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1. DE LA REPRESENTACIÓN A LA EXPRESIÓN

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Retomemos entonces la muralla de piedra y el refugio de silencio para constatar en primer lugar lo siguiente: Blanchot no inventó las metáforas que utiliza para elogiar la pureza de la experiencia literaria, ni estas se limitan únicamente a valorarla. Las mismas metáforas sirven para denunciar su perversión inherente. Estructuran así la argumentación de Sartre, que desdeña fascinado a Flaubert y a Mallarmé. Sartre denuncia interminablemente la pasión de Flaubert por los poemas en lenguas muertas, “palabras de piedra que caen de los labios de las estatuas”, o la “columna de silencio” del poema mallarmeano “que florece solitario en un jardín oculto”. A una literatura de la palabra expositiva, en la que el verbo es un intermediario entre autor y lector, opone una literatura en la que el medio se vuelve fin, en la que la palabra deja de ser el acto de un sujeto para transformarse en soliloquio mudo: “El lenguaje está presente cuando se lo habla; si no, está muerto y las palabras, prendidas con alfileres en los diccionarios. Estos poemas que nadie habla y que pueden pasar por un ramo de flores elegidas por la manera en que combinan sus colores o para acompañar una colección de piedras preciosas, son silencio sin lugar a duda”13. Puede pensarse que Sartre le está respondiendo a Blanchot y que lógicamente entonces utiliza su vocabulario. Pero la crítica de la “petrificación” literaria tiene a su vez una historia mucho más antigua. Al denunciar, en nombre de una perspectiva política revolucionaria, el sacrificio de la palabra y la acción humanas al prestigio de un lenguaje petrificado, Sartre retoma paradójicamente la acusación que los tradicionalistas literarios o políticos del siglo XIX habían hecho incansablemente a cada generación de innovadores literarios. Habían opuesto, en efecto, el primado de la palabra viva, de la palabra en acción, tanto a las imágenes del “romanticismo” de Hugo como a las descripciones del “realismo” de Flaubert o a los arabescos del “simbolismo” de Mallarmé. En ¿Qué es la literatura?, Sartre opone la poesía que se sirve de las palabras de manera intransitiva, como el pintor de los colores, a la literatura que se sirve de ellas para mostrar y demostrar. Pero esta oposición de un arte que pinta y un arte que demuestra ya era un leitmotiv de los críticos del siglo XIX . Fue el argumento de Charles de Rémusat contra Hugo, argumento que denunciaba esa literatura “que, aislándose de las causas que debe defender, deja de ser el instrumento de una idea fecunda, […] para convertirse en un arte independiente de todo lo que tendría para expresar, una potencia particular, sui generis, que ya no busca su vida, su fin y su gloria más que en ella misma”. Fue el argumento de Barbey d’Aurevilly contra Flaubert: el realista “no quiere más que libros pintados” y rechaza “todo libro que se proponga probar algo”. Fue, por último, la gran denuncia de Léon Bloy contra la “idolatría literaria” que sacrifica el Verbo al culto de la frase14. Para entender esta denuncia recurrente de la “petrificación” literaria y sus metamorfosis, hay que cruzar la cómoda barrera que Sartre estableció entre la ingenuidad panteísta de los tiempos románticos en que “las bestias hablaban” y “los libros escribían siguiendo el dictado de Dios”, y el desencanto de los estetas desengañados propio del post cuarenta y ocho. Hay que tomar este tema en su origen, en el momento mismo en que se afirma la potencia de palabra inmanente a todo ser vivo, y la potencia de vida inmanente a toda piedra.

