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2. Primer día: Improvisando

No tenía idea de lo que tenía que hacer con un unicornio.

Busqué en Internet y nada. Llamé a la veterinaria y me dijeron: “¡Los unicornios no existen! ¡Usted está chiflada!”.

Necesitaba tiempo para pensar qué hacer, pero el unicornio me miraba fijo y el estómago le hacía ruidos, parecidos al del rugido de un león hambriento. Entonces abrí la heladera, él se acercó como el tren bala y puse en una bandeja lo que encontré para que eligiera: queso gouda, berenjenas, tres huevos duros, pepinos, manzanas, brócoli y helado de frutilla y kiwi.

Se comió todo en dos segundos.

La barriga del unicornio se hinchó del tamaño de una sandía, que se movía como una gelatina. ¡Parecía que estaba viva!

Me preocupé; a la veterinaria ya no podía llamar, menos que menos al zoológico, lo más probable era que mi nuevo amigo terminara entre rejas.

Así que recordé cómo se hacía "el provechito" y lo palmeé en el lomo. En pocos segundos el cuadrúpedo eructó con el sonido más escalofriante que escuché en mi vida: el ruido de diez truenos juntos salieron de esa boca en forma de trompeta. Me escondí debajo de la mesa hasta que Otto me sonrió, y me di cuenta de que la tormenta ya había pasado.

Lo felicité, ya que en China eructar es un halago (quiere decir que le gustó el banquete), lo acaricié, tiré al aire unas patadas de karate y le dije: “¡Chow fan!”. En realidad es una comida, pero él no lo sabía, simplemente quise darle un clima oriental y místico al ambiente.


El primer día fue intenso, casi vaciamos la heladera, tendría que pasar por el supermercado a comprar provisiones y poner todo a cuenta de Elvia.


Cómo cuidar a un unicornio

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