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ОглавлениеEl Ariel de Rodó, el esbozo de un proyecto para el “crecimiento de la conciencia social”
Samuel Vanegas Mahecha
Pontificia Universidad Javeriana
Para la sociología, tal como la conocemos hoy, la década de 1940 provoca una división de aguas que consagró el canon clásico sobre el cual se establecieron los límites de lo que debía ser la disciplina. Si bien es cierto que la historia del análisis sociológico se puede remontar hasta la protosociología de los pensadores de la Ilustración, es con los balances de la década de 1930 —el más conocido y de más impacto es el de Parsons en 1937— que se empezará a establecer de manera organizada cuál es el corpus de la sociología (Turner, 1989).
Que la sociología en ninguna parte del mundo fuera una disciplina establecida antes de la década de 1940 es algo que se olvida cuando se hacen las reconstrucciones de la sociología en América Latina (Blanco, 2006). Todos los balances se hacen acerca de lo que se produjo en la región hasta la primera mitad del siglo XX,
[…] la época en que los abogados, los filósofos, los historiadores y hasta los médicos se convierten en profesores y especialistas en la naciente especialidad, ya fuera por vocación, por perentorias necesidades de trabajo o por la búsqueda de prestigio para sus aspiraciones políticas o el desempeño de cargos públicos. Un escenario en que la improvisación cubrió con derroche de imaginación y talento la falta de capacitación profesional existente, lo que no estuvo exento de severas e injustas críticas. (Herrera, 2006, p. 18)
Las “severas e injustas” críticas a las que se refiere Herrera se deben, en lo fundamental, a Gino Germani, quien para afirmar su obra hizo algo muy propio de la tradición latinoamericana: enterrar con una descalificación todo lo que se había producido hasta ese momento. Germani sepultó para el análisis sociológico el pensamiento social y sociológico de la primera mitad del siglo XX, bajo el rótulo de pensamiento especulativo. Este hecho ha sido muy poco cuestionado por las distintas corrientes que han guiado los derroteros de la sociología en América Latina. A través de una reflexión del Ariel, de Rodó, en este artículo se quiere ir a los años previos a la década de 1950, con el propósito de iniciar una exploración de los análisis realizados por pensadores sociales latinoamericanos de comienzos del siglo XX; olvidados por la tradición sociológica de la región, no por su incapacidad para decir algo sobre la realidad social, sino por una sociología profesional que, con la pretensión de ser “ciencia universal”, hizo tabula rasa del aprendizaje social de la región.
El conocimiento sobre lo social en América Latina, durante las cuatro primeras décadas del siglo XX, estuvo bajo el signo de un ideario latinoamericanista que permeó toda la producción intelectual a lo largo y ancho de la región. Este ideario ha sido explorado de distintas maneras, sin embargo, todas tienden a reconocer el impacto que tuvo en su desarrollo el pequeño opúsculo Ariel, que el joven ensayista uruguayo José Enrique Rodó publicó por su cuenta en 1900. Según Carlos Altamirano, el Ariel quizá ha sido la única obra en la historia intelectual latinoamericana en alcanzar el rango de “simbolizador privilegiado” de la intelectualidad de la región (Altamirano, 2010). Al poco tiempo de estar en circulación, la obra empezó a generar impacto, sobre todo entre jóvenes intelectuales, hasta llegar a desencadenar una especie de actitud ante la existencia recogida bajo la designación arielismo:
Cierta orientación del espíritu de esos años: una actitud, también denominada idealista, de descontento frente a la unilateralidad cientificista y utilitaria de la civilización moderna, la reivindicación de la identidad latina de la cultura de las sociedades hispanoamericanas, frente a la América anglosajona, y el rechazo de la nordomanía. (Altamirano, 2010, p. 10)
Como ideas movilizadoras para la intelectualidad de las primeras décadas del siglo XX, lo señalado por Altamirano resume muy bien el ideario latinoamericanista orientador de los pensadores latinoamericanos hasta la segunda mitad de la década de 1940, cuando emergieron las visiones modernizantes del proceso social en la región. Sin tener como centro la proclama que quiso transmitir Rodó, y por la cual generó el impacto ideológico que tuvo, en el presente artículo se propone observar a través del Ariel cómo el pensamiento latinoamericano hizo un balance de la primera oleada de modernización que había dejado instalados los países de la región en los mercados internacionales. La hipótesis sostenida es que en la obra del ensayista uruguayo es posible leer los trazos de problemas sociológicos importantes, que, como principios generales, fueron recogidos por algunos pensadores de la región en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Se dejarán planteados estos problemas y apenas enunciado cómo se recogieron por parte de tres pensadores: José Carlos Mariátegui, Gilberto Freyre y Fernando Ortiz.1
El problema sociológico que aparece esbozado en el Ariel, de Rodó, apenas delineado en unos trazos muy generales, es el de la concepción de lo humano como proceso de construcción a largo plazo, que tiene como punto de inflexión el incremento de la conciencia de esa constructividad. La prolífica crítica sobre la obra del ensayista uruguayo ha encontrado en sus argumentos planteamientos afines con diversos autores que han venido después de él, influencias de autores que leyó, expresiones de la élite blanca, de la burguesía en ascenso, de aires aristocratizantes y, en fin, todo lo que se asocia a un miembro de la ciudad letrada. Aunque estas rutas han generado planteamientos interesantes, en este escrito se ha querido tomar el Ariel como un documento que recoge las elaboraciones intelectuales, no la simple expresión como se ampliará más adelante, sobre la transformación socioproductiva operada por la vinculación a los mercados internacionales como productores de materias primas de los países latinoamericanos. Tomar como documento el texto del ensayista uruguayo significa que su autor no será tenido en cuenta como una totalidad consciente2 que plasmó su pensamiento en su obra, sino que el texto será entendido como el resultado del entretejido en que se desenvolvió Rodó y, por tanto, es una ventana a través de la cual se pueden descifrar problemas que preocupaban a los latinoamericanos de su momento. Los autores que leyó, los intereses sociales y políticos que representa como individuo, las intenciones que tuvo el autor y la recepción e influencia sobre otros autores cuentan a la hora de situar a Rodó como miembro de la ciudad letrada, pero de poco sirven a la hora de entender las visiones del mundo elaboradas en la región que han contribuido a acelerar o retardar el inevitable cambio social en el que toda sociedad humana discurre.3
El Ariel, como cualquier producción de conocimiento, está necesariamente relacionado con el momento sociohistórico en el que se produce. El problema por indagar es la forma en que se relacionan, las vías y mecanismos a través de los cuales es posible comprender y explicar que una obra literaria, un ensayo, una obra de arte o una teoría científica están imbricados en el entramado social de un espacio sociogeográfico delimitado en un tiempo determinado. Desde una perspectiva sociológica, una pista que se ha tendido a seguir es la reconstrucción de las redes en las cuales se desenvolvió el autor o el creador con el supuesto de que no existe el genio individual aislado, sino que el conocimiento producido tiene que ser visto como producto de una red de interacciones. Así, los problemas abordados y la forma en la que son planteados y desarrollados por cada obra producida deben ser entendidos como el resultado de una red de personas que están enlazadas no tan solo como productores culturales, sino también como individuos en sus dimensiones políticas y afectivas.4 Otra pista que se ha seguido tiene su origen en la noción de campo de Pierre Bourdieu, desde esta mirada se ha preguntado por el momento en que las formas de producción cultural —arte, literatura, ciencia— se constituyen como campos autónomos de producción. A quienes han tomado esta ruta les ha permitido entender cuáles son las disputas que constituyen la “materia prima” que elaboran los productores culturales y, por esa vía, establecer la relación que existe entre su producción y la posición que ocupan dentro del campo en el que se desempeñan.5
Para el análisis del Ariel, se ha querido tomar una ruta diferente de las esbozadas en el párrafo anterior. A lo largo del proceso social, no solo en América Latina, sino en todas las culturas humanas, es posible constatar que los seres humanos que, en determinado momento histórico y espacial, comparten una figuración social, también comparten elementos básicos de visión del mundo que hace posible encuadrar aquello que es fundamental para su existencia social.
