Читать книгу El Jardín que no supimos cultivar - Javier Hernan Rivera Novoa - Страница 9
CAPITULO III EMBOSCADOS EN LA CRUDA REALIDAD
ОглавлениеCorría el mes de agosto del año 1992, y el país, desde años atrás, se desangraba a causa de la violencia desatada por los grupos terroristas Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). Las primeras señales de agresión subversiva en el Perú, se registraron en el año 1980. Fueron recrudeciéndose al final de esa década, y en los inicios de los noventa, aumentó la frecuencia de sus ataques y también su ferocidad.
Los atentados masivos a gran escala, propiciados por ambos movimientos, eran repudiados por los medios y la opinión pública en general. La nación, jamás en su historia, había sufrido el dolor de una llaga tan sangrienta, infectada por acciones terroristas que, para entonces, se hacía imposible curar. Sin embargo, los doce años de violencia vividos y la alarmante frecuencia con la que se registraban los ataques mal llamados menores, habían mermado la sensibilidad del peruano promedio, respecto a sus consecuencias.
Era común, leer diariamente en los periódicos, las muertes o mutilaciones de policías, soldados, civiles o terroristas. Todo ello, producto de atentados no tan espectaculares, pero sí frecuentes y dolorosos para los familiares de las víctimas. Estos hechos tan reiterados en provincias primero, y en Lima después, habían originado una callosidad en el alma del ama de casa, del ejecutivo, del estudiante, del frutero, del obrero, de todos los que no tenían relación directa con los agredidos.
Lo más triste, es que ninguno de ellos se daba cuenta que, todos los días temprano, antes de partir a trabajar o a estudiar, realizaban similar ceremonia. De manera figurada, recogían del perchero al lado de la puerta de la calle, una coraza contra sentimentalismos, y salían a enfrentar el mundo.
En sus horas de refrigerio, leían el diario. Pasaban desde la sección de espectáculos, hacia la de deportes, saltándose con gran indiferencia y celeridad, unos cuantos muertos por el camino. Generalmente, provenientes de las páginas policiales. A lo mucho, en algunas ocasiones, si la noticia les llamaba por algo la atención, dejaban caer un “pobrecito”, refriéndose a la desdichada víctima de turno. Continuaban luego, con su lectura primero y con su rutina diaria después.
***
No soportaba una curva más, Jorge no estaba acostumbrado a lo que estaba viviendo. Emprendía un largo viaje con la clásica resaca después de una maratónica noche de cerveza. Le importaba poco el hermoso paisaje que los acompañaba, el mismo que conoció de pequeño, pero que prácticamente no recordaba. Polo De Martini al volante, veterano en esas lides, sonreía al verlo de reojo.
Habían transcurrido tres días de su partida desde Lima. Abandonaban las ciudades de Huancayo y Jauja, ubicadas en la sierra, y se dirigían al Valle de Chanchamayo, en la ceja de selva. Jorge no dejaba de recordar una y otra vez; ya había transcurrido una semana cuando recibió la noticia de su traslado a esa importante pero peligrosa región. Ni los hermosos paisajes, ni el bono correspondiente, compensaban el riesgo en un país tan convulsionado. El hecho que Jorge, nunca había conducido ni laborado fuera de Lima, ahondaba profundamente sus temores y los de su esposa. Un día previo a su partida, ocurrió un terrible atentado en el malecón de Miraflores, ubicado en una importante zona residencial de la capital. Cuando atardecía, un grupo de terroristas atacó con bazucas, un camión del ejército que transportaba soldados por esa ruta, causando una penosa muerte a la mayoría de los ocupantes. El Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), se adjudicó el atentado, lanzando en el lugar panfletos. En ellos, resaltaban los objetivos de ese grupo y su hegemonía en el Valle de Chanchamayo; la región donde él se iba a dirigir. Esa misma noche, Jorge y su esposa Elena, miraban petrificados las noticias, sabiendo que él, pronto iba a arribar a las ciudades de aquel valle. Cuando finalmente partió, dejó a una inmóvil Elena en la ventana, con su hijo de meses en brazos, mientras lo observaba marchar.
