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Prólogo Antes de que sea (otra vez) demasiado tarde

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Hola, vengo del futuro. Sí, no os riáis, soy un viajero del tiempo. No vengo desde muy lejos, de otro siglo: viajo desde la España de dentro de solo unos años. Os traigo noticias de ese futuro cercano, casi inmediato. Malas noticias.

Os cuento: tenemos un nuevo presidente del gobierno. Populista, según unos. Neofascista, lo llaman otros, o directamente fascista, sin el neo. Un facha, para entendernos. Un líder carismático, de maneras viriles y discurso desacomplejado, que presume de ser «políticamente incorrecto» y «llamar a las cosas por su nombre». Encabeza una coalición derechista (aunque se presentan como «ni derecha ni izquierda: españoles»): el llamado Movimiento Por España, con el que ha desbordado a los clásicos partidos. Los que no se han sumado al Movimiento han quedado fuera de juego. La histórica abstención de millones de votantes defraudados le ha puesto alfombra roja en su ascenso.

Nuestro nuevo presidente ha llegado al poder a lomos de un discurso abiertamente xenófobo y ultranacionalista. «España para los españoles». «Los españoles primero». «Hagamos otra vez grande España». Propone inmigración cero, expulsiones masivas, menores incluidos. Va a sustituir la valla de Ceuta y Melilla por un muro, fue una de sus principales promesas en campaña. Ha dado orden de cortar el paso a cualquier barco con inmigrantes, por la fuerza si es necesario. Promete calles seguras, más policía, tolerancia cero, cadena perpetua. Ha lanzado una cruzada regeneradora contra los «parásitos», categoría en la que entran lo mismo refugiados que parados que rechacen una oferta de empleo.

Aunque en campaña mantuvo un discurso proteccionista y en defensa de agricultores, autónomos o pequeñas empresas, en Economía ha colocado un ministro ultraliberal, un ex banquero. Y en Educación, un ultraconservador, pues pretende un regreso a valores acordes a nuestras raíces cristianas. Anuncia una cruzada moral. Sus seguidores no esconden su homofobia y su antifeminismo. Su primera medida ha sido la derogación de la Ley de violencia de género.

Ah, se me olvidaba: en sus mítines no le incomodan las banderas preconstitucionales, y en una entrevista reivindicó la figura histórica de Franco, «que ha sido distorsionada por historiadores progres cuando en realidad derrotó al comunismo y nos trajo la reconciliación, el desarrollo y la democracia». Y por supuesto, está dispuesto a resolver el problema de Cataluña suprimiendo la autonomía y enviando más policía, incluso el ejército si hace falta, primer paso para un repliegue centralista. Pretende reformar la Constitución, pero si otros partidos lo bloquean, anuncia que la superará con una nueva Constitución «que de verdad proteja a los españoles de bien, aquellos que se levantan a las seis de la mañana».

¿Qué tal os suena? Ese es nuestro nuevo presidente, llegado al poder surfeando una enorme ola de malestar social, descontento democrático y deterioro institucional. Ese es vuestro futuro presidente, he venido a avisaros. No os puedo decir su nombre, para no causar paradojas temporales ni estropicios cuánticos. Pero no, no es Santiago Abascal, tranquilos, ese no llegará muy lejos, es solo la versión beta del fascismo venidero. Tampoco es Aznar, aunque lo intentará sin éxito. Que no, que no es Rivera, ni Casado. Frío, frío. Ningún político de los que hoy tenéis en activo. Os sorprendería saber su nombre, no me creeríais.

Como buen viajero temporal, he venido para avisaros e intentar corregir el futuro, en plan Terminator. Vosotros todavía estáis a tiempo de evitarlo. Aún podéis impedir que las nuevas (y no tan nuevas) políticas fascistas se normalicen tanto que, como en otros países, acaben llevando al poder a un enemigo de la democracia.

