio. Me atrevo a decir esto porque estuve presente en cada uno de los sínodos siguientes, tres en total. Uno de ellos fue el Sínodo extraordinario de obispos de 1985, convocado por el papa Juan Pablo II para celebrar los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II, ocurrido en 1965. Para entonces ya me habían destinado a Roma, a la Universidad Gregoriana.

En el Sínodo de 1974 sobre la evangelización, aunque el arzobispo Picachy me había invitado a acompañarlo, no me permitieron entrar en la sala sinodal en calidad de secretario suyo. Me vi obligado a recurrir al subterfugio de unirme al equipo que, a petición del Vaticano, había enviado la curia jesuita de Roma, y que colaboraba realizando la traducción simultánea durante las asambleas generales del Sínodo. Éramos un equipo de hasta doce sacerdotes jesuitas que hacían el trabajo en diferentes idiomas. Fue un trabajo duro, pero me dio la oportunidad de tomar el pulso del Sínodo desde dentro, presenciar las diferentes actitudes entre obispos de diferentes continentes y seguir la evolución de un concepto nuevo y más amplio de lo que es la misión evangelizadora de la Iglesia, que se fue gestando durante el Sínodo. Evangelizar ya no consistía meramente en proclamar a Jesucristo y convertir a las personas al cristianismo; incluía la participación de la Iglesia en la liberación integral de los seres humanos y en el diálogo interreligioso con los miembros de las otras tradiciones religiosas. Esto fue enormemente importante para el futuro de la vida y de la misión de la Iglesia, especialmente en los continentes del Tercer Mundo, y particularmente en Asia. Una evaluación del Sínodo de 1974 no es fácil de hacer. Intenté hacer una en un artículo titulado «Sínodo de los obispos de 1974», publicado en Vidyajyoti 39 (1975), pp. 146-69.

Una gran dificultad surgió en el Sínodo debido a la incompatibilidad entre los dos secretarios especiales nombrados por el Vaticano, uno de los cuales era el P. Domenico Grasso, profesor de Teología pastoral en la Universidad Gregoriana, y el otro, el P. D. S. Amalorpavadass, director del Centro de Bangalore, en India. Los dos hombres tenían enfoques teológicos completamente diferentes y no pudieron trabajar juntos en la redacción de un documento que sería votado por los miembros del Sínodo y aprobado por ellos como el documento sinodal. En cambio, cada uno compuso por sí mismo el borrador completo de un documento, y ambos aportaron por separado su propio escrito a los presidentes-delegados del Sínodo. (Trabajé durante las noches, junto con el P. Amalorpavadass y el P. Arévalo, de Manila, en la composición del documento de Amalorpavadass, que tenía unas cuarenta páginas de extensión.) Los dos textos eran incompatibles en su enfoque, uno muy conservador y mirando hacia el pasado, el de Grasso, y el otro, el de Amalorpavadass, muy progresista y abierto hacia el futuro, hasta el punto de que apenas reflejaban las deliberaciones ni representaban las conclusiones del mismo acontecimiento eclesial. No es de extrañar que el texto híbrido, compuesto por fragmentos de las producciones originales y elaborado durante la noche de la víspera del cierre oficial del Sínodo por Mons. A. Descamps, miembro del Sínodo en calidad de secretario de la Pontificia Comisión Bíblica, fuera rechazado por la asamblea. El Sínodo de obispos de 1974 terminó sin haber publicado un documento propio y tuvo que contentarse con solicitar al papa que publicara un documento propio a la luz de la documentación aportada tras el encuentro sinodal. Ese fue el origen de la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, publicada a finales de 1975. Este cambio de un documento sinodal a un documento papal pos-sinodal se convirtió en el patrón a seguir a partir de entonces, y en la primera asamblea general del Sínodo de 1977, que fue la siguiente asamblea en celebrarse, el secretario general del Sínodo informó a los obispos de que su tarea consistía en informar al papa, de modo que este pudiera publicar posteriormente un documento.

A pesar de este fracaso, el Sínodo de obispos de 1974 ha sido el más importante y el más exitoso de toda la serie posterior al Concilio. Por un lado, el concepto de la misión de la Iglesia se amplió mucho en relación con el mundo, muy en el espíritu de la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II; por otro, la puerta estaba abierta, siguiendo ahora el espíritu de la declaración Nostra aetate, para darle un nuevo enfoque a la misión en relación con los miembros de las otras tradiciones religiosas, lo que permitiría el diálogo y la colaboración en lugar de perpetuar la desconfianza y los antagonismos. A esto hay que añadir que la Exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi, a pesar de sus grandes méritos, no hizo justicia –afortunadamente– a la nueva conciencia que se había apoderado de los padres sinodales de considerar la Iglesia como una comunión universal de Iglesias locales, cada una con su «autonomía legítima» y su propia misión, completamente integrada en la realidad humana de la tierra. Comenté la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi en un artículo titulado «Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi», en Vidyajyoti 40 (1976), pp. 218-230.

Mi participación en el trabajo de la Federación de Conferencias Episcopales de Asia, que con el tiempo se estructuraron muy bien en diferentes «oficinas», cada una de las cuales se ocupaba especialmente de la misión evangelizadora, consistió en asistir y participar en varias reuniones y seminarios celebrados en nombre de la FABC, como por ejemplo el «Coloquio asiático sobre ministerios en la Iglesia», celebrado en Hong Kong en 1977. Cuando más tarde recibí mi nombramiento como miembro de la Comisión teológica asesora de la FABC, tuve que rechazar la invitación, porque para entonces había recibido la noticia de mi traslado a Roma. Mi partida a Roma me habría impedido asistir a las reuniones de la Comisión, aunque siempre estuve muy al tanto de sus ideas y he citado abundantemente los documentos que iba produciendo. En cuanto a la Indian Theological Association, de la que también era miembro y a la que seguí perteneciendo después de haber dejado la India, asistí y participé activamente en sus reuniones anuales, en la medida en que me fue posible –aun después de abandonar el país–, en las que se abordaron temas como: «Buscando una eclesiología india» (1983), «Hacia una teología india de la liberación» (1985), «Hacia una teología cristiana india de las religiones» (1989) y «Respondiendo al comunalismo (regionalismo)» (1991).


–Mientras estuvo en la India participó en la edición de un volumen sobre los documentos doctrinales de la Iglesia católica titulado La fe cristiana. Hoy todavía sigue usted trabajando en esa obra, ¿podría explicar el proyecto, cómo comenzó y qué significa para usted?

–En 1938, Josef Neuner y Heinrich Roos publicaron en alemán una colección de los principales documentos doctrinales de la Iglesia católica: Der Glaube der Kirche in den Urkunden der Lehrverkündigung. Fueron asistidos por dos jóvenes jesuitas: Alfred Delp (1907-1945) y Karl Rahner (1904-1984). Rahner estaba al frente de las ediciones posteriores de esta colección de documentos hasta que Karl-Heinz Weger se hizo cargo de la octava edición en 1971. En la India, el P. Neuner y yo nos dimos cuenta de que después del Concilio Vaticano II (1962-1965) era conveniente preparar una nueva colección de documentos doctrinales de la Iglesia, lo que dejaría fuera textos irrelevantes e incluiría más documentos, en particular de la enseñanza conciliar y posconciliar. Las introducciones a los capítulos y a los documentos específicos se escribieron a la luz de la doctrina del Vaticano II y de la mejor teología académica actual. Las traducciones existentes necesitaban ser corregidas y, en algunos casos, debían rehacerse. Se introdujeron nuevos capítulos para cubrir campos significativos de la enseñanza moderna y de la teología, añadiendo en total veintitrés capítulos, desde «Revelación y fe» (capítulo 1) hasta «Cumplimiento cristiano» (capítulo 23), con una sección inicial de «Símbolos y profesiones de fe». Para hacer este trabajo, Neuner y yo contamos con la ayuda de otros ocho profesores de dos Facultades, Vidyajyoti (Delhi) y Jnana Deepa Vidyapeeth (Pune). El resultado fue La fe cristiana en los documentos doctrinales de la Iglesia católica, publicado en 1973 por Theological Publications, en Bangalore (India). De 1973 a 2001 la obra llegó a tener siete ediciones, que fueron revisadas y actualizadas sucesivamente. La obra ha mantenido los mismos veintitrés capítulos, pero ha pasado de 711 páginas en la edición de 1973 a 1.135 en la séptima edición de 2001. La traducción italiana, realizada a partir de esa última edición, fue publicada en 2002 por San Paolo, Cinisello Balsamo (Milán). En la preparación de la sexta edición (1995) y de la séptima (2001) dispuse de la ayuda de diez colaboradores de la Universidad Gregoriana. El libro sigue siendo un valioso instrumento de aprendizaje teológico de los dos mil años de la enseñanza oficial de la Iglesia.


–Los años que pasó usted en la India, ¿cómo cambiaron su pensamiento sobre la cuestión del cristianismo y las religiones principales del mundo? Usted ha dicho que haber estado en contacto con la realidad de los dones que Dios hace a otras personas, en su caso especialmente a los indios, es «la mayor gracia» que ha recibido en su carrera docente. ¿Podría explicar a qué se refiere? ¿Podría poner algunos ejemplos de cómo este contacto le ha proporcionado una visión más profunda del misterio del plan de Dios para la humanidad?

–He dicho muchas veces, y continúo pensándolo hoy a la luz de lo que he visto y vivido después, que mi exposición a la realidad india ha sido la mayor gracia recibida de Dios en cuanto a mi vocación como teólogo y profesor. Uno no puede vivir treinta y seis años en la India sin verse profundamente afectado por la experiencia. Esto es cierto a nivel de pura realidad humana. Venía de un pequeño país de Europa occidental donde todos los prejuicios sobre la superioridad de Occidente sobre el resto del mundo seguían vivos. La civilización occidental y cristiana era la única civilización digna de ese nombre. Habíamos aprendido, en teoría, que la civilización india era mucho más antigua y al menos tan rica como la nuestra, pero ese conocimiento abstracto no había cambiado profundamente nuestra mentalidad. Aún nos considerábamos humanos superiores y estábamos convencidos de la misión que tenía el mundo occidental de difundir su propia civilización por todas partes.