Empecemos entonces por el principio, es decir por la batalla del “romanticismo”. Lo que hace que los partidarios de Voltaire o de La Harpe se alcen contra Hugo no son fundamentalmente encabalgamientos como “la escalera/secreta” de Hernani ni el “bonete rojo” que le puso al viejo diccionario. Es la identificación de la potencia del poema con la de un lenguaje de piedra. Una prueba de ello es el análisis penetrante que Gustave Planche hace de una obra que emblematiza mucho mejor que Hernani el escándalo de la nueva escuela: Notre-Dame de Paris: “En esta obra tan singular, tan monstruosa, el hombre y la piedra se confunden y no forman más que un solo y mismo cuerpo. El hombre que está bajo la ojiva no es más que el musgo en la pared o el liquen en el roble. En la pluma de Hugo la piedra se anima y parece obedecer a todas las pasiones humanas. La imaginación, deslumbrada por unos instantes, cree asistir a una ampliación del campo del pensamiento, a una invasión de la materia por parte de la vida inteligente. Pero, rápidamente desengañada, se da cuenta de que la materia sigue siendo lo que era y el hombre se ha petrificado. Las sierpes y las salamandras esculpidas en el flanco de las catedrales se han quedado inmóviles y la sangre que corría en las venas del hombre se ha helado de golpe; la respiración se ha detenido, el ojo ya no ve, el actor ha bajado hasta la piedra sin elevarla hasta él”15.

La “petrificación” de la que nos habla aquí el crítico de Hugo no remite a una postura del escritor que instauraría el silencio de su palabra. Representa exactamente la oposición entre una poética y otra, oposición por la cual la novedad romántica no solo rompe claramente con las reglas formales de las Bellas Letras sino con su espíritu mismo. Lo que opone a estas dos poéticas no es solo una concepción diferente de la relación entre pensamiento y materia que constituye al poema sino también del lenguaje que es el lugar de esa relación. Si nos remitimos a los términos clásicos de la poética –la inventio que hace a la elección del tema, la dispositio que organiza sus partes y la elocutio que ornamenta convenientemente el discurso–, la nueva poética, que triunfa con la novela de Hugo, puede caracterizarse como el cambio profundo del sistema que las ordenaba y las jerarquizaba. La inventio clásica definía el poema, en términos de Aristóteles, como un ordenamiento de acciones, una representación de hombres que actúan. Y hay que ver efectivamente lo que implica el extraño procedimiento de poner la catedral en lugar de este ordenamiento de acciones humanas. Evidentemente, Notre-Dame de Paris cuenta también una historia, anuda y desanuda el destino de sus personajes. Pero el título del libro no se convierte por ello en una mera indicación del lugar y el tiempo en que transcurre la historia. Define estas aventuras como una encarnación más de lo que la catedral misma expresa, en la repartición de sus volúmenes, en la iconografía o el modelo de sus esculturas. Pone en escena a sus personajes como figuras salidas de la piedra y del sentido que ella encarna. Y para eso su frase anima la piedra, la hace hablar y actuar. Es decir que la elocutio, que antes obedecía a la inventio, atribuyendo a los personajes de la acción la expresión que convenía a su carácter y circunstancias, se emancipa de su tutela gracias al poder de palabra que se le otorga al nuevo objeto del poema. La elocutio ocupa el lugar de la inventio, que hasta el momento la gobernaba. Ahora bien, esta omnipotencia del lenguaje también es, nos dice Planche, una inversión de su jerarquía interna: ahora es la “parte material” del lenguaje –las palabras con su poder sonoro y gráfico– la que ocupa el lugar de la “parte intelectual”: la sintaxis que las subordina a la expresión del pensamiento y al orden lógico de una acción.