Autores de distinta inspiración teórica, como Reinhart Koselleck y Günter Dux, han indicado, de dos formas diferentes, que, si bien el pensamiento está situado espacial, social y temporalmente, no significa que se pueda reducir su producción a un reflejo determinado por las circunstancias en las que se genera. Koselleck, por ejemplo, mostró cómo la idea del futuro, es decir, de un tiempo lineal y no cíclico, no fue un simple desarrollo de la Ilustración, sino que se gestó en la confluencia de visiones e intereses de personas y grupos que en su momento podrían tenerse por contradictorias: Iglesia defensora de la idea del tiempo como circularidad, astrólogos, filósofos ilustrados y el naciente Estado absolutista (Koselleck, 1993). Por su parte, Dux ha dejado establecido que el pensamiento se construye como un proceso histórico y se desarrolla de acuerdo con su propia lógica en relación con las demandas del mundo natural y social. Aunque los intereses de clase o de grupos particulares, incluidos los intelectuales, están presentes en la producción y circulación de pensamiento, su generación solo es posible si hay unos mínimos compartidos por parte de quienes se disputan su hegemonía o la imponen. Históricamente, los mínimos hacen referencia al proceso de construcción de las estructuras cognitivas que hacen posible la generación de pensamiento, y que se han movido desde una “lógica subjetivista”, que concibe el mundo, natural y humano, como simple proyección de una voluntad consciente, hacia una “lógica procesual”, que busca entender el proceso evolutivo, para el mundo natural, y el proceso histórico, para el mundo humano, como el desenvolvimiento de fuerzas ciegas que no obedecen a un plan preestablecido por alguna voluntad. El paso de una “lógica subjetivista” a una “lógica procesual” no se explica por el simple despliegue de intereses de un grupo social en particular, la gestación de la idea del tiempo como futuro, por ejemplo, no se debió al plan de algún grupo social en especial, pero tampoco el decurso que ha tomado después, porque, como se sabe, el futuro ha estado en la base de proyectos de la más diversa índole ideológica en las sociedades contemporáneas. El tránsito de una lógica a la otra se explica en virtud del cambio de las estructuras cognitivas que ya ha sido ampliamente documentado tanto en su dimensión filogenética, como proceso histórico, como en su dimensión ontogenética, como proceso de cada ser humano.6
De lo planteado en el párrafo anterior, se derivan dos consecuencias importantes: por un lado, sin negar las diferencias entre los distintos grupos sociales que se disputan o buscan imponer el pensamiento que más se adecúa a sus intereses, es posible “ir detrás” de lo formulado, implícita o explícitamente, a partir de ellos; por otro lado, lo que hace posible “ir detrás” de los intereses es la constatación de que la lógica que soporta la generación de pensamiento es resultado de una construcción histórica que obedece a un proceso que no se configura al calor de la disputa por los intereses políticos y económicos. Ahora bien, decir que el desarrollo de la lógica que soporta la generación de pensamiento no está determinado por los intereses políticos y económicos no significa que estos no tengan nada que ver con su desenvolvimiento. La relación entre el desenvolvimiento de los intereses políticos y económicos y la producción de pensamiento ha sido documentada por la tradición sociológica desde los clásicos planteamientos de Marx y Engels. Sin embargo, como lo señaló Elias, desde el punto en que estos dos autores lo dejaron, en sentido estricto, no se ha tenido un real avance. En términos generales, el debate sigue partiendo del supuesto de que los intereses materiales en cualquiera de sus expresiones, sociales, políticas o económicas, serían los que explicarían el pensamiento. Scheler, Mannheim, Merton y el Programa Fuerte de la Sociología del Conocimiento, y las corrientes a las que da origen, son variantes de este planteamiento inicial. Elias escoge una ruta diferente y muestra que Marx y Engels vislumbraron que la esfera de la conciencia7 tenía autonomía y no era un simple reflejo de la esfera de lo económico. Asimismo, y esto es lo más importante, Elias indica que si Marx y Engels hicieron hincapié en la esfera de lo económico no era porque lo consideraran determinante de la conciencia, sino porque el conocimiento que existía en su momento sobre lo “material” brindaba la posibilidad de entender la regularidad que tiene su desenvolvimiento. No ocurría lo mismo con el estado del conocimiento de cómo se desenvolvía históricamente la conciencia, apenas se intuía su existencia como una esfera que también tiene regularidades en su desarrollo. El estado en que se encontraba el conocimiento de una y otra esfera es lo que explica para Elias la cambiante relación de determinación entre la conciencia y lo económico que se puede encontrar en algunos pasajes de obras de Marx y Engels (Elias, 2009).
Para Elias, el avance respecto del punto en que Marx y Engels dejaron la discusión requiere, antes que nada, entender cómo la conciencia tiene regularidades en su desarrollo que no pueden ser reducidas a las presentadas en la esfera de los intereses (económicos, políticos, sociales). En este sentido, consideró Elias que su propio trabajo contribuía a este avance en la medida en que mostró que existía un proceso de desarrollo de las estructuras emotivas y que era posible seguirlo en su propia lógica sin tener que reducirlo a ninguna esfera en particular. Por su parte, Günter Dux ha indicado que la relación entre los intereses y el pensamiento se puede entender históricamente como resultado del incremento de la reflexividad del ser humano sobre los medios disponibles para su supervivencia. Es posible constatar que el incremento de la densidad de las interdependencias entre los seres humanos lleva a que las posibilidades de generar los medios de supervivencia dependan más de las formas de organización social que se van configurando y menos del medio físico. En las sociedades primigenias, aquellas que están expuestas directamente a los medios físicos de supervivencia, la presión por generar elaboraciones sobre la situación humana proviene principalmente de la “naturaleza no humana”; en las sociedades contemporáneas la presión proviene, en lo fundamental, de la organización social. La organización social de los “intereses materiales” opera como condición de posibilidad para la producción de conocimiento, no como determinante; en este sentido, el incremento de la reflexividad en las sociedades modernas es la respuesta a una compleja construcción social que ha ampliado la cadena de mediaciones entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza. La reflexividad no necesariamente se da hacia una conciencia de la propia constructividad del ser humano; esto es, la ampliación del rango de distanciamiento para entender que en las sociedades contemporáneas el bienestar o el malestar depende, en buena medida, de lo que los seres humanos mismos han creado. No existe una relación de determinación entre el incremento de la constructividad humana, mayor complejidad de la organización social y la conciencia de esa constructividad, comprensión que conduce a entender que, en las sociedades contemporáneas, los males y bienes provienen de la organización social que se ha construido. Luego de esta sucinta reflexión sobre la relación entre los intereses materiales y la conciencia, se puede volver a la situación latinoamericana de finales del siglo XIX, escenario en el que se produjo el Ariel, de Rodó.
Al detenerse en las reconstrucciones sobre lo ocurrido en América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX, se evidencia una región en la que la gran mayoría de los países “habían encontrado” uno o dos productos, con bajos niveles de trabajo incorporado, que ingleses, franceses y alemanes, principalmente, empezaron a comprar con regularidad. Se operó de esta manera la vinculación de las sociedades latinoamericanas al capitalismo internacional, de la mano de las élites instaladas en el poder luego de las luchas más o menos violentas, dependiendo de cada país, del periodo posindependencia. Por supuesto, la movilización de productos para venderles a los europeos también era la de personas, de dispositivos de poder, de “naturaleza no humana”, de símbolos y, en general, de todos los recursos de organización social con los que se contaba. Si bien es cierto que esta movilización no tuvo un impacto uniforme a lo largo y ancho de la estructura social de los países latinoamericanos, sí implicó la transformación de las formas organizativas heredadas de la Colonia. La vinculación como vendedores de productos con bajo trabajo incorporado configuró el take off del capitalismo de los países latinoamericanos y marcó el derrotero dependiente que ha sido ampliamente documentado por la historiografía y las ciencias sociales latinoamericanas. El resultado de las transformaciones operadas en la organización social de América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX puede ser sintetizado, utilizando el sentido y la expresión acuñada por Tulio Halperin Dongui, como la “madurez del pacto neocolonial” (Halperin, 2005), lo cual significa, en otros términos, que los intereses económicos, políticos y sociales jalonados por las élites latinoamericanas configuraron una forma dependiente del desarrollo del capitalismo en estos países que terminaron por constituir un “capitalismo a la latinoamericana”.
La forma como despegó el capitalismo en América Latina y la consecuente configuración socioproductiva y política constituyeron el desafío al cual se enfrentó el pensamiento latinoamericano de comienzos del siglo XX. Así como la organización social generada tenía un “sello latinoamericano” y no fue el traslado de la forma organizativa del capitalismo europeo a la región, también la respuesta dada por quienes se ocuparon de hacer la reflexión sobre ella produjo un pensamiento que no fue simple réplica del europeo. Sin embargo, hasta su carácter de no réplica llega la semejanza, porque en la esfera del pensamiento hubo, por lo menos, el intento de hacer una elaboración de lo ocurrido respecto de ser una región enfrentada a dar cuenta de sí misma. Por esta vía se puede empezar a entender cómo al final del siglo XIX surge desde la región un movimiento como el modernismo que tuvo reconocimiento más allá de las fronteras regionales. Los intelectuales latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX desarrollaron su obra en medio de unas sociedades, cuyas élites se vieron abocadas a un balance de las transformaciones socioproductivas y políticas que habían realizado por su cuenta, pero en estrecha dependencia con los parámetros europeos. Si, como ha indicado Leopoldo Zea, el positivismo fue el instrumento del cual se valieron las élites de final del siglo XIX para adelantar su proyecto modernizador, el americanismo fue la “forma de pensamiento” de la cual intentaron “echar mano” para tomar las riendas de las sociedades latinoamericanas. En este sentido, el Ariel, de Rodó, es una especie de boceto del americanismo en el que quedaron expuestas ideas que por el momento histórico terminaron teniendo “aire de familia”, con pensares y sentires que recorrían la región en la primera mitad del siglo XX y que fueron la materia prima para las elaboraciones intelectuales del periodo.
