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Perseguidores

Los balones irrumpieron violentamente. Rebotaron a lo largo de un pasillo y desembocaron en un salón bordeado por amplios ventanales. A los balones los seguía un vociferante grupo de criaturas.

—Atrápenlo —gritó un balón.

—No lo veo —dijo otro.

—No es posible. Alguien lo delató e informó que se escondía aquí —aseveró un tercero.

—A mí no me miren. Desde hace algún tiempo he permanecido callado —dijo un silbato.

—Es obvio que no está donde debería estar —dijo el fuera de lugar.

En ese momento aparecieron centenares de piernas y decenas de manos enguantadas. Las piernas estaban vestidas con las medias de los uniformes de reconocidos equipos de fútbol. Los pies calzaban guayos reglamentarios.


—¿Lo encontraron? —preguntaron un par de piernas ataviadas con las medias del Junior de Barranquilla.

—No. Si estaba aquí, llegamos tarde y se ha escapado —informó un silbato.

—Esa es una falta imperdonable —gritó el penalti.

Con desinflado hilo de voz, uno de los balones cloqueó:

—Sin él estamos acabados.

Los tres palos del arco se movieron con ruidos y maneras de insecto inmenso y descoyuntado.

—¿A gracia de qué tanto alboroto? —dijo el arco—. Déjenlo ir. Permitan que haga lo que le dé la gana. A mí, francamente, me cae muy mal. Nunca lo he podido ver con buenos ojos.

Una pierna zurda muy hábil y una derecha que cojeaba encararon al arco y exclamaron:

—Guárdese sus opiniones. Encontrarlo es para nosotros un asunto de vida o muerte.

Un par de piernas cascorvas, vestidas con las medias del uniforme oficial del Manchester United, afirmaron:

—El caballero arco, con sus palabras que le merecerían por lo menos un tiro de esquina, simplemente trasluce su ancestral resentimiento.


El arco arrastró sus tres palos en dirección a la salida y, antes de abandonar el recinto, exclamó:

—Si tomó las de Villadiego, si desertó, si escurrió la bola, por algo será. Nadie podrá negar que es un presumido, un arrogante, un perdonavidas, un loco. Cree que después de él no hay nada ni nadie.

—Eso o algo parecido he oído antes —dijo un banderín de esquina.

—Si no estamos mal informados, esa es una frase de Luis XV. “Después de mí el diluvio” —afirmaron las piernas con las medias distintivas del París Saint Germain.

—¿Y ese tal Luis XV en qué equipo juega? —preguntó una pelota.

—Creo que en el de los Borbones —dijo otra pelota.

El arco, al salir, estuvo a punto de llevarse por delante al tiempo.

—Estoy agotado —dijo, al entrar, el primer tiempo.

—Hemos perdido el tiempo —afirmó el segundo tiempo.

—Les anuncio un descanso —dijo el descanso.

Un silbato dejó oír su voz, y durante quince minutos permanecieron inmóviles y silenciosos. Mas allá de los grandes ventanales se adivinaba el centro de la ciudad y la lejana mole del estadio. Un guayo abandonó el pie y se arrastró hasta un rincón. Su lengüeta colgaba de manera melancólica, los ojetes parecían apagados y los cordones sueltos semejaban la desesperada cabellera de una viuda.

De repente irrumpió en el lugar un silbato que chillaba a todo viento. De manera alharaquienta, gritó:

—Lo localizaron. Corran. Que no escape. Esta vez no podemos fallar. Atrápenlo.

Todos a una, en medio de una barahúnda fenomenal, abandonaron el sitio con la apremiante necesidad de encontrar al gol.

Fútbol, goles y girasoles

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