El análisis de Planche nos permite entender lo que está en juego en esta “petrificación” de Hugo, es decir, el derrumbe de un sistema poético. Y nos permite reconstituir el sistema así derrumbado, el sistema de la representación, tal como lo habían instituido los tratados de Batteux, Marmontel o La Harpe un siglo antes, o tal como inspiraban los comentarios de Voltaire sobre Corneille. Este sistema de representación se basaba menos, en efecto, en reglas formales que en cierto espíritu, cierta idea de las relaciones entre la palabra y la acción. Cuatro grandes principios animaban la poética de la representación. El primero, planteado en el primer capítulo de la Poética de Aristóteles, es el principio de ficción. Lo que hace la esencia de un poema no es el uso de una regularidad métrica, más o menos armoniosa, es el hecho de que se trata de una imitación, una representación de acciones. En otras palabras, el poema no puede definirse como un modo del lenguaje. Un poema es una historia y su valor o su ausencia de valor se basan en la concepción de esa historia. Es lo que funda la generalidad de la poética como norma de las artes en general. Si la poesía y la pintura pueden ser comparadas entre sí, no es porque la pintura sea un lenguaje y los colores del pintor, asimilables a las palabras del poeta. Es porque una y otra cuentan una historia, que remite a normas fundamentales comunes de la inventio y la dispositio. Este primado del “ordenamiento de las acciones” que define la fábula explica también el descuido del crítico o del traductor por la forma lingüística de la obra, la licencia que se toma, ya sea al traducir versos en prosa o al hacerlo en versos conformes a la poesía de su propia nación y su época. La Harpe se indigna con La Motte quien, para mostrar que la métrica no era más que un obstáculo a la comunicación de las ideas y los sentimientos, había traducido en prosa el primer acto de Mitrídates. No obstante, uno de los ejercicios que frecuentemente se proponía a los alumnos para formar su estilo era y lo sería durante mucho tiempo, incluso hasta el siglo XIX , trasponer en prosa fábulas escritas en verso. Es ante todo la consistencia de una idea ficcionalizada lo que hace el poema.

El principio de ficción presenta un segundo aspecto. Presupone un espacio-tiempo específico en el que la ficción se propone y se aprecia como tal. Esto parece evidente. Aristóteles no necesita escribirlo y es una obviedad en la época de las Bellas Letras. Un héroe de ficción ya ha mostrado sin embargo la fragilidad de esta repartición: Don Quijote, al quebrar las marionetas de Maese Pedro, al negarse a reconocer un espacio-tiempo específico en el que se aparenta creer en las historias en las cuales ya no se cree. Ahora bien, Don Quijote no es solamente el héroe de la caballería difunta y de la imaginación trastornada. También es el héroe de la forma novelesca, el de un modo de la ficción que pone en riesgo su estatuto. Es verdad que esas confrontaciones entre héroes de novela y exhibidores de marionetas pertenecen a un mundo que ignora el orden de las Bellas Letras. Pero no por casualidad la literatura nueva hará de Don Quijote su héroe.

El segundo principio es el de genericidad. No es suficiente que la ficción se anuncie como tal. También tiene que ser conforme a un género. Ahora bien, lo que define a un género no es un conjunto de reglas formales, es la naturaleza de lo que se representa, de lo que constituye el objeto de la ficción. Fue Aristóteles una vez más quien planteó este principio en los primeros libros de la Poética: el género de un poema –epopeya o sátira, tragedia o comedia– está ligado en primer lugar a la naturaleza de lo que representa. Ahora bien, existen esencialmente dos tipos de gente y acciones que se imitan: los grandes y los pequeños; dos clases de gente que imitan: los espíritus nobles y los comunes; dos maneras de imitar: una que ensalza el objeto imitado, otra que lo rebaja. Los imitadores de espíritu noble eligen representar acciones admirables, personajes grandes, héroes y dioses, y eligen representarlos con el más alto grado de perfección formal que se les pueda acordar; se convierten en poetas épicos o trágicos. Los imitadores de menor virtud eligen tratar las pequeñas historias de gente de poca importancia o reprobar los vicios de los seres mediocres; se convierten en poetas cómicos o satíricos.

