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1 El pasado mítico

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En nombre de la tradición, los antisemitas hacen valer su «punto de vista». En nombre de la tradición, de ese largo pasado de historia, de ese parentesco de sangre con Pascal y Descartes, se les dice a los judíos: no podréis encontrar un lugar en la comunidad.

Frantz Fanon. Piel negra, máscaras blancas (2009)

Parece lógico empezar este libro allá donde la política fascista sitúa incansablemente su origen: el pasado. El fascismo evoca un pasado mítico y puro trágicamente destruido. Según cómo se defina la nación, la pureza de ese pasado mítico será religiosa, racial, cultural o incluso combinará todas estas características. Pero toda mitificación fascista comparte una estructura común: en el pasado mítico fascista predomina una versión exagerada de la familia patriarcal, incluso muy recientemente. Tiempo atrás, ese pasado mítico fue una época gloriosa para la nación, con guerras de conquista lideradas por generales patrióticos y ejércitos de leales y sanos compatriotas que luchaban mientras sus mujeres se quedaban en casa criando a la siguiente generación. Ya en el presente, el fascismo toma esos mitos como base de la identidad de la nación.

Según el relato de los nacionalistas radicales, este pasado glorioso llega a su fin por culpa de la humillación que supone la globalización, el cosmopolitismo liberal y el respeto por «valores universales» como la igualdad. Unos valores que, en teoría, han debilitado a la nación ante los retos y dificultades que la amenazan.

Estos mitos, por lo general, se basan en la creencia en un falso pasado uniforme que perdura en las tradiciones de los pueblos y zonas rurales, apenas contaminados por la decadencia liberal de las ciudades. Esta uniformidad —lingüística, religiosa, geográfica o étnica— puede ser de lo más normal y nada alarmante en algunos movimientos nacionalistas, pero los mitos fascistas se caracterizan por buscar la singularidad fabricando una gloriosa historia nacional en que los miembros de la nación elegida gobernaron a otros como resultado de conquistas y logros que llevaron a la creación de la civilización. Por ejemplo, en el imaginario fascista, el pasado siempre va asociado a unos roles de género tradicionales y patriarcales. La estructura específica del pasado mítico fascista refuerza su ideología autoritaria y jerárquica. Que las antiguas sociedades casi nunca fueran tan patriarcales —ni tan esplendorosas— como las retrata la ideología fascista es irrelevante. Esta historia imaginada justifica la imposición de una jerarquía en el presente y dicta cómo debe comportarse y qué aspecto debe tener la sociedad actual.

En un discurso pronunciado en el Congreso fascista de Nápoles de 1922, Benito Mussolini declaró:

Hemos creado nuestro mito. Y ese mito es una fe, una pasión. No hace falta que sea una realidad. [...] ¡Nuestro mito es la nación, la grandeza de la nación! Y a este mito, a esta grandeza que queremos convertir en realidad palpable, lo subordinamos todo.1

Aquí, Mussolini aclara que el pasado mítico fascista es intencionadamente mítico. La función del pasado mítico en la política fascista es aprovechar ese sentimiento nostálgico para apuntalar los principios centrales de la ideología fascista: el autoritarismo, la jerarquía, la pureza y la lucha.

Con la creación de un pasado mítico, la política fascista crea un vínculo entre la nostalgia y la materialización de los ideales fascistas. Los alemanes fascistas se dieron perfecta cuenta de la importancia del uso estratégico del pasado mítico. Alfred Rosenberg, ideólogo principal del nazismo y editor del destacado periódico nazi Völkischer Beobachter, escribe en 1924 que «conocer y respetar nuestro pasado mitológico y nuestra historia será la primera condición para que arraigue con firmeza la siguiente generación en una tierra que es la madre patria europea».2 El pasado mítico fascista existe para ayudar a cambiar el presente.

Los políticos fascistas quieren implantar el ideal de la familia patriarcal en la sociedad (o volver a él, como dicen ellos). Esta familia patriarcal siempre se representa como pieza central de las tradiciones de la nación, debilitadas (incluso en los últimos tiempos) por la llegada del liberalismo y del cosmopolitismo. Pero ¿por qué es tan importante estratégicamente el régimen patriarcal en la política fascista?

