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3. COCHES EN LLAMAS

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Sammy lleva cerca de tres horas caminando por Belfast Este. Lleva la cabeza gacha y las manos en los bolsillos y va recorriendo la sucesión de callecitas del barrio, como los travesaños de una escalera de mano, subiendo por una y bajando por la paralela. Camina zigzagueando con aire derrotado en dirección a Castlereagh Hills, hacia su chalé pareado y hacia su hijo, que vive en la buhardilla y que está orquestando el apocalipsis sin moverse siquiera de su habitación. Su casa ya no le parece un hogar ahora que ha visto el vídeo del Incendiario. Ahora que ha empezado a reconocer algo familiar en la figura que mira a la cámara y lanza tétricos mensajes terroríficos. En realidad, hace años que su casa no le parece un hogar. Cada vez que cruza la puerta le parece más pequeña, como si las paredes se estuvieran desplazando poco a poco hacia el interior y el techo pronto fuera a rozarle la cabeza. Hoy no tiene ganas de ir a casa. Está dejando que la calle lo lleve, como la corriente de un río o una persona cayendo desde una altura considerable.

Por encima de él no dejan de pasar aviones comerciales que acaban de despegar o que van a aterrizar en el aeropuerto City. No son conscientes de la presencia de Sammy ni de la silueta que dibuja su cuerpo en movimiento. Es demasiado pequeño para ser visto desde el cielo. Es un grano de arena, un punto, un alfiler, un signo de puntuación mal puesto. Hasta Dios tendría que aguzar la vista. Si se le pudiera ver desde tan arriba, sin embargo, por ejemplo con unos prismáticos o con alguna otra lente capaz de ampliar la imagen, su figura llamaría la atención, arrastrando los pies de una calle a la siguiente, dando patadas a una botella vacía de Coca-Cola. Estaría claro que Sammy se encuentra fuera de lugar en esas calles por las que anda vagando.

A varios kilómetros de la ruta de los aviones, Sammy tiene los pies bien pegados a la tierra y no levanta la vista del suelo. Sus piernas suben y bajan sin parar, derecha, izquierda, derecha, izquierda, como el cabeceo de los pistones de un motor antiguo. Se detiene un momento en la esquina de una de las calles más anchas y busca un cigarro en los bolsillos. Llevaba años sin fumar, pero hoy se ha comprado una cajetilla. No le ha quedado más remedio. Mientras el cigarro prende entre sus manos ahuecadas, Sammy repara en las estelas de humo de los aviones del verano, que se alejan de Belfast en dirección al resto del país y del mundo. Les envidia sus alas, su capacidad de alzar el vuelo y largarse de allí. Para eso hace falta una ligereza que él perdió hace mucho tiempo. Sigue caminando mientras da caladas al cigarro. En las calles donde hay coches aparcados encima de las aceras y no queda sitio para pasar, camina por el medio de la calzada. Nadie lo detiene. Nadie le sonríe ni levanta la barbilla para decirle «Hola» o «Qué buen día hace». Lleva una cara como si viniera de un entierro en fin de semana. Hasta las palomas lo rehúyen.

Cada dos o tres manzanas, la acera está levantada en forma de cráteres con los bordes ondulados, como las costras negras de una tortita quemada. Son restos de incendios. Algunos son recientes y todavía echan humo. Otros se han solidificado y, al hacerlo, han formado ciudades minúsculas, con montículos, depresiones y troncos calcinados que asoman entre la ceniza, como Hiroshima o Nagasaki en miniatura. Tienen una belleza muy particular. Algunos ocupan toda la anchura de la calle y no hay forma de sortearlos, por lo que Sammy tiene que pasar por encima. Las hebras de alquitrán derretido se le pegan a las suelas de los zapatos y se estiran cuando sigue caminando. Después se sueltan y, sin hacer ruido, recuperan rápidamente su posición anterior. Tendrá que tener cuidado para no ensuciar la moqueta de la entrada de casa. No quiere enfadar a su mujer.