Para empezar, os traigo un humilde consejo: leed este libro de Jason Stanley. Por sí solo no va a detener el avance de esas políticas, pero da algunas pistas. Parece que habla de Trump, de la Hungría de Orbán, del ascenso de populismos ultraderechistas en Europa, pero en realidad habla de nosotros. O más bien de vosotros, de los que todavía no habéis alcanzado ese futuro donde ya es demasiado tarde. Es un libro anticipatorio: señala dónde podéis acabar si no os tomáis en serio el ascenso de los nuevos movimientos ultras. Si os entretenéis en discusiones terminológicas («¿debemos llamarlo fascismo?») mientras sus discursos van ganando agenda.

Que se tranquilicen los puristas de la palabra exacta: Stanley no dice que Trump, Orbán o Putin encabecen regímenes fascistas. No compara las amenazas actuales a la democracia con aquellos enemigos que en los años veinte y treinta terminaron por devorarla. El filósofo estadounidense distingue con claridad entre regímenes fascistas y políticas fascistas. Estas últimas pueden ganar peso en una sociedad sin que necesariamente deriven en un Estado fascista a la antigua usanza. Habla de tácticas fascistas que pueden facilitar el acceso al poder. Políticas que poco a poco van calando hasta convertirse en la nueva normalidad, en la nueva democracia.

Ya veo, no me creéis. Soy un alarmista, como supongo os parecerá el propio Stanley si lo leéis. Y tenéis razón: en la España de 2019 estáis muy lejos de que os gobierne un Trump, o un Orbán. Estáis tan lejos como lo estaban los estadounidenses solo un par de años antes del ascenso huracanado de Trump; tan lejos como los húngaros poco antes de que su presidente reformase la Constitución en un sentido ultraconservador, limitase la libertad de prensa, rechazase a los inmigrantes y legislase contra los trabajadores hasta su reciente «ley de esclavitud».

Stanley muestra lo que tienen en común Trump, Orbán y otros líderes que en los últimos tiempos están ganando terreno desde posiciones ultranacionalistas y antidemocráticas. Entre ellos vuestro futuro presidente, ya os lo he advertido.

Todos ellos coinciden en emplear tácticas políticas de inspiración fascista, que comparten con los movimientos totalitarios del siglo XX, aunque no necesariamente se vinculen a ellos. Tácticas como la exaltación de un pasado mítico desde el que releer el presente; un profundo antiintelectualismo (con especial atención a la «corrección política», la perspectiva de género o las batallas culturales); la difusión de teorías conspiratorias y fake news que intoxican el debate de ideas en democracia; el victimismo por parte de colectivos que tradicionalmente han disfrutado de posiciones dominantes; la bandera del orden público como respuesta a la extendida sensación de inseguridad colectiva (aunque esa inseguridad no tenga que ver con la delincuencia sino con pérdidas de derechos sociales y expectativas de futuro); el antisindicalismo, el antifeminismo y la xenofobia. Todas esas tácticas y discursos, dice Stanley, «prosperan en condiciones de incertidumbre económica, cuando el miedo y el rencor pueden instrumentalizarse para enfrentar a unos ciudadanos con otros». ¿Os suena de algo, o seguimos discutiendo si lo que ya estáis viendo crecer alrededor puede llamarse fascismo o es exagerado usar ese término histórico?

Lo cierto es que, si atendemos a la política española de los últimos años, tampoco es que andéis tan lejos del escenario advertido en este ensayo. Jason Stanley identifica hasta diez tácticas habituales de todo movimiento fascista en su camino al poder, a la manera de aquellos catorce puntos que Umberto Eco ofrecía para reconocer el fascismo en un conocido artículo («UrFascismo», The New York Review of Books, 1995). Siguiendo los diez epígrafes de Stanley, que sirven como mecanismo de alerta para anticipar el fascismo antes de que triunfe, podríamos hacer una rápida checklist para ver si alguno de ellos está ya presente en la política española:

¿Apelación a un pasado mítico? ¡Check! Desde el Imperio español o la «conquista» de América reivindicada con orgullo por la derecha, hasta el franquismo que algunos siguen considerando un tiempo «de extraordinaria placidez», incluida la propia Transición como milagro y el bendito consenso que nunca debimos perder.