En una sociedad fascista, la figura del líder de la nación es equivalente a la del padre en la familia patriarcal tradicional. El líder es el padre de la nación, y su fuerza y poder son la base de su autoridad legal, igual que se supone que la fuerza y el poder del padre de familia en el régimen patriarcal son la base de la autoridad moral suprema que ejerce sobre su mujer y sus hijos. El líder mantiene a su nación, igual que en la familia tradicional el padre es el sostén. La autoridad del padre patriarcal viene de su fuerza, y la fuerza es el principal valor autoritario. Al darle al pasado de la nación una estructura familiar patriarcal, el fascismo conecta la nostalgia con una estructura jerárquica de poder centralizado que se plasma a la perfección en estas normas.

Gregor Strasser fue jefe de propaganda del Reich nacionalsocialista alemán en los años veinte, antes de que Joseph Goebbels ocupara ese puesto. Según Strasser, «para un hombre, el servicio militar es la forma de participación más profunda y valiosa; ¡para la mujer es la maternidad!».3 Paula Siber, responsable en funciones de la Organización de Mujeres Nacionalsocialistas, dijo que «ser mujer es ser madre; es reafirmar con toda la fuerza del alma el valor de ser madre y que sea ley de vida [...]. La vocación de la mujer nacionalsocialista no es solo tener hijos, sino criarlos para su pueblo, con voluntad y una devoción total por su papel y su deber como madre».4 Richard Grunberger, historiador británico del nazismo, resume «la esencia del pensamiento nazi sobre el tema de la mujer» como «un dogma de desigualdad entre sexos tan inalterable como el que existe entre razas».5 La historiadora Charu Gupta llega a decir en su artículo de 1991 «Politics of Gender: Women in Nazi Germany» que «la opresión de la mujer en la Alemania nazi es el ejemplo más exagerado de antifeminismo de todo el siglo XX».6

La idea de que existen unos roles de género ideales está volviendo a dictar el curso de los movimientos políticos. En 2015, el partido polaco de derechas Ley y Justicia (en polaco, Prawo i Sprawiedliwość o PiS) ganó con una aplastante mayoría las elecciones al Parlamento y se convirtió en el principal partido de Polonia. En la actualidad, el deseo principal de este partido es el regreso a las tradiciones sociales cristianas de la Polonia rural. La mayoría de sus políticos desprecian sin rodeos la homosexualidad. Es un partido contrario a la inmigración, y la Unión Europea ha condenado sus medidas más antidemocráticas, como la creación de leyes que permiten que los ministros del Gobierno (miembros del partido) tengan el control total de los medios de comunicación estatales porque pueden contratar y despedir a los responsables de comunicación de las cadenas de radio y televisión polacas. Sin embargo, a nivel internacional el partido es más conocido por su extremismo en política de género. El aborto ya estaba prohibido en Polonia, salvo si el feto sufría daños importantes e irreversibles, el embarazo suponía riesgos graves para la madre o si era fruto de una violación o de incesto. El nuevo proyecto de ley presentado por el PiS pretendía eliminar la violación y el incesto como excepciones a la prohibición del aborto y condenar a prisión a las mujeres que siguieran adelante con la intervención. Si no prosperó fue gracias al clamor popular y a las multitudinarias manifestaciones de las mujeres, que se lanzaron en tromba a las calles de las ciudades polacas.

Ideas como estas sobre el género están calando hondo en todo el mundo, también en Estados Unidos, y no es infrecuente recurrir a la historia como excusa para dar fuerza al argumento. Andrew Auernheimer, conocido como Weev, es un destacado neonazi que dirigía el periódico fascista digital The Daily Stormer junto con Andrew Anglin. En mayo de 2017, publicó un artículo en este diario titulado «Just What Are Traditional Gender Roles?», en el que afirmaba que tradicionalmente a la mujer se la consideraba una propiedad en todas las culturas europeas, excepto en las comunidades judías y en algunas gitanas, que eran matrilineales:

Por eso los judíos tenían tanto interés en atacar estas ideas, porque la transmisión de la propiedad por la línea paterna era una ofensa para su cultura. Si en Europa existe la idea absurda de que la mujer es un ente independiente es por culpa de los agentes subversivos organizados del judaísmo.7

Según Weev, que se hace eco de lo que decía el nazismo en el siglo XX, los roles de género patriarcales son una pieza clave en la historia europea y forman parte del «pasado glorioso» de la Europa blanca.