Pasa por delante de una tienda calcinada, de varios coches todavía humeantes y de un buzón que solo ha ardido por dentro, como una estufa de hierro. Por fuera aún conserva su forma de bala, pero el calor ha levantado la pintura roja, ha formado ampollas y ha dejado el emblema de la Casa Real hecho un estropicio. Está claro que los jóvenes están haciendo caso omiso de las normas. Ninguno de estos fuegos se ha encendido en el segundo piso. Ya están empezando a desmadrarse y a quemar todo lo que pillan. Lo que más entristece a Sammy son los árboles quemados, así que no los mira. Espera que su hijo haya visto esos árboles y la desagradable estampa de sus ramas calcinadas en alto. Le recuerdan a los quemados que salen corriendo de los incendios con los brazos levantados y los rostros boquiabiertos, derritiéndose, como aquel cuadro de Edvard Munch que los estudiantes aún cuelgan en las paredes de sus dormitorios. Sammy espera que Mark haya visto los daños que está provocando. Espera que se sienta fatal, aunque algo le hace sospechar que Mark es incapaz de sentir arrepentimiento alguno. Sammy mantiene la mirada en sus pies, que siguen subiendo y bajando. La preocupación lo tiene completamente ensimismado. No ve al anciano hasta que casi lo está pisando.

El anciano está delante de su casa, sentado en un cubo dado la vuelta. A su lado hay un perro, un terrier Jack Russell tan viejo que tiene la misma tripa flácida y la misma barba desgreñada que su dueño. Se le ve gordo y a la vez débil, igual que al anciano. Los años han acallado sus ladridos. Cuando mira a Sammy y abre la boca, el sonido que emite es como el estertor artrítico de la bomba de un acuario a punto de morir. No es la clase de perro que uno querría tocar sin guantes, pero el anciano lo tiene abrazado como si fuera su primogénito.

—Pero bueno, ¿qué hace ahí sentado? —exclama Sammy, parándose en seco—. Casi me caigo encima de usted.

—Estoy mirando mi casa —contesta el anciano.

No se levanta, de modo que Sammy tiene la cabeza mucho más alta que él, al menos medio metro. Ve la constelación de manchas marrones de la edad en la calva del anciano, como un halo. Percibe su olor a persona mayor, como a papel y a tostada quemada, que le penetra hasta el fondo de la nariz. El perro levanta la cabeza como si fuera a morderle, pero es demasiado esfuerzo. Está muy mayor. El anciano le pone una mano en la cabeza y el perro se queda dormido casi al instante.

Sammy mira hacia la casa que tienen delante. Es el típico adosado con dos habitaciones arriba y dos abajo y un jardín minúsculo delante. Solo en esta calle hay otra treintena de casas idénticas en fila. Lo único por lo que destaca es por el fuego. El interior de la vivienda está ardiendo. A través de las ventanas del piso de abajo, Sammy ve las llamas ascender por las cortinas como largas lenguas rojas. El tresillo Chester, un modelo de poliéster marrón y naranja, ya está siendo devorado por el fuego, que hace juego con el estridente estampado setentero. Sammy siente el calor en las mejillas y los brazos incluso estando en la acera.

—Oiga, se le está quemando la casa —dice—. ¿Ha llamado a los bomberos?

—Aún no —contesta el anciano—. Voy a esperar unos minutos, solo para asegurarme de que ha prendido del todo.

—¿Lo ha provocado usted?

—Claro que no. Han sido unos chavales.

—Qué cabrones. Si es que ya no saben lo que hacen, provocando incendios por todas partes. ¿Usted se encuentra bien? Podría haber muerto. Estas casas prenden como la gasolina.

—Ah, yo estoy estupendamente. Estaba aquí fuera con Towsie cuando ha empezado.

—Le podría haber pillado dentro, durmiendo. De verdad que estos chavales… Hay que estar tonto para ir por ahí prendiendo fuego a las casas de la gente.

—No, no, hijo. No lo has entendido. Les he pedido yo que lo hicieran. Les he pagado cien libras para que quemaran la casa.

Sammy mira fijamente al anciano. Irradia tranquilidad, la clase de calma que se puede apreciar en la superficie de un charco cuando no hay viento y el reflejo del cielo resplandece igual que el cielo que está encima. No parece nada afectado por lo de la casa.

—¿Es para cobrar el dinero del seguro? —pregunta, aunque nunca ha oído que nadie fuera detrás del dinero del seguro con una casa de este tipo. No merecería la pena.

—No, qué va, el seguro me importa un pepino. Mañana me mudo a una de esas viviendas de Fold para gente mayor y no quiero que el Gobierno se quede con mi casa. Cuando te vas a una residencia, se apropian de todos tus bienes para pagarla. Es un robo a mano armada, eso es lo que es.

