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Hipotermia en pueblo distante

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Nunca había visto una muerte como esta durante mis treinta años trabajando como periodista. Me llegó un correo de un contacto de la Fiscalía para darme los detalles sobre un extraño caso. Encontraron a un hombre en su cuarto, con signos de haber sido ahogado; el cuerpo de 48 años fue hallado allí. Esto era a lo que me enfrentaba. El cuarto estaba húmedo y el resto de la casa se encontraba totalmente seco y no había rastros de haber cargado el cuerpo hacia adentro; era eso o cubrieron muy bien sus huellas. Mi primera hipótesis era la menos lógica: fue ahogado dentro del cuarto, pero ¿cómo?

Mientras redactaba la noticia, no dejaba de crear múltiples maneras de ahogarlo y luego dejarlo allí. En realidad, era muy difícil de creer […]

Sonó el teléfono.

—¿Héctor Gaviria?

—Sí, ¿qué noticias tiene para mí? —dije.

—Bueno, el hombre que murió por inmersión se llamaba Andrés Rojas; era dueño de una ferretería. —Oí cómo movía unas hojas— Al parecer, debía varias cuotas de la “vacuna” y tenía algunos enemigos encima. La mayoría lo quería extorsionar. ¿Necesita algún otro dato?

—No, así está bien. Me llamó en el momento preciso. Muchas gracias. —Colgué.

Redacté la columna y apagué el equipo. Salí de la oficina y me despedí de Rober —como le decían—, el de los tintos. Era el único que me caía bien acá y solo porque hacía un excelente café. Cuando iba a cruzar la acera, casi se estrellan tres mototaxis porque pensaban que me iba a montar en una.

Últimamente, en Pueblo Distante había hecho un calor de los mil demonios. Me refiero a que, si no hubiera tenido aire acondicionado en la oficina, hace rato me habría suicidado. Debía ser un delito andar en Pueblo Distante con demasiada ropa.

Ya en la casa decidí buscar en internet algún tipo de muerte parecida. Encontré dos enlaces relacionados. El primero trataba sobre unos muchachos que, literalmente, bajaban una nube y uno pagaba por eso. Su página en internet ofrecía varios tipos de servicios, pero su servicio bandera era el de “tipo romántico”. Se me hacía raro que una noticia como esa no tuviera cobertura a nivel internacional y más cuando se trataba de unos jóvenes de Pueblo Distante. No paraba de sorprenderme. En el segundo decía que unos meses después de haber montado esa rara empresa, se habían reportado muchos casos de “suicidios” y la mayor parte eran por inmersión. Si bien no daban muchos datos, creía que estaban directamente relacionados con lo que estaba sucediendo acá.

Al día siguiente en la oficina me llamaron.

—Héctor, te necesito ya en el barrio Las Tablitas. Ve con Quintana, él te llevará. —Colgó.

Me levanté del escritorio y lo busqué.

—Vamos rápido —le dije.

Nos subimos a su carro.

—Creo que este murió por hipotermia —dijo Quintana.

—¡Ja ja ja! No me creas tan marica. Acá nadie se ha muerto por hipotermia, ¡ni lo hará jamás! —Aunque en esos momentos no sabía qué creer.

—Bueno, entonces creo que debes verlo con tus propios ojos.

Cruzó a la izquierda, antes de llegar al parque Arigüaní. En el lugar me recibió de nuevo el sargento. Me empezó a contar los hechos.

—Es algo de ver para creer. Cuando lo hice, se me erizaron los pelos de los brazos y se me quitó el calor que tenía. Y hoy la temperatura debe estar a 50° C.

Pérez levantó la cinta y pasamos.

Le dije a Quintana que anotara todo lo que viera, que de las fotos me encargaba yo. Estaba casi medio pueblo afuera para ver qué podían observar desde allá y preguntando qué había pasado con don Eustaquio. Las motos bajaban la velocidad al ver el gentío y se acercaban a peguntar “¿A quién mataron?” y varias voces contestaban “Parece que al señor de la panadería. Murió de frío, o algo así” y continuaban con una carcajada.

La casa era pequeña. Llegamos al cuarto donde estaba el cadáver. El señor Eustaquio se notaba rígido y tenía una expresión de calma, como si aún estuviera durmiendo. La cama estaba empapada y había un vaso de agua, que aún tenía hielo, en la mesa de noche.

—Ehh […] El vaso estaba totalmente congelado cuando llegamos. De hecho, Héctor, al llegar, todo el cuarto estaba demasiado frío. Como si tuvieran aire acondicionado. —Dijo el sargento

— ¿Quién llamó a la policía? —pregunté.

—La hija. Dijo que se le hacía raro que su papá no se hubiese levantado a ayudarla con los panes. Él nunca había fallado una madrugada. Treinta minutos después del horario habitual se dirigió al cuarto. Llamó varias veces, pero al no recibir respuesta se decidió a tocar la perilla, la sintió fría y su mano rechazó esa sensación al contacto. Se había puesto nerviosa. Abrió la puerta de un tirón y una cortina de humo azul salió huyendo del cuarto. Ella gritó el nombre de su papá y entró en su búsqueda. Lo que encontró la dejó asombrada. —El sargento enmudeció, congelando las palabras. Miraba al muerto.

—Oiga, sargento, ¿está acá? —Chasqueé los dedos y volvió en sí— ¿Qué fue lo que encontró?

—El cuarto de su papá estaba […] ¡Totalmente congelado! El piso, las paredes, ¡Su papá! —Dijo el sargento

—¿Pero ¿cómo es posible? —dije.

—Aún no lo sabemos, Héctor, y que Dios nos guarde. —Se echó la bendición.

—Gracias por todo, sargento.

—Con gusto. Si sabemos algo antes de que publiques, te llamo. Váyanse rápido antes de que llegue la fiscalía.

—Te lo agradezco —dije.

Le tomé un par de fotos al cuarto y a don Eustaquio. Luego, entrevisté a la hija del difunto en caso de que supiera algo más de lo que me había dicho el sargento. Le pregunté si era víctima de extorsión o que si se había negado a algún pago de “vacuna”. Me dijo que sí, que él estaba en contra de eso. Siempre decía que ningún grupo al margen de la ley le iba a quitar parte del dinero que se ganaba con el sudor de su frente. Le agradecí, le di el sentido pésame y Quintana y yo salimos de ahí directo a la oficina.

Me senté y comencé a escribir lo que había acontecido desde la primera muerte extraña. Creía que aún faltaba más por investigar.

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