Bolívar, en la Carta de Jamaica, “echando una ojeada al pasado” para “presentir la suerte futura del Nuevo Mundo”, dejó planteado un problema sobre el cual ha vuelto una y otra vez el pensamiento social latinoamericano. Se preguntaba cuál era el camino que había que tomar en una región donde sus habitantes no eran ni europeos, ni africanos, ni indígenas, y llegaba a la conclusión: “Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos” (Bolívar, 2009, p. 129). Dejó así planteado el interrogante ¿quiénes somos?, del que se va a ocupar el pensamiento social latinoamericano con más intensidad durante periodos en que la región se ha replegado sobre sí misma, en respuesta al agotamiento de oleadas de modernización.
De acuerdo con el filósofo y ensayista chileno Eduardo Devés Valdés, históricamente el pensamiento social latinoamericano se ha movido a través de oleadas en las que en unos momentos predomina lo que él llama lo identitario, y en otros lo modernizador. Para el pensador chileno, en los periodos en los que es prevalente lo identitario, el pensamiento producido se caracteriza por la reivindicación y defensa de lo americano, de lo latino, de lo indígena, de lo propio; la valoración de lo cultural, lo artístico, lo humanista en desmedro de lo tecnológico (sea por olvido o por desprecio); el no intervencionismo de los países más desarrollados en América Latina, la reivindicación de la “independencia” y de la “liberación”; la acentuación de la justicia, de la igualdad, de la libertad; la reivindicación de una manera peculiar de ser, distinta de la de los países más desarrollados, en la cultura y en el tiempo propios; el énfasis en el encuentro consigo mismo, con el país, con el continente (Devés, 2001). Los ciclos modernizadores, por el contrario, predominan: el afán de seguir el ejemplo de los países más desarrollados, acentuación de lo tecnológico y lo mecánico en desmedro de lo cultural, lo artístico y lo humanista; la convicción de que son los países más desarrollados o sus habitantes quienes pueden en mejor forma promover la modernización de nuestros países y, por ello, se propician formas de intervencionismo o de radicación de ciudadanos de dichos países para que importen con ellos sus pautas culturales; el énfasis en ponerse al día y la apertura al mundo; el desprecio de lo popular, lo indígena, lo latino, lo hispánico, lo latinoamericano; y el énfasis en la eficiencia, la productividad, en desmedro de la justicia y la igualdad (Devés, 2001).
Para Devés Valdés, el Ariel, de Rodó, es la ruptura del periodo modernizador de final del siglo XIX, cuya expresión fue el positivismo, e inicio de un ciclo identitario que predomina entre 1910 y 1940. En principio, se puede estar de acuerdo con Devés en que la obra del ensayista uruguayo significa un cambio de rumbo en el pensamiento social latinoamericano y la inauguración de una etapa, en la que se va a expresar lo que por el momento se pueden llamar reivindicaciones identitarias. Sin embargo, en el Ariel “la reivindicación y defensa de lo americano, de lo latino, de lo indígena, de lo propio” no se hace mediante la exaltación de una especificidad que se contraponga, bien a una pretensión de universalidad, proveniente de Europa o los Estados Unidos, bien a otras especificidades. En términos contemporáneos, no es una reivindicación de lo local como resistencia a imposiciones hegemónicas con pretensiones de universalidad.8
Desde su publicación, el Ariel ha sido tomado como una proclama que se introduce dentro de una genealogía intelectual a conveniencia de la interpretación que se haga del proceso social latinoamericano durante el siglo XX. Para quienes la influencia de los Estados Unidos, o como lo prefieren denominar: la dominación imperialista estadounidense, es uno de los ejes que explican la precaria situación de la inmensa mayoría de la población en América Latina, ven en la crítica de Rodó a la nordomanía un arquetipo de “un planteo antiyanqui” (Fernández Retamar, 2006). Aquellos que piensan que a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX hubo unos pensadores que tuvieron la capacidad de prefigurar la organización social latinoamericana del siglo XX tienen en el Ariel tal vez el principal modelo. Se ve en la obra de Rodó el discurso hegemónico de las élites latinoamericanas que contribuyeron a configurar una sociedad excluyente (Jáuregui, 2004).
En la comprensión de la figura misma del Ariel es donde se puede observar con más claridad la genealogía intelectual en la cual se ha incluido la obra de Rodó. En su ensayo, el pensador uruguayo utiliza las figuras shakesperianas de Próspero, Ariel y Calibán, personajes de La tempestad, para hacer su reflexión sobre el momento histórico. Próspero es el “viejo y venerado maestro” que diserta en la “sala amplia de estudio” frente a sus jóvenes discípulos, luego de un año de tareas, en presencia de un “bronce primoroso” del
Ariel, genio del aire, [que] representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte alada y noble del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida. (Rodó, 1993, p. 3)
En 1971, Roberto Fernández Retamar proclamaba: “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán” (2006, p. 31). En la genealogía del ensayista cubano en la década de 1960, se da una inversión de la simbología y Calibán pasa a significar el otro, el que no encaja dentro de la tradición occidental, que es como se quiere pensar América Latina. Ariel pasa a representar el intelectual de cuño renacentista que se proclama desinteresado, pero que finalmente está al servicio del orden constituido y, por tanto, es esclavo. Para Fernández Retamar, la verdadera simbología queda organizada de la siguiente manera:
Asumir nuestra condición Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista. El otro protagonista de La tempestad no es Ariel, sino Próspero. No hay verdadera polaridad Ariel-Calibán: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero. Sólo que Calibán es el rudo e inconquistable dueño de la isla, mientras que Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella […] el intelectual. (2006, p. 37)
El filósofo colombiano Rafael Gutiérrez Girardot considera que, salvo Pedro Henríquez Ureña, “no hubo un solo pensador hispanoamericano que desarrollara lo que sembró Rodó”9 (2006, p. 160). Las razones para Gutiérrez son fundamentalmente tres: primero, el dogmatismo del siglo XX, que enmascarado en una pretensión de transformación profunda no puede comprender un pensamiento que le apuesta a la comprensión de largo aliento; segundo, las apreciaciones de pensadores, como Rodó, “han sido víctimas de esa sorprendente inquisición moderna que reprocha al pasado (el modernismo, el positivismo) el no haber sido el futuro vago que ella preconiza y del que vive” (Gutiérrez Girardot, 2006, p. 139); y tercero,
cuando llegó la hora de la “normalización filosófica” (Francisco Romero) en Hispanoamérica, quienes la introdujeron no supieron fructificar lo propio con lo ajeno y controlar éste con aquél, de modo que la lección de Rodó y sus planteamientos intelectuales cayeron en el olvido o se los consideró como simple literatura. (2006, p. 160)
La mirada de Gutiérrez Girardot es sugerente, porque saca la obra de Rodó del foco de ser prefigurador del proceso social latinoamericano o de corrientes de pensamiento a lo largo del siglo XX y obliga a ubicar el Ariel en el entramado social de su momento histórico, para comprender cómo una obra, que tuvo un reconocido impacto en el pensamiento latinoamericano de la primera mitad del siglo pasado, es indicio de cuáles fueron los problemas elaborados como respuesta a los cambios sucedidos a causa del despegue del capitalismo en la región.
