Читать книгу El lugar secreto - Jaime Herrera D'Arcangeli - Страница 8
ОглавлениеCapítulo 3
Llega un ramo de crisantemos
–Ná que ver. Se parecen un poco pero este tipo tiene el pelo más corto. Y esa polera que tiene... Yo conozco toda tu ropa y nunca te he visto una parecida... ¡Él tiene buen gusto! –rió Ram.
Estábamos en el recreo del colegio donde le acababa de mostrar la Polaroid de Enid (presumía que era ella) posando junto a mi doble del pasado.
La polera era color azul piedra y como el chico se encontraba un poco inclinado hacia al lado (la foto casi parecía una selfie), apenas se distinguían un par de eses en mayúscula impresas en el pecho.
–¿Tú opinas? –pregunté, más tranquilo. Casi no había dormido del susto. A lo mejor, no nos parecíamos tanto como creí. Me enfoqué en la foto. Quizás tenía los ojos un poco más juntos.
–Y si fuera igual que tú... ¿Cuál es el problema? Hay teorías científicas que dicen que todos tenemos un gemelo en algún lado. Hasta yo, si es que diosito pudo armar tanta galanura viril dos veces –se carcajeó Ram, balanceando su silla de ruedas.
Lo de Ramón no era resultado de un accidente automovilístico como en las historias dramáticas que cuenta la tele. Mi amigo se contagió de una enfermedad llamada poliomielitis cuando sus papás –que son lingüistas– trabajaban durante un programa de intercambio en un pueblo de Asia.
Ram era muy chico y siempre decía que no echaba nada de menos el poder caminar. Su silla (“que costó un millón de dólares”, según él) era eléctrica y lo llevaba adonde quería. Además de ser el más inteligente de nuestro curso (y yo creo que de todo el colegio) era también el más popular por sus chistes y su simpatía. “Bien livianito de sangre”, opinaba siempre mi padre.
–Pero esto no explica por qué alguien me hizo llegar la llave de la maleta café –insistí.
Eso es lo que más me intrigaba. Alguien nos tenía muy vigilados y sabía que habíamos estado en el entretecho.
–Esa es una buena pregunta –comentó Ram.
–¡Eso siempre se dice cuando la respuesta es como el hoyo! –añadí.
Sonó el timbre del fin del recreo. Apareció el señor Jara, inspector del colegio y me dio una mirada reprobatoria.
–¡Ese pelo, señor Barraza!
El señor Jara antes había sido carabinero y su norma era que los estudiantes varones llevaran el pelo corto y muy ordenado porque éramos “el rostro del colegio”. A las niñas no las dejaba usar anillos ni pintarse las uñas y menos usar maquillaje.
Con lo de la mudanza, se me había olvidado pasar por la peluquería. Y la verdad es que lo tenía un poco largo.
–¡Hoy día sin falta me lo corto, señor! –contesté, con tono de conscripto.
–Más le vale. Si no, mañana no me entra al establecimiento –replicó, dirigiéndose a la inspectoría con su caminar de pato.
Ram hizo un saludo militar y susurró “Heil, Hitler”, con una risita que pronto se convirtió en carcajada.
–¿Sabes lo que necesitas para relajarte? ¡Una súper mega party en tu casa nueva! –afirmó.
Le encontré muchísima razón.
Llegué tarde a mi casa porque los martes teníamos laboratorio de química. En la mesita de entrada habían colocado un ramo de crisantemos morados.
Mi papá había pasado a buscar a Luna al colegio y le servía leche con chocolate en el comedor.
–¿Y esas flores? –pregunté, dejando la mochila en una silla. Nuestro florero siempre estaba pelado porque mi papá no era de esa onda. A la que le gustaban las flores era a mi mamá.
–Un regalo de bienvenida de nuestros vecinos –aclaró mi padre.
Hacía casi dos semanas que habíamos llegado a Los Peumos, así que lo hallé medio raro. Pero me encogí de hombros.
–Ram opina que deberíamos dar una fiesta para inaugurar la casa.
Recalqué que era idea de Ramón, porque si provenía de él seguro que mi papá la aprobaba de un viaje.
Mi papá se rascó la barbilla, considerándolo.
–Y yo podría invitar a mis compañeros del trabajo...
¡Una casa llena de profes! Eso no es lo que Ram y yo teníamos en mente.
Debo haber puesto una cara muy graciosa, porque mi papá y Luna se rieron. Mi hermanita llevaba puesto un polerón rosado, que todavía tenía adosada la etiqueta.
–¿Fueron de compras?
