Читать книгу El lugar secreto - Jaime Herrera D'Arcangeli - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 2
Enid D estuvo aquí
Como el gásfiter que mi papá llamó no apareció nunca, decidimos arreglar nosotros mismos la filtración.
–Si ahora alcanzó tu pieza, no quiero ni pensar qué va a ocurrir el próximo invierno –dijo mi papá.
Era una exageración, claro, porque faltaban varios meses para eso.
En el pasillo frente a la cocina había una especie de puerta trampa casi invisible a primera vista. Pero mi papá hizo presión con un palo de escoba y levantó la cubierta que daba al entretecho.
–Listo. Ahora solo hay que subir y averiguar de dónde viene la humedad.
–Qué oscuro está. ¿Habrá murciélagos? –preguntó Luna, nerviosa.
Como no sabíamos si el piso del entretecho aguantaría y yo era más liviano, acordamos que a mí me tocaría la primera incursión, aunque con mucho cuidado al pisar y tratando de no tocar nada. Mi papá me puso un jockey de béisbol para que me protegiera la cabeza y me entregó su linterna amarilla.
–Cualquier cosa sospechosa que notes, bajas enseguida –me advirtió, arrastrando la escalera de tijera que le habían prestado para pintar la casa.
Me pregunté si habría guarenes; eso me daba más miedo que un montón de murciélagos medio ciegos.
Mi papá sujetó bien la escalera y yo trepé rumbo a ese cuarto oscuro lo más ágilmente que pude, blandiendo la linterna como si se tratara de una espada corta-sombras.
Asomé la cabeza, esperando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, y luego alumbré con la linterna en varias direcciones para conocer el lugar. Muchos de los travesaños de madera que sustentaban el techo parecían estar medio carcomidos y había bultos de arpillera regados por todas partes.
Tomé impulso y me introduje de cuerpo entero en ese lugar que en definitiva no era un entretecho. Alguien, hacía muchísimo tiempo, lo había utilizado como una buhardilla, o algo parecido.
Al ponerme de pie me di cuenta de que sobraba espacio, ya que el techo estaba inclinado en diagonal, lo cual no se distinguía desde fuera. Caminé y mis pasos produjeron un tenebroso crujido.
–¡Cuidado donde pisas, Noel! –gritó preocupado mi papá, desde abajo.
–¡Parece que ya sé de donde viene la filtración! –avisé, dirigiendo el haz de luz hacia un orificio de unos veinte centímetros que había en el techo. De seguro cada vez que llovía, el agua se colaba por aquella hendidura.
Apunté la linterna hacia el suelo y descubrí que estaba completamente seco. Eso sí que era raro. ¿De dónde entonces?
Revisé los bultos amontonados. Contenían ropa vieja. Además había una maleta de cuero café, con las chapas oxidadas.
Lo que me llamó la atención fue un antiguo tocadiscos marca RCA abandonado en el piso, sucio y polvoriento. A su lado reposaba una pequeña colección de discos de vinilo de la época en que mis papás eran jóvenes: Sheena Easton, Michael Jackson, Air Supply y Abba. Había también uno de Silvio Rodríguez y otro de Quilapayún.
De pronto, capté un movimiento a mi izquierda y me sobresalté. Una sombra se perfiló entre los bultos: retrocedí dos pasos y casi perdí el equilibrio.
Apunté la linterna y suspiré aliviado al descubrir al chico delgado de quince años y cara asustada que me miraba sosteniendo mi propia linterna desde un espejo trizado apoyado en la pared.
–¿Está todo bien ahí? –quiso saber mi papá.
–¡Todo ok! –contesté, acercándome fascinado al espejo. Era de marco ovalado en su parte superior y lo bastante alto para reflejarme de cuerpo entero. La trizadura, en forma de araña, abarcaba todo el lado derecho, pero no conseguía arruinar el reflejo de las imágenes.
Había algo raro en aquel espejo, pero en un primer momento no logré descifrar qué. Palpé con mi dedo su cubierta niquelada y descubrí que no estaba inmunda como los demás objetos abandonados en el entretecho. Se sentía muy fría al tacto e incluso un poco mojada.
El suelo que rodeaba el espejo rezumaba
humedad. En uno de los costados incluso observé una poza pequeña. Dejé la linterna en el piso y revisé la pared de atrás. Estaba seca.
Sin otras grietas en el techo, la única explicación era que la filtración provenía del interior del espejo y por eso su superficie estaba tan limpia.
“Eso es tonto. No puede ser”, me dije, tomando la linterna para salir cuanto antes de ese lugar tan raro.
El haz de luz chocó contra la pared frente al espejo e iluminó el texto que alguien había escrito en ella, seguramente hacía décadas.
