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2. BELFAST, CIUDAD DEL AMOR

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Siempre he sido Jonathan. Nunca John. John es como se llama mi padre. Ya está cogido. Desde luego no soy Jonny, aunque a veces en la intimidad hago como que me llamo así y voy andando por la casa con aire arrogante, con la barbilla en alto como un malote. Jonny Murray es un nombre como de jugador de rugby, o de un chaval con el que coincides en los baños de una discoteca de Cookstown y que no para de hablarte mientras se lava las manos con agua fría. Jonny Murray está a gusto consigo mismo. Conduce con aire relajado, cogiendo el volante con una sola mano, y lleva camisetas con cosas escritas, una distinta cada día: «Pringado», «Harvard», «¿Qué pasa, nenas?». Jonny se dirige a las mujeres como si todos ellos hablaran el mismo idioma. No le da miedo bailar ni que lo miren de arriba abajo, que es el origen de todos mis miedos.

Creo que me habría gustado ser Jonny, o quizá otra persona completamente diferente.

Pero soy Jonathan, con sus tres sílabas, solo Jonathan y siempre Jonathan. Esto no fue decisión mía. Primero tuve unos padres, como unos nervios pinzados, que me llamaban así, y después me hice médico. Entre una cosa y la otra no tuve espacio para maniobrar. He pensado en cambiarme el nombre, pero con treinta años es demasiado tarde, aparte de que mis pacientes no se fiarían de un médico llamado Jonny.

En tiempos intenté usar un diminutivo. Sobre todo en la universidad, cuando aún lo intentaba con las chicas. Alargaba el brazo por encima de la mesa para darle la mano a una desconocida (me valía cualquiera que tuviera un aspecto aceptable) y decía: «Hola, soy Jonny Murray, encantado». Pero Jonny siempre ha quedado mal con Murray; demasiadas íes griegas chocándose. Mi propio nombre se me atascaba en la boca, como saliva seca. Muchísimas chicas reaccionaron dándome la espalda y volviéndose sin vacilar hacia otras conversaciones, sin llegar ni a decirme sus nombres. Al final tiré la toalla. Entonces volví a ser Jonathan o, la mayor parte del tiempo, a mantener la boca cerrada.

En el centro de salud soy el doctor Murray tanto para los pacientes como para mis compañeros. Con estos últimos me pregunto si es por falta de confianza o si simplemente es lo recomendable entre profesionales. Me quedo escuchando a través de la puerta de la sala de personal para ver si los otros médicos se llaman por sus nombres de pila. Es imposible saberlo. Solo dicen cosas como «¿Me pasas una cuchara?» o «¿Hay leche en la nevera?». Casi nunca tienen necesidad de utilizar nombres de ningún tipo. Aun así, tengo la sensación de encontrarme fuera de un círculo. Estoy casi seguro de que los otros médicos se llaman Chris, Sarah y Martin/Marty cuando yo no estoy delante. Sospecho que todos se van a tomar algo después del trabajo y que a mí nadie me dice nada. Intento repetirme a mí mismo que tampoco me importa demasiado y por las tardes los observo salir del aparcamiento por una rendija de la persiana de mi consulta. Van en coches separados, pero eso no quiere decir nada.

Últimamente he empezado a tener una especie de fantasía en la que las recepcionistas del centro de salud me llaman Doc. El sonido de sus voces pronunciando ese nombre es como una taza de leche caliente. Sé que es absurdo, además de poco práctico, ya que en el centro somos cuatro médicos y todos tendríamos el mismo derecho a que nos llamaran así. Es mejor inventarme un apodo solo para mí. Quizá Menta, por la marca de caramelos que coincide con mi apellido. Pero sé que ni una sola de las recepcionistas ha acabado el instituto. Son criaturas amables que saben escribir a ordenador y contestar el teléfono. A ellas solas no se les ocurriría algo tan ingenioso como Menta. He abandonado mi fantasía. Mi pragmatismo está presente en todo momento, hasta cuando fantaseo con las recepcionistas y con lo que llevan puesto debajo de la blusa.