Polo y Jorge trabajaban en la empresa cervecera más importante del país. Ubicada en Lima, pero sus productos se distribuían a diversas regiones del interior. Polo, con varios años más de experiencia en la empresa y en el puesto, conducía aligerado al tratarse de su último viaje a esa región. Para Jorge, recién ascendido y novato viajero, este constituía el primero. La función de ambos constaba en trasladarse desde Lima hacia la región asignada, para supervisar sus ventas. Existía también, personal subordinado a ellos que hacía lo propio en cada mercado del sector. Días previos en Lima, en la ceremonia de cambios anuales de la empresa, Jorge, recibía estupefacto y entre risas de sus compañeros, el sobre con el memorándum. Tenía que hacerse cargo de la región provinciana de mayor responsabilidad y riesgo, debido a los diversos atentados terroristas que solían acontecer allí.
Dentro de la camioneta que los transportaba, Jorge no soportaba las náuseas, el dolor de cabeza y el vaivén de las curvas. En días anteriores, cuando reconocían Huancayo y Jauja, Polo había presentado a Jorge con cada mayorista de cerveza “como Dios manda”. Mientras hablaban de la problemática del mercado, el mayorista de turno, no permitía que se pronunciase palabra sin que estuviese remojada en cerveza. Así, de mayorista en mayorista, de cerveza en cerveza, a Jorge poco a poco le costaba más trabajo acordarse cómo era que había llegado allí.
Después de ocho horas interminables de viaje, llegaron por fin a San Ramón, la primera ciudad de aquel sector. En el hotel les aguardaban Francisco Deza y Eduardo Cárdenas, colaboradores de Polo y Jorge respectivamente. De la misma manera, el primero abandonaba y el segundo ingresaba a trabajar a ese mercado. Posteriormente a la presentación con los mayoristas de esa ciudad, los cuatro procedieron a acostarse. Al día siguiente, tendrían que viajar a primera hora rumbo a las poblaciones de Santa Ana, Pichanaqui y Satipo, profundizándose al interior de la selva. La idea de partir muy temprano, obedecía a que, en ese trayecto, el riesgo de toparse con terroristas o “cumpas”, como les decían en la zona, era alto. Por lo tanto, deberían ir, entrevistarse al vuelo con el mayorista de cada pueblo y regresar con luz solar. Calculaban nueve horas en toda la travesía.
Francisco recordó que, en una ocasión, durante el período que laboró en la zona, tuvo que detenerse tras una hilera de autos. Terroristas del MRTA, habían bloqueado la carretera. En realidad, el asunto no pasó de un requerimiento de documentos y un susto. Sin embargo, fue motivo para decidir que las visitas a los mercados de penetración, fuesen esporádicas, sólo cuando la situación lo ameritaba. Polo le dijo a Jorge “No me hace ninguna gracia este paseíto, pero habrá que hacerlo”.
Emprendieron viaje en una camioneta pick up de doble cabina y tracción. Partieron a la hora prevista, no sin antes acudir donde una especie de informante, para que les proporcionara un pronóstico del “clima”, para ese día. “Hoy es jueves, va a estar tranquilo, no pasa nada” mencionó.
Ese dato los calmó un poco, sin embargo, no dejaron de tener los nervios a flor de piel, por cualquier cosa. No todos vivían la tensión de igual manera, a pesar que tenían el mismo perfil extrovertido, poseían temperamentos diferentes.
Polo, de treinta y tres años -El mayor de todos- Era muy locuaz y maduro en la mayoría de situaciones; pero en las tensas, podía soltar las riendas a sus nervios. A ratos serio, pero muy hablador, sacaba bajo la manga innumerables temas de conversación. Era capaz de ametrallar con palabras, aniquilando a cualquier interlocutor en contados minutos. De tez blanca, ojos y cabellos pardos oscuros, y mediana estatura, Polo, realizaba su último viaje con una motivación especial… al fin regresaba a Lima, e iba poder dedicarse adecuadamente a su esposa e hijo de cinco años.