Sammy no expresa ninguna opinión. Quiere irse de allí. Se le está achicharrando la espalda y le preocupan los materiales sintéticos del jersey, que enseguida van a empezar a derretirse. Cree que el anciano ha perdido la cabeza, pero sería indecente dejar a una persona mayor sentada en un cubo mientras se quema su casa.

—¿Seguro que no quiere que llame a los bomberos? —pregunta.

En lugar de responder, el anciano dice:

—Se la he colado, ¿verdad, hijo? —Empieza a reírse como loco, balanceando el cuerpo adelante y atrás sobre el cubo, como un chiflado al que hubieran dejado pasar el día fuera del manicomio—. Se la he metido doblada a esos cabrones.

—Desde luego —dice Sammy.

Siente un cansancio muy profundo, la clase de cansancio que no se pasa durmiendo.

La risa del anciano despierta al perro, que empieza a aullar como si estuviera poseído. A continuación, se levanta de la acera, se coloca detrás de su dueño y se pone a orinar, con chorros intermitentes, contra el cubo. Sammy siente que le va a explotar la cabeza. Se mete detrás de un seto para llamar a los bomberos en privado. No quiere faltar al respeto al anciano, pero le preocupan las casas de los lados y las personas, mascotas y enseres de dentro, que se están calentando por momentos.

La chica de la centralita del número de emergencias tiene un acento cerrado de Fermanagh. Es difícil entender las palabras que tienen varias vocales. Tampoco pronuncia muy claramente las consonantes, pero Sammy consigue captar que no le preocupa demasiado el incendio del anciano.

—¿Hay algún herido? —pregunta la operadora—. ¿Puede apagarlo usted mismo con una manta? ¿Es un edificio catalogado o uno normal? Ahora mismo estamos teniendo que dar prioridad a los edificios antiguos e importantes, como el ayuntamiento o los castillos.

El tiempo de espera para un camión de bomberos (y no le va a engañar, dice la chica, tratándose de un incendio de ese tamaño igual no va más que una furgoneta con cubos y extintores) es de unos veinte minutos, lo cual, continúa, «no está muy mal» y es «mucho menos de lo que va a ser esta noche, cuando los incendiarios se pongan en serio».

Sammy cuelga el teléfono y va a avisar a los vecinos de que, aunque sus casas aún no estén ardiendo, seguramente deberían ir llamando a los servicios de emergencias. Informar a los bomberos de que su casa va a estar en llamas dentro de unos veinticinco minutos puede suponer la diferencia entre conseguir apagar el fuego o ver cómo se propaga por toda la fila de casas.

Mientras camina hasta el final de la calle, esperando ingenuamente ver aparecer un camión de bomberos antes de lo previsto, Sammy piensa en los fuegos de su juventud: las hogueras, las casas calcinadas, la tienda de muebles del final de Newtownards Road que rociaron con gasolina cuando los dueños no pagaron el impuesto revolucionario, los negocios que quemó por el dinero del seguro y todos esos coches a los que prendieron fuego solamente por la perversa euforia que sentían al sembrar el caos.

En aquellos tiempos los volvía locos quemar coches.

Sammy recuerda concretamente la noche que salieron de la ciudad y recorrieron unos cincuenta kilómetros en dirección norte, hasta uno de los pueblecitos agrícolas de las afueras de Ballymena, en medio del campo. En el asiento trasero de su Ford Cortina iban arracimados varios tipos fortachones, así que fue conduciendo por aquellas carreteras rurales con los bajos del coche pegados al suelo, chirriando cada vez que la parte trasera tocaba los montículos y baches embarrados. Era el año 1986 y todos llevaban pistola. Sammy tenía la suya guardada en la guantera. Lo había visto en una película americana, Malas calles o Harry el Sucio. Le bastaba saber que la pistola estaba ahí para sentirse como un gánster. A veces, en los semáforos, abría la guantera y dejaba que sus dedos acariciaran el frío metal gris. Pensaba en disparar al conductor que estuviera parado a su lado en el semáforo. Podía hacerlo si quería. No los separaba nada más que cristal. Sammy nunca disparó a nadie en un semáforo, pero solamente de pensar en ello le hervía la sangre. La sentía correr por las venas y los pulmones, cálida como el whisky.