No tengo un segundo nombre. La culpa de eso es de mis padres. No tenían planeado tener hijos. Si les hubieran obligado a pronunciarse, quizá habrían dicho que preferían tener perros o adornos para el jardín que versiones de sí mismos en miniatura. Yo fui, y sigo siendo, «un accidente», aunque en realidad creo que esa palabra es un término inapropiado para el acto de plantar la semilla de un hijo en el vientre de tu mujer. Los accidentes son acontecimientos no intencionados, como un plato roto o un coche siniestrado. A menudo interviene el alcohol. Sin embargo, «accidente» es la palabra que siempre se ha empleado en la familia Murray para describir mi concepción. Una descripción más apropiada podría ser «desenlace decepcionante», o quizá «desafortunada consecuencia», pues me han contado que el acto en sí estuvo cuidadosamente planeado y que hubo hasta velas.

Tras el «accidente» inicial, mis padres disfrutaron el uno del otro durante nueve largos meses. Esto tendría que haber sido tiempo más que de sobra para ir haciéndose a la idea de tener un hijo. No se fueron haciendo a la idea de tener un hijo, sino que se pasaron esos meses bebiendo, saliendo a cenar y yéndose de vacaciones con amigos a la Costa Azul, disimulando su creciente problema con blusones y vestidos sueltos. Mi padre me ha contado que descubrir el vientre de su mujer, expandiéndose con la entrada en el tercer trimestre, le causaba una enorme impresión cada vez que mi madre se quitaba la ropa para irse a dormir. Era incapaz de mirar directamente a la tripa, por lo que dirigía la vista hacia un lado, con la mirada desenfocada, como cuando hay una escena muy angustiosa en la televisión y uno la ve pero sin verla. «¿Qué vamos a hacer con esto?», preguntaba mi madre, señalando el lugar donde los pantalones ya no le abrochaban, y mi padre se encogía de hombros y contestaba: «Mañana lo hablamos». Se servían un vino, normalmente tinto, y a la noche siguiente se repetía la misma escena, como un capítulo antiguo de una serie de televisión. Cuando llegó el bebé, mi madre todavía seguía diciendo: «¿Qué vamos a hacer con esto?», pero la respuesta ya no podía seguir posponiéndose.

Hay que señalar que esta es la clase de cosa que en mi infancia servía como cuento para contarme antes de dormir. Quizá no es de extrañar que haya salido como he salido.

Ninguno de los dos había deseado tener un hijo. Dárselo a alguien tampoco era una opción. Mis padres ejercían profesiones liberales: ella era abogada, él trabajaba en temas de dinero, no exactamente en contabilidad pero algo parecido. No se movían en la clase de círculos en los que los bebés podían darse en adopción. Sus amigos y conocidos los considerarían horriblemente vulgares por haberse hecho con un niño sin tener especial interés en tener uno. Esa era la clase de cosa que hacía la gente de los barrios de viviendas sociales. Si la gente se enteraba, dejarían de invitarlos a sus cenas. Serían objeto de miradas y cuchicheos en los restaurantes de los mejores hoteles de Belfast. Mis padres no se veían convirtiéndose en unos parias, así que se quedaron con el bebé y lo llamaron Jonathan.

Su imaginación, más o menos como su entusiasmo, era una criatura de pocos recursos. No les llegó para pensar un segundo nombre. Entonces me bautizaron y ya no hubo escapatoria. Sin un segundo nombre, no hay forma de diferenciarme de los otros miles de Jonathan Murrays que viven en el mundo occidental, sin duda hombres hechos y derechos con puestos de ingeniero, esposas y coches familiares que venden cada tres años para comprarse uno mejor. No merece la pena buscar mi propio nombre en Google para divertirme. Hay al menos otros diez Jonathan Murrays solamente en Belfast, un centenar si amplío la búsqueda al resto de Irlanda.