Me parece extraño que incluso hoy en día la mentalidad de tanta gente en Occidente se mantenga unilateralmente centrada en el continente europeo. Siguen pensando y actuando como si Europa y el mundo occidental en general fueran el centro del mundo. Ahora bien, este es un mito que debería haber desaparecido hace mucho tiempo. Simplemente atendiendo a los números ya no es posible pensar que el futuro del mundo se encuentre en este lado; pertenece, nos guste o no, al llamado Tercer Mundo, y especialmente al continente asiático. El hecho de que la población de China y la India juntas sumen hoy más de dos mil millones de personas de los seis mil millones que habitan el planeta Tierra debería hacernos revisar nuestra escala de valores y redimensionar nuestras propias afirmaciones. El mundo de mañana será muy diferente del que hemos conocido en el pasado; ya ha cambiado enormemente y está destinado a cambiar aún más. La columna vertebral ya no será el hemisferio occidental –ya se ha desplazado de allí–, sino aquellos continentes de los que, en el pasado, Europa se atribuyó la civilización por medio de la conquista. Una larga exposición a una gran realidad como la del subcontinente indio supuso para mí un gran choque cultural y me obligó a abrir los ojos a horizontes y perspectivas mucho mayores.

Lo anterior es tanto más cierto cuando se piensa no solo en el tamaño de los países y en el número de su población, sino también en el rico y antiguo patrimonio cultural de países orientales como la India y China. Uno no puede dejar de admirar la exquisita belleza de los antiguos templos hindúes y los monasterios budistas. El patrimonio artístico de estos y otros países de Oriente es comparable a nuestro propio patrimonio cultural occidental. Descubrirlo gradualmente con motivo de viajes realizados con fines profesionales ha supuesto, cada vez, una profunda emoción cultural. La India es ciertamente una tierra de contrastes y de diferencias a gran escala, como lo son, además, muchos países del Tercer Mundo. Existe un impactante contraste entre la pobreza desenfrenada de las grandes masas y la vida de lujo de las clases privilegiadas. Pero también están los exquisitos valores humanos que se encuentran, tal vez por excelencia, entre los pobres y los desfavorecidos por medio de la solidaridad mutua, la misericordia y la compasión hacia los demás seres humanos. A través de los contactos más comunes con las personas, uno puede palpar y sentir su profunda humanidad, su sentido de la dignidad humana, la riqueza de su vida espiritual y religiosa. Y aquí es donde tocamos el aspecto principal del problema.

Si considero mi exposición a la India como una gracia de Dios en mi trabajo profesional como teólogo, la razón principal es que la exposición a su realidad religiosa me obligó a revisar por completo mi anterior valoración del significado de las tradiciones religiosas que nutrían la vida espiritual de las personas con las que me encontraba en el camino. A pesar de la educación privilegiada que había recibido en Bélgica antes de irme a la India, incluyendo la iniciación en las tradiciones religiosas indias, llegué allí cargado con los prejuicios de nuestra civilización occidental y nuestra tradición cristiana. Pensábamos que éramos los mejores, por no decir los únicos, en lo que respecta a la civilización; también teníamos muy arraigado en nosotros que el cristianismo era la única «religión verdadera» y, por tanto, la única con derecho incuestionable a existir. Por supuesto, había valores humanos que se podían encontrar en la vida religiosa de las personas que conocimos y en las tradiciones religiosas a las que pertenecían; afortunadamente, pudimos ir más allá de una valoración puramente negativa. Pero estos valores eran, en el mejor de los casos, el modo en que las diversas culturas expresaban la aspiración universal hacia el Ser infinito, innato en la misma naturaleza humana. Me di cuenta de que tal posición era insostenible y que tendríamos que revisar por completo nuestras premisas. Las tradiciones religiosas del mundo no representaban principalmente la búsqueda de Dios hecha por los hombres través de su historia, sino la búsqueda de los hombres hecha por Dios. La teología de las religiones, que todavía estaba en su infancia, tendría que dar un giro completo para pasar de una perspectiva centrada en el cristiano a una centrada en el trato personal de Dios con la humanidad a lo largo de la historia de la salvación. En esta perspectiva, las religiones se podrían ver como los «dones de Dios para los pueblos» del mundo y para tener una significación positiva del plan general de Dios para la humanidad y una valencia salvadora para sus miembros. Con este descubrimiento, el reto al que se enfrentaba la teología de las religiones era el de combinar la fe cristiana en Jesucristo, salvador universal, con la significación positiva del plan de salvación de Dios de las otras tradiciones religiosas y su valor de salvación para sus seguidores. Toda mi obra teológica ha luchado con la necesidad de superar el aparente dilema entre estas dos afirmaciones, y mostrar que, lejos de contradecirse entre sí, son complementarias si se logra ir más allá de las apariencias.

Por eso mi producción literaria mientras enseñaba en la India se centró en este problema nuclear; lo sería aún más después de mi traslado a Roma. Creo que he sido capaz de formular una perspectiva teológica que tiene sentido para ambas afirmaciones, y la he desarrollado gradualmente con mayor precisión y una base más segura en la revelación y la tradición cristianas. Mis esfuerzos siguen siendo, sin embargo, parciales y abiertos a mejoras; la teología nunca termina. La teología que he desarrollado y la enseñanza que impartí son muy diferentes de lo que habrían sido sin mi exposición india. Mi mente y mi maquillaje intelectual se han visto trastornados por esta experiencia. Me doy cuenta casi todos los días, cuando converso con mis colegas en Roma, de lo mucho que difiere mi escala de valores de la de la mayoría de ellos y de las muchas suspicacias y desconfianzas que mi teología despierta en algunos de ellos. Atribuyo esas diferencias a la gracia de esa exposición que se me ha dado y a la carencia de esa misma gracia que se detecta en muchos. Uno no se enamora de lo que no conoce.

Parte de esa gracia de exposición a la realidad india tiene que ver con el conocimiento personal –en algunos casos, la estrecha amistad– que he tenido el privilegio de mantener con todos los hombres y mujeres que en las últimas décadas han sido pioneros en la India en la construcción de una vida monástica profundamente arraigada, a la vez, en la tradición cristiana y en la realidad religiosa india, o precursores del diálogo interreligioso con las otras tradiciones religiosas a un nivel teológico profundo. En Bélgica fui discípulo de un maestro extraordinario, Pierre Johanns, fundador de la «Escuela jesuita de Indología de Calcuta». Durante mis primeros años en Calcuta me familiaricé estrechamente con sus antiguos colegas y sucesores, todos ellos comprometidos con el intercambio entre el cristianismo y el hinduismo a un profundo nivel teológico. Más tarde conocí personalmente a los pioneros del movimiento en toda la India. Solo puedo mencionarlos por su nombre: Jules Monchanin y Henri LeSaux (Abhishiktananda), los cofundadores del ashram Saccidananda de Shantivanam; Francis Mahieu Acharya, el fundador del monasterio de Kurisumala; Bede Griffiths, quien, después de la muerte de Monchanin y de dejar Abhishiktananda para ir a Uttarkashi, donde vivió como ermitaño en las fuentes del Ganges, se hizo cargo de la dirección del ashram de Saccidananda; Raimon Panikkar, la síntesis de Oriente y Occidente; las hermanas Vandana y Sara Grant, cofundadoras del ashram ecuménico de Pune, y tantos otros. Todos esos hombres y mujeres me impresionaron mucho e influyeron profundamente en mi pensamiento mientras desarrollaba mi propia visión de la relación entre el cristianismo y las religiones del mundo. Aunque no estaba siempre de acuerdo con sus posiciones teológicas, no podía dejar de admirar la seriedad con la que se comprometieron con el problema y la amplitud de visión con la que intentaron resolverlo. Mi propio desarrollo teológico no habría sido el que es sin mi conocimiento personal de esos pioneros.


–En 1984 fue usted llamado a trabajar en la Pontificia Universidad Gregoriana, en Roma. ¿Cómo sucedió? Su primer contacto con la Gregoriana después de sus propios estudios llegó cuando le invitaron a impartir un curso en el año académico 1981-1982, y también al año siguiente, 1982-1983. ¿Qué provocó la invitación? ¿Cómo ha visto todo esto usted mismo?

–Mi traslado a la Universidad Gregoriana, en Roma, tuvo lugar en mayo de 1984. Explicaré más adelante los motivos y las circunstancias de ese doloroso traslado. Sí, fui invitado por el P. René Latourelle para venir y dar un curso aquí en 1981 sobre teología de las religiones, en el segundo ciclo de la Facultad de Teología. El P. Latourelle era un hombre con visión de futuro que encontraba extraño que el plan de estudios no contara aún con ningún curso explícito sobre la teología de las religiones del mundo. La mentalidad exclusivista, tradicional en el cristianismo, y el enfoque romano de la teología perpetuaban la idea de que la teología era solo acerca del dogma cristiano y la doctrina católica. Discutir sobre la relación entre el cristianismo y las otras tradiciones religiosas parecía aventurado. Por qué me invitó el P. Latourelle a venir a Roma y dar ese curso, en lugar de llamar a otro teólogo, no lo sé, ya que nunca me lo explicó. Supongo que había llegado a conocerme a través de algunos de mis escritos y de la reputación que había adquirido como teólogo de confianza. Pensó que podía confiar en mí por mi pericia en el manejo de un tema difícil. Sin embargo, en ese momento no podía ausentarme de Delhi durante un semestre completo debido a los muchos compromisos que tenía allí. Acepté la invitación siempre que el curso se pudiera concentrar en un período de seis semanas.