Eduardo y Jorge, eran similares en cuanto a temperamento y carácter. Bromistas y risueños en muchos momentos y serenos en otros precisos. En cuanto a su personalidad, no se percibían los cinco años de diferencia que Jorge le llevaba. Sin embargo, sus características físicas distaban mucho. Eduardo era soltero, tez blanca algo bronceada y cabellos lacios castaños. Poseía una estatura superior al promedio del hombre peruano, la robustez de su anatomía le agregaba visualmente algunos centímetros más. Tenía la cara perfectamente redonda, generosas mejillas y ojos pequeños; éstos con frecuencia, solían achicarse aún más, cada vez que esbozaba una sonrisa.
De contextura mediana y estatura promedio, Jorge hacía gala de un estado físico, dedicado en sus tiempos libres, al permanente reposo. Su sedentarismo extremo, sin embargo, no se ensañó con su anatomía. Su cuerpo, mantenía algunas moderadas protuberancias en áreas claves, como cualquiera. Cabello castaño y ondulado, tez blanca, ojos pardos, gruesos labios, cubiertos por un marcado bigote que buscaba protagonismo en su rostro.
Finalmente, Francisco, aquel personaje tan peculiar. Muchas veces inoportuno, era una lechuga que repartía chistes y ocurrencias en todo momento y circunstancia. Se desenvolvía de acuerdo a su tiempo y espacio, parecía como si el mundo girase a su alrededor. Mantenía a veces, actitudes inocentes o torpes en apariencia, pero poseía, permanente buen ánimo y sonrisa, todo lo tomaba a la broma. En sus momentos de enojo, reaccionaba con cómica actitud, parecía como si siguiese bromeando. Para luego, con sorprendente facilidad, se deshacía en un instante de su mal humor y soltaba algún chiste. De contextura moderadamente delgada, se desenvolvía corporalmente con ademanes muy propios, imposible despojarse de ellos, perdería su esencia por completo.
A Jorge le impresionaba lo agreste y lo hermoso del paisaje. Andaban bastante lento por las condiciones de la carretera, ésta era de tierra, húmeda o mojada por áreas. Había huecos cada tanto, dentro de los cuales parecía que la camioneta se esfumaba, para realizar su aparición por otro sector.
Tenían permanentemente a su derecha una montaña con muchísima vegetación, que invadía sin cohibición alguna parte importante del camino. A la izquierda había también algo de vegetación y la compañía silenciosa del río Perené. En ocasiones, la camioneta tenía que sumergirse dentro de badenes cubiertos de agua de río, alimentado por algún bracito de éste.
Toda esa experiencia emocionaba sobremanera a Jorge, novato en estos menesteres. Vivir por primera vez ese hermoso paisaje selvático, con la carretera en tremendas condiciones, zambullirse en un badén, además de la paranoia de ser atacado en cualquier momento por algún terrorista, era realmente alucinante.
En ocasiones, como otorgándose una especie de terapia motivadora, acudía a su billetera y retiraba de ella una fotografía mediana. Observaba con detenimiento una y otra vez, a los personajes que en ella posaban, y luego sonreía al leer la dedicatoria. Elena se la había entregado minutos antes de partir, en ella, su esposa lucía una sonrisa fresca, y su hijo Gerardo, la mirada inocente que sólo un bebé de siete meses podía tener. En la parte inferior estaba escrito: Te estamos observando… pórtate bien y cuídate mucho, Elena y Gerardo.
Después de haber visitado Santa Ana, con aproximadamente dos horas y media de viaje, arribaron a Pichanaqui. Ese pueblo poseía una apariencia horrible. Además de la pobreza que se podía apreciar alrededor, cada detalle gritaba que la subversión era la que allí dominaba. Cuando llegaron a lo que podía denominarse el centro del pueblo, no pudo recibirlos un escenario más desolador. Parecía como si el Municipio hubiese ordenado una decoración uniforme en sus edificaciones. Todas sus paredes, estaban adornadas con muchos huecos de diferentes calibres, producto de las balaceras encarnizadas que allí se libraban.