El nombre me sirvió de excusa para convertirme en un niño anodino. Mis padres no hicieron nada para convencerme de lo contrario. No se comportaban con la clase de crueldad que se ejerce a palos, ni siquiera mediante palabras. Nunca me faltó comida en el plato y me compraban todas las maquinitas que hicieran falta, ya que mi madre abordaba la crianza como si fuera un deporte competitivo. No podía soportar que pareciera que la gente de su entorno le sacaba ventaja. Mis padres tampoco mostraban ningún interés especial en mí. No era raro que pagaran a la canguro para que asistiera a los conciertos de mi colegio con una cámara de vídeo. Luego no veían los vídeos, pero los tenían en una balda del estudio por si alguna vez hacían falta pruebas que demostraran su interés. En más de una ocasión se olvidaron de mi cumpleaños y me hicieron regalos días antes o después de la fecha. Jamás me tocaban, ni con buenas ni con malas intenciones. En cuanto cumplí dieciséis años emigraron a Nueva Zelanda, supuestamente por trabajo.

Yo no me fui a Nueva Zelanda con mis padres. Estaba acabando la secundaria. Después vendrían dos años de bachillerato y a continuación iría a Queen’s a estudiar medicina. Mi padre me lo había explicado por lo menos doscientas veces desde el día que había cumplido doce años. Se había dejado todo por escrito para el abogado y, al igual que mi nombre, era inamovible. Había dinero para un internado privado, para la universidad y para un coche, si es que quería uno cuando tuviera edad de conducir. Lo único que tenía que hacer era dejar que mis padres me abandonaran. Habían tenido que esperar dieciséis años para poder hacerlo sin que sus amigos pensaran que eran unas personas horribles.

«Sería cruel llevarte a vivir a Nueva Zelanda, Jonathan», explicó mi madre. (Había organizado una cena con los vecinos para que pudieran oírla decir esto como si fuera una madre razonable). «Todos tus amiguitos están aquí en Belfast —continuó—. No queremos separarte de ellos». Ni aunque me hubieran obligado habría podido nombrar a una sola persona a la que considerara un amigo. Quizá el chico que se sentaba a mi lado en clase de ciencias y que una vez me había prestado un boli. Ni siquiera estaba seguro de cómo se llamaba. Timothy o Nicholas, me parecía. Algún nombre repipi. Pero veía los anzuelos que me estaba lanzando mi madre con la mirada. Estaba desesperada, igual que mi padre, que juntaba y separaba las manos nerviosamente bajo el mantel. Estaría bien librarme de los dos. Su desinterés era un peso que arrastraba constantemente, como una pierna coja. Así que dije: «Claro, madre. Es mejor que me quede aquí». Me daba un poco igual una cosa que otra.

A partir de entonces, estuve mayormente solo. La duración de ese periodo fue de unos catorce años.

No sería justo decir que en todo ese tiempo no intenté hacer amigos. Durante una temporada, cuando estaba en la universidad, formé parte de un grupo de estudiantes de medicina. El nombre colectivo para denominar a ese conjunto de personas es clase; en su defecto, letargo. Ninguno de los dos nombres encajaba bien con aquel grupo, pues eran el tipo de gente triunfadora y entusiasta que no necesitaba un aula para extraer lecciones de la vida. Sobre el papel no eran gente compatible, y desde luego no parecían la clase de amigos a los que harías fotos y con los que después mantendrías el contacto. Eran conscientes de que, si tenían una relación, era tanto por las circunstancias como por elección. Sabían que era mejor no hablar de la extraña estampa que ofrecían cuando estaban en grupo alrededor de una mesa. Ni de los largos silencios. La suya era una dependencia frágil que podía desintegrarse fácilmente.

Yo nunca tuve del todo claro si aquello era amistad. Pero era mejor que el inmenso vacío de los años anteriores. A menudo estaba en el mismo lugar que aquellas personas a la misma hora: cantinas de hospitales, aulas, bares de estudiantes, cines… Hablábamos con y de los demás y a veces organizábamos alguna actividad, como ir a jugar a los bolos. Una Navidad hicimos el amigo invisible y me hicieron el mismo regalo que hice yo, unos calcetines con estampados cantosos envueltos en papel de regalo. Fue un alivio abrir mi paquete y comprobar que no me había equivocado regalando calcetines. Por mi cumpleaños me compraron una tarta y todo el mundo cantó «Cumpleaños feliz te deseamos, Jonathan», incómodamente, en un restaurante. Estuvo bien, pero jamás, ni por un momento, tuve la sensación de que ninguna de aquellas personas me deseara verdadera felicidad. En el grupo éramos siete, tres chicas y cuatro chicos. Sabía que lo único que me unía a los otros seis eran mi bata blanca y mi fonendo.

