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Capítulo I De la semiótica del ser vivo a las formas de vida1 LAS FORMAS DE VIDA EN CUANTO «LENGUAJES»

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A diferencia de la noción de estilo de vida, que se sitúa en la prolongación de las tipologías sociológicas, la noción de forma de vida se inscribe desde su origen, explícita y firmemente, en la filiación de la teoría del lenguaje y, más precisamente, en sus desarrollos pragmáticos, es decir, en el conjunto de las consideraciones y de las problemáticas que se refieren a las condiciones no directamente lingüísticas del funcionamiento de la palabra y del discurso.

Los estilos de vida son tipologías de comportamientos sociales, constituidos por agregados coherentes de actitudes, de actos, de puntos de vista, de enunciados, que permiten prever, bajo ciertas condiciones, las opciones y las decisiones de los individuos que dependen de cada uno de esos «estilos». Tal como son propuestos actualmente, en especial por Eric Landowski, se trata de configuraciones pasionales y existenciales –maneras de ser y de sentir– sin relación explícita ni necesaria con una estratificación de los «modos de significación» ni de sus planos de análisis. Se encuentran en el corazón de una aproximación sociosemiótica a los fenómenos de significación, como determinaciones características de los actores comprometidos en las interacciones. Con ese título, proceden, pues, de la tipología y de la descripción de las interacciones sociales, y de fenómenos de significación captados desde la perspectiva de esas interacciones. Los estilos de vida, como son concebidos y puestos en marcha por Eric Landowski, son configuraciones existenciales y sociales2.

En cambio, las formas de vida se interesan también por los «estilos» de los comportamientos, pero desde una perspectiva diferente y complementaria, porque no pueden ser concebidas fuera de una representación ordenada de los planos de análisis semióticos: las formas de vida son organizaciones semióticas (son «lenguajes») característicos de las identidades sociales y culturales, individuales y colectivas, y con ese título pueden ser acercadas a otros planos de análisis semióticos de la semiosfera, por ejemplo, a los textos, a los objetos o a las prácticas. Sin embargo, comparten con los estilos de vida los determinantes pasionales, éticos y estéticos. Se distinguen de ellos por el hecho de que constituyen verdaderas semióticas-objetos, dotadas de un plano de la expresión y de un plano del contenido, y son susceptibles de funcionar de manera autónoma en el seno de la semiosfera. Se diferencian igualmente por el hecho de que las formas semióticas que las constituyen hacen vacilar la frontera entre cultura y naturaleza; asimismo, presentan singulares parentescos con funcionamientos sociales observados por la etología animal y, más generalmente, con las formas de existencia naturales.

En Wittgenstein, quien de alguna manera es el inventor de esta noción en Investigaciones filosóficas (2008), la forma de vida es ya el nivel último de su propia estratificación de los planos de análisis de los lenguajes, que parte de las expresiones (los enunciados), continúa con sus usos, sigue luego con los juegos de lenguaje y culmina con las formas de vida. Desde ese punto de vista, las formas de vida permiten generalizar los juegos de lenguaje: la significación de una expresión solo llega a existir en el uso, bajo la forma de juegos de lenguaje, los cuales pertenecen a su vez a formas de vida. El proyecto de Wittgenstein va en el sentido de una pragmática general, la cual daría, en apariencia, la preeminencia a las prácticas culturales y a la variabilidad de los usos lingüísticos y semióticos, sobre el sistema y la estructura. No obstante, la jerarquía de los planos de análisis que él propone hace posible sustituir los usos, ampliamente imprevisibles, por formas intencionales (las formas de vida) suficientemente generales para ser consideradas como estables y típicas. En suma, las formas de vida son, para Wittgenstein, menos numerosas y están menos sujetas a variaciones que los usos y los enunciados.

En la jerarquía de los planos de análisis considerada por Wittgenstein, el control intencional del sentido de las expresiones estaría asegurado por un procedimiento implícito de condensación y de expansión, que permitiría pasar de las figuras locales a las formas de vida más generales que las englobarían y que les darían sentido. Desde esta perspectiva, toda manifestación sensible susceptible de ser utilizada como una expresión (como un enunciado) puede ser considerada como el condensado de una forma de vida completa, y puede ser redesplegada como tal, al momento de la interpretación, bajo el control de la enunciación que gestiona esa «elasticidad» de la manifestación.

El principio subyacente de la coexistencia de una significación constante y de niveles de articulación múltiples no deja de tener parentesco con el del recorrido generativo, cuyos diferentes niveles son considerados como homotópicos (en el sentido en que conservan la significación rearticulándola), pero también como heteromorfos (pues cada nivel proporciona una forma diferente a esa significación constante). Por consiguiente, cuando las modalidades de la conversión entre los distintos niveles de análisis no hayan sido reconocidas, la pertenencia de una expresión a una forma de vida solo puede ser captada por intuición, o por automatismo y aprendizaje. En cambio, desde el momento en que las conversiones entre niveles son identificadas, la pertenencia de una expresión a una forma de vida puede ser explicitada en la forma de una relación interpretativa: tal expresión «significa», en expansión, tal forma de vida; inversamente, tal forma de vida es manifestada, en condensación, por tal expresión.

Si nos atenemos a esa perspectiva pragmática, la jerarquía de los planos de análisis propuesta por Wittgenstein da cuenta de las enunciaciones en todas sus dimensiones: expresiones que son enunciadas para satisfacer ciertos usos, para participar en algunos juegos de lenguaje y en algunas formas de vida, haciéndolas interpretables y explicando en cierto modo por qué y cómo pueden ser comprendidas por los participantes en el intercambio lingüístico. En suma, todo el edificio podría ser asimilado a una teoría de la enunciación que comprendiera las condiciones prácticas para la interpretación de los enunciados.