Una prueba tristemente palpable de quién estaba ganando la guerra en esa zona, era el aspecto de su comisaria. Lo primero que había que hacer, era tratar de adivinar en qué lugar estuvo ésta alguna vez. Lo que quedó de ella se encontraba en ruinas. Algunos bloques de lo que una vez fue una pared, se mantuvieron de pie. Eran sobrevivientes verdes, orgullosos, que se resistieron a caer. Los efectivos policiales, que tenían la penosa y arriesgada misión de mantener el orden y defender los intereses de la mayoría, tenían que apostarse en los techos de las edificaciones vecinas que circundaban el lugar.
Era imposible, que los cuatro corazones que vibraron ante terrible realidad, no aceleraran su paso por esa espantosa visión. “Vamos, lo vemos y nos vamos” dijo Polo con voz nerviosa, refriéndose al mayorista que tenían que visitar en ese triste lugar.
Luego, partieron apresuradamente rumbo a Satipo, su último destino. Calcularon sesenta minutos de viaje hasta allá. Las risas y bromas que disipaban la tensión dos horas atrás, cedieron paso a un silencio no acordado, que evidenciaba que era necesario meditar respecto al proceso gangrenoso que padecía el país.
Camino a Satipo, se interponían pequeñas poblaciones; y dentro de ellas, cada cierto tramo, se encontraban surcos angostos atravesando la carretera y obligando a un tránsito lento. Allí de pronto, se apreciaron hombres agrupados de pie que se cubrían el rostro con pasamontañas.
Aquella visión impactó de inmediato a tres de ellos, pero Francisco apuró un comentario. “Tranquilos, son ronderos” refriéndose a los civiles encargados de defender su comunidad contra ataques subversivos. Esta iniciativa, fue adoptada un tiempo atrás, ante la imposibilidad de las fuerzas del orden, de estar en todos lados, en cualquier momento. Se trataba de una organización civil, apoyada logísticamente por el gobierno, y sus frutos se vieron en el transcurso de la larga lucha. Sin embargo, el aspecto de los ronderos, definitivamente, intimidaba a quien en su vida había visto a esas personas armadas, y con semejantes atuendos. Pasado el susto, los cuatro continuaron viaje, siempre en silencio. Francisco, cuando no, fue el encargado de destrozarlo, con una de sus clásicas salidas humorística. Hicieron romper en risa al grupo, en momentos tan tensos como el que vivían. “Ten cuidado con esas” le sugirió a Polo al volante “Yo una vez, sin querer, atropellé una... es que se cruzan de pronto y sin mirar... pasan corriendo con las manos en los bolsillos” Se refería a las pobres gallinas que, atravesaban intrépidas y presurosas la carretera, como si se hubiesen olvidado algo en la otra orilla.
Llegaron a Satipo. Este pueblo, sorprendió gratamente a Eduardo y Jorge que recién lo conocían. Después de haber visitado Pichanaqui, y a pesar que Satipo era pequeño, lo vieron como una pacífica y moderna metrópoli. También estaba convulsionado por la violencia, pero se percibía un pueblo más ordenado, limpio y progresista; tal vez, menos golpeado.
Inmediatamente después de la presentación de rigor, emprendieron retirada lo más rápido que la inclemente carretera lo permitió. Retornaban a La Merced, y, por supuesto, el ánimo era otro. Habían comprobado que la vía se encontraba libre de peligro. Polo, seguía conduciendo la camioneta y Jorge, hacía de copiloto. Detrás de Polo se encontraba Eduardo, y Francisco, en la ventana restante, aumentaba la frecuencia de sus bromas tan tontas como jocosas.
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, en el momento que dejaron atrás una vez más Pichanaqui y continuaron completamente relajados el camino de regreso. Jorge, se aisló un poco del grupo, y se dedicó a pensar en todo y en nada, mientras, miraba sin ver, el río que esta vez se encontraba a su derecha.