Di el curso por primera vez durante el segundo semestre del año académico 1981-1982. Fui invitado nuevamente por el P. Latourelle, ahora decano de la Facultad de Teología, para dar el mismo curso durante el segundo semestre del curso 1982-1983. Cuando estaba en la Gregoriana por tercera vez para impartir el mismo curso durante el segundo semestre de 1983-1984, el P. Peter Hans Kolvenbach, general de la Compañía, me comunicó mi traslado permanente a la Gregoriana. La solicitud de mi transferencia había venido en parte, si no exclusivamente, del decano de Teología de la Gregoriana, con el consentimiento de las autoridades de la universidad. Mis cursos parecían ser apreciados y considerados útiles por las autoridades académicas, que son quienes pensaron que podría valer la pena destinarme de modo permanente a la Gregoriana. El P. Latourelle tuvo la idea de encargarme, una vez que estuviera asentado en Roma, el curso de cristología, ya fuera en el primer o segundo ciclo, combinándolo con el curso especial de teología de las religiones que ya había dado tres veces. Por lo que a mí respecta, la invitación a venir a la Gregoriana a dar un curso durante seis semanas cada año era muy bienvenida. Me daba la oportunidad de presentar a una audiencia mucho más grande de la que tenía en Delhi lo que ya estaba organizándose en mi mente acerca de cómo debería ser una teología abierta a las otras religiones. Si hubiera sabido que la primera invitación llevaría finalmente a la petición de un traslado permanente, la habría rechazado educadamente, porque nunca había imaginado siquiera la posibilidad de salir de la India para siempre.


–Comenzó a enseñar como profesor permanente en la Gregoriana en octubre de 1984. Debió de haber sido un gran cambio con respecto a la India. ¿Qué sintió? ¿Qué echó de menos? ¿Cómo fueron sus primeros años como profesor a tiempo completo allí? ¿Qué tipo de bienvenida recibió en la Gregoriana? ¿Cómo era el ambiente académico en Roma durante esos primeros años?

–La bienvenida a la Gregoriana, cuando llegué en junio de 1984 como miembro permanente de la comunidad jesuita y del claustro de la universidad, fue muy cálida, especialmente por parte de los superiores. Empecé a enseñar en octubre de 1984 en el segundo ciclo, dando cursos opcionales y seminarios sobre teología de las religiones, cristología y teología de las misiones. En ese primer año impartía los cursos y seminarios en francés e inglés, pues mi italiano todavía necesitaba pulirse un poco. Cambié al italiano durante el año académico de 1985-1986. El cambio al medio italiano me dio una audiencia mucho más grande, y, aunque mis cursos en el segundo ciclo eran opcionales, la audiencia llegó a ser tan grande que las clases tuvieron que celebrarse en el aula magna –el «gran salón»– de la universidad. Si tuviera que comparar mi experiencia docente en Roma con la que tuve en la India, habría, por un lado, algo de lo que arrepentirme del pasado y, por otro, algo nuevo a lo que dar la bienvenida. En la India yo había tenido el privilegio de estar en contacto cercano con estudiantes indios de teología, que estaban redescubriendo sus raíces culturales y haciendo preguntas radicales sobre problemas que vivían personalmente a un nivel profundo en su propia vida: la relación entre su fe cristiana y las tradiciones religiosas de sus antepasados, a las que en algunos casos pertenecían sus familias. El contacto estrecho con ellos en tales situaciones fue una experiencia profunda; también era un poderoso incentivo para seguir adelante con una reconsideración profunda del significado de otras tradiciones religiosas en el plan de Dios para la humanidad.

Por un lado, encontrar en Roma una audiencia mucho mayor para mis cursos sobre religiones y sobre cristología fue también un poderoso incentivo para cumplir con las expectativas que los estudiantes estaban depositando en mí. El carácter cosmopolita de la audiencia, que incluía un gran número de nacionalidades, también fue un gran incentivo. Me dio la sensación de que lo que transmitía se extendería a todos los continentes y se multiplicaría. A menudo me preguntaba por qué los estudiantes acudían a mí en grandes cantidades. Parecían buscar algo que no encontraban en otro lugar. Algunos me dijeron confidencialmente que, en los seminarios en América del Sur, de donde venían, leer obras de teólogos de la liberación estaba prohibido. Elegían mi seminario sobre la cristología de los teólogos de la liberación para compensar aquello de lo que, durante mucho tiempo, habían sido privados. Situaciones similares surgieron en el campo de la teología de las religiones, algunos compartiendo conmigo las experiencias negativas que habían tenido en el pasado, ya sea en su contexto familiar o incluso con sacerdotes y maestros.

Por otro lado, el clima académico en Roma no era demasiado favorable. Uno siempre podía tener la sospecha de estar bajo supervisión y, eventualmente, amenazado con la denuncia. A los estudiantes se les permitía registrar en una grabadora la clase dada por el profesor. En un auditorio abarrotado, a un extraño le habría sido fácil unirse a los estudiantes con una grabadora en el bolsillo y grabar –¿en beneficio de quién?– la clase que se impartía. Debo confesar que nunca me dejé disuadir, tratando de decir y enseñar lo que pensaba que era verdad. Y de nuevo creo que los estudiantes acudían a mí porque sentían en mí esa honestidad y sinceridad, esa completa coherencia entre lo que pensaba y lo que enseñaba, lo que contribuía a la credibilidad del mensaje.


–En 1985, el papa lo nombró a usted consultor del Secretariado para los No Cristianos (SNC), más tarde conocido como Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso (PCID). ¿Podría decirme cómo sucedió eso? ¿Cómo vio ese encargo? ¿En qué consistió el trabajo? ¿Cuáles fueron los problemas sobre los que fue consultado?

–Cómo surgió este nombramiento, no lo sé. Cuando uno es nombrado por el papa a través de la Secretaría de Estado como consultor para un dicasterio romano, no le dicen por qué cualidades personales buenas ni a través de qué influencia ha llegado el nombramiento. Todo sucede de manera bastante impersonal y formal, con toda la pompa de la jerga del Vaticano. De acuerdo con las normas, los nombramientos son por cinco años, pudiendo ser confirmados por otros cinco, pero no más. Que el tiempo de realización del encargo para el que se te ha designado ha llegado a su fin se expresa con claridad mediante una carta de agradecimiento de la Secretaría de Estado, también de la misma manera formal. Las gracias son tan impersonales como el nombramiento. Así es como, efectivamente, fui consultor del SNC, más tarde el PCID, durante diez años, de 1985 a 1995.

El trabajo ordinario consistía en asistir a las reuniones del órgano asesor para tratar temas sobre los que las autoridades del Consejo querían tener una opinión ponderada, en vista de las decisiones que tenían que tomar o de las actitudes que se querían fomentar. Cuando se abría la sesión, el cardenal Francis Arinze, presidente del Consejo, agradecía profusamente a los consultores por los «grandes sacrificios» que habían hecho para poder asistir. Se enviaba un sobre a cada uno para cubrir los gastos básicos del viaje. Los consultores también podían asistir a algunas reuniones organizadas por el Consejo, tanto en Italia como en el extranjero, para tratar más ampliamente sobre cuestiones importantes que tenían que ver con el trabajo del Consejo. De este modo fui designado por el Consejo para asistir al coloquio teológico organizado por el mismo Consejo y que tuvo lugar en el Seminario Pontificio en Poona, India, en agosto de 1993, sobre cristología, eclesiología y teología de las religiones. Entregué allí un documento sobre «La Iglesia, el Reino de Dios y los otros”», que se publicó con las actas del coloquio en Pro Dialogo, el boletín del Consejo (85-86/1 [1994], pp. 107-130). Organizar tales reuniones o seminarios era para el Consejo una forma de sentir el pulso teológico en general sobre algunos temas candentes relacionados con el diálogo interreligioso; celebrarlos en el extranjero ayudó a despertar menos sospechas. En cuanto a las reuniones en el extranjero con otros grupos involucrados en el diálogo interreligioso, como la Unidad de diálogo con los pueblos de fe viva, del Consejo Mundial de las Iglesias, rara vez se nos pidió a los consultores del PCID que asistiéramos; los miembros del Consejo se guardaban esa tarea para ellos mismos.

Con respecto al tipo de temas para los que se buscaba la opinión de los consultores, puedo mencionar uno que causó sensación. La Congregación para la Doctrina de la Fe (en adelante CDF) publicó en octubre de 1989 una «Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» que provocó revuelo incluso en las estancias del Vaticano por su actitud negativa hacia la adopción de métodos orientales de oración y meditación por parte de los cristianos. El cardenal Arinze convocó una consulta especial sobre el tema. Los consultores del PCID fueron unánimemente negativos en sus reacciones al documento, que consideraron ofensivo hacia las otras tradiciones religiosas. El cardenal Ratzinger era conocido por su oposición personal a tales prácticas, que había presenciado en Alemania; una vez se refirió a la práctica del zen como «autoabuso» espiritual. Dada la fuerte desaprobación del documento por parte del Consejo, el cardenal Arinze le pidió al cardenal Ratzinger una reunión conjunta de los dos dicasterios sobre el asunto. La reunión tuvo lugar, pero a escala reducida y solo entre los altos funcionarios de ambos lados. Interrogado sobre la oportunidad y la sabiduría de tal documento, el cardenal Ratzinger se excusó diciendo que el documento había sido escrito antes de que él asumiera la función de prefecto de la CDF; él solo había puesto su firma en un documento con el que no había tenido nada que ver personalmente. A todo esto, ¡se había convertido en prefecto de la CDF en noviembre de 1981! Era una forma extraña de rechazar toda responsabilidad sobre un documento al que la firma del cardenal prefecto había dado toda la autoridad de su dicasterio. Esto coincidía con la disposición y la práctica común según las que, aunque los Consejos Pontificios para la Unidad de los Cristianos, el Diálogo Interreligioso y la Cultura no puedan publicar ningún documento sin la aprobación de la CDF, no se espera que la Congregación consulte a dichos Consejos cuando publica documentos estrechamente relacionados con el campo de operación de estos. El asunto quedó como estaba.


–Se le asignó la delicada tarea de redactar el documento principal que el PCDI produjo durante los diez años que usted fue su consultor, Diálogo y proclamación (1991), en colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, la antigua Congregación «De Propaganda Fide». ¿Podría recordar aquí su experiencia como redactor principal de ese documento? ¿Quién le pidió que escribiera ese texto? ¿Cuáles fueron los problemas cruciales? ¿Está satisfecho con el resultado final? ¿Recibió algún comentario después?