Durante aquel periodo, de vez en cuando me recostaba en mi asiento para distanciarme de la conversación que estaba teniendo lugar en torno a la mesa y miraba aquellas caras conocidas. «¿Esta gente son mis amigos?», me preguntaba. No me caían muy allá ni me lo pasaba especialmente bien con ellos, pero quizá la amistad era algo más que encontrarse a gusto. Sí, concluí finalmente, una vez analizadas las pruebas (calcetines navideños, tarta de cumpleaños y la noche que, estando muy borracha, Nuala me había besado delante de un Clio aparcado), efectivamente eran mis amigos. De modo que eso era lo que se sentía al tener un amigo y ser un amigo. Desde luego, era una sensación decepcionante.

La idea de la amistad que me había hecho de pequeño había sido mi ruina. La culpa fue de la televisión, lo que quiere decir que en realidad la culpa fue de mis padres. Me criaron aislado, con una tele en cada habitación. No me fiaba de la amistad salvo que fuera perfecta y estuviera acompañada de canciones, y además de canciones (o incluso bailes) de las de la tele, como las que salían en las películas. Siempre que me imaginaba teniendo amigos, lo que anhelaba era una amistad rubia y radiante, como ese deseo puro de estar en una piscina que siempre me despertaba el olor a cloro. Aquello era un sentimiento imposible de definir que venía de América, hecho de dentaduras blancas, risas y gente atractiva abrazándose, como niños más que como amantes. Aquello no casaba con Belfast Este, donde la lluvia le robaba la luz a todo lo que tocaba. No tenía en cuenta cómo eran en realidad los brazos y las sonrisas apagadas de la gente que me había ofrecido una casa en la que celebrar la Navidad o una tarde de estudio en la biblioteca. Aquella gente no era lo bastante atractiva. No era nada atractiva.

Comparaba a mis amigos con los de la televisión y sabía que no les llegaban ni a la suela del zapato. Había confiado en que algún día tendría amigos y amantes increíbles. Llegué al último año de universidad sin haber conseguido ninguna de las dos cosas. Aun así, no estaba todo perdido. Se podían intentar algunas cosas. Podíamos esforzarnos más en eso de ser jóvenes. Podíamos lucir mejores cortes de pelo, acostarnos con gente, bañarnos en sitios donde normalmente no estuviera permitido bañarse. Podíamos hablar más alto. Quizá eso bastaría para redimirnos. Sin embargo, no sabía cómo decirles esto con delicadeza, así que no dije nada y me fui retrayendo en silencio. Perdí el contacto con todos ellos en cuanto acabé la carrera.

Cuando me fui acercando a los treinta, de vez en cuando me ponía a pensar en mi adolescencia y en los primeros años de mi veintena y se me llenaban los ojos de lágrimas con esa clase de decepción que es como estar triste por otra persona aunque en realidad esa persona es uno mismo. Yo no había ido a fiestas de disfraces, no me había desmadrado en viajes en coche con amigos y no había tenido romances de verano. Ya nunca iba a volver a ser joven ni a tener la oportunidad de hacer locuras. No tenía a nadie con quien compartir aquella tristeza. Jamás había estado enamorado. No podía imaginarme a mí mismo estando lo bastante relajado. Echaba la culpa de esto a mis padres. De vez en cuando, si me había tomado un par de copas, dejaba a un lado a mis padres y reconocía que el causante de aquella decepción había sido yo mismo. Que la culpa era mía por ir por la vida como un armario cerrado, por no soltarme lo suficiente para ponerme a bailar o para arriesgarme a rodearle la cintura con el brazo a una desconocida. Tomar conciencia de esto no sirvió de nada. Para cuando cumplí los treinta, vivía encerrado en mí mismo. Era como una persona olvidada por el mundo. Me costaba creer que aquello fuera a cambiar con el tiempo o con las circunstancias. No era lo suficientemente valiente para intentar cambiarlo.