Cuando menos lo pensaron, intempestivamente desde la izquierda, bajaron veloces por la montaña, dos sujetos que habían estado protegidos por la tupida vegetación. Vestían, uniforme tipo militar, camuflado, uno de ellos portaba un arma y el otro una radio de comunicación.
Su aparición sorpresiva, la hicieron a la altura de la ventana de Polo, en momento en que la camioneta, había tomado relativa velocidad, y estaba a poco de llegar a una curva hacia la izquierda.
El de la radio gritó un “¡Alto!” casi en el oído del conductor y se apoyó en la típica señal con la mano derecha. Polo soltó un “¡La cagada cumpas!” y procedió instintivamente a apretar el acelerador, desobedeciendo la orden subversiva. Nadie, en la camioneta, se opuso a esa reacción. Jorge, miró atrás con dirección a los sujetos, comprobando con estupor, que el del arma la estaba rastillando, dispuesto a darle uso. De inmediato, el copiloto reaccionó agazapándose, esperando la lluvia de proyectiles. La camioneta mientras tanto, impulsada por los huecos, dio muchos saltos a toda velocidad posible y ganó a tiempo la curva.
Apenas doblaron a la izquierda, y aparentemente a salvo, con gargantas secas empezaron a gritar: “¡La cagada Polo, acelera!”, “¡Puta madre!”, “¡Corre y no pares!” Eran Francisco, Jorge y Eduardo, respectivamente.
Todos, se sintieron aterrados por la situación de la que se acababan de salvar. No estaban seguros si saldrían más terroristas de la montaña, pero lo mejor, era continuar de prisa, mirando a la izquierda y retirándose lo más pronto del área. La posibilidad que eso ocurra, era alta.
La camioneta iba derecho, siguiendo un pequeño tramo de la carretera. Polo miró por el retrovisor y comprobó que felizmente no había terroristas. Doblaron una curva hacia la diestra, para enfrentarse a otra a la izquierda. En el momento en que culminaban ésta, para alcanzar una gran recta, vieron con pavor que, en ella, a unos doscientos metros, se encontraba detenido un camión largo de carga. El gran vehículo sin movimiento, cruzaba la carretera casi de orilla a orilla, impidiendo el pase. Transversales a éste, en el sentido del camino, se encontraban dos autos detenidos, como haciendo fila. Desperdigados en todo ese escenario, se encontraban una veintena de terroristas del MRTA.
Simultáneamente todos sintieron que la presión les disminuyó a cero, un frío sudor empezó a recorrerles y su corazón aceleró mucho su marcha. “¡Concha su madre, cumpas, nos jodimos! ¡La cagada! ¿Y ahora qué hacemos? ¡Tranquilos no hablen nada!” Fueron algunas de las expresiones desprendidas por los cuatro manojos de nervios, mientras la camioneta disminuía poco a poco la velocidad para convertirse en los terceros de la fila. Eduardo, se persignó en forma instintiva, mientras le solicitaba a su madre, una manifestación de amor hacia él. “Viejita por favor sálvame”. Fue un mensaje mudo, codificado, y recibido, en otra dimensión. Esta reacción le sorprendió a él mismo, era la primera vez desde que su progenitora había fallecido, que le pedía algo, y de la manera más natural.
Se detuvieron, e inmediatamente se acercaron a ellos dos efectivos de estatura baja. Jorge, en el acto, se sintió dentro de una pantalla de televisor. Era increíble estar tan cerca de esos personajes, con sus características indumentarias. Algunos con pasamontañas, otros con pañuelos, cubriéndose nariz y boca. El diseño del pañuelo, imitaba la bandera peruana, es decir, dos franjas rojas verticales en los extremos y una blanca al medio. Pero, en la parte blanca, en vez del escudo nacional, figuraba Tupac Amaru. El indio cacique rebelde, que luchó heroicamente contra la colonia española, años antes de la independencia del Perú, era su referente. Los subversivos, tomaron su nombre e imagen, con el probable propósito de emular su rebeldía y lucha contra lo estipulado. Sin embargo, el objetivo y los procedimientos, iban por caminos completamente opuestos.