Se indicaba atrás que, en principio, hay similitud entre la “originalidad” del capitalismo latinoamericano y la respuesta elaborada por intelectuales latinoamericanos de final del siglo XIX. Tal vez la conexión entre la situación socioproductiva y política de la región y el pensamiento que se produjo sea las profundas contradicciones que encierra cada una de estas esferas. La vinculación a través de productos con baja cantidad de trabajo incorporado no conllevó una transformación radical de las estructuras de poder que posibilitara una amplia movilización social; o para decirlo en lenguaje clásico, el nacimiento del capitalismo en América Latina no estuvo acompañado de una revolución burguesa, sino que, en algunos países más que en otros, repotenció relaciones estamentales que generaron exclusión subordinada de amplias capas de población.10 Cuando se observa el Ariel, se podría llegar fácilmente a la conclusión de que es un simple reflejo de la situación socioproductiva y política esbozada para las sociedades latinoamericanas de comienzos del siglo pasado. Está escrito en el lenguaje finisecular latinoamericano que se expresa a través de figuras clásicas, sobre todo de tradición europea occidental, y tiene el “aire de familia” del pensamiento decadente que veía en las muchedumbres la amenaza de los “grandes valores” de la “humanidad”, que no había conseguido terminar de arrasar el utilitarismo engendrado por el capitalismo. Sin embargo, también se respira un optimismo por el futuro de América Latina, se confía en que la ciencia y la democracia permitirán a la región alcanzar el ideal del Ariel. Esta contradicción, lejos de ser un simple reflejo de las condiciones de su momento, es la expresión de los dilemas a los que se enfrentaba una región que no estaba pudiendo desplegar con la misma intensidad que Europa y los Estados Unidos las fuerzas que desencadenaron las transformaciones socioproductivas. Además, es la lectura de un momento del proceso histórico en el que en la misma Europa se sentía que el proyecto ilustrado tenía limitaciones que no le permitían cumplir las promesas de bienestar universal (Burrow, 2001). Asimismo, hacía parte de ese momento el ya evidente despliegue de la sociedad estadounidense como abanderada de la segunda revolución industrial, y que llevaría al espíritu del capitalismo a desprenderse definitivamente del aura religiosa que Weber analizaría en Ética protestante y espíritu del capitalismo, dejando al desnudo el espíritu utilitario.
Su carácter contradictorio no es posible reducirlo a un ideario de la naciente burguesía latinoamericana ni a las aspiraciones de un sector tradicionalista de las élites que se negaban a abandonar privilegios de filiación aristocrática. Antes, por el contrario, el Ariel puede ser tomado como una crítica a la burguesía en ascenso y a los sectores de las élites tradicionales, que no estaban siendo capaces de construir una nueva visión del mundo y se aferraban a un pasado que no tenía fundamento. A los primeros les critica su nordomanía y a los segundos, su restringida idea de democracia y su precaria comprensión de la ciencia.
A través del Ariel, Rodó realizó la lectura de su momento histórico; no es la simple añoranza romántica de un pasado que se está viendo amenazado por grupos, fuerzas o entelequias, pero tampoco es un programa de acción para algún grupo en especial. Es, más bien, el insumo, por negación, para construir su visión de una América Latina que diera un salto cualitativo e hiciera, así, su contribución al proceso de desarrollo de la humanidad. La lectura de Rodó es una excepción dentro de las principales corrientes de pensamiento en América Latina; para el pensador uruguayo la transformación del presente y la construcción del futuro no se hacía teniendo como modelo una sociedad realmente existente, ni en el pasado ni en el presente. Los cambios del presente y el futuro se hacían comprendiendo el pasado por parte de unos individuos no atados al accionar instrumental, sino dispuestos a desarrollar toda su humanidad. La búsqueda de Rodó era la construcción de una visión del mundo que superara la encrucijada en la que había caído el proyecto ilustrado europeo, cuya expresión deformada, pero con tendencia dominante, se estaba desarrollando en los Estados Unidos. Gutiérrez Girardot captó una buena parte de esta dimensión cuando, al ir finalizando su ensayo sobre Rodó, señala:
Su pasión americana no solamente “hispanoamericanizó” el modernismo, ni solamente lo culminó con su ensayo que equilibra la belleza con la moral y con el pensamiento, sino que señaló caminos concretos para llegar a la gran meta de la “Magna Patria”: el dominio de la ciencia mediante el pensamiento libre, la perfección moral de sí mismo, la esperanza y el amor. (Gutiérrez Girardot, 2006, p. 162)
En el momento histórico de Rodó no existía la “Magna Patria”, la ciencia marcaba el ritmo y, a su vez, se desarrollaba al compás de la “segunda revolución industrial”, cuya patria era el utilitarismo estadounidense. Patria de la que Weber, sin el optimismo de Rodó, diría cinco años después:
En el país donde tuvo mayor arraigo, los Estados Unidos de América del Norte, el afán de lucro, ya hoy exento de su sentido ético-religioso, propende a asociarse con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un carácter en todo semejante al de un deporte. Nadie sabe quién ocupará en el futuro la jaula de hierro, y si al término de ese monstruoso desarrollo surgirán nuevos profetas y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales, o si por el contrario, lo envolverá toda una ola de petrificación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos. En este caso, los “últimos hombres” de esta fase de la civilización podrán aplicarse esta frase: “Especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente”. (2008, p. 287)11
Si bien el diagnóstico de Rodó había sido similar, la respuesta que dio no está dada desde la vieja Europa, sino desde la que él gustaba considerar joven América, y por eso destila optimismo al decir:
En tal sentido, se ha dicho bien que hay pesimismos que tienen la significación de un optimismo paradójico. Muy lejos de suponer la renuncia y la condenación de la existencia, ellos propagan, con su descontento de lo actual, la necesidad de renovarla. Lo que a la humanidad importa salvar contra toda negación pesimista, es, no tanto la idea de la relativa bondad de lo presente, sino la posibilidad de llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres. La fe en el porvenir, la confianza en la eficacia del esfuerzo humano, son el antecedente necesario de toda acción energética y de todo propósito fecundo. Tal es la razón por la que he querido comenzar encareciéndoos la inmortal excelencia de esa fe que, siendo en la juventud un instinto, no debe necesitar seros impuesta por ninguna enseñanza, puesto que la encontrareis indefectiblemente dejando actuar en el fondo de vuestro ser la sugestión divina de la Naturaleza. (1993, p. 9)
El optimismo paradójico del que habla Rodó es la mejor expresión de lo contradictorio que, en un primer momento, se puede encontrar en el pensamiento latinoamericano de final del siglo XIX y comienzos del XX.12 Sin embargo, en esa “contradicción” es donde radica la riqueza de la lectura del momento histórico que se puede observar a través de la obra de Rodó: no es la del decadentismo y el pesimismo europeo del momento, sino el esbozo de una potente creatividad que entiende que lo humano es resultado de un proceso de largo aliento y que no es posible atarse a un presente para medir lo que fue y lo que vendrá. Esta “visión a largo plazo” permite salirse de una búsqueda esencialista y no caer en el pesimismo del final de los días de Bolívar, cuando se preguntaba por quiénes somos, de los positivistas o de los frustrados modernizadores del siglo XX. No obstante, también da una salida para no desembocar en el optimismo ingenuo de quienes buscan en rasgos locales la fuente de salvación frente a una modernidad-modernización que se considera la fuente de todos los males.
En su visión a largo plazo, la que va a llevar a Rodó a la Antigüedad, no elige las sociedades europea o estadounidense como modelos, antes, por el contrario, las ve como estadios que hay que superar. Al igual que los pensadores del Renacimiento europeo, recurre a la Antigüedad griega para repensar el presente y el futuro. Este recurso podría ser interpretado como un dejo aristocratizante mediante el cual se deja traslucir una mirada conservadora de parte de alguien que se está dirigiendo a una élite. No obstante, si la explicación de este recurso se hace teniendo en cuenta cuál es el objetivo perseguido por Rodó, el sentido cambia radicalmente. De los griegos retoma lo que él considera el “florecimiento de la plenitud de nuestra naturaleza”, resultado de la “eterna juventud” griega. De esta plenitud “nacieron el arte, la filosofía, el pensamiento libre, la curiosidad de la investigación, la conciencia de la dignidad humana, todos esos estímulos de Dios que son aún nuestra inspiración y nuestro orgullo” (Rodó, 1993, p. 6). La “conciencia de la dignidad humana”, que es el rasgo que interesa destacar aquí del rescate que hace Rodó de la Grecia antigua, está relacionada a lo largo del Ariel con el papel activo del individuo en la construcción de sí mismo y, por tanto, de la sociedad.