–El Secretariado para los No Cristianos había publicado en 1984 un documento titulado La actitud de la Iglesia hacia los seguidores de otras religiones: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo y la misión. El redactor principal de ese documento había sido Marcello Zago, el por entonces secretario del Secretariado, que luego se convirtió en general de los Oblatos de María Inmaculada. El objetivo de ese documento era aplicar al diálogo interreligioso la noción ampliada de la misión evangelizadora de la Iglesia que se desarrolló a raíz del Concilio Vaticano II. Previamente, evangelizar había sido prácticamente identificado con proclamar a Jesucristo y convertir a otros al cristianismo. Ahora tenía que quedar claro que otras actividades de la Iglesia pertenecían también a la misión evangelizadora de la Iglesia como «partes integrales», entre las que estaban la promoción para la liberación humana integral y el diálogo interreligioso. El diálogo se consideró, en el mejor de los casos, como un primer paso hacia la proclamación; debía mostrarse que el diálogo ya es evangelización por derecho propio. El documento de 1984 hizo esto de manera muy competente y abrió nuevos horizontes para la práctica de la misión evangelizadora. Al mismo tiempo planteó nuevas preguntas.

Si el diálogo ya era evangelización, ¿cómo se relacionaba con la proclamación del Evangelio y con la comisión de la Iglesia para anunciar a Jesucristo e invitar a los miembros de otras tradiciones religiosas a convertirse en sus discípulos en la comunidad de la Iglesia? Y, además, si el diálogo era evangelizador, ¿quedaba algún lugar o necesidad de proclamar y anunciar? Estas son las preguntas difíciles que el nuevo documento, previsto por lo que pronto se llamaría el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, estaba destinado a abordar. El documento se publicó en 1991 bajo el título Diálogo y proclamación: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y la proclamación del Evangelio de Jesucristo. Pero tenía una larga historia y una gestación difícil, que se había estado construyendo desde hacía varios años.

Por qué después de una larga discusión entre los miembros y los consultores, en la que se estableció una estructura provisional del documento, me pidieron que escribiera el primer borrador, no lo sé. El hecho es que Mons. Michael Fitzgerald, el secretario, supongo que con la aprobación del presidente, el cardenal Arinze, me pidió que hiciera el trabajo. No fue un trabajo fácil, ya que uno tenía que proponer una visión equilibrada de la relación entre los dos componentes de la misión evangelizadora. Decidí proceder en tres pasos: diálogo, proclamación, diálogo y proclamación. Esto tuvo la ventaja de mostrar que el diálogo ya es evangelización, pero que no reemplaza la proclamación, sino que está orientado hacia ella en la medida en que en el anuncio culmina el dinamismo de la misión evangelizadora. Pasé una enorme cantidad de tiempo redactando y volviendo a redactar el texto, todo por mi cuenta, con mucho esfuerzo dedicado, pero también con gran interés e incluso entusiasmo, ya que hacía tiempo que estaba reflexionando sobre los problemas tratados. Cuando mi borrador estuvo listo, fue a las autoridades y a los miembros de lo que era entonces el Consejo. Por primera vez el borrador se discutió conjuntamente entre los miembros y los consultores, lo que produjo algunas primeras enmiendas y sugerencias. El documento tuvo hasta cinco borradores sucesivos. Debía enviarse a todas las Conferencias episcopales para que hicieran comentarios, observaciones y sugerencias. Como era de esperar, los comentarios provenían de direcciones opuestas y tenían diferentes enfoques, a veces incluso contradictorios. Todos los comentarios debían tomarse en serio; sin embargo, había que hacer un discernimiento sobre qué se podía y se debía integrar en un nuevo texto y qué se debía omitir.

En una primera etapa, el borrador se discutió en la asamblea plenaria del Consejo, de la cual era miembro el cardenal J. Tomko, prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. El cardenal Tomko se opuso enérgicamente al Consejo para el Diálogo Interreligioso, que tenía la intención de publicar un documento sobre un tema estrechamente relacionado con las preocupaciones de su Congregación sin hacer referencia alguna a la misma. Exigió que, en adelante, el comité de redacción se ampliara tanto como para incluir representantes de su Congregación. Su pretensión era justa y alivió mi propia carga personal. Siguieron largas discusiones en el comité de redacción ampliado en presencia de los dos cardenales, en el que no siempre fue fácil encontrar un punto de encuentro, ya que las preocupaciones de los dos dicasterios y las mentalidades eran muy diferentes. Recuerdo claramente que el cardenal Tomko afirmó enfáticamente en una de esas sesiones que no aceptaba el documento de la Secretaría de 1984, donde se decía que, en el diálogo, «los cristianos se encuentran con seguidores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la verdad» (n. 13); a lo que observé cortésmente que el documento había recibido la aprobación del papa y había sido publicado en el Acta Apostolicae Sedis.

El comité de redacción ampliado, aunque algo híbrido, trabajó bien juntos, cada parte asumió la responsabilidad de la parte del documento de su competencia inmediata, mientras que la revisión de la tercera parte fue realizada conjuntamente por ambas partes. Esto se ha de tener en cuenta al evaluar el resultado final del documento: explica por qué se encuentran algunas discrepancias aparentes. Estas surgieron principalmente de una insistencia algo unilateral en el lado de la proclamación para enfatizar el mandamiento del Señor de predicar el Evangelio, lo que, por supuesto, no fue negado, pero hizo que el otro lado tuviera que tenerlo en cuenta. Por tanto, en el texto se encuentran muchas enmiendas, que son distintos compromisos entre los dos lados. En un momento dado llegué a preguntarme si de los cinco borradores el primero no era quizá el mejor, el más consistente y el más robusto. Esto, sin embargo, no pasaba de ser una impresión personal en un momento de estrés y en un punto en el que yo estaba demasiado implicado personalmente como para ser un buen juez. Una cosa está clara, a pesar de sus deficiencias, el documento decía algo nuevo y valioso, especialmente sobre el tema de un enfoque cristiano del significado de las otras religiones y de su valor positivo para la vida religiosa de sus seguidores y el misterio de su salvación en Jesucristo. El último borrador del documento se presentó finalmente a la asamblea plenaria del PCDI en su reunión de abril de 1990.

Hubo un animado debate en esa reunión y, finalmente, se introdujeron más enmiendas. Recuerdo las fuertes objeciones planteadas por el obispo Kloppenburg, de Brasil, en contra de lo que es quizá el número más importante –el 29– del documento: «Es en la práctica sincera de su propia tradición religiosa donde los miembros de otras religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo». Hubo una larga discusión sobre este texto, que finalmente tuvo que cambiarse para decir lo siguiente: «Será en la práctica sincera de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas y siguiendo los dictados de su conciencia donde...». La idea de la enmienda era, por supuesto, la de atenuar el papel que las otras tradiciones religiosas tienen en la salvación de sus seguidores. Incluso en esta redacción el texto todavía se encontró con algunos recelos. En esa etapa, el cardenal Decourtray, de Lyon, intervino enojado para decir: «Si no estamos dispuestos a decir tanto, mejor nos vamos a casa y nos olvidamos de publicar un documento». Esto resolvió el asunto y el texto se mantuvo tal y como estaba. Cuando llegó la hora de votar, obtuvo el voto unánime, a excepción de un voto juxta modum y de la ausencia del cardenal Tomko, que había decidido abstenerse de la sesión de votación.

Sin embargo, todavía quedaba por obtener el placet de la CDF. En vista de esto se celebró una reunión en la sede de la CDF entre los presidentes, los secretarios de los tres dicasterios y unos pocos consultores, el 20 de septiembre de 1990, una reunión a la que no se me invitó a asistir. Esa reunión produjo algunas enmiendas más, aunque, felizmente, de naturaleza ligera. El texto ya estaba listo para su publicación y fue publicado el 19 de mayo de 1991, firmado por los cardenales Arinze y Tomko. He escrito un extenso relato sobre la génesis y el doloroso nacimiento del documento, con un comentario añadido, en W. Burrows (ed.), Redemption and Dialogue [Redención y diálogo] (Maryknoll, NY, Orbis Books, 1993), pp. 118-158. Mi experiencia de haber sido el redactor principal de un documento oficial publicado por el Vaticano sigue siendo agridulce. Estuve feliz de poder contribuir a un documento importante, destinado a tener una influencia duradera en el futuro de la misión. Sin embargo, me llamó la atención que, después de haber hecho todo el trabajo duro, al final los consultores quedaron fuera de consideración en la última etapa del procedimiento. Ni siquiera las gracias por el trabajo hecho. Servi inutiles sumus.


–En octubre de 1986, el papa, por primera vez, invitó a los líderes de las principales religiones mundiales a Asís a orar por la paz. Aquello fue visto como uno de los gestos «proféticos» del pontificado de Juan Pablo II. ¿Cuál fue su participación en ese acontecimiento? ¿Cómo lo vio? Mirando hacia atrás con la retrospectiva de más de dieciséis años, y también con la experiencia de otro acontecimiento similar en 2002, ¿cuáles son sus reflexiones ahora?

–A pesar de ser un consultor del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, no participé de ninguna manera en la preparación del encuentro de Asís en 1986; tampoco pude estar presente en Asís, debido a un trabajo urgente que debía finalizar. Seguí el acontecimiento con el mayor interés y no dudé en decir que había sido un momento «profético» del pontificado del papa Juan Pablo II. Es bien sabido que el encuentro de Asís encontró, incluso en el Vaticano, resistencias previas y críticas posteriores. Se necesitó coraje por parte del papa para avanzar frente a la oposición. En su discurso a la Curia romana en diciembre de 1986, el papa explicó el significado del encuentro y lo justificó como una expresión del nuevo espíritu y de la actitud de diálogo propugnada por el Concilio Vaticano II. El discurso pronunciado por el papa en aquella ocasión es una sólida declaración teológica sobre los fundamentos para una valoración positiva de las otras religiones y del diálogo interreligioso.