En el artículo de Weev, el pasado no solo respalda la teoría de los roles de género tradicionales, sino que también separa a los grupos que, según él, los respetan de los que no. Desde los tiempos de la Alemania nazi hasta las épocas más recientes hemos visto cómo esta distinción tan malintencionada puede agravarse hasta llegar a desencadenar un genocidio. El movimiento fascista Hutu Power, que defendía la supremacía étnica, surgió en Ruanda en los años anteriores al genocidio ruandés de 1994. En 1990, el periódico Kangura, controlado por Hutu Power, publicó los diez mandamientos hutus. Los tres primeros tenían que ver con el género. El primero declaraba que quien se casara con una mujer tutsi era un traidor porque contaminaba la pureza de la estirpe hutu. El tercero llamaba a las mujeres hutus a evitar que sus maridos, hermanos e hijos se casaran con mujeres tutsis. El segundo mandamiento es:

2. Todo hutu debe saber que el papel de mujer, esposa o madre de familia es más adecuado para nuestras hijas hutu, que lo desempeñan a conciencia. ¿No son acaso hermosas, buenas ayudantes y más honestas?

Para la ideología Hutu Power, las mujeres de su grupo solo existen como mujeres y madres; a ellas corresponde la responsabilidad sagrada de velar por la pureza étnica hutu. Y precisamente la búsqueda de esta pureza étnica fue la excusa principal para matar a los tutsis en el genocidio de 1994.

Que el lenguaje de género marcado y las referencias al papel de la mujer y a su valor especial se suelen colar en el discurso político sin que se repare en sus implicaciones es un hecho. En las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, salió a la luz un vídeo en el que el candidato del Partido Republicano a la presidencia, Donald Trump, realizaba comentarios denigrantes sobre las mujeres. Mitt Romney, que fue candidato presidencial en 2012 por el mismo partido, reaccionó diciendo que los comentarios de Trump «degradan a nuestras esposas e hijas». Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, también miembro del Partido Republicano, declaró que «a las mujeres hay que respaldarlas y venerarlas; no cosificarlas». Los dos comentarios revelan una ideología patriarcal subyacente muy típica del Partido Republicano estadounidense. Lo que podían haber hecho estos políticos es exponer con claridad los hechos: que los comentarios de Trump denigran a nuestras conciudadanas, la mitad del país. Pero, en vez de eso, las palabras de Romney, formuladas con un lenguaje que recuerda al de los diez mandamientos hutus, describen a las mujeres exclusivamente en términos de subordinación familiar; como «esposas e hijas», ni siquiera como hermanas. Al decir que las mujeres son un «objeto de veneración» y no nuestras iguales, Paul Ryan las está cosificando en la misma frase que censura esta práctica.

En el fascismo, la familia patriarcal forma parte de una narrativa más amplia sobre las tradiciones nacionales. El primer ministro húngaro Viktor Orbán fue elegido en 2010. Y se ha encargado de desmantelar las instituciones liberales de ese país para crear lo que él describe abiertamente como «estado antiliberal». En abril de 2011, Orbán supervisó la implantación de la Ley fundamental húngara (la nueva Constitución del país). El objetivo de este nuevo conjunto de leyes aparece en su preámbulo, titulado «Declaración Nacional», donde se alaba a San Esteban, fundador del Estado húngaro, que «hizo de nuestro país parte de la Europa cristiana desde hace mil años». A continuación se declara el orgullo de pertenecer a un pueblo que «ha defendido durante siglos a Europa en una serie de luchas» (seguramente contra el Imperio otomano musulmán). Reconoce «el papel del cristianismo en la preservación del espíritu nacional» y se compromete a «impulsar y salvaguardar nuestro conjunto de bienes y valores». La Declaración Nacional acaba con la promesa de cumplir una «necesidad de renovación espiritual e intelectual largamente buscada» y de abrir una vía para que las nuevas generaciones húngaras consigan que «Hungría vuelva a ser grande».

El primer grupo de artículos de la Constitución húngara se llama «Fundamentos», y estos van encabezados por una letra. El artículo L dice lo siguiente:

(1) Hungría protegerá la institución del matrimonio, entendida como la unión voluntaria de un hombre y de una mujer, y de la familia como base de la supervivencia de la nación. Los lazos familiares deberán estar basados en el matrimonio o en la relación entre padres e hijos.