Una ficción pertenece a un género. Un género se define por el tema representado. El tema ocupa un lugar en una escala de valores que define la jerarquía de los géneros. El tema representado relaciona al género con una de las modalidades fundamentales del discurso: el elogio o la reprobación. No hay sistema genérico sin jerarquía de los géneros. Determinado por el tema representado, el género define modos específicos de su representación. El principio de genericidad implica entonces un tercer principio, que llamaremos principio de decoro. El que ha elegido representar dioses en vez de burgueses, reyes en vez de pastores, y ha elegido un género de ficción adecuado, tiene que prestar a sus personajes acciones y discursos apropiados a su naturaleza, y por consiguiente al género de su poema. El principio de decoro se adecua así exactamente al principio de sumisión de la elocutio a la ficción inventada. “Lo que marca el tono del discurso es el estado y la situación del que habla”16. Sobre este punto, más que sobre las célebres “tres unidades” o la por demás famosa catarsis, construyó su poética y basó sus criterios la época clásica en Francia. El problema no es el de la obediencia a las reglas, sino el del discernimiento de los modos de decoro. La finalidad de la ficción es gustar. En esto coincide Voltaire con Corneille, que a su vez coincidía con Aristóteles. Pero precisamente porque tiene que gustarles a los hombres de bien la ficción tiene que respetar aquel principio que la acredita y la vuelve susceptible de gustar, es decir el principio de decoro. Los Comentarios sobre Corneille de Voltaire son una minuciosa aplicación de este principio a todos los personajes y situaciones, a todas sus acciones y a todos sus discursos. El mal nunca es algo distinto de la falta de decoro. Así el tema mismo de Teodoro es vicioso, porque no hay “nada trágico en esta intriga; es un joven que no acepta la mujer que se le ofrece, y que quiere a otra que no lo quiere; verdadero tema de comedia, e incluso tema trivial”. Los generales y las princesas de Surena “hablan de amor como los burgueses de París”. En Pulqueria, los versos en que Martian confiesa su amor son propios de “un viejo pastor más que de un viejo capitán”. En cuanto a Pulqueria, se expresa “como una graciosa de comedia” o bien simplemente como un hombre de letras. “¿Qué princesa empezaría alguna vez diciendo que el amor languidece en los favores y muere en los placeres?”. Y, por otra parte, “no le sienta bien a una princesa decir que está enamorada”17. Una princesa no es, en efecto, una pastora. No nos equivoquemos sobre esta falta de decoro. Voltaire conoce lo suficiente su realidad como para saber que una princesa, enamorada o no, habla en lo esencial como una burguesa, cuando no como una pastora. Quiere decirnos que una princesa de tragedia no debe declarar de ese modo su amor, que no debe hablar como una pastora de égloga, a menos que se quiera transformar en comedia una tragedia. Y Batteux, cuando recomienda hacer hablar a los dioses “como hablan realmente”, es bastante consciente, a pesar de todo, de que nuestra experiencia práctica en la materia es más bien limitada. El problema es hacerlos hablar “como deben hablar cuando se les supone el más alto grado de perfección que les corresponde”18. No se trata de color local o de reproducción fiel, sino de verosimilitud ficcional. Y en ella se superponen cuatro criterios de decoro: primero, la conformidad a la naturaleza de las pasiones humanas en general; luego la conformidad a los caracteres y a las costumbres de determinado pueblo o determinado personaje, tales como nos los hacen conocer los buenos autores; luego el acuerdo con la decencia y el gusto que convienen a nuestras costumbres; por último, la conformidad de las acciones y de las palabras con la lógica misma de las acciones y de los caracteres propios a un género. La perfección del sistema representativo no es la de las reglas de los gramáticos. Es la del genio que reúne en uno solo estos cuatro criterios de decoro –natural, histórico, moral y convencional–, que los ordena en función de aquel que debe dominar en un caso preciso. Por eso, por ejemplo, Racine tiene razón, contra los doctos, al mostrarnos en Británico a un emperador, Nerón, que se esconde para sorprender una conversación de enamorados. No conviene a un emperador, ni, por consiguiente, a la tragedia, dicen estos. Estamos ante situaciones y personajes de comedia. Pero es que no han leído a Tácito, y no sienten en consecuencia que este tipo de situación es una pintura fiel de la corte de Nerón, tal como la conocemos a través suyo.