Esa perspectiva es ciertamente reductora, pero sigue siendo válida en la concepción desarrollada por Wittgenstein, porque los diferentes planos de análisis jamás son considerados como autónomos y susceptibles de recibir en ellos mismos y por sí mismos un análisis y una interpretación; el análisis y la interpretación proceden de una travesía de niveles, en condensación y en expansión, y no de una detención metodológica sobre cada uno de ellos. En otros términos, esta vez tomados de Hjelmslev, la distinción entre los planos de análisis de Wittgenstein no provoca discontinuidad en el análisis mismo, y más bien parece concebida para poder desarrollar un análisis continuo. Desde el momento en que el análisis es continuo, se considera, si seguimos a Hjelmslev, que se sitúa en un plano de inmanencia homogéneo, sin ruptura de constitución, sin cambio de semiótica-objeto. Esos son los límites del acercamiento pragmático.

En cambio, la aproximación semiótica debe poder, al mismo tiempo, caracterizar cada uno de los planos de análisis como una semióticaobjeto con todo derecho, dotada de su semiosis específica; y dar cuenta de los procedimientos de integración entre cada uno de los planos, desde la perspectiva de un análisis discontinuo. Por esa razón, hemos propuesto en el primer capítulo de Prácticas semióticas (Fontanille, 2014) una reorganización de los planos de análisis, un recorrido generativo del plano de la expresión, más claramente inspirado en la perspectiva semiótica. Ese recorrido está fundado, en efecto, en las diferentes morfologías de la expresión de las semióticas-objetos, desde los signos elementales hasta las formas de vida, pasando por los textos, por los objetos, por las prácticas y por las estrategias. Y cada uno de los niveles de análisis constituye a su vez un plano de inmanencia, en el sentido de que, en los límites de cada uno de esos niveles, el análisis es continuo, mientras que de un nivel a otro, es discontinuo. En suma, el analista reconoce que, al cambiar de nivel, ha cambiado de plano de inmanencia por el hecho de que debe reajustar los procedimientos de análisis a las nuevas propiedades que observa y de las que tiene que dar cuenta.

Cada «plano de inmanencia» corresponde a un tipo de semiosis, cuya morfología de expresión es principalmente explicitada por sus propiedades sintagmáticas: propiedades espaciales y topológicas, temporales y secuenciales, y por tipos de operaciones sintagmáticas dominantes (por ejemplo: la clausura isotópica en el caso de los textos, las formas de acomodación del curso de acción para las prácticas, o las articulaciones tácticas para las estrategias, etc.). Igualmente, serán tomadas en cuenta las modalidades de integración en un plano de inmanencia dado (por ejemplo: los objetos), así como las semióticas-objetos que pertenecen a los niveles inferiores (por ejemplo: los textos inscritos en objetos) y a los niveles superiores (por ejemplo: las prácticas, donde se manipulan textos y objetos).

La noción de integración –tomada de Benveniste, en el capítulo X de Problemas de lingüística general (2004), llamado «Los niveles del análisis lingüístico» (pp. 118-120)– presupone el hecho de que, de un nivel al otro, el análisis es discontinuo, aunque implica igualmente que los procedimientos específicos (los de la integración, ascendente o descendente, del recorrido en cuestión) permitan proyectar varias semióticas-objetos sobre un solo plano de inmanencia, y que a continuación sean susceptibles de aceptar un análisis continuo, a pesar de la heterogeneidad de su nuevo ordenamiento.

Además, cada tipo de semiosis, en cada nivel de análisis, está sometido a un régimen de creencia específico, fundado en la consistencia y en la congruencia de las diferentes propiedades de su modo de expresión. La creencia textual difiere de la creencia práctica: la primera se funda en la clausura, y por tanto en la coherencia interna de un desarrollo narrativo entre una situación inicial y una situación final, mientras que la segunda se basa en la calidad del ajuste de las peripecias de un curso de acción abierto por los dos extremos de la cadena, y sometido al azar de la interacción con otros cursos de acción, con frecuencia imprevisibles. Asimismo, la creencia necesaria para la utilización de los signos (la creencia semiológica) difiere de la requerida por los objetos (la creencia funcional): la primera reposa en la permanencia y en la evidencia de la relación entre un significante y un significado, en tanto que la segunda postula funciones y usos del objeto, eventualmente inscritos en su forma, en su estructura interna o en superficie.

Esos regímenes de creencia (semiológicos, ficcionales, funcionales, prácticos) definen a la vez el marco en el que tal o cual organización semiótica puede ser interpretada y, más específicamente, las condiciones en las cuales los valores que propone pueden ser recibidos y compartidos. La integración entre dos o varias semióticas-objetos, que pertenecen a planos de inmanencia diferentes, apoyados los unos en los otros, implica, pues, una modificación, una combinación y una recomposición de los regímenes de creencia. Las semióticas-objetos, por naturaleza integrativas y heteróclitas como los «medios»*, que implican todos los planos de inmanencia a la vez, desde los signos hasta las formas de vida, proponen, en consecuencia, regímenes de creencia de una gran labilidad y complejidad.

El régimen de creencia propio de las formas de vida deberá ser precisado a lo largo de este estudio. Pero intuitivamente y como hipótesis de trabajo, creer en la vida que llevamos, creer en lo que funda nuestra existencia, es adherirse e identificarse, entre todas las opciones disponibles en la sociedad a la que pertenecemos, a aquella que nos parece la que mejor garantiza la continuación de nuestro curso de existencia, así como muy especialmente la de aquellos grupos a los que pensamos que pertenecemos. Este régimen de creencia sería, pues, un régimen de «identificación durable», la identificación que se necesita para que un curso de existencia persista.

Formas de vida

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