Читать книгу El Jardín que no supimos cultivar - Javier Hernan Rivera Novoa - Страница 7

CAPITULO I BATALLA PERDIDA

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Parecía que iba a ser interminable, pero gracias a Dios paulatinamente todo volvió a la normalidad. Las aves, que habían abandonado el lugar de manera abrupta, regresaron circundándolo con vuelo tranquilo y expectante. La naturaleza, sutilmente fue recobrando el protagonismo que le había sido arrebatado. Fue posible sentirla a través de sus múltiples manifestaciones, sensibilizadas en aquellos relajantes susurros. Las caídas de agua, las sublimes caricias de las hojas impulsadas por la brisa, el aroma a hierba tan envolvente, volvieron a ocupar su lugar. En desmedro al olor emanado por sangre recién derramada, la magia de la vida volvió a ser evidente. Aquel espantoso e intruso ruido proveniente de explosiones, metal y muerte, se alejó al fin.

De rodillas, con la cara acuñada entre las piernas, tumbado sobre el piso del escenario, un hombre lloraba sin consuelo. Fue testigo de todo, desde muy cerca había presenciado con ahogado horror la muerte de tanta gente, que corría, clamaba por su vida, pero igual quedó inerte en el suelo, mimetizándose con la naturaleza. Contempló impotente varios rostros conocidos cuyos ojos carecían de fulgor. Los observó uno por uno, algunos besaban la tierra, otros ofrecían su cara al sol. Se encontraban tan próximos, había sucedido todo a muy pocos metros, pero increíblemente él se mantuvo ileso. Estuvo bajo la lluvia de metales desprendidos del cielo, sin embargo, todos colisionaron a su alrededor, incrustándose en el piso o sobre otros cuerpos. Hubiese preferido caer con todos, antes que presenciar aquellos ojos de desilusión y terror. Antes de escuchar aquellos gritos desgarradores que manifestaban ira y dolor, el profundo dolor causado por su traición.

Era imposible arrancar de su alma esa mirada triste, la misma que antes de desvanecerse confió en él. Se hizo difícil acallar en su cerebro, las palabras que retumbando con eco inquirían un “por qué”. Aún de rodillas, con esfuerzo, levantó la cabeza. Decidido, abrió los ojos, estaban empapados. Súbitamente, el rostro melancólico de Pablo, así como su quebradiza voz, se diluyeron de su mente. Jorge, se encontró en la misma posición, pero de madrugada, sobre una cama de hotel. Aún adormecido, observó a su alrededor e intentó sonreír, era la tercera noche consecutiva que ese sueño tan vívido y triste, acosaba su conciencia sin piedad. Una vez más, dedujo que su recurrencia obedecía sin duda, a que ya se había cumplido el día, esa fecha tan especial.

Quedó nuevamente dormido y de pronto se encontró en la calle, necesitaba respirar. Entre las paredes del hotel su ser se ahogaba. No logró, sin embargo, liberarse del fastidio, el sol intenso se ensañaba cruelmente con la ciudad de Piura y lo envolvió de inmediato en un abrazo pegajoso. Caminó por la avenida principal soportando la inclemencia climática, llevaba muchos días allí y no lograba adecuarse.

Mientras recorría a pie la ciudad, Jorge no pudo expulsar de su cabeza un tema reiterativo... la cita con los emerretistas. Habían transcurrido cuarenta y ocho horas del veintitrés de setiembre, el día pactado, y era consciente que, no había acudido ningún representante de la empresa. Se angustió, imaginándose una y otra vez, la reacción de Pablo, su decepción al comprobar su mentira.

Caminó como autómata, sus pasos iban por un lado y sus pensamientos por otro. De pronto, algo insólito, imposible. Súbitamente, tan lejos de su entorno, se interpuso en su camino, la figura de Estela. La contempló inmóvil, mudo; era todo tan vívido. Su cuerpo, su rostro, sus ojos, de los que se desprendía un brillo de dulzura y reproche. Sobreponiéndose a la agitación de su corazón y asimilando por fin tan incoherente realidad, Jorge alcanzó a balbucear.

 ¿Qué? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo supiste que estábamos...?