–Tenía que pagar la tarjeta y había rebajas sobre rebajas.
–¡Hay algo para ti también! –exclamó Luna, alcanzándome un paquete verde.
–Muchas gracias, pero no hacía falta.
Con el sueldo de mi papá y después de comprar la casa a trillones de años plazo, sabía que no nadábamos precisamente en la abundancia.
–Tonterías. Te lo mereces. Ayudas muchísimo en las tareas del hogar –argumentó mi papá.
–¡Y me cuidas a mí! –gesticuló Luna.
No estaba muy acostumbrado a los halagos. Abrí el paquete tratando de ocultar mis mejillas coloradas. Apareció una polera azul piedra, con el logo “Soul Surfer” grabado en la parte de adelante.
–¿Te gusta, hijo? La vi y pensé inmediatamente en ti.
–¡Que se la pruebe! –exigió mi hermana.
–Hará juego con tu nuevo corte de pelo. Te queda muy bien, Noel –dijo mi papá.
Me pasé una mano por el cabello recién cortado y con la otra, que temblaba un poco, sostuve la polera.
Ahora estaba seguro de que el muchacho de la Polaroid no solo se me parecía. Él y yo éramos la misma persona.
El plan de la fiesta fue aprobado por unanimidad. Se nos multiplicaron las obligaciones porque todos queríamos que resultara perfecta. Con Luna nos tocó fregar un montón de vasos que ni sabíamos que teníamos. Mi papá aspiraba y volvía a aspirar la alfombra del living, que ya estaba más que limpia.
Ram creó un grupo en el Whatsapp para
invitar a los amigos más cercanos y se aseguró que Dani, la niña que tanto me gustaba, aceptara venir. “Esta es la tuya, Pascual”, afirmó. Luna invitó a dos compañeritas de curso que se iban a quedar a alojar en sacos de dormir y mi papá comprometió a mis tíos Lucho y Mario, que eran profesores como él y además mellizos; aunque no se parecían tanto: uno tenía más pelo que el otro.
Mi papá me descubrió observando el barrilito de cerveza que había comprado para la ocasión y me palmoteó fuerte en el hombro.
–Ni se te ocurra. Para los menores de dieciocho, solamente bebidas y juguito de manzana.
Me informó que además había convidado a la vecina que nos regaló los crisantemos. “Vive en la casa del frente, la que parece un castillo medieval”.
Luna estuvo encantada pues a lo mejor así nos invitaban un día a visitarlo. A ella le fascinaban las historias de princesas y hadas. Juraba que eran de verdad y que Peter Pan existía.
Guardé la foto Polaroid dentro del cuaderno de las mariposas y lo devolví a la maleta. No deseaba más sorpresas que me quitaran el sueño.
Llegó la tarde del sábado. Mi papá apretó un interruptor y el membrillo del patio se encendió con una cascada de hermosas luces blancas.
–¡Qué lindo! –aplaudió Luna.
Yo estaba entusiasmado: la fiesta iba a resultar bacán. Gente amiga, buena comida y bebida, aparte de música seleccionada especialmente por Ram. Todo lo que uno necesitaba para olvidarse de aquellas cosas que no tenían demasiada explicación.
Tres de la mañana.
Nueva historia en mi Instagram: “Con ganas de que me trague un volcán”.
Ram dijo que no se dio cuenta cuando la
invitación a la fiesta se hizo viral. Parece que un amigo se la reenvió a otro amigo y así fue como se juntó mucha gente en la puerta de mi casa a las nueve de la noche. No podíamos echarlos a todos, así que muchos terminaron instalados en el patio. Incluso había algunos universitarios que traían sus propios copetes, que mi papá confiscó. Al menos, quedó con su barcito bien provisto y el pavo de la Navidad ahora tendría bastante coñac.
A las siete sonó el timbre. Fui a abrir y hallé una persona sosteniendo un ramo extra grande de crisantemos amarillos.
–¡Buenas tardes! Tú debes ser Noel. ¿Cierto? Yo soy Elena, tu vecina del frente –dijo la mujer, asomándose detrás de las flores.
Era menuda y con el pelo canoso teñido con matices azules. Se esforzaba mucho en sonreír, pero noté que el ojo derecho le parpadeaba nervioso. Me quedé mudo, sin saber por qué. Por suerte, apareció mi papá en ese momento.
–¡Doña Elena! ¡Cómo está!
–Muy bien, don Sebastián. Estas las recogimos hoy del invernadero. Las que les traje el otro día deben estar medio secas ya.