(2) Hungría fomentará el compromiso de tener hijos.

(3) Una ley cardinal regulará la protección de la familia.

Los artículos del grupo siguiente, «Libertad y responsabilidad», van encabezados por números romanos. El artículo II prohíbe el aborto.

El mensaje inequívoco que se quiere transmitir es que el patriarcado es una práctica virtuosa a la que hay que proteger del liberalismo incluyéndola oficialmente en la Ley fundamental del país. En la política fascista, el mito del pasado patriarcal amenazado por unos ideales liberales invasores desata el pánico ante la posible pérdida de la posición social tanto del hombre como del grupo dominante, que no podrá proteger la pureza de la nación ni su estatus de la invasión extranjera.

Para el fascismo, el «regreso» a una sociedad patriarcal supone una consolidación de la jerarquía, cuyo origen se remonta a mucho más atrás: en el caso de Hungría, a San Esteban. En aquel glorioso pasado, los miembros de la comunidad elegida, nacional o étnica, ocuparon merecidamente los principales puestos porque definieron la política cultural y económica que seguirían todos los demás. Y este aspecto es fundamental. Debemos entender que la política fascista es una política que se basa en la jerarquía —un ejemplo es la ideología supremacista blanca estadounidense—, un sistema que queda apuntalado cuando el poder consigue desplazar la realidad. Si consigues convencer a un pueblo de que es excepcional y de que está destinado a gobernar a otros pueblos por designio divino o ley natural, entonces le has hecho creer una mentira monstruosa.

El movimiento nacionalsocialista surgió del movimiento völkisch alemán, que buscaba volver a las tradiciones de un pasado mítico medieval germano. Aunque Adolf Hitler estaba más obsesionado con una visión particular de la antigua Grecia como modelo para su Reich, destacados nazis como Alfred Rosenberg o Heinrich Himmler, uno de los miembros más poderosos del régimen, eran fervientes admiradores y promotores del pensamiento völkisch. Bernard Mees escribe lo siguiente en The Science of the Swastika, la obra de 2008 en la que conecta el estudio de la antigüedad germánica y el nazismo:

Los escritores völkisch se dieron cuenta enseguida de que podían utilizar la imagen que se tenía de los antiguos alemanes con fines prácticos: el glorioso pasado germánico justificaría los objetivos imperialistas del presente. El deseo de Hitler de dominar el continente europeo se explicaba en las revistas nazis de finales de los años treinta sencillamente como el cumplimiento del destino germánico, que repetía las migraciones prehistóricas arias y las germánicas que tendrían lugar más tarde, durante la Antigüedad tardía, por todo el continente.8

Desde entonces, las tácticas desarrolladas por Rosenberg, Himmler y otros líderes nazis han sido un referente para los fascismos de otros países. Para los seguidores del movimiento indio Hindutva, por ejemplo, el verdadero pueblo autóctono de la India era el hindú, que vivía conforme a las costumbres patriarcales, era estricto y conservador en sus prácticas sexuales hasta que primero los musulmanes y luego los cristianos implantaran sus decadentes valores occidentales. El movimiento Hindutva se ha inventado su propio relato mítico del pasado indio, en el que solo tiene cabida una nación hindú pura. Esta versión de la historia india se aleja considerablemente de la aceptada por los expertos. El Bharatiya Janata Party (BJP), principal partido nacionalista indio, adoptó la ideología Hindutva como credo y ganó mucho peso en el país con una retórica emocional que pedía que se regresara a ese pasado ficticio, patriarcal y extremadamente conservador que abogaba por una sola etnia y religión. El BJP surgió del brazo político del Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), el partido político hindú de ultraderecha que defendía la eliminación de las minorías no hindúes. Nathuram Godse, el asesino de Gandhi, era miembro de este partido, igual que Narendra Modi, el actual primer ministro del país. Los movimientos fascistas europeos tuvieron una influencia directa en el RSS: sus líderes políticos no ocultaban su admiración por Hitler o Mussolini en los años treinta y cuarenta y los elogiaban frecuentemente.