La imagen de los terroristas alrededor suyo, transportó a Jorge hacia los noticieros y reportajes de los programas televisivos dominicales. Tan lejanos que se veían entonces aquellos personajes, tan distante esa realidad. Se retro proyectó observándolos. Él en Lima, tumbado en la comodidad de su cama, mientras apreciaba aquellas imágenes televisivas. Ellos lejanos, allá, en su mundo, rodeados de selva y de convicciones erradas. Ahora los tenía a pocos metros, ya no en una pantalla. Se encontraban en tercera dimensión, eran de carne y hueso, poseedores todos, de un fulgor seco en la mirada, e ideales distorsionados. Ninguno de los cuatro en ese instante, los iba a debatir. Uno de los efectivos, se inclinó hasta la altura de la ventana de Polo, observándolos con detenimiento.
“Buenas tardes” Soltó un saludo Polo con tono amable. “Documentos” Obtuvo como toda respuesta. Procedieron a buscarlos nerviosamente dentro de sus billeteras, para entregarlos de inmediato.
“¡Completo! Dennos con toda la billetera”. Ordenó el terrorista y todos obedecieron en el acto, excepto Jorge que demoró en entregarla. Con manos temblorosas buscaba algo dentro de ella. “¡Oiga, le dije con todo!” Exigió el hombre con voz elevada, pero sin llegar a gritar. Jorge, aun temblando y recostándose en un remedo de gesto cordial, le enseñó de lejos la fotografía de su familia, sostenida en la mano derecha. Simultáneamente, con la otra mano y pasando detrás de Polo, le alcanzó la billetera. El subversivo, lo observó un instante, con mirada inerte, y de inmediato, se alejó junto con su compañero. Caminaron a treinta metros del auto, se unieron al grupo donde se encontraba la mayoría. Pasaron cinco minutos y volvió uno solo.
¿Por qué no obedecieron el alto? -Preguntó el terrorista increpando.
No, no lo escuchamos -Mintió Polo con cierto aplomo superando las circunstancias. Los de atrás trataron de apoyar con algo para reforzar su versión, pero Polo estampó en el retrovisor sus ojos que decían “Déjenme hablar sólo a mí”.
Un compañero les hizo el alto, y dice que ustedes no han querido parar -Reclamó el efectivo.
¡Ah no, no lo vimos! -Insistió Polo, esta vez no tan convincente.
¿No lo vieron? ¿Uno con radio? -Consultó incrédulo el subversivo.
No, no -Reafirmó Polo.
¿De dónde son?
Bueno, somos viajeros, trabajamos en cerveza -Respondió Polo monopolizando las respuestas, pues él estaba en el manubrio.
¿Qué hacen por acá? -Insistió el emerretista
Somos supervisores, estábamos viendo el mercado. Somos solo viajeros, empleados, no somos dueños de nada -Le dijo Polo adelantándose con imprudencia a las intenciones del terrorista.
Responde solo lo que te pregunte -Ordenó el uniformado- ¿Todos trabajan ahí?
Sí -Respondieron todos simultáneamente.
Esperen un momento.
Después de decir esto, el efectivo se volvió a retirar con dirección hacia el mismo grupo. Todos en la camioneta, se quedaron muy pensativos. En términos generales, consideraron que habían sorteado bien la situación, algo similar había experimentado Francisco meses atrás, sin un desenlace lamentable. Los terroristas agrupados, examinaban los documentos de los cuatro, uno por uno. De pronto, observaron la tarjeta de propiedad de la camioneta, estaba a nombre de la empresa. Era la compañía cervecera más grande del país. Jacinto, que estaba a cargo no lo dudó.
¡Ya chato, se van con nosotros!
¿Los llevamos? -Consultó el chato.