La señora Elena rió nerviosa, explicando que no le gustaba asistir a fiestas con las manos vacías.
–Regalo aceptado. Pero con la condición de que no me diga más don. ¡No soy tan viejo! –contestó mi papá, en un tono entre coqueto y jovial que no le conocía.
–Y usted puede decirme Elenita entonces.
Mi papá la liberó del ramo, invitándola a pasar. Capté, con algo de alivio, que “Elenita” lucía un poco mayor que él.
–¿Cómo amaneció su padre?
–Un poco malito del pecho. Por la mañana vino el doctor a verlo. Ahora lo dejé con una niñita bien amorosa que me lo cuida –contestó con un hilillo de voz la mujer de cabello blanco con azul.
La dueña del castillo parecía ser una persona bastante tímida.
Como buen anfitrión, mi papá le ofreció un pisco sour, que ella rechazó porque no bebía alcohol. Los dejé conversando y me fui a mi pieza a cambiarme de ropa para la fiesta. En su habitación, Luna y sus dos amiguitas saltaban encima de la cama y reían contentas. Mi hermana se había colocado unas alitas de ángel con plumas blancas que sobraron de una presentación que hizo en su colegio.
Descubrí a Gran Samo durmiendo siesta encima de la camisa azul que pensaba usar. Lo aparté de una palmada y mi perro se fue del lugar con un “guof, guof” ofendido, dejando mi camisa sucia con sus huellas de tierra. Lo peor es que no tenía nada más que salvara: con los preparativos se nos había olvidado lavar la ropa.
Lo único presentable era la polera nueva de Soul Surfer. La saqué de la cajonera, percibiendo una vez más ese singular hormigueo entre los dedos.
Con un suspiro, me la puse. En el espejo del baño comprobé que mi papá había acertado en la talla. El chico de la Polaroid me saludó desde el otro lado, con algo parecido a una mueca.
Resignado, me eché de la colonia verde que recibí para mi cumpleaños: la Dani debía estar por llegar.
Quien apareció antes que nadie fue Ram, el DJ oficial del evento, con sus parlantes con Bluetooth. No comentó nada al descubrir mi nuevo look, pero se puso un poco bizco, lo que solía suceder cuando algo o alguien lo agarraba por sorpresa.
Doña Elenita bebía un jugo de arándanos mientras mi papá paladeaba el pisco sour casero. Nos observaron distribuir los parlantes. La señora parecía encontrarse bastante a gusto en nuestra casa.
–Hicieron un buen trabajo aquí, Sebastián. Este sitio vuelve a parecer un hogar –opinó, con una mirada satisfecha.
–¿Qué quiere decir, Elenita?
–Mucha gente vino y se fue durante todos estos años. Pero la casa ha estado muy mal mantenida desde que se fueron los ocupantes originales.
–¿Quiénes eran? –aproveché de preguntar, mientras desenredaba un alargador.
–Los Duarte, bellísimas personas. –Doña Elenita reprimió un pequeño suspiro.
“¿Enid Duarte?”, pensé.
–¿Qué les pasó? –interrogó mi padre.
–La vida. Eso fue lo que pasó –replicó la señora, en un tono que daba por cerrado el tema.
Sonó el timbre y cuando me encaminé hacia la puerta, noté que doña Elena observaba mi polera nueva y tal vez lo imaginé, pero me pareció que fruncía un poco los labios.
Ram me acompañó a la entrada. La Dani estaba de pie bajo el dintel, acompañada de su amiga Lili. Las dos con minifaldas rayadas haciendo juego y luciendo un maquillaje que haría graznar al inspector del colegio si las llegara a ver.
–Hola, Noel. Hola, Ram. Llegamos un poco temprano por si necesitaban ayuda –saludó la Dani, jugando con su melena color miel de ese modo tan suyo y coqueto que siempre me cortaba la respiración.
–Adelante, damas –invitó Ram, sonriéndole a Lili–. Felices de verlas. ¡Como siempre!
Y entonces, el desastre. Detrás de las bellas... la bestia.
–¡Ayuda y un poco de músculo por si hay que cargar algo! –gritó Rosti Machuca, enlazando a Dani y a Lili por la cintura.
Rosti no se llamaba Rosti, obviamente, sino Marcos Machuca, pero todos le decíamos así porque siempre estaba bronceado igual que un pollo rostizado de tanto surfear en el norte o esquiar en la montaña. Se le veía poco en clases, pero como era sobrino del director, los demás profesores hacían la vista más que gorda.