El objetivo estratégico de estas interpretaciones jerárquicas de la historia es desplazar la verdad. Además, la invención de un pasado glorioso permite la supresión de cualquier realidad incómoda. La política fascista idealiza el pasado, pero el pasado que se idealiza jamás es el real. Estas historias inventadas también relativizan o eliminan por completo los pecados anteriores de la nación. Es típico de los políticos fascistas interpretar el presente histórico del país en términos conspirativos, como un relato tramado por las élites liberales y cosmopolitas para perseguir a la gente de la verdadera «nación». En Estados Unidos, se levantaron monumentos confederados mucho después de que acabara la Guerra de Secesión como parte de una interpretación idealizada de un heroico pasado sureño que maquillaba los horrores de la esclavitud. El presidente Donald Trump denunció que se intentara relacionar ese pasado mítico con la esclavitud para culpar a los americanos de raza blanca de querer celebrar su «patrimonio».

Al borrar el auténtico pasado, se legitima la idea de que existió una nación anterior étnicamente pura y virtuosa. Parte de la limpieza étnica de los rohinyás en Birmania consiste en eliminar todo rastro de su existencia física e histórica. Para U Kyaw San Hla, funcionario del Ministerio de Seguridad de Rakáin, Estado en el que ha vivido desde siempre este grupo, «no existe tal cosa como los rohinyás. Es una ficción».9 Según un informe de octubre de 2017 del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, las fuerzas de seguridad birmanas han intentado «borrar de la faz de la Tierra cualquier punto de referencia de la geografía y de la memoria rohinyá para que un posible regreso solo los situara ante un panorama desolador e irreconocible». Antes de 2012, en ciertas zonas del Estado birmano de Rakáin florecía una comunidad multiétnica y multirreligiosa. Sin embargo, la situación se ha alterado por completo para que no quede ningún rastro de la población musulmana.

El fascismo rechaza cualquier momento oscuro del pasado de la nación. A principios de 2018, el Parlamento polaco aprobó una ley según la cual es ilegal sugerir que Polonia es responsable de las atrocidades cometidas en su territorio durante la ocupación nazi, ni tampoco de los pogromos que tuvieron lugar en aquella época, extensamente documentados. Según la emisora nacional polaca, «el primer apartado del artículo 55a del proyecto de ley dice que “Quien alegue, públicamente y en contra de los hechos, que la nación polaca o la República de Polonia es responsable o corresponsable de los crímenes nazis cometidos por el Tercer Reich [...] o de otros delitos que constituyen crímenes contra la paz, crímenes contra la humanidad o crímenes de guerra, o quienquiera que de otra forma diluya seriamente la responsabilidad de los verdaderos perpetradores de dichos crímenes será sancionado con una multa o pena de cárcel de hasta tres años”». El artículo 301 del código penal turco ilegaliza «el insulto a la identidad turca», que incluye la alusión al genocidio armenio que tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial. Tales intentos de legislar la supresión del pasado de una nación son característicos de los regímenes fascistas.

El Front National es el partido de la ultraderecha francesa y la primera agrupación neofascista de Europa Occidental que ha conseguido un importante éxito electoral. Su líder original, Jean-Marie Le Pen, fue condenado por negar el Holocausto. Su hija Marine Le Pen lo sucedió al frente del partido: fue segunda en las elecciones presidenciales francesas de 2017. La implicación de la policía gala en la detención de judíos franceses que después fueron enviados a los campos de concentración nazis durante el régimen de Vichy ha quedado sobradamente demostrada. Sin embargo, durante la campaña electoral de 2017, Marine Le Pen negó la complicidad francesa en aquella gran redada contra los judíos franceses: trece mil de ellos fueron llevados al Velódromo de Invierno y, después, a los campos de exterminio nazis. En una entrevista televisiva de abril de 2017, dijo: «No creo que Francia sea responsable de lo que pasó en el Vel’ d’Hiv. [...] Los responsables, en todo caso, fueron los que estaban en el poder en ese momento, no Francia». Además, añadió que la cultura liberal dominante «ha enseñado a nuestros hijos que les sobran motivos para criticar [al país] y no ver más que los episodios oscuros de nuestra historia. Y yo quiero que vuelvan a sentirse orgullosos de ser franceses».