Esto, en efecto, tiene que ser sentido. Y es el placer que se siente lo que comprueba el decoro. Por eso La Harpe puede disculpar a Jimena de la acusación de conducirse como una “hija desnaturalizada” cuando escucha al asesino de su padre hablarle de amor. Porque la naturaleza y lo antinatural se verifican en el teatro, aunque más no sea a contrario: “Pido una vez más perdón a la Academia; pero me ha sido bien demostrado que una hija desnaturalizada no sería tolerable en el teatro, muy lejos de producir el efecto que produce Jimena. Esas son faltas que no se perdonan nunca, porque se juzgan con el corazón, y porque no es posible que los hombres reunidos reciban una impresión opuesta a la naturaleza”19. Sin duda el acento rousseauniano de la fórmula permite fechar el argumento en el período de entusiasmo revolucionario del autor. No hace más que actualizar, para uso del pueblo revolucionario, un principio de verificación que Voltaire, maestro de La Harpe, reservaba a los entendidos. El principio de decoro define una relación del autor con su tema cuyo resultado solo el espectador –cierto tipo de espectador– es capaz de evaluar. El decoro se siente. Los “literatos” de la academia o de los periódicos no lo sienten. Corneille o Racine, sí. No por su conocimiento de las reglas del arte, sino por el parentesco que tienen con sus personajes, o más exactamente con lo que estos deben ser. ¿En qué consiste ese parentesco? En que son como ellos, contrariamente a los literatos, hombres de gloria, hombres de la palabra bella y de la palabra activa. Esto supone también que sus espectadores naturales no son hombres que miran, sino hombres que actúan y actúan a través de la palabra. Los primeros espectadores de Corneille, nos dice Voltaire, fueron Condé o Retz, Molé o Lamoignon; eran generales, predicadores, magistrados que venían a instruirse para hablar dignamente y no ese público de espectadores actuales, simplemente compuesto de “cierta cantidad de hombres y mujeres jóvenes”20.

El principio de decoro descansa así en una armonía entre tres personajes: el autor, el personaje representado y el espectador que asiste a la representación. El público natural del dramaturgo, como el del orador, es un público de gente que “viene a instruirse para hablar”, porque la palabra es su asunto propio, ya sea que se trate de dar órdenes o convencer, de exhortar o deliberar, de enseñar o gustar. En ese sentido, los “hombres reunidos” de La Harpe se oponen tanto como los generales, magistrados, príncipes u obispos de Voltaire a la simple reunión de “cierta cantidad de hombres y mujeres jóvenes”. Son aptos para convertir el placer experimentado en una prueba del decoro del comportamiento de Jimena y de la obra de Corneille porque son actores de la palabra. El edificio de la representación es una “especie de república en la que cada quien debe figurar según su estado”21. Es un edificio jerarquizado en el cual el lenguaje debe someterse a la ficción, el género al tema y el estilo a los personajes y situaciones representados. Una república en la que el primado de la invención del tema sobre la disposición de las partes y lo apropiado de las expresiones, mima el orden de las partes del alma o de la ciudad platónica. Pero esta jerarquía no impone su ley más que en la relación de igualdad del autor, de su personaje y del espectador. Y esta relación misma depende de un cuarto y último principio que llamaré principio de actualidad y que puede definirse así: lo que regula el edificio de la representación es la primacía de la palabra como acto, de la performatividad de palabra. Esta primacía es la que comprueba de modo ejemplar la escena ideal descripta o más bien ficcionalizada por Voltaire: los oradores del tribunal o de la cátedra, los príncipes y generales que se instruyen con el Cid en el arte de hablar, pero que también le proporcionan a Corneille el juicio de los hombres de la palabra en acto que permite verificar el acuerdo entre su potencia para representar la palabra activa y la que se relaciona con la estatura de sus personajes.