Con letras borrosas, pero aún legibles, y de un eléctrico tono mezcla de morado y calipso pude leer “Enid D estuvo aquí”.
Mi papá se dio tiempo para todo. Reparó el techo con unas planchas de zinc y limpió el entretecho del polvo y las telarañas. “Será una buena buhardilla”. El tocadiscos le interesó bastante y aunque tenía una aguja rota opinó que podría repararse. “Estos artefactos son de colección, Noel. Ya casi no se fabrican. Es como haber descubierto un tesoro escondido”.
Él era profesor de historia y siempre decía que el pasado era vital, pues representaba las raíces del mañana.
La ropa de los fardos –en su mayoría de mujer– estaba bastante azumagada y pasada de moda, así que no se podía regalar, y la maleta vieja con las chapas oxidadas fue todo un enigma pues estaba con llave y por su peso se notaba que tenía cosas dentro.
El espejo trizado no le llamó la atención a mi papá y no me atreví a contarle mi teoría sobre el origen de la humedad porque él no era supersticioso; así que continuó abandonado en el entretecho.
Mi papá pintó de blanco el living-comedor con ayuda de un rodillo, y fue como si la mancha de humedad nunca hubiera existido.
La curiosa inscripción “Enid D estuvo aquí” permaneció en el desván y me pregunté si la maleta que no se podía abrir le habría pertenecido y por qué la había dejado atrás al irse de la casa.
Estaba seguro de que Enid –un nombre curioso, pero igual muy bonito– había sido una adolescente como yo, pero si los discos ochenteros del entretecho eran suyos, ahora debía tener unos cuarenta y muchos años.
Me llevé la maleta café a mi pieza, preguntándome qué sorpresas encerraría.
No tuve mucho tiempo para divagar al respecto, porque la casa nos empezó a demandar bastante trabajo. Descubrimos que el cálefon no funcionaba y costó un mundo y la mitad de otro hallar un repuesto que le sirviera. Además, pasamos un fin de semana entero pintando el frontis de un tono damasco pálido que a mí no me gustó nada, pero a Luna sí porque lo había escogido ella.
Mi papá estaba empeñado en darle el gusto en todo, quizás para compensarla por haberla apartado de sus amiguitas del bloque de departamentos. La cortina de la ducha del baño que compartía con ella quedó con un diseño de pececitos bastante infantil.
Me ofrecí a pintar de azul el buzón de madera. Con un par de brochazos los pájaros desvaídos quedaron en el olvido. Silbando mientras aplicaba una segunda capa, noté que dentro había un sobre amarillo y alargado, sin destinatario ni remitente.
Lo abrí. Contenía una llave pequeña y brillante.
“¿La llave de qué?”, me pregunté. El sobre era nuevo, pero la llave, que parecía haber sido pulida hace poco, estaba desgastada. Me sentí observado y levanté la vista: la calle estaba desierta.
Yo y mi imaginación.
–¿Crees que sea una broma? –preguntó Ram por el Facetime.
–Capaz. En la cocina hay una alacena con cerradura, pero está abierta y además la llave no le hace.
–Y si el sobre es nuevo, eso quiere decir que lo dejaron hace poco... –comentó mi amigo.
Acababa de contarle a Ram lo del mensaje de Enid en la pared del entretecho y del extraño espejo trizado que parecía desprender humedad.
Y además estaba el asunto de la maleta...
–¡Espera un poco! –salté y por poco dejé caer mi celular.
Con una fuerte palpitación en el pecho, corrí a sacar la maleta café del clóset donde la había guardado. La deposité sobre la cama, donde le diera bien la luz. Introduje la llave en uno de los cerrojos y este cedió. Hice lo mismo con el otro...
–¿Qué pasa, Pascual? –preguntó Ram desde la pantalla.
Abrí la maleta. Estaba repleta de objetos curiosos. Un paraguas amarillo con mango verde, un tigre de madera con rayas negras brillantes, una colección de cintas para el pelo, una especie de rosario confeccionado con pétalos de rosa, una armónica con diseño de nubes y un cuaderno con dibujos de mariposas de colores en la tapa.
Los tesoros de Enid D.
Hojeé el cuaderno. Estaba lleno de caricaturas y anotaciones confusas escritas con una letra irregular. Algo escapó de entre sus páginas y cayó al suelo. Era una foto de cámara Polaroid, de esas que estuvieron muy de moda en los 80. La recogí. Una chica de pelo largo color de fuego sonreía despeinada haciendo el signo de la paz a la cámara. Tras ella y a la distancia se veía un carrusel de caballitos como los de los parques de diversiones.
La chica no estaba sola; a su lado un muchacho sonreía nervioso, como si lo hubieran sorprendido donde no debía estar.
Mi corazón dio un salto y por dos segundos me olvidé de respirar.
El chico de expresión asombrada era idéntico a mí.