De la Antigüedad griega retoma Rodó que el ser humano es sujeto activo de la construcción del mundo social. No la busca en el ideal ilustrado, porque considera que no se trata del simple uso de la razón, vacía de contenido, la que va a permitir dar el salto cualitativo que juzga se requiere para salir de la encrucijada a la que llegó la modernidad europea occidental. La razón ilustrada aparece vacía de contenido, porque hizo una escisión en el ser humano entre conciencia y obligación, que, a su vez, se tradujo en la separación de verdad, belleza y bondad. Para Rodó, esta separación está consagrada en el mismo Kant. Dice en un pasaje del Ariel:
Cuando la severidad estoica de Kant inspira, simbolizando el espíritu de ética, las austeras palabras “Dormía, y soñé que la vida era belleza; desperté, y advertí que ella es deber”, desconoce que, si el deber es la realidad suprema, en ella puede hallar realidad el objeto de su sueño, porque la conciencia del deber le dará, con la visión clara de lo bueno, la complacencia de lo hermoso. (1993, p. 18)
Ir a la Antigüedad no es un simple recurso de un escritor que ha sido calificado de “idealista”, por su crítica al utilitarismo del siglo XIX, sino que tiene todo el sentido de quien observa con claridad que, en la construcción del ser humano, han existido puntos de quiebre significativos que es necesario repensar para adquirir perspectiva frente a una construcción de futuro. La socióloga mexicana Laura Ibarra ha señalado cómo en la Grecia antigua “se adquiere la conciencia de que el orden en el mundo es un orden sobre el que se puede disponer” (2011, p. 172). La remontada más allá de la Ilustración le sirve para pensar no solo América Latina, sino repensar la misma tradición europea occidental. Un “individuo activo” en vez de un “individuo ilustrado” es lo que permite a Rodó concebir un proceso social abierto que se va configurando a la par que se van haciendo quienes lo conforman, y no un proceso con una razón ilustrada como meta predeterminada y que los individuos con valor deben alcanzar para llegar a la mayoría de edad, como en el ideal kantiano. En esta medida, ni Europa ni los Estados Unidos son puntos por alcanzar, a lo sumo como cualquier logro humano, referencias por las que hay que pasar para seguir de largo.
La idea de que del orden del mundo social se puede disponer en pleno sentido, y no en el restringido de la Ilustración que Rodó ve a través de Kant, es la que sustenta su concepción del papel activo del individuo en el proceso social y su recurso a la juventud como fundamento de transformación. Sobre la dedicatoria que tiene el Ariel, “A la juventud de América”, se pueden hacer distintas interpretaciones: que está dirigido a una generación en especial (Gutiérrez Girardot, 2006; Alvarado, 2003), que es el uso de un símbolo de una “renovación apocalíptica” al estilo de las que se dieron a lo largo del siglo XIX en Europa (Burrow, 2001). Sin embargo, en clave de entender el papel activo del individuo, un camino más adecuado es atenerse a la misma simbología de Rodó: “Yo os digo con Renán: ‘La juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida’”.
A través de la figura de la juventud, como disposición frente a la vida, es que Rodó plantea que el individuo es sujeto activo en el proceso social. No hay en el Ariel “esencialismos”, el futuro es abierto a la construcción por parte de individuos que, si bien pueden estar atados a una tradición, no significa una determinación absoluta. En su pensamiento hay claridad sobre que en la sociedad humana no había una determinación ni intrínseca ni extrínseca, y, en este sentido, los cursos de acción no estaban predeterminados. En un pasaje del Ariel, se lee:
Sed, pues, conscientes poseedores de la fuerza bendita que lleváis dentro de vosotros mismos. No creáis, sin embargo, que ella esté exenta de malograrse y desvanecerse, como un impulso sin objeto, en la realidad. De la Naturaleza es la dádiva del precioso tesoro; pero es de las ideas, que él sea fecundo, o se prodigue vanamente, o fraccionando y disperso en las conciencias personales, no se manifieste en la vida de las sociedades humanas como fuerza bienhechora. (Rodó, 1993, p. 7)
A renglón seguido, recurriendo a la Antigüedad griega, se pregunta Rodó:
¿No nos será lícito, a lo menos, soñar con la aparición de generaciones humanas que devuelvan a la vida un sentimiento ideal, un grande entusiasmo; en las que sea un poder el sentimiento; en las que una vigorosa resurrección de las energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del fondo de las almas, todas las cobardías morales que se nutren a los pechos de la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una realidad de la vida colectiva, como lo es de la vida individual? (1993, p. 8)
El acento en el individuo no aparece en Rodó como simple ingenuidad voluntarista. La educación, espacio privilegiado para el ensayista uruguayo en la construcción del futuro, era necesario hacerla en relación con otros y en la confrontación permanente. “Ninguna firme educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento candoroso o en la ignorancia voluntaria” (1993, p. 9). No se trata de individuos que mediante su acción prefiguren el mundo social futuro, sino del lento proceso de transformación que se opera a través de la educación. Por esto, el Próspero del Ariel hablando de la humanidad del futuro les dice a sus discípulos:
No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del futuro, hay también palmas para el recuerdo de los precursores. Edgar Quinet, que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la historia y la naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano, de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización, suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las sociedades al de las especies proféticas de que a propósito de la evolución biológica habla Héer. El tipo nuevo empieza por significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan más tarde en “variedad”; y por último, la variedad encuentra para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico: entonces —digámoslo con las palabras de Quinet— el grupo se hace muchedumbre, y reina. (1993, p. 50)
Asimismo, para no generar la ilusión de que una acción bien intencionada de individuos genera de inmediato las transformaciones que se desean, Próspero les dice a sus discípulos:
Acaso sea atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan continuo y dichoso de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las condiciones de la vida intelectual, desde la insipiencia en que las tenemos ahora, a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine. Pero, donde no cabe la transformación total, cabe el progreso; y aun cuando supierais que las primicias del suelo penosamente trabajado, no habrían de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si sois generosos, si sois fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la que se niega en lo presente no ya la compensación del lauro y el honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y el término seguro. (1993, p. 52)
En conexión con el activo papel del individuo en el proceso social, está la crítica que hace Rodó del utilitarismo. En esta forma de ver y hacer el mundo, ve apenas un estadio en el curso de construir un ser humano apropiado de todo su ser, como era su utopía. La crítica de Rodó al utilitarismo no es la de cuño conservador que se hiciera, por ejemplo, en Colombia, en la que se lamentaba una reducción de lo humano a un sensualismo superficial y, ante todo, anticatólico (Parra, 2002). El utilitarismo en el Ariel es objeto de crítica, porque no le permite al ser humano desarrollar plenamente todas sus capacidades, lo limita a lo presente e inmediato y no le deja visualizar un futuro que no esté atado a la acción presente. Esta crítica la enlaza Rodó al propósito que para él debe tener la educación: no es la preparación para el presente, para las demandas del mercado se diría hoy, sino para el porvenir, es decir, para lo que está por construirse como superación del presente. La educación para el hoy está soportada en un concepto “falsísimo y vulgarizado” que
la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por medio de ese utilitarismo y de una especialización prematura, la integridad natural de los espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza todo elemento desinteresado e ideal, no repara suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos que, incapaces de considerar más que el único aspecto de la realidad con que estén inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras manifestaciones de la vida. (Rodó, 1993, p. 11)
La queja contra el utilitarismo de la fragmentación del ser humano no estaba inspirada en una nostalgia por una totalidad perdida por culpa del desarrollo moderno. Antes, por el contrario, reconoce en el utilitarismo un paso adelante en el proceso humano, porque ha permitido el incremento del control de las fuerzas de la naturaleza, y que en un futuro puede ser posible reconciliar con la totalidad del ser humano. En palabras de Rodó:
La inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro siglo, en nombre del ideal, y con riesgos de anatema, se funda, en parte, sobre el desconocimiento de que sus tiránicos esfuerzos por la subordinación de las fuerzas de la naturaleza a la voluntad humana y por la extensión del bienestar material, son un trabajo necesario que preparará, como el laborioso enriquecimiento de una tierra agotada, la florescencia de idealismos futuros. La transitoria predominancia de esa función de utilidad que ha absorbido a la vida agitada y febril de estos cien años sus más potentes energías, explica, sin embargo, ya que no las justifique, muchas nostalgias dolorosas, muchos descontentos y agravios de la inteligencia, que se traducen, bien por una melancólica y exaltada idealización del pasado, bien por una desesperanza cruel del porvenir. Hay, por ello, un fecundísimo, un bienaventurado pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones, entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau, que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas, y que han invertido de esa obra bendita estos tesoros de amor con genio. [El subrayado es mío] (1993, p. 23)
La superación del utilitarismo conduciría a un ser humano con capacidad de explorar todas las áreas se su propia construcción. En su tono de optimismo paradójico, por ser expresado a partir de la crítica a un momento que a la vez que se consideraba nefasto se tenía la esperanza que era la base de la futura sociedad, Rodó se expresa prácticamente en los mismos términos que usara medio siglo antes otro optimista paradójico. Dice Rodó:
Los unos seréis hombres de ciencia; los otros seréis hombres de arte; los otros hombres de acción. Pero por encima de los afectos que hayan de vincularos individualmente a distintas aplicaciones y distintos modos de la vida, debe velar, en lo íntimo de vuestra alma, la conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada y ningún alto interés de todos pierda su virtud comunicativa. Antes que las modificaciones de profesión y de cultura está el cumplimiento del destino común de los seres racionales. “Hay una profesión universal, que es la de hombre”, ha dicho admirablemente Guyau. Y Renán, recordando, a propósito de las civilizaciones desequilibradas y parciales, que el fin de la criatura humana no puede ser exclusivamente saber, ni sentir, ni imaginar, sino ser real y enteramente humana, define el ideal de perfección a que ella debe encaminar sus energías como la posibilidad de ofrecer en un tipo individual un cuadro abreviado de la especie. (1993, p. 10)
Marx, el otro optimista paradójico, dijo medio siglo antes en la Ideología alemana:
En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos. (1973, p. 34)
Para entender un poco más la visión que tenía Rodó sobre el utilitarismo, vale la pena detenerse un momento y hacer la comparación con las reflexiones citadas de Weber y Marx.13 En la cita de Weber, se evidencia cómo ante una misma situación —el utilitarismo de la sociedad estadounidense al desnudo— la elaboración de Rodó es totalmente diferente de la del sociólogo alemán. La cita de Marx, por lo contrario, muestra una afinidad entre Rodó y el pensador alemán. La comparación entre las dos citas y la elaboración de Rodó permite destacar tres aspectos importantes. Primero, la lectura hecha por Rodó de su momento histórico no es un simple reflejo de la situación material, sino la elaboración de un individuo que logra vislumbrar la constructividad del proceso social. La reflexión weberiana es fruto de su visión pesimista de la modernidad, que a su vez está arraigada en una concepción “ingenuamente evolutiva” del proceso social, muy en la tónica de final del siglo XIX europeo, que ubica en línea ineluctable de desenvolvimiento la sociedad estadounidense, concebida como extensión de la sociedad europea, como cabeza de la historia de la humanidad. Aunque Rodó también entiende la sociedad estadounidense como prolongación de la europea, se diferencia del planteamiento de Weber en el sentido de no concebir la ruta estadounidense como inevitable destino de la humanidad. Segundo, para Rodó el gran problema que se tenía en ese momento era la consagración del utilitarismo como principio absoluto de desarrollo, es decir, sin posibilidades de concebirlo como construcción humana y, por tanto, evitable. La amenaza que veía el pensador uruguayo en los Estados Unidos no era el poder que podía desplegar su organización social sobre América Latina, sino el espíritu utilitarista que la soportaba y ya había permeado, por lo menos, a las élites latinoamericanas.14 Tercero, la reflexión sobre el utilitarismo en América Latina que se puede leer en Rodó constituyó, al igual que la europea, un balance de lo ocurrido con el desarrollo del capitalismo como forma de organización social. El optimismo paradójico que emparenta a Rodó con Marx tiene su base en que en los dos hay una concepción a largo plazo del proceso social que les permite entender el presente como un momento del desarrollo histórico, así como una visión del ser humano como productor de sí mismo; aunque el pensador uruguayo es más consecuente con su concepción de proceso en la medida en que el futuro lo entiende abierto y no predeterminado por ningún sujeto individual o colectivo.