El sistema de la representación se basa en la equivalencia entre el acto de representar y la afirmación de la palabra como acto. Este cuarto principio no contradice al primero. Este afirmaba que es la ficción lo que hace el poema y no una modalidad particular del lenguaje. El último principio identifica la representación ficcional de acciones con una puesta en escena del acto de habla. No hay contradicción en esto. Pero hay una suerte de doble economía del sistema: la autonomía de la ficción, que no se ocupa más que de representar y gustar, depende de otro orden, se regula a través de otra escena de palabra: una escena “real” en la que no se trata solamente de gustar por medio de historias y discursos, sino de educar espíritus, salvar almas, defender inocentes, aconsejar reyes, exhortar pueblos, arengar soldados, o simplemente sobresalir en la conversación en la que se destacan las mentes agudas. El sistema de la ficción poética depende de un ideal de la palabra eficaz. Y el ideal de la palabra eficaz remite a un arte que es más que un arte, que es una manera de vivir, una manera de tratar los asuntos humanos y divinos: la retórica. Los valores que definen la potencia de la palabra poética son los de la escena oratoria. Esta es la escena suprema a imitación de la cual y con vistas a la cual la poesía despliega sus propias perfecciones. Es lo que nos decía Voltaire en esa evocación de la Francia de Richelieu que aún hoy puede aceptar el historiador de la retórica clásica: “Nuestro concepto de ‘literatura’, excesivamente ligado a lo impreso, al texto, deja fuera de su campo lo que el ideal abarcador del orador y de su elocuencia englobaba generosamente: el arte de la arenga, el arte de la conversación, sin contar con la tacita significatio del arte del gesto y de las artes plásticas […]; no es casual que el período 1630-1640 conozca un esplendor semejante en la corte de Francia: espejo de un arte de la vida en sociedad en el cual el arte de hablar es el centro de una retórica general que el arte de escribir y el de pintar son los primeros en reflejar”22. Pero esta dependencia de la poesía con respecto a un arte de la palabra que es arte de vivir en sociedad no es propia de un orden monárquico. Tiene sus equivalentes en la época de las asambleas revolucionarias. Y una vez más es el camaleón La Harpe quien nos lo explica: “Pasamos de la poesía a la elocuencia: objetos más serios y más importantes, estudios más severos y razonables reemplazan los juegos de la imaginación y las ilusiones variadas de la más seductora de las artes […] Al abandonar una por otra, debemos figurarnos que pasamos de las diversiones de la juventud a los trabajos de la edad madura: porque la poesía está hecha para el placer y la elocuencia para las ocupaciones […]; cuando el sacerdote anuncia desde el púlpito las grandes verdades de la moral […]; cuando el defensor de la inocencia hace oír su voz en los tribunales; cuando el hombre de Estado delibera en los consejos sobre el destino de los pueblos; cuando el ciudadano defiende en las asambleas legislativas la causa de la libertad […], la elocuencia ya no es entonces solamente un arte, es un ministerio augusto, consagrado por la veneración de todos los ciudadanos […]”23.

El estilo más elevado que la tradición distingue, el estilo sublime, encuentra su lugar esencial en esta palabra oratoria. Al releer al seudo Longino y al reinterpretar el concepto de lo sublime, nuestra época suele asociar sus metáforas de la tempestad, la lava y las olas desatadas con la crisis moderna del relato y de la representación. Pero el sistema de la representación, de los géneros y del decoro siempre reconoció a Longino y vio en lo “sublime” su garantía suprema. Y más que Homero o Platón, con quienes se lo asocia, el héroe de la palabra sublime es Demóstenes.