¡Claro! Esa empresa se caga en plata.
Y... ¿Por qué mejor no nos llevamos nomás la camioneta?
¡No seas huevón chato! ¡Que vengan con nosotros!
El chato caminó pesadamente nuevamente hacia el auto, los cuatro lo vieron acercarse y presintieron que nada bueno les iba a decir. Probablemente, tendrían que estar allí unas horas más, o en el peor de los casos se quedarían sin camioneta. Sintieron un desvanecimiento interior cuando escucharon. “Ya, enciendan el carro y vayan hacia el camión, lo bordean por ese costado y se estacionan en el otro lado. Ahí, hay una subida pequeña, ahí se quedan”. Obedecieron mudos y con los ojos fuera de órbita, Polo maniobró de acuerdo a lo indicado. El resto de conductores detenidos, los que llegaron antes y después que ellos, los miraban disimuladamente espantados, con expresión de “pobrecitos”.
Al encontrarse al otro lado del camión, Polo efectivamente, observó una pequeña pendiente de tierra que conducía a la montaña, avanzó lentamente y se estacionó en la entrada. Se quedaron ahí unos minutos y de pronto, otro efectivo les ordenó descender del vehículo. Obedecieron y permanecieron allí, al pie de la montaña, sin saber qué cosa esperar.
Al instante, vieron cómo un par de subversivos, procedieron a llenar la pequeña tolva de la camioneta, con cajas de agua gaseosa. Acababan de ser arrebatadas a un camión distribuidor, también detenido. Jorge, supuso que, al hacerlos bajar del vehículo, y haber llenado la tolva de bebidas, ellos se apoderarían de la camioneta, y los dejarían por su cuenta.
“¡Acérquense!”. Ordenó Jacinto, con sus documentos en la mano. Todos se acercaron a él y a otro que estaba a su lado; este último poseía cara de niño, aparentaba menos de los diecisiete años de edad que en realidad tenía. “¡A ver…entreguen todo lo que tengan encima, relojes, sencillo, todo!”
Procedieron a despojarse de sus pertenencias tal y como lo ordenó Jacinto. Se percataron entonces que, no les iban a devolver el Plan de Viaje, casi completo (dinero de viaje asignado) que habían entregado junto con sus billeteras. Posteriormente, les tocó deshacerse del resto de cosas de valor. Eduardo olvidó que había guardado su reloj en el bolsillo, así que no lo entregó.
¡De dónde vienen! -Consultó Jacinto ordenando
Fuimos ida y vuelta a Satipo, ya nos estábamos regresando -Contestó, Polo.
¿Han visto algo por el camino? ¿Había patrullas de policías o morocos? -Preguntó refiriéndose a los soldados.
No había patrullas, pero en Pichanaqui sí había policías.
Jacinto continuó interrogando y Polo contestando. Jorge, mientras seguía atentamente el diálogo, soportaba la mirada directa, del subversivo menor, aquel que acompañaba a Jacinto. Sentía que lo atravesaba sin pronunciar palabra, no podía ser preludio de nada bueno. “¡Tú huevón! ¡Tú eres policía, yo te he visto en la comisaría!” Gritó muy fuerte el “cara de niño”.
Algunos, al escuchar esa acusación, empezaron a verlo y a agruparse a su alrededor. Jorge, sudando frío y tartamudeando, intentó explicar a todos que el niño estaba en un error. Los otros tres, apoyaron a su amigo, indicándole a Jacinto que eso era un error, que trabajaba con ellos. “Tú, en mi billetera, tienes mi libreta electoral y tarjetas de mi trabajo, puedes comprobar que no soy policía”. Le dijo nervioso Jorge, dirigiéndose a Jacinto. El subversivo siguió la clamorosa sugerencia del angustiado y revisó los documentos.