–Genial. Nuestro primer colado. –Ram puso los ojos en blanco–. Esta fiesta va a ser filete.
Invité al trío a pasar y me consoló un poco la cara de culpabilidad que puso la Dani al presentarse en mi casa en compañía de ese ropero de tres cuerpos.
Ni me imaginaba que Rosti Machuca no sería el único convidado de piedra esa noche.
Circulé por la casa ofreciendo posavasos de corcho para proteger los muebles y llevando fuentes con papitas fritas y galletas crackers, mientras que “Believer” de los Imagine Dragon resonaba a escandalosos decibeles en el patio. El millón de colados que llegó después del Rosti había armado fiesta propia bajo el membrillo, bailando como si estuviéramos en Año Nuevo.
Ram efectuó cientos de giros atrevidos en su silla de ruedas eléctrica ejecutando su propia versión de un bailarín callejero de break dance y los demás hicieron coro a su alrededor batiendo palmas. Lili parecía estar muy impresionada y se puso a bailar con él. Gran Samo iba de grupo en grupo para que le hicieran cariño como si fuera un perrito faldero. A la Dani no se la divisaba por ninguna parte. Y peor aún, tampoco al Rosti.
Volví a la cocina a buscar más bebidas. Comprobé que el living había quedado reservado para “los adultos responsables”, con la presencia de un par de vecinos adicionales y también de don Checho, el simpático dueño del minimarket del barrio. Además se encontraban mis tíos Lucho y Mario que llegaron con una botella de gin como regalo para mi papá.
Doña Elena conversaba animadamente con don Checho, quien parecía muy asombrado de encontrarla aquí. En cierto momento, la vecina recibió una llamada en su celular rosado y se apartó para contemplar por nuestra ventana su casa castillo, con un dejo de preocupación en la mirada mientras hablaba.
Al final, cortó y giró hacia nosotros.
–La enfermera no encuentra uno de los medicamentos de mi padre. Me temo que debo irme. Además, ya es muy tarde. Muchas gracias por la invitación. Lo pasé muy bien. ¡Buenas noches a todos! –se despidió con una sonrisa fugaz.
Mi papá se ofreció para acompañarla a su casa, pero ella lo disuadió con un gesto discreto.
–No hace falta, Sebastián. Si está aquí a un paso. Pero este agradable jovencito puede acompañarme hasta el jardín. –Se colgó de mi brazo y prácticamente me arrastró hacia la salida.
En la casa castillo estaba iluminada una ventana del segundo piso. Doña Elena la quedó mirando un segundo antes de soltarme.
–Anda a visitarme cualquier día de estos. Y entonces, contestaré a todas tus preguntas, si es que ya las tienes...
Bajó la mirada hacia mi polera nueva y sonrió misteriosa.
–...Soul Surfer.
Doña Elena cruzó la calle, dejándome intrigado. En el cielo nocturno, brillaba una luna creciente muy bella. Una pareja conversaba animadamente en la acera.
Eran la Dani y el Rosti. En cierto momento, él la tomó de la mano y la acarició. Ella alzó la cabeza y entreabrió los labios...
Eso fue más de lo que podía soportar y entré a la casa dando un sonoro portazo.
Don Checho conversaba con mi papá sobre doña Elenita.
–Es una buena mujer, la señora Elena. Casi una santa, yo diría. Y se quedó soltera por cuidar a su mamá y luego a su papá. Casi nunca sale a ninguna parte. ¿Sabe usted?
Mi papá respondió algo que fue opacado por el sonido agudo del timbre. Me apresuré para ir a abrir, jurando que si era esa pareja de tórtolos trasnochados iba a...
–Hola, Noel. ¿Cómo estás?
Para mi sorpresa, era la señorita Natacha, la profesora de vóley del colegio. Pero lucía muy diferente con los labios pintados de rojo y vestida con una chaqueta de cuero marrón de motociclista y jeans, de esos rajados a la altura de la rodilla.
Mis tíos Lucho y Mario golpearon sus puños como si fueran un par de adolescentes que acababan de realizar una jugarreta y mi papá, que se levantó del sillón empujado por una especie de resorte invisible, terminó prisionero –y con expresión más bien confundida– entre los brazos de la señorita Natacha, quien le propinó un apasionado beso en la boca.
Me quedé congelado. Igual que Luna, que volvía de la cocina con una bandeja con vasos de bebida para sus amigas y que terminó en el suelo.