Primado de la ficción; genericidad de la representación, definida y jerarquizada según el tema representado; decoro de los medios de la representación; ideal de la palabra en acto. Estos cuatro principios definen el orden “republicano” del sistema de la representación. Esta república platónica en que la parte intelectual del arte (invención del tema) gobierna su parte material (el decoro de las palabras y de las imágenes) puede adaptarse igualmente bien al orden jerárquico de la monarquía como al orden igualitario de los oradores republicanos. Lo que explica la constante complicidad de los pelucones académicos y los republicanos radicales que, en el siglo XIX , protegen este sistema contra el asalto de los literatos innovadores, un acuerdo que va a simbolizar, por ejemplo, tanto para Hugo como para Mallarmé, el nombre de Ponsard, el muy republicano autor de tragedias a la antigua. También resume la percepción de este acuerdo la reacción de Gustave Planche frente al monstruoso poema Notre-Dame de Paris, ese poema en prosa dedicado a la piedra, que solo la humaniza a costa de petrificar la palabra humana. Esta invención monstruosa emblematiza la destrucción del sistema en el que el poema era una fábula bien construida que nos presentaba hombres en acción que explicitaban su conducta a través de bellos discursos, que correspondían al mismo tiempo a su estado, a los datos de la acción y al placer de los hombres de gusto. El argumento de Planche muestra el nudo del escándalo: la inversión del alma y el cuerpo ligada al desequilibrio entre las partes del alma, la potencia material de las palabras en lugar de la potencia intelectual de las ideas. Pero es toda una cosmología poética la que se invierte profundamente. La poesía representativa estaba hecha de historias que se ajustaban a principios de encadenamiento, caracteres que se ajustaban a principios de verosimilitud y discursos que se ajustaban a principios de decoro. La nueva poesía, la poesía expresiva, está hecha de frases y de imágenes, de frases-imágenes que valen por sí mismas como manifestaciones de poeticidad, que reivindican para la poesía una relación inmediata de expresión, semejante a la que se plantea entre la imagen esculpida en un capitel, la unidad arquitectural de la catedral y el principio unificador de la fe divina y colectiva.

Este cambio de cosmología puede traducirse estrictamente como la inversión de cada uno de los cuatro principios que estructuraban el sistema representativo. Al primado de la ficción se opone el primado del lenguaje. A su distribución en géneros se opone el principio antigenérico de la igualdad de todos los temas representados. Al principio de decoro se opone la indiferencia del estilo con respecto al tema representado. Al ideal de la palabra en acto se opone el modelo de la escritura. Son estos cuatro principios los que definen la nueva poética. Queda por ver si la inversión sistemática de los cuatro principios de coherencia define una coherencia simétrica. Digámoslo por anticipado: el problema radica en saber cómo resultan compatibles entre sí la afirmación de la poesía como modo del lenguaje y el principio de indiferencia. La historia de “la literatura” será la prueba una y otra vez realizada de esta incompatibilidad problemática. Lo que equivale a decir que si la noción de literatura pudo ser sacralizada por unos y declarada vacía por los otros, es porque, stricto sensu, es el nombre de una poética contradictoria.