“¡Está bien Fermín! ¡No es tombo!”. Le dijo Jacinto al menor, utilizando la jerga peruana con la que llaman a los policías. “¿Estás seguro? Me parece que lo he visto en Pichanaqui” Insistió el chiquillo con voz aguda. “Sí, aquí está todo... ¡Ya ustedes suban a la camioneta”! Ordenó una vez más Jacinto. “¿A la camioneta? ¿No nos vamos?” Preguntó Polo; Jacinto le dio la espalda sin responder y los cuatro procedieron a volver a sus lugares en la camioneta. Mientras caminaban, Polo le dijo a Jorge. “A ver si te quitas esa pinta de cachaco”. Se refería a la apariencia de militar que en ese momento tenía Jorge. Es que los gruesos bigotes, la polera negra, los lentes de medida colgados al cuello; aquella tarde, no colaboraron mucho con él.
Después de esperar unos minutos, se acercó Fermín y les dijo “Suban por el camino, dan la curva a la izquierda y se estacionan”. Luego de dar una curva en “U”, habían ascendido unos diez metros sobre la carretera, ésta se encontraba ahora a la izquierda de la camioneta. Todos, miraron con estupefacción en ese nuevo escenario, a unos cincuenta subversivos más. En una pequeña explanada, estaban los emerretistas conversando y riendo, no guardaban ningún orden ni alerta por si se presentara alguna emergencia.
Jorge observó con pavor entre el grupo, a algunas mujeres, también uniformadas como los varones. El miedo, se debía a la fama alcanzada por terroristas de ese sexo; fama de crueldad y sangre fría. Él, las miraba caminando o conversando. Realmente, existía algo en su expresión que inspiraba mayor temor y respeto, en relación a los hombres.
Con mucha lástima, comprobaron también la existencia de algunos niños en sus filas. Pequeños, de once o doce años, que deberían estar divirtiéndose entre ellos o alimentando sus fantasías. Sin embargo, se encontraban allí, jugando a la guerra, a ser grandes, a cambiar el mundo, pero de la manera más errónea y triste. Y así, se desenvolvían los niñitos, con aspecto serio, con mirada fría, portando armas más grandes que ellos y vistiendo uniformes remangados.
Jorge, seguía mirando ese panorama con profunda tristeza, realmente parecía un mal sueño estar allí, En ese lugar, tan lejano de casa, tan abstracto para él apenas cinco días atrás. Pues allí estaba, observando a personas heterogéneas, pero con convicciones uniformadas.
Permaneció callado, como todos, esperando. Esperaba resignado, pero no sabía qué. ¿Qué iría a pasar? Era un hecho que, los separaron del resto por algo, y ese algo no era nada bueno. Pronto iba a oscurecer y los llevarían con ellos; esa posibilidad era aterradora. Se atormentaba pensando en el hecho de morir de esa manera. Si los subversivos permitían que los cuatro conociesen el lugar donde se concentraban, de ninguna manera, los iban a soltar posteriormente para arriesgarse a que su posición fuera conocida por el ejército. Entonces, habría sólo dos consecuencias lógicas: o los asesinaban, o se quedaban secuestrados por largo tiempo.
Empezó, desde su posición, a pequeña altura, a mirar detenidamente, con detalle, el ambiente que le rodeaba. Se concentró en el río, la vegetación, la montaña tan alta. Observó hasta dónde se proyectaba ese estrecho camino del desvío, en el cual se encontraban. Llegaba muy arriba, hasta desaparecer.
“¿Aquí voy a morir?” Se preguntó Jorge mentalmente “¿En este lugar va a ser mi final? ¿Tan lejos de mi casa? ¡Nadie se va a enterar! ¡No van a encontrar los cuerpos!”
Lentamente, retiró de su bolsillo la fotografía, la observó, y sin darse cuenta empezó a decirle adiós a sus seres queridos. Empezó por su hijo menor, aún no cumplía el año. “Gerardo…te voy a dejar chiquito, prácticamente no vas a conocer a tu papá, no te vas a acordar de mí”. Se despidió mentalmente de su hijito, concentradamente. Hizo lo mismo con su esposa, sus padres, hermanos; esperando que de alguna forma ellos sintieran el adiós.