Por supuesto, el acontecimiento generó una animada discusión, tanto antes como después. ¿No había peligro de sincretismo religioso que llevara al relativismo, implícito en tal acontecimiento? El punto más delicado fue la justificación para orar juntos entre cristianos y miembros de otras tradiciones religiosas. El Vaticano, en la persona del papa y del cardenal Etchegaray, a quien se le había confiado la organización del evento, adoptó un enfoque prudencial al respecto. Se afirmó claramente, casi como un leitmotiv, que «fuimos juntos a Asís a orar; no fuimos a Asís a orar juntos». El papa y el cardenal dijeron explícitamente que la oración común compartida entre cristianos y otros no es posible. Lo mismo sería repetido por el cardenal Walter Kasper con motivo del segundo encuentro de Asís, en enero de 2002. Y así, en 1986, se asignaron distintos lugares por la mañana a las diferentes tradiciones religiosas, donde fueron invitados a orar por la paz en el mundo, mientras que por la tarde todos se reunieron en la plaza de la basílica de San Francisco, donde escucharon con atención las oraciones formuladas por los jefes de los diferentes grupos religiosos y tradiciones. En 2002 se revisó el procedimiento para garantizar aún más claramente la ausencia de cualquier tipo de sincretismo. La presencia en Asís de tantos representantes de diferentes tradiciones religiosas como se reunieron allí para orar por la paz mundial fue en sí mismo un acontecimiento muy significativo y un testimonio al mundo de la armonía y la colaboración que debería reinar entre las religiones del mundo. Fue realmente un acontecimiento «profético». Sin embargo, se podía formular la pregunta –y de hecho se formuló– de si el procedimiento seguido en Asís era el único concebible si se quería evitar todo peligro de sincretismo y relativismo.

En una cumbre como la de Asís, donde toda la planificación fue hecha por las autoridades del Vaticano, sin la posibilidad de una planificación conjunta con los jefes de las otras tradiciones, estos solo fueron invitados a responder positivamente a la solicitud que les hicieron las autoridades del Vaticano. Si consideramos, además, el hecho de que Asís 1986 fue un estreno, el procedimiento seguido fue el único que posiblemente podría ser aceptable para todos. Sin embargo, asistir con gran atención a las oraciones formuladas por los miembros de otras tradiciones no es la única práctica posible en las reuniones interreligiosas. ¿Está completamente excluido que los cristianos y los miembros de otras religiones puedan orar juntos al compartir verdaderamente una oración en común? En las Directrices para el diálogo interreligioso que publicó en 1989 la Comisión para el Diálogo y el Ecumenismo de los obispos católicos, la Conferencia Episcopal de la India, se declaró:


Una tercera forma de diálogo va a los más profundos niveles de la vida religiosa y consiste en compartir la oración y la contemplación. El propósito de tal oración común es principalmente el culto corporativo del Dios de todos, que nos ha creado para ser una gran familia. Estamos llamados a adorar a Dios no solo individualmente, sino también en comunidad, y, dado que, de una manera muy real y fundamental, somos uno con toda la humanidad, no solo es nuestro derecho, sino también nuestro deber adorarlo junto con los demás (n. 82).


Esto muestra que diferentes percepciones y diferentes formas de hacer las cosas son posibles en diferentes circunstancias y situaciones. La práctica de la oración común se conoce en la India desde hace mucho tiempo, mucho antes del encuentro de Asís en 1986, y está en uso, con la aprobación de la Conferencia episcopal, en ocasiones oficiales como la Fiesta nacional, el Día de la República o algunos festivales hindúes, como el festival de las Luces (Diwali) y de la Sabiduría. Debemos tener cuidado con las reglas absolutas que se imponen en todos los tiempos y lugares sin necesidad.


–En esos años participó en varios Sínodos de obispos en Roma. ¿Podría decirme algo sobre esas experiencias y compartir sus reflexiones sobre esos encuentros? Durante esos mismos años de docencia en Roma tuvo muchas oportunidades de asistir a reuniones y sesiones de diferentes tipos y dar conferencias en muchos lugares. ¿Puede decirme algo acerca de tales compromisos extracurriculares?

–Ya he mencionado anteriormente mi participación en el Sínodo de obispos de Roma en 1974 sobre la evangelización, en mi opinión el más importante y el más interesante de la serie hasta ahora. Mis otras experiencias de estar presente dentro de la sala sinodal durante todos los procedimientos, siempre en la humilde calidad de contribuir gratuitamente a la traducción simultánea con un equipo de misioneros jesuitas, se refieren por primera vez al Sínodo extraordinario de 1985 con motivo del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, y más tarde al Sínodo sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y el mundo, de 1987. Estar dentro de la sala sinodal durante el proceso tiene la enorme ventaja de tener sensación de asamblea, de apreciar las diferentes actitudes de las Conferencias episcopales de los diversos continentes en los temas tratados, de ver las reacciones de la asamblea a lo que dicen los miembros del Sínodo en sus intervenciones, también en la carta del papa, que está presente en todas las sesiones. Sin embargo, de alguna manera me desilusioné de los sínodos a medida que se iban realizando. Rechacé la invitación que se me hizo nuevamente después del Sínodo de 1987 para seguir contribuyendo a la traducción simultánea.

Al tener únicamente un papel consultivo, los sínodos estaban cada vez más diseñados y dirigidos por la Curia del Vaticano. La Curia tenía su propia manera de permitir que los obispos hablaran, de manipular las recomendaciones que hacían y de clasificar las proposiciones que las asambleas transmitían al papa para sus Exhortaciones pos-sinodales. Lo mismo sucedió en los sínodos continentales especiales convocados por el papa con motivo del tercer milenio: para Europa, América, África, Asia y Oceanía. No asistí a esos, pero seguí de cerca el de Asia. Fue decepcionante ver cómo las recomendaciones y peticiones hechas por los obispos, especialmente los de Japón e Indonesia, en vista de un reconocimiento más efectivo de la autonomía legítima de las Iglesias locales, habían quedado silenciadas en el último conjunto de propuestas aprobadas por el papa y desaparecieron por completo en el documento pos-sinodal. Estas cuestiones implicaban, por ejemplo, la posibilidad de otorgar a las Conferencias episcopales el derecho de aprobar oficialmente las traducciones de los textos litúrgicos. Esta solicitud se hizo desde el Vaticano II, pero se rechazó en estos sínodos continentales. La práctica actual de reservar este derecho a la Santa Sede ha llevado, con los años, a historias ridículas.

El Sínodo de 1985 es una excepción a la regla que se estableció después de la experiencia de 1974, en la medida en que el papa permitió que el Sínodo publicara, en su propio nombre, el informe final, titulado «La Iglesia, guiada por la Palabra de Dios, celebra el misterio de Cristo para la salvación del mundo». El hecho de que el cardenal Godfried Danneels, de Bruselas-Malinas, fuera el relator, y el teólogo Walter Kasper, más tarde arzobispo y cardenal, el secretario especial del Sínodo, probablemente tenga algo que ver con su éxito. El informe final es un documento denso que muestra la profunda continuidad entre el Concilio y la Iglesia posconciliar. Contribuiría mucho a fomentar la «recepción» positiva de la eclesiología del Concilio, insistiendo como lo hizo en el concepto de comunión como visión fundamental del Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia; dicho concepto, si se aplica de forma coherente, conduciría naturalmente a los principios de colegialidad que se aplicarían en todos los niveles de la vida de la Iglesia, y también al principio de subsidiariedad en el ejercicio de la autoridad. Uno solo puede esperar que la institución posconciliar de los Sínodos de obispos en Roma se revise algún día para que se realicen mejor las esperanzas del Concilio.

Aquí no es posible recordar todas las reuniones y congresos a los que tuve el privilegio de asistir durante mis años de docencia en Roma, y menos aún a todas las conferencias ocasionales y charlas que di en tantos lugares en Italia y en el extranjero, por no mencionar los cursos regulares impartidos también en Italia y en el extranjero. Debo ser muy selectivo y limitarme a mencionar solo los que tuvieron un significado especial o un impacto en mi propia carrera. No hay duda de que, en comparación con haber estado afincado en la India, el hecho de tener la residencia permanente en Roma me ofrecía muchas más oportunidades de responder a las invitaciones que me llegaban desde tantos lugares. Un ejemplo fue mi asistencia al simposio sobre «Cristianismo y religiones» organizado por la Facultad Teológica del Norte de Italia, en Milán, en febrero de 1992. Mientras estaba en Roma, Mons. Giuseppe Colombo, decano de la Facultad, vino personalmente a la Gregoriana para invitarme. En esa ocasión pronuncié una comunicación titulada «¿Formas de salvación o expresiones del “hombre religioso”?». Había publicado recientemente mi libro Jesus-Christ à la rencontre des religions (París, Desclée, 1989), que pronto fue traducido al italiano bajo el título Gesù Cristo incontro alle religioni (Asís, Cittadella, 1989, 1991). Este libro fue el primero de lo que se convertiría más tarde en una trilogía sobre la teología de las religiones. Mi comunicación en el simposio fue muy bien recibida, ya que contrastaba fuertemente con las opiniones bastante tradicionales expresadas por los miembros de la Facultad de Milán y con el enfoque lingüístico algo abstracto de su discurso sobre «religión» (en singular). Yo mismo estaba sorprendido –y también lo estuvo Mons. Colombo, que se sentó a mi derecha como presidente de la sesión– ante el aplauso entusiasta que recibí de los cientos de estudiantes que habían completado el aforo y habían desbordado el aula magna del Seminario de Milán. No hablé de «religión» en abstracto; tuve en mente las tradiciones religiosas concretas que nos rodean y nos preguntan qué significado tienen ellas para nosotros, los cristianos. El título de mi ponencia indicaba claramente lo que estaba tratando de decir: a saber, que debemos ir más allá de la visión de las otras religiones expresadas por grandes teólogos del siglo pasado, como Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar, para quienes esas religiones representaban, en el mejor de los casos, la expresión de la aspiración humana innata hacia lo infinito. La acogida que tuve en esa ocasión me animó a seguir la línea que, desde hacía tiempo, me había trazado para mí. Las actas del simposio se publicaron bajo el título Cristianesimo e religione (Milán, Glossa, 1992).