¿De qué naturaleza es la superación del utilitarismo que Rodó dejó planteada en su Ariel? Como ya se anotó, la crítica al utilitarismo no se hace desde una añoranza romántica de un pasado mejor o de la sensación de amenaza de algo que se considera sagrado. No se trata de una vuelta al pasado, de la recuperación de “valores perdidos” que en algún tiempo pudieron encarnar el ideal de un ser humano en la plenitud de su ser. Asimismo, tampoco se puede decir que es la respuesta de un “idealista” (Fernández Retamar, 2006) al avance de un materialismo que no había tenido la capacidad de generar “ideales sublimes”, y que, por tanto, hería la sensibilidad de un miembro de la ciudad letrada (Rama, 2004), lo cual para algunos críticos de Rodó habría alimentado tendencias conservadoras en América Latina, que leyeron en la referencia a ideales aristocráticos una invitación a la conservación de ideales de rancias élites latinoamericanas. O también, como lo señala Fernández Retamar, es el idealismo del intelectual que se siente iluminado y llamado a conducir las muchedumbres ignorantes sin conocerlas realmente.
Frente a estas interpretaciones, se puede destacar que para Rodó la superación del utilitarismo pasaba por un salto cualitativo en la forma en que los seres humanos tienen organizado el mundo. La civilización para el pensador uruguayo no se definía por la riqueza material, “sino de las superiores maneras de pensar y de sentir que dentro de ella son posibles” (1993, p. 24). Aunque en principio esto pueda aparecer como un argumento típicamente idealista, ubicado en la mecánica división factores materiales-factores ideales, cambia de sentido si se entiende que, en la esfera de la conciencia, otra manera de nombrar los modos de pensar y sentir también opera un proceso de acumulación que no es simple reflejo de la acumulación de riqueza, entonces, que Rodó considere que la acumulación de bienes materiales no es lo único que distingue una sociedad no puede ser tomado como el argumento de un “idealista”.
La crítica que hace Rodó al utilitarismo la hace en cuanto es una forma de pensar y sentir que está atada a la acción, que se deriva en ver y concebir el mundo social como una proyección de la forma de actuar en el presente. Como parte de su crítica al utilitarismo, viene la de la nordomanía, donde expresa una frase ya célebre sobre los Estados Unidos: “Y por mi parte, ya veis que, aunque no les amo, les admiro”. En una de las varias descripciones que hace de este país dice:
En el principio la acción era. Con estas célebres palabras del Fausto podría empezar un futuro historiador de la poderosa república, el Génesis, aún no concluido, de su existencia nacional. Su genio podría definirse, como el universo de los dinamistas, la fuerza en movimiento. Tiene, ante todo y sobre todo, la capacidad, el entusiasmo, la vocación dichosa de la acción. La voluntad es el cincel que ha esculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y la audacia. Su historia es, toda ella, el arrebato de una actividad viril. Su personaje representativo se llama Yo quiero, como el “superhombre” de Nietzsche. (1993, p. 38)
Como se dejó establecido atrás, respecto del proceso que el ser humano ha venido haciéndose a sí mismo, se ha podido constatar empíricamente que la modernidad implicó un cambio en las formas de pensar y de sentir, se pasó de una lógica centrada en el sujeto, que veía el mundo como resultado de su propia acción, a una donde se buscan las causas como resultado de la propia lógica de los procesos naturales y sociales, y no como respuesta a una acción humana (Ibarra, 2005). El utilitarismo estadounidense para Rodó era una forma de pensar y sentir que ve el mundo desde el “yo quiero”, es decir, está atado a una “lógica subjetivista”. Ampliando lo que está entendiendo por una cultura hija del “yo quiero”, se lee en el Ariel:
Diríase que el positivismo genial de la Metrópoli ha sufrido, al transmitirse a sus emancipados hijos de América, una destilación que le priva de todos los elementos de idealidad que le templaban, reduciéndole, en realidad, a la crudeza que, en las exageraciones de la pasión o de la sátira, ha podido atribuirse al positivismo de Inglaterra. El espíritu inglés, bajo la áspera corteza de utilitarismo, bajo la indiferencia mercantil, bajo la severidad puritana, esconde, a no dudarlo, una virtualidad poética escogida, y un profundo venero de sensibilidad, el cual revela, en sentir de Taine, que el fondo primitivo, el fondo germánico de aquella raza, modificada luego por la presión de la conquista y por el hábito de la actividad comercial, fue una extraordinaria exaltación del sentimiento. El espíritu americano no ha recibido en herencia ese instinto poético ancestral, que brota, como surgente límpida, del seno de la roca británica, cuando es el Moisés de un arte delicado quien la toca. (1993, p. 39)
Cuando va finalizando el Ariel, Rodó expresa con sorprendente claridad lo que podría tenerse por una caracterización del salto cualitativo que él pensaba se requería dar frente al utilitarismo.
Hubo en la antigüedad altares para los “dioses ignorados”. Consagrad una parte de vuestra alma al porvenir desconocido. A medida que las sociedades avanzan, el pensamiento del porvenir entra por mayor parte como uno de los factores de su evolución y una de las inspiraciones de sus obras. Desde la imprevisión oscura del salvaje, que sólo divisa del futuro lo que falta para terminar de cada período de sol y no concibe cómo los días que vendrán pueden ser gobernados en parte desde el presente, hasta nuestra preocupación solícita y previsora de la posteridad, media un espacio inmenso, que acaso parezca breve y miserable algún día. Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de adaptar nuestros actos a condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el espacio y en el tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que haya de sobrevivirnos, fructificando en los beneficios del futuro, realza nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las limitaciones de nuestra naturaleza. (1993, p. 52)
En el Ariel no aparecen los argumentos de un conservador, de un intelectual idealista, sino de un individuo que, en medio de las contradicciones generadas por el despegue del “capitalismo a la latinoamericana”, esbozó, de manera igualmente contradictoria, no como una totalidad consciente, una posible ruta para la construcción de una visión del mundo, en la que, mediante el incremento de la conciencia de la constructividad, los individuos contribuyeran al desarrollo de un mundo que no fuera la simple pretensión de imitar la organización social estadounidense, sino que se imaginara derroteros diferentes. Para finalizar este artículo, se deja delineada, en sus trazos generales, una hipótesis acerca de cuál pudo haber sido el “legado” del Ariel.