 Sabemos más de lo que crees -Interrumpió con firmeza, su expresión dura, lo trasladó mentalmente al campamento- Ustedes nos subestiman... tengo que hablar contigo. -Agregó.

 ¿Qué pasa? -Consultó Jorge, con expresión no confiable.

 ¡Sabes que no han acudido a la cita! -Dijo Estela, tajante.

 No, no sabía. -Mintió por instinto.

 Lo saben todos ustedes, por eso es que están acá... le mentiste al Pablo, le dijiste que los morocos no sabían.

 Bueno, en verdad no fue así...yo sólo le dije que... es que...

Fue todo lo que alcanzó a expresar, el escenario cambió abruptamente y se encontró de pronto envuelto en una tenue luz. Intentó volver en sí, sin tener en claro cómo había llegado allí. Observó sorprendido que, se encontraba desnudo, miró luego el ambiente que le rodeaba; estaba sentado sobre una cama. Frente a él y de pie, una sombra, una armoniosa silueta, se trataba nuevamente de Estela. “¿Qué hago aquí?” Pensó. Sometió a su cerebro a esforzarse, una y otra vez, intentando recordar, pero la búsqueda fue infructuosa. Transpiró, se debilitó en el desesperado esfuerzo… se rindió.

Estela, lo observó fijamente desde su posición. Superando la penumbra, Jorge alcanzó a percibir en su rostro mensajes de resentimiento, dureza e ira. Sin embargo, la mujer no pronunció palabra. Caminó pocos pasos hacia él, y, sutilmente, empezó a desprenderse de su ropa. “¿Qué hacemos acá? ¿Qué estás haciendo?”. Preguntó Jorge desconcertado.

“¿No es esto lo que querías?”. Le dijo Estela con tono irónico mientras poco a poco dejaba sus pechos en libertad. “¿No era esto lo que buscabas en el campamento?”.

“Sí... pero por favor, ahora no, es que Pablo... ¡Ya vístete!”. Le ordenó sintiéndose incapaz de cesar de mirar la sutil anatomía que Estela dejaba poco a poco al descubierto. Se libró en él, tremenda lucha interior. El llamado a la lealtad, la consecuencia con una “casi amistad”, intentaba denodadamente vencer la poderosa necesidad de mirar, de oler, de rozar, esa ilusoria tentación.

“¿Te preocupa el Pablo? ¿Desde cuándo? Si en el campamento me mirabas todo el tiempo sin que él te importe... ahora ya no tienes que imaginarlo” Insistió la terrorista en el instante que se deshizo de la última prenda interior, regalándole a quien fuera su cautivo, un panorama nunca antes visto.

“¡Estela por favor!” Muy nervioso, tembló como niño acosado. El estremecimiento, fue incrementándose con la aproximación de la mujer. Cerró los ojos para ocultar la visión, intentando bloquear cualquier morbosa recreación, con la mujer del amigo que nunca fue. Resultó peor; en la penumbra emergieron súbitamente aquellas imágenes violentas que acosaban sus sueños, tan sangrientas, tan tristes. Vivió una vez más los instantes de horror, observó a cientos de personas huyendo sin rumbo fijo, intentando escapar sin éxito de los proyectiles que caían del cielo. No podía respirar al observar en Pablo, aquella mirada sin consuelo, segundos previos a su muerte.

Las terribles imágenes duraron pocos segundos, el peso de Estela sobre él, lo regresó a la cama, en un instante. Confirmó entonces, las irrechazables intenciones de la mujer. Reparó súbitamente, que seguía protagonizando un sueño, de manera instintiva fue consciente de esa realidad. Sin embargo, aún en esa dimensión, sabía que arrojaría al mar todo lo cosechado, si era sometido por la tentación. Mas sucumbió, fue incapaz de retirarse con decisión. Atinó tan solo a quedarse inmóvil, a dejarse llevar inerte, vencido. Sintió con amargura su fragilidad interior; supo entonces que la batalla estaba perdida. Sobre la cama, comprobó con pesar, lo factible que es para el hombre, alejarse del jardín.

El Jardín que no supimos cultivar

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