Otra ocasión que vale la pena recordar es la del seminario interdisciplinar organizado por la Facultad de Teología del Sur de Italia, sección de San Luis, en Nápoles, en 1996. El tema de la semana de estudio era el «universalismo del cristianismo». El estudio se centró en la teología de las religiones, que para entonces se había desarrollado en muchos escritos y que se estaba preparando ahora para una discusión amistosa, evaluación y crítica por parte del claustro teológico de San Luis. Realmente admiré la iniciativa de la Facultad, bajo la guía del P. Saturnino Muratore, de invitar cada año a un teólogo prominente para una semana de discusión sólida de su trabajo. Pensé que este era un ejemplo que otras Facultades teológicas harían bien en emular; para empezar, la Universidad Gregoriana, a la que pertenecía. Tales iniciativas pueden ser de gran ayuda en la promoción de la discusión teológica y la colaboración. Me encontré muy a gusto en San Luis, aunque, como era de esperar, las opiniones diferían entre los participantes, y la discrepancia de ciertos profesores sobre algunos puntos críticos se expresó de manera clara y sincera.

Como la sesión se centraba en mi propia producción, me pidieron que presentara el tema con una larga comunicación y, posteriormente, que animara el debate y sacara las conclusiones al final. Mi comunicación se llamó «El universalismo del cristianismo: Jesucristo, el Reino de Dios y la Iglesia». Los miembros del claustro de la sección de San Luis de la Facultad de Nápoles tuvieron una comunicación sobre un tema relacionado con el tema principal de la conferencia. Aquí no hay lugar para mencionar todas las observaciones y sugerencias hechas durante las ricas y largas discusiones que siguieron. Baste citar las conclusiones que presenté al final del procedimiento:


Me parece que en algunos de los puntos que se han discutido hemos alcanzado una cierta convergencia, aunque no completa. La perspectiva de la teología de las religiones está cambiando rápidamente: de la problemática de la posibilidad de salvación para los demás hemos pasado a la de un papel positivo de las tradiciones en el misterio de la salvación; y hoy la pregunta es: ¿cuál podría ser el significado de esas tradiciones en el plan que Dios tiene para la humanidad? ¿Serían las tradiciones religiosas un signo en las culturas humanas de la profundidad del misterio divino y, al mismo tiempo, señal de la prodigalidad con la que Dios se está comunicando a la gente? En cualquier caso, parece que, en el futuro, la teología de las religiones está llamada a convertirse en una teología del pluralismo religioso.


Esto fue en 1996, un año antes de que yo publicara el sólido libro sobre el tema del pluralismo religioso que sería cuestionado por la CDF. Lo que sucedió en Nápoles muestra que ya estaba en posesión de lo que pronto expondría. Las actas del seminario interdisciplinar de Nápoles han sido publicadas en Mario Farrugia (ed.), Universalità del cristianesimo: in dialogo con Jacques Dupuis (Cinisello Balsamo, San Paolo, 1996).

En 1997 fui invitado a ser miembro de la Asociación Italiana de Teólogos, que acepté fácilmente. Extrañamente, yo era y todavía sigo siendo el único profesor jesuita de la Gregoriana que es miembro regular de la Asociación, que, sin embargo, fue fundada por dos profesores de la Gregoriana, los PP. M. Flick y Z. Alszeghy. Desde mi nombramiento he asistido regularmente a los congresos anuales de la Asociación, que siempre he encontrado estimulantes. El tema general del 26º congreso, celebrado en septiembre de 1997, en Troina, Sicilia, era «Cristianismo, religión y religiones». Una parte del estudio tuvo que ver con «la unicidad y la universalidad de Jesucristo y el pluralismo religioso». Por cierto, mi libro Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso acababa de ser publicado en la edición italiana: Verso una teologia cristiana del pluralismo religioso (Brescia, Queriniana, 1997). El consejo de presidencia de la Asociación pensó en pedirme que tuviera la conferencia principal sobre ese tema. Pero, sabiendo que yo había estado bastante enfermo, tenían miedo de que no pudiera asistir y decidieron que era más seguro pedírselo a otro cristólogo. Así es como, sin consultar conmigo siquiera acerca de mi eventual disponibilidad, confiaron la charla sobre la cristología y las religiones al P. Angelo Amato, profesor de Cristología en la Pontificia Universidad Salesiana de Roma. Asistí al Congreso en perfecto estado de salud y estuve presente en todo su desarrollo.

La conferencia del profesor Amato me pareció muy negativa con respecto a la discusión sobre la teología de las religiones; señaló con insistencia unilateral las opiniones peligrosas que tenían los teólogos recientes, algunos de ellos católicos. El orador había traído consigo una copia de la edición italiana de mi libro y, sosteniéndola en sus manos, hizo referencia a ella durante su discurso. Aunque admitió que no había tenido tiempo de estudiarlo con seriedad, sin embargo expresó su opinión negativa al respecto. Pensé que yo debía reaccionar públicamente a sus alusiones y, durante la discusión que siguió, solicité la palabra para hablar. Hice una larga intervención improvisada en la que, entre otras cosas, observé que, si el P. Amato, en lugar de hacer teología de las religiones aisladamente en una universidad romana, fuera a pasar un tiempo a la India, permitiéndose estar expuesto a aquella realidad, probablemente regresaría con algunas de sus ideas cambiadas. Recibí un enorme aplauso de la audiencia.

Cuando volvió a abordar el tema al final de la discusión, el P. Amato se disculpó y dijo que personalmente no podía ir más allá de la valoración de las religiones que había expuesto en su charla. Por supuesto, uno tiene derecho a la propia opinión y el derecho a compartirla con otros; pero cierta tolerancia hacia otras opiniones también es necesaria. En cuanto a mí, creo que fui muy hábil ganándome un enemigo, como mostrarían los acontecimientos posteriores. Las actas de la reunión de Troina se han publicado en Maurizio Aliotta (ed.), Cristianesimo, religione, religioni: Unità e pluralismo dell’esperienza di Dio alle soglie del terzo millennio (Cinisello Balsamo, San Paolo, 1999). La conferencia del profesor Amato se encuentra en las pp. 145-172.

Por cierto, esta era ya la segunda vez que discrepaba públicamente del profesor Amato. En el Congreso Mariológico Internacional celebrado en Loreto, del 22 al 25 de marzo de 1995, al que asistí, el profesor Amato había pronunciado una conferencia titulada «La encarnación y la inculturación de la fe». Como me imaginaba, trató el tema de la inculturación muy brevemente, basándose en un enfoque puramente occidental. Decidí intervenir en la discusión posterior a la conferencia, abogando por una visión mucho más amplia del proceso de inculturación, para la que, con todo respeto, no se deben buscar modelos en Italia, sino en países del Tercer Mundo, Asia en particular. Mi intervención posterior en Troina solo confirmaría la diferencia entre mis puntos de vista y los del decano de la Facultad de Teología de la Universidad Salesiana.

Para ser justo con él, sin embargo, debo mencionar que, en un libro previamente editado por él, Trinità in contesto (Roma, LAS, 1993), dedicado a una reconsideración del misterio trinitario en diferentes contextos, culturales y religiosos, el profesor Amato incluyó mi contribución: «La teologia nel contesto del pluralismo religioso. Metodo, problemi e prospettive»; un contexto que, sin embargo, consideró en su presentación del libro como «radicalmente provocativo».


–Era usted muy conocido por sus buenas relaciones con los estudiantes de la Gregoriana y resulta bien a las claras que disfrutó enseñándoles. ¿Qué fue lo que vio en ellos que le inspiró? ¿Qué le dieron a usted y qué piensa que es lo principal que les dio a ellos? ¿Cuáles son sus principales recuerdos de esos años de docencia en Roma?

–Ya he respondido en parte a esta pregunta. He comparado mis años de docencia en Delhi con los que pasé enseñando en la Gregoriana, y he señalado lo que disfruté y lo que eché de menos en ambos lados. Es cierto que durante esos años tuve muy buenas relaciones con los estudiantes. También es cierto, sin embargo, que la profesión docente era muy absorbente y exigente. A medida que mi reputación crecía como profesor, el trabajo se hacía cada vez más pesado. Me encontré totalmente dedicado cada semana, y durante todo el fin de semana, a leer, corregir y comentar los trabajos escritos de los estudiantes, ya sea para sus tesinas de licenciatura o, lo que es más importante, para sus tesis de doctorado en teología. Las comparaciones son odiosas, pero a veces tuve la impresión de que algunos profesores me enviaban estudiantes de quienes esperaban un rendimiento menor. Sin embargo, sería muy injusto establecer escalas de valor y mérito entre los estudiantes de diferentes continentes o de diferentes países o incluso regiones. Estábamos allí para todos aquellos que nos habían enviado sus superiores, ya fueran diocesanos o religiosos, para obtener una licenciatura o un doctorado en teología, y no nos tocaba a nosotros, sino a las autoridades académicas, aceptarlos o no como estudiantes de la Universidad Gregoriana. Quise siempre estar a disposición de todos, especialmente de aquellos provenientes del Tercer Mundo. Era esta una forma de seguir identificándome con la India, a la que todavía sentía que pertenecía. Debo decir, además, que había una enorme cantidad de buena voluntad y de talento intelectual que nos llegaba de los países del Tercer Mundo, y de la India en particular.

He mencionado la gran cantidad de estudiantes que asistieron a mis cursos y el carácter cosmopolita de la audiencia. Esto me animó siempre a compartir lo mejor con ellos. A la pregunta de qué recibí de los estudiantes quisiera enfatizar que el contacto personal con ellos fue una experiencia muy enriquecedora, a medida que ellos mismos compartían cuáles eran sus intereses especiales, sus preocupaciones y los problemas con los que se encontraban en sus propios países. Mis propios horizontes se fueron ensanchando enormemente gracias a tales experiencias. Me sentí muy edificado por el ardor y el entusiasmo con que los estudiantes se dedicaban a su trabajo y a sus estudios. Tratar permanentemente con gente joven, aunque, por supuesto, todos los estudiantes eran personas maduras, también me forzaba a permanecer joven y a adaptarme a las nuevas generaciones. Con los años empecé a notar diferencias de mentalidad entre los estudiantes, y casi podía sentir cómo entre las generaciones de estudiantes se iba desarrollando una sensibilidad distinta y reacciones diferentes ante problemas actuales, que se sucedían a un ritmo muy rápido. Todo esto fue muy enriquecedor y me hizo asombrarme ante el enorme potencial humano y cristiano que teníamos el privilegio de tratar.

