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LA NIÑA QUE SOLO SABE CAERSE

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Emma está subida a la rama, descalza. Nunca lleva zapatos cuando va a intentar volar. Su madre se empeña en que se quite toda la ropa y se quede en bragas. Ahora que es más mayor y está más acomplejada por los bultos y las curvas que le están empezando a asomar bajo la piel, Emma insiste en ponerse algo que la tape un poco más, como un bañador o un maillot. Su madre accede, con tal de que lleve los brazos y las piernas al aire. Es importante no cargar con peso de más, conservar la sensación de liviandad. En realidad, va a dar lo mismo. Emma podría envolverse el cuerpo en globos de cumpleaños, inhalar helio directamente de una bombona o agitar los brazos arriba y abajo, como una paloma mensajera, y daría exactamente igual. Seguiría cayéndose. Desplomándose. Descendiendo en picado a una velocidad de vértigo.

Emma rodea el tronco con los brazos. Siente cómo la corteza húmeda le raspa las yemas de los dedos. Al lado del árbol marrón, su piel es tan blanca que casi resplandece. Tiene un moratón azulado en la cadera izquierda, de la caída de la semana pasada, y un par de arañazos rosados en las rodillas, en los que se le están empezando a formar costras. La semana pasada fue una tapia. Hoy es un árbol. Han probado con escaleras, columpios, incluso con un puente. Por lo visto, el número de lugares elevados desde los que se puede tirar a una hija por su propio bien es infinito. Emma mira hacia abajo y se fija en el césped mullido de alrededor del tronco del árbol. Es un alivio. Ese tipo de suelo es más blando. El cemento no es tan flexible. Un estornino levanta el vuelo desde las ramas más altas y pasa a su lado rozándole la cara. Emma envidia su facilidad para volar.

Al acercarse lentamente hacia el borde, se cuida de mantener los codos pegados al cuerpo. No puede arriesgarse a desplegar las alas. Están cubiertas por una fina membrana, como piel pero más frágil, y debe asegurarse de que no se le rasguen con alguna astilla. Se acerca con cuidado al extremo de la fina rama, que siente curvarse bajo su peso, y arquea los pies alrededor. Bajo sus dedos descalzos, la rama está llena de seres diminutos: cochinillas, hormigas, criaturitas microscópicas. Se ven atraídas por Emma y por el poder que emana de su cuerpo cada vez que las toca. Emma siente el cosquilleo de los insectos en la piel. Podría quedarse horas aquí. De verdad. Pero eso no es lo que quieren que haga. Eso sería desperdiciar sus alas.

—¿Preparada? —grita su padre.

—Preparada —contesta Emma.

Casi cuatro metros más abajo, su padre retira la escalera y retrocede para ver mejor. Su madre tiene la cámara de vídeo en la mano. Emma estira los brazos y deja que sus alas se desplieguen, como unas velas rosas agitándose con la brisa. Flexiona las rodillas y despega. Durante apenas un segundo, su trayectoria es ascendente. Solo es un segundo, pero en ese brevísimo instante Emma siempre tiene fe. Entonces la gravedad la agarra de los tobillos y vuelve a tirar de ella hacia la tierra. Cae al suelo y echa a rodar. Sabe cómo amortiguar el golpe. Cualquiera se volvería un experto al cabo de unas cuantas caídas, y Emma no sabe hacer otra cosa que caerse.

Los incendiarios

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