Al igual que se hizo con el Ariel, el delineamiento de la hipótesis de su “legado” no se hace buscando totalidades conscientes de la ciudad letrada latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. Se destacan algunos aspectos de obras en las que no hay mayores rastros explícitos de la proclama arielista, pero que dejan entrever que el fantasma arielista recorría América Latina y permeó, hasta por lo menos la década de 1940, una manera de entender el proceso social en la región. Para el ejercicio, se han tomado tres obras: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), de José Carlos Mariátegui; Casa Grande y Senzala (1933), de Gilberto Freyre, y Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), de Fernando Ortiz. Estas tres obras, en su búsqueda de comprensión de las sociedades nacionales a las que se refieren, recurren, en primer lugar, a una visión a largo plazo.15 Mariátegui, en cada uno de sus siete ensayos, trata un problema distinto, pero en todos busca reconstruir la lógica en la que ha desarrollado y así entender su configuración actual; Freyre, para entender el Brasil contemporáneo, se remonta a las características que él considera tenía cada uno de los grupos que lo conformaron, para así comprender con qué fueron “contribuyendo” en el proceso de hibridación a la constitución de una sociedad exitosa en el trópico; por su parte, Ortiz, teniendo muy presente que Cuba es resultado de la confluencia de afrodescendientes, blancos e indígenas, va observando cómo se ha operado el proceso de transculturación para producir la sociedad cubana.
En segundo lugar, en términos metodológicos, se hace una reconstrucción del proceso social de abajo hacia arriba. En las tres obras, no se da por sentada ninguna entidad que explique el proceso social, sino que se busca explicar, en el caso de Mariátegui, la formación social a partir de las características propias del proceso social peruano sin hacer categorizaciones previas; Freyre arranca desde la vida cotidiana y se va remontando hasta la sociedad patriarcal brasileña; por su parte, Ortiz, desde un minucioso conocimiento de las características botánicas y ecológicas del tabaco y el azúcar, va pasando por las construcciones económicas y simbólicas hechas en torno a estos productos y termina mostrando Cuba en toda su especificidad y universalidad.
En tercer lugar, Mariátegui, Freyre y Ortiz no siguen en su trabajo ningún modelo de una sociedad concreta para establecer qué tan lejos o cerca está el proceso que cada uno está reconstruyendo. En este sentido es que se entiende el socialismo indígena de Mariátegui, que lo distancia del marxismo ortodoxo y que le permitió presentar al indígena como el sujeto histórico revolucionario que conduciría la transformación del Perú. Ortiz acuña el concepto de transculturación para contraponerlo al de aculturación, término de moda en la antropología y la sociología de ese momento, que luego hizo curso en las teorías de la modernización desplegadas con fuerza después de la Segunda Guerra Mundial. El concepto de transculturación le permite entender a Ortiz que la Cuba de su tiempo, como cualquier sociedad, es resultado de un permanente proceso de transformación en el que se imbrican distintos elementos culturales, económicos, políticos, y van produciendo formas sociales nuevas que no son la concreción fidedigna de planes previamente establecidos, porque el proceso social a medida que se va desenvolviendo también va construyendo las claves en las que lo hace. En este sentido, de nada vale tener un modelo de sociedad concreta que sirva de referente ideal de comparación. Freyre buscaba dar cuenta del éxito de una “civilización en el trópico”, y para ello no siguió ningún modelo de referencia que le diera parámetros para hacer la reconstrucción, ni mucho menos para que le “midiera” el nivel de éxito.
En cuarto lugar, asociado a la ausencia de modelos preestablecidos para la reconstrucción de los procesos sociales, en las obras que se vienen comentando se asume al ser humano como activo en el proceso de su construcción, pero sin que signifique que tiene capacidad de prefiguración o de agencia para amoldar el mundo social a las intenciones que despliega. El indígena como sujeto histórico revolucionario sería resultado del lento proceso de transformación tanto de las condiciones sociales como de la comunidad indígena misma. El punto de partida sería la “comprensión no tradicional de la tradición” que tenía Mariátegui,16 puesto que esto permitiría entender claramente cuál era la situación en la que se encontraba el proceso y les pondría freno a voluntarismos ingenuos. Freyre en varios pasajes deja ver que tampoco tenía una idea ingenua de la acción del ser humano, por ejemplo, cuando habla del éxito del portugués en el trópico no se lo atribuye a un acto de férrea voluntad, sino al resultado del proceso social que fue configurando a los portugueses a lo largo de contacto “temprano” con África; de esta manera, la simple acción de los colonizadores portugueses no explica el éxito portugués en el trópico, sino el proceso social de la sociedad portuguesa que produjo individuos con capacidad de adaptarse y dominar en el trópico americano. En Fernando Ortiz, la cubanidad no es obra del simple despliegue de una prefiguradora voluntad humana, sino que opera en medio de unas condiciones de posibilidad conformadas por el medio geográfico, las características botánicas del tabaco y el azúcar, la esclavitud, la forma de producir el tabaco y el azúcar, las maneras de consumir los dos productos y las formas de sociabilidad.
Conclusiones
Entender el desarrollo del pensamiento latinoamericano, como lo hace Devés Valdés, en los términos de oleadas de planteamientos identitarios y modernizadores es un sugerente punto de partida para entender cómo ha sido el desarrollo de la sociología en América Latina. A grandes rasgos, los periodos de auge de la sociología han coincidido con el predominio del pensamiento modernizador: en el último cuarto de siglo XIX, las primeras cátedras de sociología surgen en medio de la ola modernizadora y luego se vieron opacadas en el panorama intelectual latinoamericano por el surgimiento del modernismo y el “ideario latinoamericanista” que marcó el periodo identitario hasta la década de 1950, cuando vuelve la ola modernizadora y con ella la institucionalización de la sociología profesional en la región. Desde mediados de la década de 1980, han venido prevaleciendo disciplinas y formas de entender la realidad humana que hacen énfasis en la dimensión cultural, y por esa vía lo identitario ha vuelto a parecer como preocupación de pensadores y científicos sociales latinoamericanos. En el último periodo, a diferencia de otros de predominancia modernizadora, quienes ejercen la sociología han tendido a sumarse, algunos a regañadientes o sin mayores herramientas, a la ola identitaria.
Con todo y lo sugerente que es el citado trabajo de Devés Valdés, queda faltando una explicación de por qué se dan alternativamente las oleadas de pensamiento identitario y modernizador. Como hipótesis explicativa, se podría dejar indicado que las oleadas identitarias están asociadas a esas fases del proceso social en las que, luego de fuertes transformaciones modernizadoras, se hacen balances de los cambios ocurridos. Como se ha indicado, el Ariel, de Rodó, puede ser leído como un balance de la primera fase de modernización de la región hacia finales del siglo XIX. Con esto no se está haciendo una crítica del trabajo del filósofo chileno, sino cerrando este artículo con una reflexión sobre lo que aportaría a la sociología en América Latina entenderse como parte del proceso de producción de pensamiento en la región sin dar por sentado un canon de una disciplina que está lejos de ser universal. No se trata de exaltar “particularidades”, las elaboraciones hechas en América Latina frente a “universalidades”, lo producido en Europa y los Estados Unidos; más bien, se busca llamar la atención acerca de lo importante que sería para la sociología latinoamericana incorporar como fuente de teorización los desarrollos de pensamiento social que han habido en la región. Por demás, esta forma de proceder, por si se requiere un ejemplo de “autoridad”, no sería distinta de lo llevado a cabo por la sociología europea o la sociología estadounidense, en cuyas bases está la “filosofía social”, por momentos difícil de deslindar de cierta teoría sociológica.