¿Ideología patriarcal, antifeminismo? ¡Doble check! Ahí están las intoxicaciones contra la Ley de violencia de género, el mito de las denuncias falsas, Vox llamando a combatir el «feminismo supremacista», el PP y Ciudadanos insistiendo en que ni feminismo ni machismo, sino igualdad.

¿Irrealidad, teorías de la conspiración, fake news? ¡Las tenemos también! Mucho antes de que viniese a Europa Steve Bannon y que la ultraderecha descubriese las redes sociales, ya tuvimos aquí a una parte de la derecha política y mediática jugando a inventarles autorías pintorescas a las bombas del 11-M. Por no hablar de la financiación venezolana e iraní de Podemos, o la diaria intoxicación catalanófoba.

¿Ansiedad sexual, homofobia y neoconservadurismo? Sobran los ejemplos, desde las manzanas y las peras de una ex alcaldesa madrileña, hasta el matrimonio que como su nombre indica solo puede ser de un hombre y una mujer, la defensa de la familia tradicional y la mujer-mujer.

¿Victimismo? Vamos para bingo: españoles oprimidos en Cataluña, en Euskadi y hasta en Baleares, hombres oprimidos por la Ley de violencia de género, católicos oprimidos por el laicismo y por la invasión de ciudadanos con otras creencias, taurinos y cazadores oprimidos por el «totalitarismo animalista»...

Podríamos seguir nuestro checklist con la bandera del orden público (¡prisión permanente, legislar en caliente, Ley mordaza, problemas sociales convertidos en problemas de orden público!), o la meritocracia como coartada para una última vuelta de tuerca neoliberal (el discurso de los «esforzados» frente a los «vagos», encarnado en esa manida frase de «los españoles que se levantan a las seis de la mañana», que por cierto no es exclusiva de la derecha). Y por supuesto la xenofobia o el antisindicalismo, que circulan por la agenda política y mediática con alegría desde hace muchos años.

Capítulo aparte merece la ofensiva contra la hiperbólica «dictadura de lo políticamente correcto», mezclada en interesado tótum revólutum con los recurrentes debates sobre los «límites del humor» o los recortes legales y judiciales a la libertad de expresión. En el pulso que toda sociedad democrática mantiene permanentemente para ensanchar o estrechar los cauces de lo decible (y lo risible), los nuevos populistas son capaces en una misma frase de rechazar la corrección política, burlarse de los colectivos oprimidos y humillados, criminalizar la disidencia (incluida la disidencia humorística) y proponer nuevas formas de censura. Al tiempo, logran ellos así ensanchar a su manera los límites de lo decible: aquello que años atrás era rechazado, inadmisible, en poco tiempo pasa a ser normal, admisible, reproducible.

Lo mismo sucede con las llamadas «guerras culturales», que se juegan en el terreno de los símbolos y valores. Las confrontaciones suelen terminar con la izquierda en retirada atolondrada (incluso cuando es ella la que planta batalla), mientras derecha y ultraderecha instalan el campamento en medio del campo abandonado y reclutan nuevos seguidores que en pleno desconcierto se agarran a lo seguro.

La lectura española del libro de Stanley debería añadir otro elemento de preocupación: las posibles derivas fascistas del discurso político no arrancan aquí desde cero. En España el terreno está más que sembrado, históricamente sembrado. Hay que recordar una vez más que la española es la única democracia de Europa que no se construyó sobre la derrota del fascismo. Es decir, la única democracia que no nació antifascista. Aún más: el único país donde «antifascista» levanta más recelo (asimilado a violento, radical y antidemocrático) que el propio término «fascista». Término que, por otro lado, se emplea con toda ligereza en España: lo mismo a una ley antitabaco que a un presidente catalán, o al propio feminismo (feminazi). Solo encuentra milindres cuando se emplea contra... los verdaderos fascistas.

