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CAPÍTULO 3

KEY Y AUSTIN MATHIS ME habían invitado a entrar en un mundo del que no quería formar parte.

El vídeo no era prueba de nada. Era una implicación, no una conexión. También era una bomba de relojería, y yo no sabía muy bien si quería arriesgarme a quedar atrapado en la explosión.

Había dejado el periódico alrededor de un mes antes de que alguien pudiera ubicar en un mapa Staten Island, en el estado de Nueva York, o Ferguson, en el estado de Missouri, en los días en que esos eran solamente sitios que estaban cerca de ciudades grandes, no epicentros de una batalla nacional sobre la seguridad pública y de quién eran las vidas que realmente importaban.

Austin no conocía el nombre del chico asesinado en el vídeo ni por qué su hijo había estado presente para filmar sus últimos momentos. Kevin, por lo visto, no tenía el teléfono consigo cuando le dispararon en el cementerio Woodland cuatro noches más tarde, y, según su padre, no era demasiado creativo en lo que se refería a contraseñas. Austin había probado marcar la fecha del cumpleaños de su hijo al revisar sus pertenencias, sin saber del todo qué buscaba, pero estaba muy convencido de que lo que había encontrado era el motivo de la muerte de Kevin. Si había estado esperando que yo compartiera su momento de revelación, se equivocaba. Asentí cortésmente, le dije que me mantendría en contacto, y fulminé a Key con la mirada antes de irme.

Ella me llamó cuatro veces durante el trayecto de vuelta a la ciudad. No respondí. Tarde o temprano daría conmigo, y tal vez para ese entonces yo ya no sentiría deseos de estrangularla.

No es que hubiera entrado en pánico porque creyera que Austin Mathis estaba loco. Estaba aterrado porque ya había visto cómo terminaban estas peleas y conocía los récords de victorias y derrotas de los que no portaban placas.

Sí, por supuesto, peleaban bien durante los primeros rounds. El polémico vídeo generaría escándalo y el escándalo traería cobertura implacable de los medios. Pero esa parte se desarrollaba en la calle, donde los agraviados jugaban con ventaja. Una vez que pasaba a los tribunales, donde realmente podía producirse un cambio, rara vez sucedía. El statu quo ganaba casi siempre por knockout técnico.

Comprendía lo que Austin estaba sugiriendo con el vídeo, y entendía también cómo esa línea de pensamiento encajaba con lo que sabía yo. Su hijo había muerto menos de una semana después de haber grabado ese vídeo. Henniman estaba en la escena del crimen cuando yo pasé por allí. Kevin había tenido carta blanca para operar en la zona, según el matón callejero que me lo contó, lo que hacía posible que no lo hubiera liquidado un rival.

Todo eso constituía una alternativa tenue y preocupante, pero plausible, para el tan habitual y clásico homicidio entre traficantes. Los puntos distaban mucho de estar conectados, pero por lo menos compartían órbitas. Con todo, no estaba ni cerca de creer que unos policías habían matado a un menor de veintiún años para encubrir el hecho de que habían matado a otro, y realmente no me hacía ninguna ilusión pensar en las consecuencias de ponerme a hacer averiguaciones al respecto.

Cuando era reportero, casi nunca me veía obligado a expiar mi culpa por hacerle preguntas al poder, porque para eso me pagaban. Cuando fastidiabas a una fuente u organización, te congraciabas con otra. Te hacías amigo de los investigadores o los fiscales asistentes del sheriff, te pegabas a los miembros del ayuntamiento que habían optado por la línea dura en asuntos policiales. En aquel entonces tenía opciones, podía enfrentar a enemigos entre sí hasta que volvieran a llevarse bien conmigo.

¿Ahora? Tenía clientes en lugar de lectores. Hacer enfadar a Henniman podía lanzar en caída libre mi cuenta bancaria y mi lista de clientes, y yo tenía que pagar préstamos y el alquiler de un apartamento semidecente. Perseguir a los policías era el trabajo de otra persona. De Dina, en realidad. Podría pasarle la pista. Pero si la corazonada de Austin era cierta y algún uniformado había liquidado a su hijo por culpa de ese vídeo, sería peligroso ponerla en esa posición.

Lo que significaba que mi única otra opción era olvidarme de lo que acababa de ver. Olvidar el vídeo que podría hacerse público y ser analizado de cien formas diferentes por cien personas distintas cuyas interpretaciones diferentes estarían justificadas por sus experiencias de vida. Olvidar la mirada indefensa de Austin Mathis, su insistencia de que Kevin no había muerto por causa de un mal negocio con heroína en una esquina.