Por las noches veía la televisión como si fuera otra persona que estuviera conmigo en la habitación. A veces hablaba con la pantalla. Pagaba las facturas mucho antes de la fecha límite e iba todos los días a trabajar en algo que ni me gustaba ni me disgustaba especialmente. Comía los mismos platos todas las semanas en los mismos días y nunca bebía más de dos copas, por miedo a convertirme en la clase de hombre que bebe solo. Corría cinco kilómetros todas las mañanas en una cinta en la habitación de invitados. Habría sido agradable correr en la calle, con los ciclistas y la gente que sacaba a los perros temprano, pero no soportaba la idea de que me miraran y me consideraran ridículo. No me permitía sentir lástima de mí mismo. Una vez que lo hiciera, sería el fin. El fin no siempre me parecía la opción más horrible. A veces me parecía una opción muy sensata.

Dos años antes, mientras atravesaba esa tierra de nadie que es la semana entre Navidad y Año Nuevo, un día me llevé del trabajo un botecito marrón de un medicamento que se administraba con receta. Se pasó una semana en mi mesilla de noche, donde su color marrón de botella de cerveza resplandecía a la luz de la lámpara. Me estaba llamando a gritos y al final dejé de resistirme. Sujeté el bote con el puño izquierdo y lo tuve ahí toda la noche, bien agarrado. Me dejó una marca rectangular en la palma de la mano. Dormí con la mano cerca de la cara, aunque sin llegar a tocarla. Antes de quedarme dormido, estuve pensando cosas como «Tardarían semanas en encontrar mi cuerpo» o «¿Y si alguien me encuentra a tiempo?». Pensé que soñaría cosas estridentes, de la angustia, pero solo soñé que estaba durmiendo. Durante la noche el bote se destapó y a la mañana siguiente las sábanas estaban salpicadas de pastillas blancas. Como aún estaba casi soñando, al principio pensé que eran dientes. Recogí las pastillas, todas las que encontré, las eché al váter del baño del dormitorio y tiré de la cadena. Tuve que tirar tres veces y esperar a que se llenara la cisterna cada vez.

Me alegré de no haber hecho aquello con las pastillas, fuera lo que fuese. Era incapaz de pronunciar las palabras. Tenía esa sensación que se tiene en el estómago después de evitar una caída por los pelos.

«Esto no puede seguir así», decidí esa mañana. Lo dije en voz alta mirando al rostro fantasmagórico de mi reflejo en el espejo del baño.

«Todavía eres joven —me dije—, y eres razonablemente atractivo. Y no es demasiado tarde para cambiar las cosas».

El artículo había aparecido esa misma mañana en el Belfast Telegraph. Me costó un rato digerirlo, después de lo que acababa de ocurrir la noche anterior. Lo leí un montón de veces y subrayé algunos fragmentos. Al final acepté que se trataba de una especie de señal, aunque no pude atribuírsela a Dios.

«Belfast, ciudad del amor», rezaba el titular. Al principio me llamó la atención la frase porque me pareció que era de broma, pero no pretendía ser humorística. Seguí leyendo. La Consejería de Turismo de Irlanda del Norte quería que Belfast pudiera competir con las otras ciudades románticas por excelencia: París, Venecia, Berlín (antes de la caída del Muro). Sabían que Belfast no sugería precisamente pasión (armas y tambores aparte), de modo que habían decidido crear su propio romance de manera artificial. Iban a contratar a personas con quienes formar parejas que resultaran verosímiles. Chicas altas con chicos altos. Almas con pinta de ratón de biblioteca juntas, que se verían mejor a través de sus gafas. Solo chico con chica, nada demasiado moderno. Seguía siendo Belfast, al fin y al cabo.