En Alemania, donde las leyes impiden que se niegue públicamente el Holocausto, se produjo una gran conmoción general cuando el partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (Alternativ für Deutschland, AfD) quedó tercero en las elecciones parlamentarias de 2017. Durante la campaña electoral, en septiembre de 2017, uno de los cabecillas del partido, Alexander Gauland, dijo en su discurso: «Si hay un pueblo al que se le haya asignado un pasado falso por antonomasia, ese es el pueblo alemán». Gauland exigía «que se le devolviera su pasado al pueblo alemán». Con ello se refería a un pasado en el que los alemanes «podían enorgullecerse de los logros de nuestros soldados en las dos Guerras Mundiales». Del mismo modo que los políticos del Partido Republicano estadounidense quieren sacar tajada del resentimiento (y del voto) de los blancos denunciando que la brutalidad de la esclavitud, confirmada por la investigación académica, es un modo de «culpabilizar» a los americanos de raza blanca, en especial a los sureños, AfD quiere ganar votos representando la historia fiel del pasado nazi alemán como si se tratara de una especie de persecución contra el pueblo alemán. Ese mismo año, uno de los líderes del AfD, Björn Höcke, dio un discurso en Dresde en el que habló apasionadamente de la necesidad de tener «una cultura de la memoria que ante todo nos ponga en contacto con los grandes logros de nuestros antepasados».10

El comentario de Höcke sobre la «cultura de la memoria» resulta inquietante porque evoca las palabras del creador del mito de la Alemania nazi. En 1936, el mismísimo Heinrich Himmler también se refirió a la importancia de defender los éxitos pasados:

Un pueblo vivirá feliz en el presente y en el futuro siempre que conozca su pasado y la grandeza de sus ancestros. [...] Queremos que nuestros hombres y que el pueblo alemán tengan muy claro que nuestro pasado no se remonta solo a unos mil años, que no éramos unos bárbaros sin cultura propia que tuvieran que obtenerla de otros. Lo que queremos es que nuestras gentes vuelvan a sentirse orgullosas de nuestra historia.11

Cuando no se inventa directamente un pasado para hacer de la nostalgia un arma, el fascismo selecciona con cuidado los acontecimientos del pasado, pasando por alto aquellos que podrían poner en peligro la veneración ciega de la gloriosa nación.

Si queremos tener un debate sincero sobre lo que debe hacer nuestro país y la política que hay que adoptar, necesitamos partir de una base común de la realidad que también tenga en cuenta nuestro pasado. En una democracia liberal, la historia debe respetar el principio de la verdad y darnos una visión precisa del pasado, y no una historia que responda a intereses políticos. En cambio, una característica propia del fascismo es su necesidad de mitificar el pasado con el objetivo de crear una versión del legado nacional que pueda usarse como arma para el provecho político.

Si el hecho de que haya políticos que intencionadamente piden que se elimine cualquier acontecimiento histórico doloroso de nuestro pasado no nos preocupa, entonces vale la pena que nos familiaricemos con lo que se ha publicado en el ámbito de la psicología sobre la memoria colectiva. En su artículo de 2013 «Motivated to “Forget”: The Effects of In-Group Wrongdoing on Memory and Collective Guilt», Katie Rotella y Jennifer Richeson dieron a conocer a los participantes, de nacionalidad estadounidense, historias «sobre la opresión y la violencia a la que fueron sometidos los indígenas americanos» de una de las dos maneras siguientes: «En concreto, se describió a los autores de los actos violentos como primeros americanos (condición de grupo de pertenencia) o como europeos que se asentaron en lo que más tarde sería América (condición de grupo externo)».12 El estudio reveló que la gente tiende a sufrir una especie de amnesia ante conductas indebidas cuando se especifica claramente que los responsables son sus compatriotas. Si a los sujetos americanos se les mostraba que los autores de la violencia eran americanos (en vez de europeos), parecían tener peor memoria para los hechos históricos negativos y «lo que sí recordaban lo expresaban con mayor desdén si los culpables eran miembros del grupo de pertenencia». El trabajo de Rotella y Richeson parte de un conjunto de obras anteriores de conclusiones parecidas.13 De modo innato tendemos a olvidar y a minimizar aquellos actos problemáticos que el grupo de pertenencia ha cometido en el pasado. Aunque los políticos no hubieran sacado el tema, los estadounidenses habrían relativizado su historial de esclavitud y genocidio, los polacos habrían atenuado su pasado antisemita y los turcos habrían tendido a negar las atrocidades cometidas contra los armenios. Que los políticos quieran ahora que esta versión de la historia se incluya en la política educativa oficial echa todavía más leña al fuego.