El teléfono volvió a sonar. Key, por quinta vez, pidiéndome que adoptara una actitud firme junto con ella.

Pero la última vez que lo hice me enfrenté a la decisión del periódico de mancharse y corromper mi antiguo empleo, y me quedé sin mi cheque semanal y sin Dina y terminé en la situación actual, que cada vez me gustaba menos. No deseaba saber cómo se vivía un escalón más abajo, pero si molestaba a Henniman por los motivos erróneos, era muy probable que lo averiguara pronto.

Era probable que terminara en relaciones públicas y luego me suicidara.

Si iba a colocar sobre la mesa este tipo de fichas, no lo haría por una decisión impulsiva. Necesitaba asesoramiento, algo de buena voluntad en las altas esferas del departamento de policía, y si las cosas llegaban a salir mal como sospechaba, me haría falta algo de dinero, también.

Busqué el número de Colleen rogando que su exmarido siguiera siendo tan cretino como para que ella estuviera dispuesta a ofrecerme las tres cosas.

***

En circunstancias normales, esquivaba los casos de divorcio. Eran demasiado complicados, consumían demasiado tiempo y —para ser sincero— eran poco para mí. No me gustaba mi reputación de solucionador de problemas de la policía, pero la idea de cobrar por sentarme en el automóvil y tomar fotografías con teleobjetivo de gente que entraba y salía de moteles para camioneros de la Ruta 1 no era mucho mejor.

Para lograr que me inmiscuyera en la vida amorosa de un cliente hacía falta algo de desesperación y una clase especial de gilipollas. Por desgracia para él, el exmarido de Colleen Quinn era un imbécil ejemplar, de esos que no solo tratan mal a una gran mujer sino que sienten un placer enfermizo al hacerlo.

Colleen había pasado por varios puestos en sus veinte años de carrera dentro del Departamento de Policía de Newark, pero hacía cinco que estaba en Asuntos Internos. A pesar de eso, la mayoría de los agentes sonreían cuando se mencionaba su nombre. Colleen era cálida, justa. Había sido ascendida a capitana sin que eso la hiciera olvidar sus días de patrullaje y provocara una grieta entre los agentes comunes y sus superiores, como sucedía en la mayoría de las ciudades. Llevaba el cabello largo y rojizo en una trenza que le caía por la espalda y que se balanceaba en el centro del uniforme azul que usaba siempre, aunque no era un requerimiento.

Los capitanes por lo general vestían de civil, pero ella no comenzó a vestirse como si trabajara en Wall Street a medida que fue ascendiendo por el escalafón. Nunca supe si era una táctica para que la siguieran considerando una más, pero, conociendo a Colleen, supuse que solo quería usar ropa cómoda. Atravesó el único local de sushi de Newark y me saludó con una sonrisa más ancha de la que merecía.

—Te aseguro, Russ, que me quedé de una pieza cuando vi tu número en mi pantalla —dijo.

—¿Qué, no puedo invitar a almorzar a una antigua amiga? —respondí.

—¿No eras tú el que me decía que no se puede ser amigo de las fuentes?

—Eso era en mis días de reportero —aclaré—. Y además, solo lo decía para cubrirme. Siempre fuimos amigos.

—Los amigos no invitan a sus amigos a restaurantes japoneses de Newark —ironizó.

—Sí, cuando quieren tener conversaciones privadas, sí.

Newark no era precisamente hogar de una pujante comunidad asiática. Si uno quería comida soul, o el clásico menú estadounidense de New Jersey, o un sándwich de pastrami increíble, estaba en la ciudad indicada. Sin embargo, la gente que había abierto Nori en Central Avenue hacía dos años debió de haberse perdido yendo de camino a otra parte del estado. No tenían clientela habitual, tal vez porque la mayoría de sus rolls contenían más mayonesa que pescado.

—¿Cómo está Nathan? ¿Te sigue pagando puntualmente la pensión alimenticia? —pregunté.

—Eso significaría que alguna vez la ha pagado —respondió—. Y a ti, ¿qué te importa? Te pedí que te encargaras de esto cuando obtuviste la licencia. Siempre estabas demasiado ocupado.

—Mi carné de baile está vacío, de pronto.

—No es lo que me han dicho —repuso.

—¿En serio?

—Soy capitana de Asuntos Internos, Russell. La mitad de tus clientes deben de estar en mi lista.

—No me gusta lo que insinúas, Colleen.

—No insinúo nada, son hechos. Sé que no me has llamado porque necesites trabajo, y estoy segura de que tampoco se debe a la generosidad de tu corazón —dijo—. Siempre nos hemos hablado con sinceridad. Lo único que te pido es que sigamos haciéndolo.