Esa noche en concreto fue en febrero o principios de marzo. En el campo, sin farolas que interrumpieran la negrura, a las cinco ya era noche cerrada. Sammy entró marcha atrás en un prado a las afueras de Cullybackey y dejó el Cortina allí aparcado, con el capó todavía despidiendo vapor hacia el aire invernal. Habían escogido expresamente una carretera por la que no pudiera circular más de un coche a la vez. La gente conducía despacio por aquellas carreteras, por miedo a las curvas y al ganado suelto. Cuando pasaba un coche, Sammy y sus amigos lo paraban haciendo señas con linternas, apuntaban al conductor a la cabeza con sus pistolas y gritaban: «Canta La banda o apretamos el gatillo y te volamos los sesos. A ti y a todos los del asiento de atrás».

El objetivo era meter el miedo en el cuerpo a todos los católicos que encontraran. El objetivo enseguida se había distorsionado, con el subidón de gritar a desconocidos en medio de la oscuridad. Se sentían como dioses cuando las mujeres se ponían a llorar, cuando los hombres suplicaban y cuando notaban el sudor de las pistolas en las frías manos. Se sentían intocables. No hacía falta uno de esos papistas de mierda para sentir aquello: valía cualquier pobre diablo con un Skoda.

Algunos de los coches llevaban niños dentro y a esos los dejaban pasar, haciéndoles gestos con las manos (con las pistolas bien visibles) para que siguieran circulando. No eran unos degenerados. No habrían hecho daño a niños a propósito, aunque no tenían la misma paciencia con los ancianos. Los republicanos mayores eran casi peores que los jóvenes, con su jerigonza incomprensible y su manía de meter al papa en todas las conversaciones. Los viejos curas tampoco les daban ningún miedo. Al lado del bosque de Portglenone había un monasterio donde vivían unos cuantos, y Sammy y los demás se pasaron toda la noche bromeando entre ellos: «¿A que sería buenísimo presentarnos allí, prender fuego al monasterio y asustar a todos esos meapilas como Dios manda?». Otra cosa eran las monjas. Las monjas siempre les habían dado pánico. No habrían sabido qué hacer con una en una carretera desierta a esas horas de la noche. Habría sido como encontrarse con un fantasma.

Cada vez que paraban un coche se tapaban la cara con pasamontañas, que volvían a subirse cuando no venía nadie por la carretera para poder fumar. Seguramente habría sido suficiente con los pasamontañas, sin las armas. La gente de la zona sabía lo que significaba una cara tapada. Aun así blandían sus pistolas y, de vez en cuando, se volvían hacia la oscuridad y disparaban un par de balas en dirección a los campos. El estruendo de los disparos, seguido de un eco que se adentraba en la negrura, era de locos, como algo propio de una película. Al oírlo, la gente gritaba y después se tapaba la boca con las manos para volver a meter el grito dentro, como intentando impedir que saliera el pánico.

Hubo un chico joven que se meó encima en cuanto Sammy levantó la pistola. La mancha, que se fue extendiendo desde la entrepierna hasta cubrir toda la pernera, era oscura, como vino derramado en un sofá. Ni siquiera consiguió llegar hasta el final de la primera estrofa de La banda, aunque juró y perjuró que era protestante. Si hubieran querido, podrían haber mirado su carné de conducir y habrían comprobado que, efectivamente, se llamaba William y se apellidaba Rodgers. Los cuatro hombres armados se rieron de él, señalando los pantalones mojados y haciendo gestos con la cabeza a su novia, que lloraba silenciosamente en el asiento del copiloto, como diciendo: «¿Tú estás viendo la pinta de este? ¿Qué haces saliendo con un tipo que se mea encima en plena calle?».