En cuanto a lo que personalmente he podido dar a los estudiantes, no soy, por supuesto, buen juez en esta causa. Ellos podrían responder esa pregunta mejor que yo. Todo lo que puedo decir es que siempre he intentado compartir con ellos lo que personalmente vivía de la fe y, especialmente de la persona y el misterio de Jesucristo. A lo largo de mi carrera docente he impartido casi siempre el curso de cristología, que he considerado un gran privilegio. Puedo decir sinceramente que, durante mis cuarenta años de docencia, tratar de profundizar mi comprensión del misterio de Cristo ha sido una continua pasión. También me ha ayudado a enriquecer mi propia relación personal con el Señor. Si, como espero, he podido transmitir a los estudiantes mi pasión por Jesucristo y esto les ha ayudado a aumentar su propio amor por el Señor, me consideraría completamente recompensado por mi trabajo. El curso de teología de las religiones estaba, por supuesto, estrechamente relacionado con la cristología. Siempre he estado convencido de que el misterio de Jesucristo está en el centro de la teología cristiana de las religiones. He tratado de relacionar muy estrechamente los dos cursos, como mi producción literaria sobre cristología y sobre teología de las religiones muestra ampliamente. Con los años descubrí que, lejos de poner en peligro la fe en Jesucristo, un acercamiento positivo a las otras religiones ayuda a descubrir nuevas profundidades en el misterio. Esto también es algo que espero haber sido capaz de transmitir a mis alumnos. Puedo añadir que, a juzgar por las muchas muestras de aprecio que he recibido de antiguos alumnos a través de los años, parece que mi esfuerzo, en cierta medida, ha tenido éxito. En resumen, déjame decir que mi carrera docente siempre ha sido para mí una fuente de alegría y de inspiración; solo lamento que la edad, inexorablemente, ponga fin a eso.


–De 1985 a 2002 fue director de la prestigiosa revista Gregorianum, de la universidad. ¿Cómo fue su nombramiento? ¿Qué recuerdos particulares tiene de ese trabajo?

–Había sido profesor a tiempo completo en la Gregoriana solo por poco tiempo cuando el P. Urbano Navarrete, que era entonces rector de la universidad, me pidió que asumiera la dirección de la revista Gregorianum. Objeté que algunos miembros del claustro podrían considerar extraño que una responsabilidad tan importante se confiara a alguien nuevo en la universidad. El rector pensó que mi reciente llegada no planteaba ningún problema y que ni siquiera debería prestarle atención a ese punto. Insistió en que aceptara el trabajo, como hice. Tal vez me hizo esa propuesta porque, desde 1973, yo había sido editor asistente de nuestra revista teológica en Delhi, llamada Vidyajyoti: Journal of Theological Reflection, y redactor jefe de la misma desde 1977 hasta mi traslado a Roma en 1984. Entre el último número de la revista en Delhi bajo mi responsabilidad y el primer número de Gregorianum bajo mi dirección hubo un lapso de apenas seis meses. Seguí siendo director de Gregorianum hasta 2002. En total, entonces, he tenido la responsabilidad de ser editor de una revista teológica durante treinta años completos, lo cual, supongo, no es tan común.

El trabajo era bastante pesado y exigente, aunque siempre lo hice con alegría y sin problemas importantes. Nunca faltaba material para publicar, aunque a lo largo de los años tuve que depender más de lo que venía de fuera que de las contribuciones de los profesores de la Gregoriana. No todos sentían la vocación de escritor. Eso era algo así como una anomalía, ya que la revista se concibió principalmente como el órgano de difusión de la universidad. Sin embargo, el material siempre fue abundante, lo que permitió que el comité editorial pudiera seleccionar a la hora de elegir lo que se aprobaba para su publicación. La revista teológica de una universidad pontificia en Roma es, por supuesto, seguida de cerca en el Vaticano, y la prudencia debe guiar la elección de los artículos que se publica. Tenía la intención de publicar una cantidad [de artículos] sobre el tema «Hacer teología en los cinco continentes». Invité a colaborar a un teólogo prominente de cada uno de los cinco continentes, incluyendo a Jon Sobrino para Sudamérica, George Soares Prabhu para Asia y otros. Cuando todo el material estuvo listo y aprobado por el comité editorial de la revista, pensé que era mi deber informar al rector sobre el proyecto. El asunto era delicado y no quería presentar ante los superiores un hecho consumado. Para mi gran consternación, el rector, que por entonces era el P. Gilles Pelland, pensó que la publicación de tales artículos era imposible y la vetó. Explicó su decisión diciendo que la Gregoriana estaba vigilada de cerca por el Vaticano y que no debería crear problemas adicionales con la publicación de material peligroso. Es cierto que parte del material contenido en los artículos era algo explosivo, ya que reivindicaba el derecho y el deber de desarrollar teologías locales en las Iglesias locales de los diversos continentes, de acuerdo con las condiciones y circunstancias locales, mientras que en Roma, y en el Vaticano en particular, la idea de una teología válida para todos los tiempos y todos los lugares todavía prevalecía. Tuve el doloroso deber de expresar mi pesar a los autores que habían contribuido con sus artículos. Por caprichos del destino, esos artículos se publicaron en otras revistas y algunos fueron citados y mencionados muchas veces por su calidad excepcional.

Por lo demás, el Vaticano nunca me cuestionó personalmente en mi trabajo como editor de la revista. Ocasionalmente, el rector me informaba de que tal o cual artículo no había sido apreciado en las altas esferas, pero nunca fue más allá. No era difícil adivinar los motivos de la desaprobación. En esas circunstancias, la libertad del editor para elegir el material publicable es limitada. A menudo publiqué cosas que habría preferido no publicar y, por otro lado, no pude publicar el material que me hubiera gustado publicar. Estaba fuera de cuestión intentar convertir a Gregorianum en una revista de vanguardia; rara vez se aludía a los problemas actuales de la Iglesia. El material publicado se concentró principalmente en estudios altamente académicos, a menudo de mucha calidad, pero considerados inofensivos en términos de las discusiones actuales. Cuando era nuevo en el cargo, una vez le pregunté al P. Zoltan Alszeghy, un alto miembro del consejo de redacción, por qué Gregorianum nunca hacía comentarios sobre documentos romanos recientes. Sonrió y me dijo: «Ya que nunca podemos expresar críticas donde sería necesario, es mejor callarse del todo».

A pesar de todas estas restricciones, disfruté el trabajo de editor, por lo que pensé que de alguna manera tenía talento, y aproveché las circunstancias para mantener un nivel alto en los artículos publicados dentro de los parámetros que se nos permitía. Lamento, sin embargo, que Gregorianum no haya contribuido más al Concilio Vaticano II, primero, cuando se estaba preparando el Concilio y mientras estaba celebrándose, y después del Concilio, en su «recepción» e interpretación.


–¿Cómo se ha ido desarrollando su comprensión del papel del teólogo a lo largo de los años, tras haber enseñado teología primero en la India y luego en Roma? ¿Cómo calificaría la libertad académica que disfrutó en esos años? De sus largos años como profesor, ¿cuál es la lección principal que ha aprendido? ¿Cuál sería su consejo para alguien que comienza hoy una carrera docente similar?

–He mencionado antes las diferencias entre las circunstancias de mi docencia en la India, en Kurseong y Delhi, y luego en Roma, en la Gregoriana. Las situaciones eran diferentes en ambos lugares: la audiencia en la India estaba limitada principalmente a estudiantes indios, pero en Roma era muy cosmopolita; los problemas y las preocupaciones también eran diferentes. Pero, a pesar de estas diferencias, siempre me encontré en casa con los estudiantes y disfruté enseñándoles. No permití que ningún temor me impidiera transmitirles a los alumnos cuáles eran mis convicciones profundas, ya que se basaban en mi percepción personal del contenido de la fe cristiana. Esta fue mi práctica en la India, y me mantuve fiel a ella, sin importar las consecuencias, cuando estuve enseñando en Roma. Nunca pude concebir discrepancia alguna entre lo que creía profundamente y lo que transmitía a otros en la enseñanza. Eso forma parte de mi comprensión de la profesión docente. Habría sido incapaz de permitir que un doble rasero separara mi fe y mi enseñanza. Sabía que teníamos que enseñar la doctrina de la Iglesia y siempre traté de basar mi enseñanza en un estudio serio, no solo de las Escrituras y la Tradición, sino también de los documentos recientes del Magisterio. Pero, al mismo tiempo, estaba convencido de que la tarea del teólogo no consiste meramente en repetir lo que siempre se ha dicho, y mucho menos en transmitir a su audiencia el contenido de las recientes encíclicas papales o de los decretos de la CDF. Esos documentos deben tomarse en serio, pero también deben abordarse de manera crítica, teniendo en cuenta el contexto en el que se realiza la teología y las cuestiones planteadas por ese mismo contexto.

Con el tiempo desarrollé un concepto de teología como hermenéutica, que ya no podía seguir líneas dogmáticas a priori, de una manera meramente deductiva, sino que sería inductiva en primer lugar, a partir de la experiencia de la realidad vivida y de las preguntas que el contexto planteaba. Una vez hecho esto es cuando se podrían buscar respuestas a la luz del mensaje revelado y la tradición. La teología se estaba convirtiendo en interpretación dentro de un contexto, y esto implicaba una reinterpretación. Tal forma de teologizar era, por supuesto, mucho más problemática que la forma tradicional, siguiendo un método puramente histórico y dogmático. Implicaba algunos riesgos y peligros, de los cuales uno tenía que cuidarse precavidamente. Pero también parecía ser la única forma de hacer teología que realmente cumpliera con la realidad concreta del mundo en el que vivimos. Por lo que se refiere a la teología de las religiones, este método implica que no puede uno pretender involucrarse seriamente en ella sin exponerse extensamente a la realidad concreta de las otras tradiciones religiosas y de la vida religiosa de sus seguidores. En este proceso surgió un problema difícil al preguntar hasta qué punto algunos documentos doctrinales de la autoridad central estaban realmente en contacto con la realidad viva, y hasta qué punto se merecían y requerían un asentimiento ciego por parte del teólogo, sin posibilidad de una discrepancia responsable y prudencial. Aquí es donde entra también la cuestión de la libertad académica del teólogo. La tarea del teólogo requiere una cierta cantidad de libertad académica, sin la cual el ejercicio de la teología se vuelve impracticable; dicha libertad académica debe combinarse con la sumisión por parte del teólogo a la autoridad del Magisterio. Encontrar el equilibrio adecuado entre esas dos lealtades es, por supuesto, problemático. Lo que es deseable es que pueda reinar un clima de profunda confianza mutua y cooperación entre la autoridad doctrinal de la Iglesia y los teólogos. Fue ese clima creado entre obispos y expertos, entre el Magisterio y los teólogos, lo que hizo posible el Concilio Vaticano II. Sabemos muy bien que ese clima no estaba presente desde el comienzo del Concilio, sino que fue creciendo progresivamente a medida que el Concilio alcanzaba su madurez. La cuestión con la que nos enfrentamos hoy en día consiste en preguntar si el mismo clima de confianza y cooperación existe hoy y en qué medida. No se puede negar el hecho de que la libertad académica del teólogo se ha visto seriamente restringida en el período posconcilar, al que el mismo cardenal Ratzinger se ha referido como un tiempo de «restauración».