Aquí, cualquier nuevo discurso antidemocrático encuentra rápido arraigo social en la mentalidad residual que dejaron cuarenta años de dictadura franquista, cuyo marco interpretativo sigue siendo utilizado a diario por no pocos ciudadanos cuando se trata de discutir el conflicto territorial, los asuntos de orden público o el poder de la iglesia católica. El fascismo que viene no será franquista, ni falta que le hace: no necesita vincularse a la experiencia fascista más reciente (aunque no desaproveche la ocasión de rechazar la exhumación del dictador o el cambio de nombre de una calle), porque cuenta con la adhesión entusiasta de todo ese «franquismo sociológico» que nunca nos ha abandonado.

Stanley también viaja en el tiempo con su libro. Se mueve entre la primera mitad del siglo XX y estas primeras décadas del XXI, no para hacer imposibles paralelismos, sino para aprender lecciones que nos permitan resistir. Y una de las primeras lecciones que más deberíamos atender es la facilidad y rapidez con que el pensamiento fascista se abre paso en democracia: mientras insistimos en minusvalorar su peligro («no es para tanto», «son los cuatro fachas de siempre», «no nos pongamos dramáticos, no vivimos en los años treinta») y malgastamos energías en disputas terminológicas y estratégicas (como la reciente bronca en la izquierda española sobre identidades y clases) que solo consiguen dividirnos, el fascismo va ganando terreno, desplazando el discurso de otras fuerzas políticas, tensando los límites de lo admisible y ganando adhesiones por la vía emocional y con su oferta de soluciones simples para problemas complejos.

Y es que aún traigo otra mala noticia desde el futuro, donde al menos vemos las cosas un poco más claras que vosotros: el nuevo fascismo no está solo en nuevos y no tan nuevos partidos. Su ascenso electoral e institucional es posible porque se levanta sobre un fascismo estructural, que ya estaba ahí. Que nunca se había ido. Ese «fascismo eterno», en palabras del ya citado Eco. Esa corriente subterránea que solo necesita el momento propicio, la crisis, el desencanto cíclico de las siempre desencantables clases medias (reales o aspiracionales, y que suelen formar la base social de todo fascismo).

Habría que hacer otra checklist de pensamientos fascistas, pero esta vez no para verificar la salud de las instituciones, los partidos o los medios, sino para chequearnos a nosotros mismos. Cuánto fascismo se nos ha metido ya dentro sin darnos cuenta. Porque sus votantes no son necesariamente (aunque también los haya, y muchos) fascistas militantes sino fascistas ocasionales, coyunturales, de los que quizás no estemos tan alejados.

Podríamos llamarlo, en términos reconocibles, «franquismo sociológico», pero no todo es herencia nacionalcatólica, desmemoria y falta de educación democrática. Hay mucha mentalidad cuasi fascista que ha ido calándonos más recientemente. Actitudes e ideas que se van normalizando, que forman parte de ese desplazamiento del discurso que logran los extremistas cuando empujan. Lo vemos especialmente claro en la crisis de refugiados de los últimos años. La indiferencia por su suerte, cuando no el abierto rechazo a su acogida, la normalización de aberraciones como los CIE, las deportaciones masivas o los centros de detención en el norte de África, han infectado por igual las instituciones europeas, los partidos democráticos y las mentalidades ciudadanas, abriendo una puerta por donde el fascismo circula como un viento irresistible.