Al final la fiesta se fue a pique porque mi papá no dejó que la señorita Natacha se quedara y ella se retiró un poco humillada. Después mi papá se peleó con mis tíos Lucho y Mario por invitarla a sus espaldas, ante lo cual Lucho (o a lo mejor era Mario, no recuerdo bien) dijo algo parecido a “Un día estos niños van a crecer y se irán. Tienes que seguir adelante con tu vida”. Mi papá terminó echándolos a ellos también de la casa.
Luna y sus dos amigas se encerraron en la pieza con llave y pusieron la tele súper fuerte y no le abrieron a mi papá aunque tocó la puerta con bastante fuerza y hasta rogó. Y para rematar la noche, descubrimos que los colados del patio se estaban tomando el barrilito de cerveza, así que terminaron todos expulsados, incluyendo a Ram y a Lili.
De Dani con el Rosti nunca más se supo.
A las cuatro de la mañana recibí un wasap de Ram diciéndome que Lili lo comenzó a seguir en Instagram. Por lo menos, a alguien le había ido bien en la fiesta.
Me levanté arrastrándome como un zombi. Gran Samo roncaba con fuertes resoplidos hecho un ovillo de pelos y abrí la puerta con sigilo para no interrumpir su sueño canino. Me dirigí a la cocina en busca de un vaso de agua y descubrí entreabierta la puerta de Luna, con la luz del espantacucos proyectándose a través del pasillo. Me asomé. Sus amiguitas dormían en sacos multicolores, pero Luna estaba despierta, mirando por la ventana, con ambas piernas recogidas debajo del plumón.
Toqué con suavidad. Mi hermana me miró y se deslizó a un costado de la cama, haciéndome espacio. Avancé con cuidado tratando de no despertar a las niñas. Me acosté junto a Luna y la abracé.
–Tengo miedo –confesó.
–Ya sabes que el cuco no existe –le contesté, haciéndome el tonto. Sé que los dos estábamos pensando en el beso de mi papá con la señorita Natacha.
–No es por eso. No quiero olvidar su cara. Yo era muy chica. Tú alcanzaste a estar con ella más tiempo.
No le confesé mi propio temor de que el tiempo también se llevara mis recuerdos. En lugar de eso, tomé la cajita de música de Luna, que descansaba junto al espantacucos.
–Eso no va a pasar. ¿Sabes por qué?
Abrí la cajita. Una bailarina de tutú magenta bailaba en punta de pies con la música suave que era también la intro de la película El padrino. En el revés de la tapa tenía adosado un pequeño espejo. La levanté hasta alcanzar la altura de sus ojos.
–Porque cada vez que necesites recordarla, tienes que mirar tu rostro. Y ahí estará, por siempre.
Pensé que Luna no me iba a creer, pero era una niña y yo su hermano mayor. Sonrió y me abrazó fuerte. Sin soltar la cajita musical, ambos nos quedamos dormidos, con la melodía de la bailarina actuando como canción de cuna.
Desperté sobresaltado. Afuera ya era de día y la caja musical, sin cuerda, había enmudecido. En su lugar, una vibración distante se dejaba oír desde el entretecho. Como una radio antigua que apenas sintonizaba, chirriante y muy molesta.
Decidido a despejar el misterio, salí de la cama con cuidado, respetando el sueño de mi hermanita, y casi tropecé con el saco de dormir de su amiga Macarena.
Fui al patio a buscar la escalera de tijeras que mi papá aún no devolvía y comprobé el estado calamitoso en que lo dejó el batallón de colados. Íbamos a estar como una semana limpiando.
Con el escobillón de la cocina, levanté la puerta trampa y trepé por la escalera. En mi apuro, olvidé llevar la linterna amarilla.
Me di cuenta de mi error cuando penetré otra vez en ese desván olvidado. Todo seguía igual excepto por el tocadiscos, que mi papá llevó a un servicio técnico, y la maleta café que yo conservaba en mi pieza.
Algo brillaba entre las sombras, cortando la oscuridad con su brillo metálico.
Era el espejo trizado. Me acerqué con pasos
inseguros, tratando de hacer el menor ruido posible.
Su superficie estaba cubierta de vaho, una especie de neblina que se derramaba por los bordes, humedeciendo el piso.
Los extraños sonidos discordantes provenían del interior. Se me antojaron vagamente conocidos, pero de alguna manera deformados, como si vinieran desde muy lejos.
Extendí la mano y toqué la extraña bruma que lo empañaba.
La música se hizo más clara y la niebla se
retiró. La silueta de Enid D apareció en su lugar, mirándome con ojos asombrados.
Retrocedí, espantado. La muchacha se encontraba dentro del espejo y estiraba su mano hacia mí.