Ya en la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, Donum veritatis (1990), emanada de la CDF, se subestima el papel de los teólogos y se hace consistir principalmente en la transmisión del contenido de los documentos doctrinales de la Iglesia. Por otro lado, queda poco espacio para que los miembros de la Iglesia puedan ejercer cualquier derecho a la discrepancia responsable y prudente, especialmente en cuestiones relacionadas con la moral. Además, hemos sido testigos de una inflación del Magisterio central, con la afirmación, en la carta apostólica Ad tuendam fidem (1998) –no ad promovendam– y el comentario posterior de la misma hecho por la CDF, de una categoría intermedia de verdades entre aquellas que están claramente contenidas en la revelación y pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio y aquellas otras que, aunque pertenecen al Magisterio ordinario, no están contenidas en la revelación y, por tanto, no pueden convertirse en objeto de pronunciamientos infalibles ni son entendidas como declaraciones definitivas. Esta categoría intermedia consiste en verdades que, aunque no reveladas, están tan estrechamente relacionadas con el contenido de la fe y, por lo tanto, son tan necesarias para preservarlo, que el Magisterio puede afirmarlo definitivamente como perteneciente a la doctrina de la Iglesia católica. Hay ejemplos concretos de esas verdades en los que la discusión teológica se cierra así autoritariamente. Se añade a esto el hecho de que la autoridad doctrinal de las Conferencias episcopales, como instancia intermedia entre la autoridad central y los obispos locales, está siendo socavada, y que los obispos individuales todavía tienden a ser considerados como «vicarios» del papa de Roma. Nuevamente se proponen interpretaciones restrictivas de la doctrina del Concilio Vaticano II, a las cuales, sin embargo, se les da un carácter autoritario que parece excluir concretamente la validez de otras interpretaciones. Todo eso reduce en gran medida la libertad académica del teólogo. Las consecuencias son evidentes en la situación actual. Los teólogos temen hablar para no sufrir represalias por parte de la autoridad doctrinal. Este es el clima en el que he estado enseñando teología. En la India no afectó mucho a mi libertad de expresión; estar muy lejos de Roma es una gran ventaja, ya que es menos probable que la CDF lo tome en cuenta. En Roma, y especialmente si uno está enseñando en una universidad pontificia, la cosa es diferente; ser espiado y denunciado por parte de agentes de la CDF siempre es posible. Uno tiene que decidirse a vivir con ese riesgo, tanto a la hora de escribir como a la hora de enseñar.

A los que aspiran actualmente a una carrera como docentes de teología, mi recomendación y mi consejo sería el de que permanezcan siempre fieles a sí mismos, por un lado, y a la Iglesia, por otro. La regla de oro para conseguirlo es asegurar que nunca haya discrepancias entre la propia vida y el propio discurso. Combinar las dos lealtades no es fácil, pero es el secreto de una carrera honesta, sincera y fructífera. Además, sugiero que los candidatos de países del Tercer Mundo que estudian en Roma no se dejen engañar demasiado por la perspectiva de un eventual puesto de enseñanza en una universidad romana. Las invitaciones para seguir su carrera en Roma pueden ser muy atractivas y tentadoras por más de una razón, incluida, a menudo, la perspectiva de una vida más cómoda. La tentación es tanto más grande en la medida en que se presenta como lo que permitirá un bien y un servicio más universales. Pero la universalidad nunca es separable de la particularidad, y el servicio más universal a menudo consistirá en ayudar a las Iglesias locales y particulares a desarrollarse por completo a través de una reflexión madura y contextual sobre la fe en lugar de verse obligadas a encajar en el molde estereotipado de una teología y una docencia «universal», válida para todos los tiempos y lugares. El criterio último consistirá en preguntar dónde se encuentra realmente la mayor gloria de Dios, que se debe discernir de acuerdo con los superiores.


–¿Cómo explicaría entonces el modo en que entiende la autoridad en la Iglesia? ¿Y cómo entiende el papel del teólogo frente a esa autoridad?

–La autoridad en la Iglesia debe ser vista como servicio, no como un ejercicio de poder al cual aferrarse. Esto es pura enseñanza del Evangelio. Jesús fue extremadamente cuidadoso al hacer que aquellos que él estableció como autoridad en su futura Iglesia entendieran correctamente el significado de la autoridad. Él mismo había venido para servir, no para ser servido; y aquellos con autoridad tendrían que seguir su ejemplo y ajustarse a su modelo. Cuando los diez apóstoles se indignaron ante la petición hecha por la madre de los hijos de Zebedeo para que sus dos hijos estuvieran sentados uno a su derecha y otro a su izquierda en su reino, Jesús los llamó y les dijo: «Sabéis que, entre los paganos, los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga vuestro esclavo. Lo mismo que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mt 20,24-28). Este debe ser y seguir siendo el modelo para cualquier ejercicio de autoridad en la Iglesia, tanto en la práctica pastoral como en los asuntos doctrinales.

Cuando se trata de la autoridad doctrinal y de la relación entre los que tienen la autoridad y los teólogos, uno debería esperar que la autoridad se ejerciera sin imposición ni presión, y que pudiera reinar un clima de entendimiento mutuo y colaboración. Esto en todos los niveles, sin que la instancia romana reclame la competencia universal y exclusiva, anulando así la autoridad de las instancias intermedias, entre ellas, la de los obispos locales o las Conferencias episcopales. Cuando el papa Pablo VI, al final del Concilio Vaticano II, cambió el nombre de la oficina romana para la doctrina haciéndolo pasar de Santísima Congregación del Santo Oficio (Suprema Sacra Congregatio Sancti Officii) al de Congregación para la Doctrina de la Fe, insistió en que la Congregación estaba destinada principalmente a fomentar y animar la teología en la Iglesia, no a pronunciar condenas como primera tarea. Se entiende bien que la Congregación debe garantizar la pureza de la doctrina y su conformidad con el mensaje revelado; pero lo debe hacer en conformidad con el nivel de autoridad de Jesús y en diálogo con los teólogos, cuyo papel es tratar de profundizar la comprensión del mensaje cristiano. Que esto no siempre ha sido así en el pasado es demasiado obvio; que incluso hoy en día no siempre sucede, también es desgraciadamente cierto, como lo demuestran algunos acontecimientos en los que participé personalmente como víctima de formas cuestionables de procedimiento, y de las que hablaré más adelante.


–¿De qué manera su carrera docente y su reflexión teológica han cambiado su fe y su comprensión de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo y de la Iglesia? ¿Cómo afectó a su vida de oración?

–Con frecuencia se habla de lo peligroso que es el diálogo interreligioso, más aún, de lo perjudicial que es para la fe la nueva teología de las religiones, que puede incluso llevar al relativismo y al indiferentismo doctrinales. Lo importante hoy sería reafirmar la «identidad cristiana» contra esos peligros inminentes. Esta objeción proviene de personas que nunca han estado en contacto con la realidad de otras religiones y que, menos todavía, han conocido a personas que las practicaran sincera y profundamente. Creo que aquellos que, por el contrario, han hecho el esfuerzo de encontrarse sincera y verdaderamente con personas de otras religiones, han visto que su fe se fortalecía y se hacía más profunda durante ese proceso. Y esto de muchas maneras. Me consideraría entre ellos.

Para empezar, el impacto del encuentro nos obliga a repensar diversos prejuicios y posiciones exclusivistas, como si Dios se hubiera revelado y estuviera presente solo en la tradición judeocristiana. Una purificación de la fe es necesaria para despojarla de las ideas preconcebidas. También se producirá una simplificación y un enriquecimiento de la fe que alcanzará una madurez más completa. Enriquecimiento, digo: a través de la experiencia y el testimonio de los demás, los cristianos podrán descubrir con mayor profundidad ciertos aspectos, ciertas dimensiones del Misterio divino que habían percibido con menos claridad y que han sido comunicados con menos claridad por la tradición cristiana. Purificación, al mismo tiempo: el impacto del encuentro a menudo plantea preguntas, obliga a los cristianos a revisar supuestos gratuitos y destruye prejuicios arraigados o derroca ciertas concepciones y puntos de vista estrechos. Puedo dar testimonio de que mi propia fe se ha purificado y profundizado a través del proceso de diálogo y familiaridad con las religiones y sus miembros. Se ha ido centrando en lo que es esencial y constituye el núcleo de la fe, cada vez más despojada de añadidos populares y devociones que a menudo corren el riesgo de ocultar el núcleo del Misterio. Me obligó a «absolutizar» lo que no es absoluto, en contra de las concepciones teológicas que tienden a «absolutizar» a través de una inflación de la terminología. Finalmente, a través de la práctica del diálogo descubrí nuevas dimensiones de la fe cristiana o, dicho en términos paulinos, nuevas profundidades y una nueva amplitud del Misterio. Mi vida de oración también se ha visto afectada por eso; también se ha ido haciendo más simple, más sincera y, espero, más profunda.

No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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