Un camarero se acercó y habló de opciones que yo no le daría ni a un perro callejero. Pedí dos sopas de miso y le quité el menú de las manos a Colleen antes de que se intoxicara.

—¿Qué demonios haces? —preguntó.

—Te protejo de la cocina —le dije—. ¿Quieres sinceridad? Te la doy. Uno: la sopa es lo único de este menú que no practicará el tiro al blanco con tu estómago. Dos: necesito un favor y buena voluntad en la comunidad policial, y todos piensan que tu ex es una llaga de herpes con piernas. Aceptar tu caso me ayudará tanto como a ti, así que dime cómo podemos hacer que su vida empeore y la nuestra mejore.

Colleen cogió el vaso de agua y bebió largamente.

—¿Cuál es el favor? —quiso saber.

—No es importante que lo sepas hasta que me lo haya ganado.

—Siempre es importante saberlo.

—Esta vez, no. Salvo que de pronto quieras comenzar a pagar facturas antes de que venzan —repuse—. ¿Cuántos años tenía tu hija mayor cuando nos conocimos, catorce, quince? Ya debe de estar a punto de entrar en la universidad, y, a menos que tengas planeado llenarla de deudas, necesitarás esa pensión alimenticia. Cuando llegue el momento me dirás lo que quiero saber o no, pero no viene al caso hasta que yo haga lo mío y Nathan firme ese cheque.

Colleen probó la sopa e hizo una mueca por lo salada que estaba, pero pareció aceptar que aquel brebaje no la envenenaría.

—¿Y si cuando termine todo digo que no? —preguntó.

—Pues de todos modos me pagarás en dinero contante y sonante por el trabajo, ¿verdad?

Asintió.

—Entonces me enfadaré contigo durante unos días y escribiré tu nombre en la pared del aseo de caballeros, pero después se me pasará —dije.

Colleen paseó la mirada por el local, se frotó las manos y luego contempló el vapor de la sopa como si estuviera pensando. El bar del otro lado de la calle, Hanley’s, era un conocido reducto de policías y bomberos que servía la comida grasienta y supuestamente irlandesa que a mí me gustaba. La mayoría de esos muchachos no pisarían Nori ni muertos, pero conociendo la afición que tenía el ex de Colleen por las tácticas sucias, respeté su cautela.

—Nathan sigue con la misma mierda. Hace meses que está de baja por invalidez de la oficina del sheriff, tras un accidente menor que sufrió durante una persecución. El muy idiota ha estado haciéndose el héroe para conseguir copas gratis en todos los bares de policías que hay de aquí a Montclair, pero he oído decir que en realidad se dio de bruces contra un buzón, y que ello no tuvo nada que ver con un arresto —dijo—. En fin, se supone que tiene que estar sentado en su casa, pero un amigo me ha contado que tiene un empleo de guardia de seguridad en New Brunswick. Es en negro, lo que significa que no cuenta para la pensión alimenticia, cosa que a su vez significa que le está robando a su propia hija porque es un tremendo hijo de p...

Se interrumpió antes de terminar. Yo no tenía intención de reprocharle que estuviera furiosa, pero Colleen había dejado de aceptar mis invitaciones a beber cerveza y desahogarse mucho antes de que yo abandonara el periodismo. No le gustaba quejarse de Nathan, decía que eso le otorgaba poder a él.

—La cuestión es que no puedo acercarme a él sin que a mi abogado de divorcio le dé un infarto y que él alegue que lo estoy acosando —explicó—. Pero necesito pruebas de que tiene ese segundo empleo.

Y me necesitaba a mí porque ninguno de sus compañeros policías iba a acercarse a Nathan. Era un pésimo policía pero un tipo inteligente, y corría el rumor de que se había hecho muy amigo del sheriff electo del condado de Essex, un jugador en política llamado Vincent D’Annunzio que le había echado el ojo a un escaño del Senado. En Polilandia nadie podía permitirse esa clase de enemigo, si tenía algo de instinto de supervivencia.

—Entonces, ¿lo que necesitas es que yo entre en un bar, tome unas fotografías sin que él se dé cuenta y firme una declaración jurada? —pregunté—. Si hubiera sabido que era tan fácil, te habría devuelto las llamadas hace meses.

—En ningún momento he dicho que fuera fácil —repuso ella, sonriendo—. Aún no te he contado dónde está trabajando.