Cuando paraban un coche en el que iban católicos, le prendían fuego, dejaban a los ocupantes en el arcén y se desplazaban hasta otro lugar a cuatro o cinco kilómetros. A Sammy le gustaba la imagen de los coches en llamas formando una hilera en medio de la oscuridad de los campos, como almenaras de la época de los normandos. Aquella noche solo quemaron tres, pero fue como si los hubieran puesto allí expresamente para ellos. Era fácil distinguir a los conductores católicos de los protestantes. Los católicos no se sabían la canción, ni siquiera eran capaces de hacer un intento. Llevaban rosarios colgados del espejo retrovisor: un diminuto Jesucristo de plata que se balanceaba en su diminuta cruz de plata. También tenían cara de católicos, olían a católicos y llevaban el asiento trasero lleno de trastos de sus veinte hijos. A los hombres les pegaban (no mucho, y solamente puñetazos), por hacer algo. Era lo que se esperaba. Pero a lo que habían venido realmente era a quemar coches. Quemar cosas no era algo que se pudiera hacer todos los días en Belfast, al menos no sin permiso. Merecía la pena conducir hasta allí solo para ver los coches empezar a arder y las caras de sus dueños ponerse rojas como el demonio al presenciar cómo sus relucientes Fords y Peugeots quedaban reducidos a cenizas negras.

El tercer católico de la noche fue diferente. Después de él, se les quitaron las ganas de quemar coches. Se metieron en el Cortina y volvieron a Belfast Este, parando por el camino a cenar fish and chips en Antrim.

El tercer hombre iba solo. Había tomado el camino de Cullybackey para ir de Ballymena a Garvagh, donde le esperaba una joven esposa y un pedido de comida china en el chalé al que se acababan de mudar. Le sacaron toda esta información apuntándole con una pistola a la cabeza, aunque seguramente se lo habría contado de todas formas. Se comportaba con aire relajado, sin sudar apenas bajo su chaqueta de piel de borrego. Les preguntó si les importaba que fumara y, cuando le dijeron que adelante, ofreció cigarros a todos de su cajetilla. Se sabía La banda pero se negó a cantarla, aduciendo que era católico y que aquello era absurdo y humillante. Sammy le pegó tres o cuatro puñetazos en las costillas por decir eso, pero el tipo casi ni se inmutó.

—¿Vais a quemarme el coche, chicos? —preguntó en cuanto recuperó el aliento. Cuando le dijeron que sí, que iban a prender fuego a su BMW nuevecito hasta reducirlo a cenizas, además de rajarle los neumáticos, contestó—: Bueno, supongo que no puedo hacer gran cosa para impedíroslo.

Dicho esto, se sentó en la hierba del arcén y se fumó el resto de la cajetilla, encendiendo cada cigarro con la colilla del anterior. No pareció importarle lo más mínimo quedarse sin coche, ni siquiera cuando el fuego alcanzó el depósito de la gasolina y el BMW saltó por los aires.

—¿Qué coño pasa contigo? —le preguntó Sammy. De pie a su lado, le pasó la pistola por el borde de la barba perfectamente recortada, primero bajando por una mejilla, a continuación deslizándola por el mentón y después subiendo por la otra mejilla, un gesto que empezó siendo amenazante pero que, al llegar a la tercera caricia, le pareció sumamente íntimo, como algo que un hombre no debería hacerle a otro.

—Tengo un seguro estupendo —contestó el hombre.

Aquello fue suficiente para que a Sammy se le encendiera una especie de bola de fuego dentro del cuerpo. Se lanzó a por la cara del hombre con el cañón de la pistola. Le rompió la nariz, le puso los dos ojos morados golpeándole con el canto de la mano y le dejó aquellas mejillas perfectamente afeitadas hundidas hacia dentro, como un suflé poco hecho. Cuando acabó con él, tenía la cara hecha papilla, de un color rojo en el que asomaban trozos blancos de hueso y de diente. Los demás se mantuvieron apartados, mirando: tres siluetas negras recortadas contra las llamas, como aquellos tipos del horno de fuego de la Biblia.

Dejaron al hombre en una cuneta, no muerto pero casi. Después de aquel episodio, ninguno tenía cuerpo para seguir quemando coches. Dieron la vuelta y regresaron a Belfast. Sammy iba al volante. Se pasó todo el trayecto con el estómago revuelto, no por cómo le había dejado la cara a aquel hombre, sino por el hecho de que ese mismo hombre fuera a cobrar el dinero del seguro. No había forma de derrotar por completo a ese cabrón sin matarlo. Incluso si lo mataba, su mierda de esposa republicana cobraría el dinero del seguro, y de todas formas ya era demasiado tarde para volver a donde lo habían dejado. Igual estaba allí la pasma.