Por ciento cincuenta libras al día, estas parejas artificiales pasarían un fin de semana cogiéndose de la mano o besándose en el Jardín Botánico y junto a los Muros de la Paz, en treinta lugares distintos frecuentados por los turistas. Al ver parejas de enamorados por todas partes, los turistas enseguida creerían que Belfast era una ciudad verdaderamente europea. Disculparían la lluvia y que los domingos las tiendas no abrieran hasta la hora de comer. Quizá hasta sacarían fotos para convencer a los escépticos cuando volvieran a casa. «Mirad —dirían, colocando sus fotografías reveladas sobre mesas de cocina de estilo rústico en Francia o en España—, Belfast es un lugar muy seguro. Es un sitio lleno de esperanza y de amor. De muchísimo amor, como San Francisco en los sesenta». Los de la Consejería de Turismo estaban convencidos de que surtiría efecto. Solo necesitaban un poco de ayuda de los jóvenes, pues la mayoría eran señores de mediana edad con trajes y camisas de rayas, demasiado mayores para besarse con nadie en público.

Inmediatamente supe que aquello estaba hecho para mí. Rodeé el artículo entero con un gran círculo rojo. La idea me aterrorizaba. Yo estaba bien como estaba. Lancé una mirada al bote de pastillas vacío que descansaba en el aparador con el resto de residuos para reciclar. No estaba bien como estaba. Tenía que producirse un cambio sustancial y tenía que producirse casi de inmediato. Pero tampoco había por qué contemplar algo tan drástico. Había cien mil cosas más seguras que podía probar antes: visitar una agencia de contactos, apuntarme a un club de senderismo, ir a la iglesia, salir a tomar algo. Nunca había contemplado ninguna de esas actividades en serio y sabía que tampoco iba a hacerlo en el futuro. Aquella mañana era posible tomar una medida desesperada. Se me había presentado una oportunidad excepcional. Si no la aprovechaba, no tendría otras iguales en el futuro. Diez años más tarde seguiría en aquella silenciosa casa, durmiendo.

La decisión estaba tomada.

En el artículo venían los datos de contacto. Apunté el número de teléfono en un pósit. Debajo anoté la dirección de correo electrónico. Sería más fácil enviar un correo. Así no tendría que hablar. Al principio pensé que no sería capaz de contactar con la Consejería de Turismo; más tarde, cuando ya había presentado mi solicitud, estaba convencido de que no iba a asistir a la reunión informativa, e incluso una vez allí, en una sala con decenas de veinteañeros y treintañeros sentados en sillas apilables, era incapaz de imaginarme a mí mismo en el invernadero del Jardín Botánico, abrazando a Stephanie bajo los plataneros.

Cuando quise darme cuenta estaba allí, con sus labios en mis labios y sus ojos fijos en los míos. Miré hacia arriba y vi las grandes hojas verdes, como paraguas, encima de nosotros. Esto es fácil, pensé. ¿Cómo es que nunca he estado en esta situación hasta ahora? Stephanie tenía un sabor ligeramente salado que me recorría la boca. Sentía calor por todo el cuerpo y me estaba derritiendo. No recordaba cómo había acabado allí, rodeado de turistas haciendo fotos y del hedor menstrual del caluroso invernadero, todo sudado bajo mi jersey.

Empecé a imaginarme pasando las navidades y los festivos con otro ser humano, no necesariamente Stephanie sino alguien parecido, aunque Stephanie también valdría. Aquello ya no era una fantasía absurda. Ese pensamiento me hizo coger confianza y le metí la lengua en la boca, a pesar de que no me había dado permiso para hacerlo. Le cogí la mano antes de que me la cogiera ella y noté con alivio que entrelazaba sus dedos con los míos. Cuando, según el programa establecido, nos tocaba mantener breves conversaciones mientras seguíamos comportándonos como dos tortolitos, nos apoyábamos en la pared y charlábamos. Descubrí que hablar con una chica no era tan difícil. Stephanie me hacía preguntas y yo las contestaba. Al contestarlas, se me ocurrían preguntas que quería hacerle yo y se las hacía.

El fin de semana se pasó como un esprint cuesta abajo y de repente era domingo por la tarde. Me cogió por sorpresa. Me dolía la mandíbula de besarla, pero por lo demás quería seguir haciendo lo mismo toda la semana. A las cinco en punto llegó al invernadero un señor de la Consejería de Turismo. Nos hizo una foto oficial para la campaña de promoción y nos dio trescientas libras a cada uno en unos sobres blancos.

—Bueno, pues vosotros ya estáis —dijo—. Gracias por ayudarnos.

—¿Y el fin de semana que viene? —pregunté.