Los líderes fascistas recurren a la historia para reemplazar los episodios reales por un pasado mítico y glorioso que, por sus particularidades, puede servir a sus fines políticos y a su objetivo final: que el poder acabe sustituyendo a los hechos. El primer ministro húngaro Viktor Orbán ha utilizado la resistencia de Hungría a la ocupación del Imperio otomano en los siglos XVI y XVII para otorgar al país el rol de defensor histórico de la Europa cristiana y como fundamento para limitar en la actualidad la entrada de refugiados.14 Que Hungría fue la frontera entre un imperio de raíz musulmana y otro de inspiración cristiana era cierto, sí, pero la religión no tenía un papel tan importante en ese tipo de conflicto (el Imperio otomano, por ejemplo, no obligaba a sus súbditos cristianos a convertirse al islam). Como tiene la mínima verosimilitud necesaria, el relato mítico de Orbán le permite simplificar el pasado y apuntalar sus objetivos.

Continuamente se mitifica la historia del sur de Estados Unidos para encubrir el tema de la esclavitud. Esta idealización del pasado también sirvió para justificar que no se les concediera el derecho al voto a los ciudadanos negros hasta un siglo después de su abolición. Para denegárselo, los sureños idearon un relato falso del periodo conocido como la Reconstrucción —inmediatamente posterior a la Guerra de Sucesión—, que se inició en 1865 cuando se les concedió el voto a los negros del sur. Me explico: en aquella época, los afroamericanos eran mayoría en algunos estados sureños, como Carolina del Sur, y durante unos doce años, la opinión de sus diputados tuvo un gran peso en muchas legislaturas; incluso llegaron a tener representantes en el Congreso de Estados Unidos. La época de la Reconstrucción acabó cuando los blancos del sur aprobaron unas leyes que tuvieron como consecuencia práctica la prohibición del voto a los ciudadanos negros. Los blancos sureños difundieron el mito de que era una medida necesaria porque los afroamericanos eran incapaces de autogobernarse. Aquel momento histórico se presentó como una época de corrupción política sin precedentes que solo pudo frenarse cuando los blancos recuperaron de nuevo el control total.

En su obra maestra Black Reconstruction, publicada en 1935, W. E. B. Du Bois desmiente rotundamente la versión oficial dada entonces de la época de la Reconstrucción. Du Bois demuestra que los blancos del sur, con la complicidad de las élites del norte, pusieron punto y final a la Reconstrucción porque las clases acomodadas temían que los ciudadanos negros con derecho a voto se aliaran con los blancos pobres y crearan un movimiento obrero muy influyente que pusiera en riesgo los intereses del capital. Du Bois pone de manifiesto que la Reconstrucción fue simplemente una época de gobierno en la que los legisladores negros no solo no buscaron el provecho propio, sino que hicieron lo imposible por disipar los miedos de sus conciudadanos blancos. En aquel entonces, los historiadores de raza blanca no le prestaron ninguna atención a la obra Black Reconstruction, pero en los años sesenta se reconoció el relato de Du Bois como un hecho.

Los historiadores divulgaron intencionadamente una historia falsa sobre la Reconstrucción por interés político. No hicieron honor a su disciplina buscando la verdad, sino que quisieron subsanar las secuelas psicológicas que la Guerra de Secesión había dejado en los estadounidenses blancos. Al ofrecer una visión amable de la historia que ocultaba las crudas diferencias morales entre Estados, los historiadores justificaron la supresión de la mínima protección con la que contaban los ciudadanos negros en los antiguos Estados esclavistas. El capítulo final de Black Reconstruction se titula «La propaganda de la historia». En él, Du Bois denuncia con dureza la práctica de los eruditos de la historia de apelar a los ideales, la verdad y la objetividad para alcanzar unas metas políticas. Hacerlo, declara Du Bois, perjudica a la disciplina de la historia. Los historiadores que promueven un relato falso para el provecho político aludiendo a los preciados ideales de la verdad y de la objetividad, según Du Bois, son culpables de convertir la historia en propaganda.

Facha

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