Hacia la mitad de la década de 1960, Mario Benedetti (1966) había indicado que el Ariel ya era obsoleto, porque ideológica y estéticamente era incomprensible para ese momento, y como para no olvidarlo, Óscar Terán (2010) recientemente volvió a recordar que hoy es difícil de comprender la obra del ensayista uruguayo cuando “su retórica, su estética e ideología han caído”. Para poder entenderlo, Terán sugiere que, a fin de superar el obstáculo y entender el Ariel, hay que comprenderlo en el cruce de dos líneas de lectura que lo atraviesan: el temor antiyanqui, que permeaba vastos sectores intelectuales latinoamericanos, y la sensibilidad modernista rubendariana, que se compaginaba con la “reacción antipositivista” de la época y que había tenido “una recepción atenuada y desfasada pero creciente en América Latina”. La pregunta que puede quedar es por qué un ensayo, cuya obsolescencia fue declarada hace medio siglo, y además ratificada hoy, sigue ocupando el interés de quienes se dedican a entender y explicar el pensamiento producido en América Latina. La respuesta que se quiere dejar para cerrar es que tal vez en el Ariel, bajo el ropaje de su lenguaje obsoleto, haya indicios de algo que no se ha podido plantear de manera clara: no partir de entender el ser humano que ha configurado las sociedades no europeas o no estadounidenses como deficitario frente a quienes impulsaron el desarrollo humano desde Europa y los Estados Unidos. El proyecto que apenas queda esbozado en el Ariel no es simplemente el de la reacción atenuada y desfasada latinoamericana, indicada por Terán, frente a una modernidad, que apenas si había indicios concretos en la región en su momento, sino el de las posibilidades de un ser humano que, una vez desplegada su capacidad de transformación de la naturaleza, debía enfrentar su propia transformación a través del incremento de la conciencia de su propia construcción. El proyecto del incremento de la conciencia de la propia constructividad se ha visto truncado una y otra vez a través de la entronización de absolutos, como el mercado, el esencialismo de las tradiciones culturales o de rasgos particularizantes, como la etnia o la condición de género. Estos absolutos se tienden a convertir en razones de ser trascendentales al estilo kantiano, que no permiten observar con claridad que todo lo que es el ser humano se debe a su propia construcción, y como tales habría que explicarlos, y tal vez cuando se entienda cómo se producen, se puedan controlar.
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Notas
1 Entre los varios límites que se pueden elegir para poner la frontera entre la primera y segunda mitad de siglo XX en la producción intelectual latinoamericana, la aparición en 1942 de Cuadernos Americanos puede constituir una “divisoria de aguas” de los dos periodos. Liliana Weinberg ha indicado que, como proyecto editorial, esta revista recogió viejos y nuevos canales de circulación de publicaciones y circuitos intelectuales ligados al arielismo, el juvenilismo, el reformismo universitario, el unionismo, el aprismo, el anticolonialismo y el temprano antiimperialismo. Asimismo, indica que Cuadernos Americanos se vio abocado a repensar varios de los asuntos que habían ocupado el pensamiento social latinoamericano en las primeras décadas del siglo XX (Weinberg, 2010). De lo indicado por Weinberg en su trabajo sobre la revista, se puede deducir que Cuadernos Americanos significó un “cambio de tono” en el pensamiento social latinoamericano. Con Silva Herzog, su director de 1942 a 1985, especialista en teorías del desarrollo económico, la revista se va a convertir en un bastión del proyecto modernizador, que, a pesar de compartir su “progresismo” con la etapa anterior del pensamiento latinoamericano, terminará por entronizar la “alta cultura” y el conocimiento instrumental asociado al carácter profesionalizante con el que se fueron institucionalizando disciplinas como la economía y la sociología. La crítica a la instrumentalización a través de la crítica al utilitarismo es uno de los rasgos del arielismo, como se indicará más adelante en este texto.
2 En términos sociológicos, no existe ningún individuo, por privilegiado que sea, que pueda ser consciente de la realidad de su momento histórico, lo cual no quiere decir que no haya individuos con mayor capacidad de influencia, en virtud de su posición en la estructura social y, en esa medida, desatar cambios o frenarlos. Un individuo con la capacidad de conciencia total sobre lo que representa en un determinado momento es la ilusión de la razón ilustrada que apenas hace sustitución funcional de la divinidad por el ser humano como la medida de todas las cosas.
3 Como se planteará más adelante, si bien los intereses de toda índole hacen parte de la producción del pensamiento, no es posible establecer una simple relación de causalidad.
4 Un texto que ya va teniendo el rango de clásico en esta perspectiva es el Randall Collins, Sociología de las filosofías: una teoría global del cambio intelectual (2005). Una variante que va teniendo muchos adeptos es la originada en la obra de Bruno Latour, que tiene la pretensión de redefinir la teoría sociológica, involucra dentro de la red de producción no solo a los “actores humanos”, sino también a los “no humanos”, dispositivos tecnológicos y la naturalez (Latour, 2005).
5 La noción de campo atraviesa toda la obra de Bourdieu, para dos de los campos de los que se ocupó se puede ver Las reglas del arte, génesis y estructura del campo literario (Bourdieu, 1995) y El oficio del científico. Ciencia de la ciencia y reflexividad (Bourdieu, 2003).
6 Desde los pioneros trabajos de Piaget, pasando por los de Vigostky, Luria y Brunner, hasta los estudios transculturales que han constatado aspectos básicos de la obra piagetiana, y la síntesis realizada por sociólogos, como Günter Dux, se ha comprobado que el proceso de desenvolvimiento de la humanidad tiene como base el desarrollo de las estructuras cognitivas. Este desarrollo se da en un doble sentido: por un lado, históricamente es posible comprobar cómo los seres humanos han dado saltos cualitativos en la forma como conciben el mundo; y, por otro lado, en la medida en que esos saltos cualitativos no es posible heredarlos, a cada nuevo ser humano le toca desarrollarlos una y otra vez de acuerdo con el estado en que se encuentren los adultos competentes en cada momento histórico.
7 Elias usa el término conciencia indicando que así se referían en el lenguaje clásico a conocimiento o pensamiento.
8 Aceptando la periodización de Devés Valdés, el “periodo identitario” de 1910-1940 va a heredar este rasgo del Rodó. En Vasconcelos, Freyre, Ortiz, Mariátegui no hay defensas de “lo local”, hay, más bien, apuestas por entender sus sociedades como parte del proceso de construcción humana.
9 En principio, se puede estar de acuerdo con Gutiérrez Girardot si se toma el Ariel como una proclama que prefigura un plan de acción; no obstante, si se lo entiende como documento que recoge las elaboraciones sobre su momento histórico, su legado se puede hallar en obras de autores que no necesariamente se proclamaban sus herederos, pero que entienden el proceso latinoamericano en claves que tienen afinidad con el pensamiento del ensayista uruguayo. Esta es la ruta que se va a dejar enunciada al final de este artículo.
10 La “particularidad” del capitalismo latinoamericano no es la subordinación de las clases y los grupos populares, sino las condiciones de exclusión en las que se da. Las grandes mayorías de la población no han sido históricamente interpeladas por el capitalismo, sino precarizadas en sus condiciones de existencia.
11 Como dato, en principio anecdótico, pero que bien pudiera indicar algo, el texto de Max Weber es de 1905, el Ariel, de Rodó, es de 1900.
12 En una compilación de fragmentos de escritores modernistas, resalta el rasgo contradictorio de los modernistas latinoamericanos diciendo que la
asimilación de teorías y perspectivas múltiples fue simultaneísta, hibridizante e, incluso en zonas en donde hay oposición y cuestionamientos raigales, como en lo que atañe a la lucha contra los pareceres más dogmáticos y materialistamente del positivismo, notamos conciliaciones o apropiaciones paradójicas de elementos importantes de las tesis negadas. Así se explica que muchos modernistas, ensalzadores de lo ideal, del mundo de ensueño y la imaginación, produjeran también discursos sustentados sobre nociones pretendidamente científicas, mucho menos habrá de extrañarnos que, como narradores, Díaz Rodríguez o Reyles hayan incurrido en el naturalismo y en la determinación ambiental, biológica, de la vida de los personajes. Eso, ni más ni menos, fue el modernismo: la aceptación de lo multiforme, de lo heterogéneo; una vocación por lo diverso que no vaciló a llegar a contradicciones manifiestas. (Gomes, 2002, p. X)
13 Destacar la afinidad de Rodó con pensadores europeos no está motivado por esa especie de “orgullo parental” que gusta de exaltar los logros de quienes se consideran cercanos, por ser un pensador latinoamericano, para sentirse cerca de grandes corrientes; tampoco se trata de buscar influencias directas o indirectas del pensamiento europeo sobre el ensayista uruguayo. Para un seguimiento a las influencias y afinidades de Rodó con pensadores europeos y estadounidenses, se puede ver el trabajo de Darío Echandía, Americanismo, liberalismo y positivismo en la obra de José Enrique Rodó (Echandía, 2001).
14 El antiestadounidense de Martí, cuyo legado se reivindica por el pensamiento crítico latinoamericano, sí estaba centrado en la amenaza que podía desplegar la organización social estadounidense sobre América Latina. Para decirlo con una figura bélica, mientras Rodó estaba preocupado por la penetración sutil del enemigo y lo veía ya instalado dentro de la región, Martí estuvo pendiente de la amenaza de ocupación material del territorio.
15 Por una visión a largo plazo se entiende no remontarse “hasta el comienzo de los tiempos”, sino plantearse los problemas teniendo en cuenta que el presente es tan solo un momento de un largo proceso y que para entenderlo hay que identificar las tendencias que confluyen en la manera como se reconstruye el proceso social.
16 Se toma la expresión “comprensión no tradicional de la tradición” de Liliana Weinberg (2014).