***

Hubo una época, tal vez hace unos cinco años, en la que quizá hubiera entrado a ver un concierto en el Court Tavern, el templo del punk rock de New Brunswick. Dicho bar, ubicado en un sótano, tenía más aspecto de garaje que de local de música: había abierto en 1981 y en 1982 ya parecía decrépito; por lo menos cuatro veces había estado al borde de cerrar. Cada tanto, algún grupo ahora famoso que se había iniciado allí, como los Bouncing Souls o los Smithereens, daba un concierto para recaudar fondos, solo para mantener las luces encendidas. Pero el dinero recaudado jamás se utilizaba para renovar el local. Cada vez que un cantante se arrojaba en plancha sobre la multitud, pateaba las baldosas del techo, que derramaban una lluvia de polvo sobre los aficionados sudorosos.

Tenía sentido que alguien como Nathan hubiera terminado trabajando allí. New Brunswick quedaba lo suficientemente lejos de Newark para que nadie fuera a reconocer, a una hora de su casa, al policía que estaba de baja por invalidez, y ahora vigilaba el extremo izquierdo del escenario con los brazos cruzados; aquel trabajo no parecía demasiado exigente. Había oído decir que Nathan sabía manejarse muy bien, pero tampoco se necesitaba ser cinturón negro para impedir que un veinteañero entusiasmado diera un puntapié de más durante el apogeo de un concierto. El Court Tavern tenía numerosos problemas de efectivo, incumplimiento de normas y denuncias por ruidos molestos, por lo que a los dueños no les convenía que un estudiante universitario que no era clientela habitual se rompiera el brazo en el frenesí y atrajera ambulancias.

El Tavern suprimía algunos de los impedimentos habituales para hacer fotografías incriminatorias. A diferencia de los empleados de otros locales, que harían preguntas si alguien tomaba fotografías a una persona mientras trabajaba, Nathan bien podría confundirme con un fotógrafo del grupo, un seguidor o un bloguero de música local.

El problema no eran las fotografías, sino cuánto tardarían en poner a Colleen de mi parte. Aunque yo le ofreciera pruebas del fraude laboral de su exmarido, ella de todos modos tendría que usarlas como pruebas en el tribunal para validar los ingresos adicionales de Nathan y aumentarle la pensión alimenticia.

Lo que necesitaba yo era que él pagara y la pusiera contenta mucho más rápido. Tenía que obligarlo a rendirse incondicionalmente. Tenía que decidir si valdría la pena correr el riesgo de suicidarme profesionalmente por llevar el caso de Kevin Mathis.

Si realmente la brigada de Henniman estaba metida en algo turbio, si había algo que fuera importante saber sobre el homicidio del vídeo, Colleen estaría en condiciones de confirmarlo.

Por lo tanto, yo tenía que lograr que Nathan se cagara de miedo, tenía que amenazar con convertir su vida en un infierno, más allá del juicio por divorcio.

Necesitaba a Dina.

Marqué el número de mi exnovia de memoria, porque, como era enviador de mensajes en serie cuando estaba borracho, sabía que era mala idea tenerlo guardado en el teléfono. A mi cerebro no le resultaba fácil recordar el orden de esos diez dígitos cuando flotaba en un río de whisky.

Sonó dos veces antes de que contestara.

—Intelligencer, habla Colby —dijo, de la forma más impersonal posible, aunque sabía que era yo.

—Tengo una cosa para ti —anuncié.

—Te escucho.

—Tengo que mostrártelo en persona.

—Russ, es muy temprano para que intentes la táctica de ir a tomar algo y volvernos a enamorar.

—Oye, hace por lo menos tres meses que no hago nada de eso —me defendí.

—Ah, ¿llevas la cuenta? —preguntó.

—En primer lugar, cállate. En segundo lugar... puede ser. En tercer lugar, tengo un delicioso bocado de falta de ética policial. Sería mejor que lo vieras tú.

—¿No recuerdas lo que sucedió la última vez que me indicaste cómo tenía que hacer mi trabajo? —dijo.

—Sí, me dejaste —respondí. A estas alturas, había pensado tanto en eso que ya era simplemente un hecho y no un recuerdo doloroso—. Considéralo más bien una sugerencia. Te enviaré un mensaje con la dirección. Ambos sabemos que vas a decir que sí.

Dejó pasar unos diez segundos sin decir nada. Me hizo esperar, solamente porque podía.

—De acuerdo —dijo—. Pero más vale que esto no sea nada más que trabajo.

Claro que no era así, pero todas las reglas sobre ser sincero con ella habían volado por la ventana cuando me rompió el corazón. ¿O acaso fue cuando yo se lo rompí a ella? Daba igual. De todos modos, últimamente yo tenía más interés por los resultados que por la verdad.

Punto de impacto (versión española)

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