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Vendedor de tintos

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El asesinato del día ya estaba planeado. El líquido negro borboteaba dentro de la olla gigante. Mientras Rober se colocaba la camisa que había lavado la noche anterior, la voz del locutor de radio escapaba en forma de burlas, de música, de asesinatos […] y una sonrisa se desdibujó en lo que quedaba de un pequeño espejo, donde las manchas blancas, el polvo y la suciedad entreveraban poco lo que estaba del otro lado.

Apagó el fogón de madera improvisado en el pequeño patio de su casa. Con una olla más pequeña sacó tinto y pasó el líquido a través de un colador, lo virtió dentro de uno de los veinte termos que disponía para el día. Las aromáticas las tenía en tres termos ya debidamente colocados en el carro de los tintos.

Se dirigió al cuarto que lindaba con el patio. Un sonido chirriante salió de allí al tiempo que él franqueaba la puerta. La habitación tenía bultos de café, otros de yerba, varios termos que había comprado para futuros reemplazos, cajas donde almacenaba paquetes verticales de pequeños vasos de plástico. Movió los bultos de café hacia el centro y un tapete vino tinto lleno de polvo apareció. Al retirarlo, el calor condensado lo abrumó de momento. Encendió la lámpara y bajó por las escaleras. Olía a viajes al Eje Cafetero en vacaciones, a Europa, a las ganas de ver a sus hijos crecer. Aspiró todos esos recuerdos, hinchándosele el pecho de orgullo. Pasó entre los cuchillos, revólveres y se detuvo a ver cada uno. Se le vino a la mente cada asesinato ejecutado. Abrió el closet para ver los trajes de látex que, al tocarlos, le traían la sensación de la sangre esparcida en su cuerpo.

Después de probar diferentes maneras, Rober ya había perfeccionado su técnica. Ya no le era suficiente con matar. Dejaba su firma en cada asesinato. Buscaba a alguien que siguiera su arte.

Tomó de la caja fuerte que tenía al final del cuarto un extintor con la marca “Hocludes” a un lado. Eran cinco nubes comprimidas que les había encargado a los cazadores. Tenía aún más en la caja. Las había usado en el pasado y le funcionaron muy bien. Guardó el extintor en la parte inferior del carrito. Acomodó los termos y emprendió camino, manejando su carro de tintos. En cada costado del pequeño vehículo se exhibía en letras rojas “El matador”. Pintadas al inicio con la sangre recolectada y luego ya eran necesarias varias manos de pintura.

Todos en Pueblo Distante conocían a Rober. El tintero que llevaba años trabajando en aquello. Muchos lo recordaban en sus inicios, cargando en cada mano un aparato de madera que podía sostener hasta seis termos a la vez. Con el pasar del tiempo fue improvisando la manera de repartir los tintos. Amaban su sabor y cada vez que pasó por cualquiera de dos locales en particular, terminó vendiendo casi toda su producción. Al final, consiguió contrato con ellos.

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