Partamos de lo que constituye el nudo del problema, es decir, la decadencia del principio de genericidad. Esta afirmación, no cabe duda, se presta a discusión: entre las grandes ambiciones de los hermanos Schlegel figuraba la reconstitución de un sistema de géneros que se había vuelto obsoleto. Y más de un teórico considera hoy en día que también tenemos nuestros géneros, solo que diferentes de los de la edad clásica24. Ya no escribimos tragedias, epopeyas o pastorales, pero tenemos novelas y cuentos, relatos y ensayos. Sin embargo se ve bien lo que vuelve problemáticas estas distinciones y lo que volvió vano el proyecto de los hermanos Schlegel. Un género no es un género si el tema no lo gobierna. El género bajo el cual se presenta Notre-Dame de Paris es la novela. Pero se trata de un falso género, un género no genérico que, desde su nacimiento en la Antigüedad, no ha dejado de viajar de los templos sagrados y las cortes de los príncipes a las moradas de los mercaderes, a los garitos o a los lupanares, y que se ha prestado, en sus figuras modernas, a las hazañas y a los amores de los señores tanto como a las tribulaciones de los escolares o de las cortesanas, de los comediantes o de los burgueses. La novela es el género de lo que no tiene género: ni siquiera un género bajo como la comedia, a la cual se la querría asimilar, ya que la comedia toma de los temas vulgares los tipos de situación y las formas de expresión que le convienen. La novela está desprovista de todo principio de adecuación. Lo que quiere decir también que está desprovista de una naturaleza ficcional dada. Esto es lo que funda, como hemos visto, la “locura” de Don Quijote, es decir la ruptura que marca con el requisito de una escena propia de la ficción. Es precisamente la anarquía de este no-género lo que Flaubert eleva al rango de “axioma” capaz de expresar “el punto de vista del Arte puro” al afirmar que no hay “temas bellos o feos” e incluso “que no hay ningún tema, ya que el estilo es por sí mismo una manera absoluta de ver las cosas”25. Y, por supuesto, si “Yvetot equivale a Constantinopla” y si los adulterios de la hija de un campesino normando son tan interesantes como los amores de una princesa cartaginesa y son apropiados a la misma forma, de ello se deduce también que ningún modo expresivo específico es más conveniente para una que para la otra. El estilo ya no es entonces lo que había sido hasta ese momento: la elección de los modos de expresión que convenían a diferentes personajes en tal o cual situación y de los ornamentos propios del género. Se convierte en el principio mismo del arte.

Queda por saber sin embargo lo que esto quiere decir. Una doxa perezosa ve únicamente en ello la afirmación del virtuosismo individual del escritor que transforma cualquier materia vil en oro literario –y en un oro tanto más puro cuanto que la materia es vil–, que plantea su carácter aristocrático en lugar de las jerarquías de la representación y lo sublime, para terminar en sacerdocio nuevo del arte. La muralla, el desierto y lo sagrado no se dejan pensar tan fácilmente. La identificación del “estilo” con la potencia misma de la obra no es un punto de vista de esteta, sino la culminación de un proceso complejo de transformación de la forma y de la materia poéticas. Presupone, a riesgo de borrar sus marcas, una historia más que secular de encuentros entre el poema, la piedra, el pueblo y las Escrituras. A través de esta larga historia se impuso esta idea cuyo rechazo fundaba toda la poética de la representación: el poema es un modo del lenguaje, tiene como esencia la esencia misma del lenguaje. Pero también a través suyo se manifestó la contradicción interna del nuevo sistema poético, una contradicción de la cual la literatura es la cancelación interminable.

13 Jean-Paul Sartre, Mallarmé. La lucidité et sa face d’ombre, París, Gallimard, 1986, p. 157.

14 Charles de Rémusat, Passé et présent, París, 1847, citado por Armand de Pontmartin, Nouvelles causeries du samedi, París, 1859, p. 4. Jules Barbey d’Aurevilly, Les Œuvres et les Hommes, Genève, 1968, t. XVIII , p. 101; Léon Bloy, Belluaires et porchers, París, 1905, pp. 96-97.

15 Gustave Planche, “Poètes et romanciers modernes de la France. M. Victor Hugo”, Revue des Deux Mondes, 1938, t. I, p. 757.

16 Batteux, ob. cit., p. 32.

17 Voltaire, Commentaires sur Corneille, in The Complete Works, Cambridge, 1975, t. 55, pp. 465, 976, 964, 965 y 731.

18 Batteux, ob. cit., p. 33.

19 La Harpe, ob. cit., t. I, p. 476.

20 Voltaire, ob. cit., pp. 830-831.

21 Batteux, ob. cit., p. 33.

22 Marc Fumaroli, ob. cit., p. 30.

23 La Harpe, ob. cit., t. I, p. 198.

24 Cf. J.-M. Schaeffer, Qu’est-ce qu’un genre littéraire?, París, Editions du Seuil, 1989.

25 Flaubert, carta a Louise Colet, 16 de enero de 1852, Correspondance, París, Gallimard, 1980, t. II, p. 31.

La palabra muda

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