Sammy no soportaba la sensación de haber perdido, aunque solo fuera un poco. Se le quedó metida entre los dientes y durante las semanas siguientes fue como si cada día se le fuera hinchando un poco más. Era lo único en lo que podía pensar con claridad. Todas las noches cerraba los ojos y veía a ese imbécil engreído con su abrigo de piel de borrego y su BMW nuevo, todo sonrisas, como diciendo: «¿Quién ha ganado ahora, Sammy Agnew?».

Todavía piensa en el tipo de Garvagh cada vez que ve una chaqueta de piel de borrego por la calle o en la televisión. Hay más de las que uno cree. Derek Del Boy Trotter. El tío de Ballymena que da los resultados del fútbol. El puñetero David Beckham, posando con la mujer con sus abrigos a juego. Lleva treinta años pensando en esa noche al menos una vez a la semana. Ahora que está rodeado de fuego, le viene a la cabeza cada vez más a menudo.

Sammy no se queda a esperar a los bomberos. Llega hasta el final de la calle y sigue andando. Tiene un sabor desagradable en la boca. Sabe que sería capaz de destruir cualquier cosa que quisiera destruir. Debería ir a casa y preguntarle a Mark si él también siente esa cosa oscura en la boca, si es lo único que lo mantiene motivado hoy en día.

Sabe que lo es.

Tiene que decirle a su hijo que la violencia es hereditaria, como el cáncer o las enfermedades del corazón. Es un tipo de enfermedad. Mark la ha heredado de él. No es culpa suya, nada de lo que está pasando es culpa suya, ni siquiera los incendios ni los heridos.

—No es culpa tuya, hijo —le dirá a Mark, poniéndole una mano en el hombro con firmeza. Al decírselo, lo mirará directamente a los ojos. No será capaz de afirmarlo con total convencimiento, pero se le da muy bien mentir.

Le dirá todo eso y otras vacuidades amables, aunque sabe que la situación es tan complicada que no se va a resolver con una mano en el hombro. Hay cosas con las que un padre puede cargar por su hijo y cosas con las que tiene que cargar uno mismo. Mark es casi un hombre. Vota. Tiene coche. Tiene un título universitario de algo relacionado con ordenadores que Sammy no entiende del todo. Tiene edad suficiente para saber que la gente normal no se dedica a provocar incendios ni a incitar a otros a provocarlos. Tiene edad suficiente para asumir las consecuencias.

Tiene edad suficiente para obligarse a sí mismo a parar.

Sammy piensa en su propia ira. Sigue estando donde siempre ha estado. Es como hielo que está dentro de su cuerpo esperando a derretirse y, una vez en estado líquido, empezar a hervir. Hay veces que se queda despierto en la cama por la noche, al lado de su mujer, se pone la mano en el pecho y la siente latir intensamente, intentando volver a salir. Pero nunca permite que le venza. Jamás alza la mano contra nadie, ni siquiera levanta la voz. Ha construido un muro entre sí mismo y su pasado. Es un muro muy alto en el que no puede existir ninguna puerta, y aunque casi todo el tiempo Sammy se siente responsable de Mark, de vez en cuando también hay algo dentro de él, esa parte de sí mismo que protesta y que no puede evitar las comparaciones con otros hombres, hasta con su propio hijo, que no deja de repetirle que Mark es débil. Que Mark es malvado. Que Mark tiene la culpa por no controlar sus impulsos.

Quiere destruir a su hijo.

Quiere colmarlo de cosas buenas.

Sammy camina hacia el límite de Belfast Este, donde la calle asciende hacia Castlereagh Hills. Las casas se vuelven más grandes. Las filas de adosados dan paso a filas de pareados, y más tarde a calles en las que solo hay chalés individuales. Las calles se ensanchan. En esa zona hay más árboles, más setos, así como jardines lo bastante grandes para que la gente tenga que cortar la hierba con un tractor cortacésped.

Sammy es el dueño de una de esas casas. Tiene un jardín delante y otro detrás. Lo separan kilómetros de su lugar de origen, y sin embargo la distancia no ha hecho que cambie absolutamente nada. Sigue siendo el mismo hombre que ha sido siempre. Su hijo siempre será hijo suyo. Abre la puerta de su casa, pasa por encima del felpudo y ensucia toda la moqueta buena con el alquitrán negro de los incendios. Es imposible quitar las manchas. El alquitrán se queda pegado a todo lo que toca.

Los incendiarios

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