Hace un par de años lo advertía el entonces Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al-Husein, a cuenta precisamente de la crisis de refugiados en Europa: «La retórica del fascismo ya no se limita a un submundo secreto, se está convirtiendo en parte del discurso cotidiano normal». En efecto, una parte del argumentario ultra está cada vez más naturalizado. Es asumido por los partidos democráticos, que extreman posturas con intención de quitarle argumentos al fascismo (spoiler: nunca funciona). Y también provoca cada vez menos rechazo entre ciudadanos que nunca se dirían simpatizantes del fascismo, pero que se van deslizando casi inadvertidamente hacia sus posiciones. Cuando el fascismo llega y extiende su oferta, encuentra menos resistencia, más fácil adhesión en una sociedad temerosa y necesitada de convicciones fuertes.

Pero alto ahí, no he venido desde el futuro para extender el derrotismo. Para eso me habría ahorrado el viaje. Se supone que vosotros sois los que todavía estáis a tiempo de evitar ese futuro. Confiamos en que hagáis algo más que lamentaros, tuitear muy fuerte y compartir memes. Tampoco he venido para pediros que leáis este libro, sino para algo que requiere bastante más esfuerzo: construir resistencia antifascista.

Stanley apunta bien por dónde debe ir esa resistencia. Señala varias formas de respuesta al fascismo, pero yo destaco una de ellas, que veo especialmente oportuna. Entre las resistencias posibles, el pensador norteamericano apunta a una de sus principales bestias negras, contra las que todo fascista se revuelve, a menudo violentamente: los sindicatos. Habla en concreto del caso norteamericano, pero aquí también nos vale.

Esperad, que ya veo sonrisitas y cejas levantarse. En el caso español, el descrédito sindical, al que sin duda han contribuido algunas organizaciones sindicales y en la que lleva años fajándose la derecha política y mediática, es una de las grandes victorias previas del fascismo. Pero por el lado optimista, el crecimiento en los últimos años de nuevas formas de resistencia laboral entre aquellos colectivos en peor situación para organizarse, dentro o fuera de los sindicatos clásicos, es un elemento de esperanza.

El sindicato representa todo lo contrario que el fascismo. Su esencia es siempre antifascista. Es la forma que los trabajadores tienen de combatir colectivamente todo aquello que el fascismo usa como abono de crecimiento rápido: el individualismo, la atomización, la fractura social, la desigualdad, el miedo, la falta de futuro. Frente al «sálvese quien pueda», que es el lema de nuestra época, digamos mejor: o nos salvamos juntos, o no se salva nadie.

Contra el fascismo que ya está aquí no podemos ser espectadores. Tampoco fiarlo todo a la fortaleza e infalibilidad de la democracia, de las instituciones, los partidos o los intelectuales. Tampoco confiar en el triunfo natural de la razón y la verdad, que no bastan frente a las emociones y las falsedades que emplean los ultras en su avance. Si algo nos enseña el pasado es que el triunfo del fascismo siempre se entiende años después: en el momento parece inadvertido, no lo vemos venir, no creemos que pueda pasarnos a nosotros. Siempre es demasiado tarde.

Vienen tiempos que nos exigirán ser antifascistas. En todos los ámbitos, todos los días. Lo mismo organizándonos con nuestros compañeros de trabajo y vecinos, que educando a nuestros hijos. Si el fascismo se beneficia del miedo, quitémonos el miedo, construyamos seguridad colectiva frente a la intemperie en que nos quieren dejar. Si el fascismo explota la debilidad comunitaria ofreciendo identidades fuertes y excluyentes, recuperemos comunidad, abierta, incluyente, fraterna. Si el fascismo coge la bandera del malestar, de los perdedores de la globalización, no se la regalemos tan fácilmente.

Al fascismo, sea nuevo o viejo, merezca o no tal nombre, no lo van a frenar la democracia, ni la Constitución, ni la Unión Europea, ni Jason Stanley ni mil libros como este. Lo vamos a frenar nosotras, nosotros. Vamos.

ISAAC ROSA

Facha

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