Pero «Belfast, ciudad del amor» era un proyecto piloto. Solo había financiación para una sesión y quedaría suspendido hasta que se consiguieran más fondos.

El hombre se marchó. Faltaba poco para el final de la jornada y aún tenía que ir al Museo del Úlster, al Pabellón Tropical y a la explanada central de la Queen’s University.

—Ha sido un placer —dijo Stephanie.

—Igualmente —contesté—, gracias por todo.

A continuación, como todavía estaba muy suelto después de todos esos besos, añadí:

—¿Te apetece ir a cenar algo?

—¿Ahora?

—Ahora estaría fenomenal. Bueno, o cualquier día que te venga bien.

—Tengo novio, Jonathan. No creo que le hiciera gracia que quedara para cenar con otro chico.

—Te has pasado dos días besando a otro chico. ¿Qué opina tu novio de eso?

—Solo estaba actuando, por el dinero. Estamos ahorrando para irnos de vacaciones. Sabe que he estado aquí.

—Ah —dije. Me sentí como cuando alguien se ha inclinado demasiado hacia delante y ya no puede evitar caerse de bruces. Ahora iba a hacerle un comentario inapropiado a Stephanie. Ya tenía el comentario inapropiado en la boca, preparándose para echar a volar—. No me ha dado la sensación de que estuvieras actuando todo el fin de semana.

—Estaba actuando, Jonathan. Por el dinero.

Su voz fue como un cuchillo.

—¿No te ha gustado?

Mi voz fue igual de firme.

—No ha estado mal.

—¿He hecho algo mal?

—No, no has hecho nada mal, pero esto no es un servicio de citas. Es un trabajo en el que había que actuar. Es de mentira.

—Bueno —contesté—, ¿y si seguimos fingiendo un poco más?

Más tarde reproduciría la conversación en mi cabeza y me avergonzaría de mi propia desesperación, como la de un niño pequeño intentando camelar a alguien para que le comprara caramelos.

—Tengo novio, Jonathan.

—No hay por qué contárselo. Podríamos hacerlo a escondidas, o podrías decirle que los de la Consejería de Turismo nos han vuelto a contratar para lo mismo, en Bangor o en alguna otra ciudad.

—¿Por qué iba a hacer eso? Ni siquiera me atraes.

—No importa. Puedes fingir. Con eso bastaría.

—Qué cosa más triste. ¿Por qué ibas a querer estar con alguien a quien no le gustas de verdad? ¿Nunca has estado enamorado, Jonathan?

—No —respondí—. No sé si soy capaz.

En mi vida había sido tan sincero con otro ser humano. Solo decir aquello me provocó una sensación incómoda en la nariz. Me empezó a salir una lágrima del ojo izquierdo. Stephanie levantó el brazo y me la secó con el puño de la manga. Era buena persona. Se notaba en su forma de mirarme, fijamente y sin reírse. Me rodeó con los brazos como si fueran un cinturón y atrajo mi cuerpo hacia el suyo. Sentí sus pechos contra mis costillas, como dos suaves puños. En aquel momento fue una maravilla ser yo. No estaba acostumbrado a aquella felicidad y empecé a sollozar con movimientos convulsivos.

—Ay, Jonathan —dijo, dejando escapar un suspiro húmedo—, esa es de las cosas más tristes que he oído en mi vida. Debes de sentirte muy solo. ¿Por qué no te vienes a cenar con nosotros un día la semana que viene?

—No quiero ir a cenar contigo y con tu novio —mascullé, con la boca sobre su coronilla. Desde ahí pude ver que por arriba tenía mechas castañas entre el pelo rubio. Olía como un árbol de Navidad recién cortado—. Quiero que estés enamorada de mí.

—No puedo —contestó Stephanie apartándose de mí—. Ya te lo he dicho, tengo novio.

—Puedo pagarte —dije—. La misma tarifa que hoy.

Entonces fue cuando me abofeteó. Cuando su mano se acercó a mi cara, me fijé en que el gesto compasivo de antes se había borrado de su rostro. Su boca era una línea recta, sus cejas estaban inclinadas y se notaba que estaba absolutamente furiosa.

Los incendiarios

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