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Viejas y nuevas preguntas

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Las grandes cuestiones planteadas por la Ilustración clásica tuvieron que ver con los límites del ser humano. Qué nos es dado conocer, hasta qué punto podemos aspirar al perfeccionamiento moral, a organizar las sociedades de un modo justo u ordenar la historia en clave de progreso… son problemas que reclamaban la participación de las inteligencias más inquietas para su resolución. Muchas de éstas forjaron su crédito público a partir de sus respuestas y, en cierto modo, ese esquema se ha mantenido hasta tiempos no muy lejanos. Se irá argumentando a lo largo de las próximas páginas, la función del intelectual no es ni puede ser la misma. Por supuesto, tampoco su reconocimiento. Y lejos de abandonarse a la melancolía o la indignación por la pérdida de una influencia que siempre se vivió como insuficiente, convendría replantear la cuestión en coordenadas más ajustadas a las necesidades del presente y a los imperativos con que queremos vincularnos al futuro. De las primeras brota la precisión descriptiva, mientras que de los segundos los compromisos de índole normativa. Y de la adecuada consideración de ambas, entiendo, lo que llamamos responsabilidad intelectual.

Con especial fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, muchas de estas grandes preguntas ilustradas, así como a una fe demasiadas veces ciega en las posibilidades de la razón, han sido sometidas a estricta crítica, cuando no a demolición. Los excesos y contradicciones de aquel período han sido denunciados de modos con frecuencia no menos problemáticos. No es el asunto de este libro abordar dichas discusiones, por lo demás ya clásicas, pero sí quiere tenerlas en mente. Lo interesante ahora es advertir que una reflexión que quiera inscribirse en la senda ilustrada y contribuir a prolongar su camino ha de procurar una evaluación más modesta de sus posibilidades y, mediante una atención al contexto, evitar el formalismo. En efecto, hoy la pregunta sobre qué nos es dado conocer o qué podemos hacer con las cosas que conocemos refleja una relación que en muchos aspectos supera las descripciones foucaultianas acerca del poder-saber.

El surgimiento en las últimas décadas, fundamentalmente a partir de la extensión de las tecnologías de la comunicación, de realidades sociales expresadas en voces como cognitariado, precariado intelectual o proletariado cultural, fuerza a un replanteamiento de los análisis de relación entre saber y poder. Por una parte, la creciente dependencia respecto del mercado ha producido la devaluación social de ciertos saberes, particularmente aquéllos cuya aplicación inmediata no es evidente y cuya expectativa de rentabilidad es menor. Por otra, la estimación de otros conocimientos no ha acarreado necesariamente una repercusión económica ni de influencia real para la mayor parte de quienes hacen de ello su profesión. Sí en quienes compran esa fuerza de trabajo, que, sin embargo, no tienen por qué —algo cada vez más improbable debido al incremento constante de complejidad— ser expertos en ese saber que les da riqueza y poder. Piénsese, por ejemplo, en la asimetría entre la importancia de un sector estratégico como la información y los data y las condiciones laborales de quienes llevan a cabo la mayor parte de las operaciones necesarias para su acopio y almacenamiento.

En demasiados casos, cabe decir, saber no significa gran cosa, pues, por si lo dicho fuera poco, lo que en verdad cuenta es la información (almacenable, descomponible, objeto de transmisión instantánea, en aumento exponencial… y convertible en valor monetario). Saber e información son dos términos que pertenecen a un mismo campo semántico y comparten muchas cosas, pero que se desplazan hacia áreas sociales y económicas cada vez más alejadas. La precarización de los trabajos culturales y la ideología del expertismo, a la que prestaremos especial atención, son dos fenómenos relacionados con esta dislocación.

En este sentido, la gran novedad que nos proporciona el capitalismo tardío es la producción de un tipo humano muy paradójico, tan peculiar como abundante: acumula grandes cantidades de saber y está familiarizado con los códigos de comportamiento y socialización de las instancias de poder, pero carece por completo de dicho poder. Es más, en su precariedad apenas es capaz de decir la palabra «no», que se convierte en una especie de lujo que sólo a veces puede permitirse. El poder es propietario del saber —del tiempo de los sujetos que saben y de la mayor parte de lo que generan—, pero a través de una fuerza de trabajo perfectamente sustituible que porta consigo sus conocimientos de un sitio a otro. Es decir, hay un resto de saber no capturable encarnado en los cuerpos que trabajan, pero ese resto es difícilmente operativo si no se desempeña en un marco de explotación capitalista. Como ocurre con cualquier otra mercancía, hay un excedente de saber que no puede ser absorbido por el mercado laboral y cuyo precio no cesa de disminuir. Todo ese saber flotante es funcional al poder sobre todo en lo que tiene de disponible. De ahí que sea tan imperiosa la construcción de imaginarios y espacios regidos por lógicas alternativas a la neoliberal: tanto por lo que puedan ofrecer para el incremento y canalización de los saberes como por su carácter disidente respecto a la ideología dominante.

En cuanto a la ausencia de oportunidades donde ver ese conocimiento aplicado o apreciado, se trata de un hecho singular y de hondas repercusiones. Aplicando la lógica económica imperante, se trata de conocimientos inútiles, por lo que carece de sentido seguir instruyendo a la población en cosas que no sirven para nada, cuando de lo que se trata es justamente de lo contrario: optimizar todo acto humano con vistas a su retorno monetario. Éste es el horizonte que ya puede distinguirse con claridad en las reformas educativas y universitarias de los países a la vanguardia del neoliberalismo.

Me parece que una actitud ilustrada hoy supone la revisión crítica de las propias condiciones de posibilidad para un pensamiento en clave emancipatoria. Esta tarea requiere hacerse cargo de una herencia histórica que incluye toda suerte de excesos y propensiones a la omnipotencia de la razón, pero también el mantenimiento de ciertos ideales de progreso como parte de un horizonte normativo irrenunciable. Asimismo, exige que estas premisas sean consideradas no únicamente en abstracto, sino con relación al tiempo y al espacio (en cierto modo, veremos luego, a los tiempos y a los espacios) que habitamos. Por supuesto, ningún proyecto de este tipo puede obviar la preocupación por la pedagogía. Hablar de las condiciones de posibilidad para un pensamiento emancipatorio conlleva también investigar cómo puede abrirse, extenderse y perfeccionarse a partir de la eventual intervención del mayor número de personas. Esto no tiene nada que ver con una utópica asamblea universal capaz de decidir democráticamente sobre la verdad del conocimiento, sino con la idea regulativa consistente en procurar que cada ser humano se encuentre en condiciones de intervenir, si lo desea, en las cosas que le afectan en pie de igualdad con cualquiera. Una modulación de esta idea sería el principio ecológico de la escritura expuesto en la segunda parte del texto.

En definitiva, la oportunidad de acceso a lo común (en lo que tiene de uso, pero también de contribución) ha de incluir también el conocimiento. Pero luego hay que afrontar la cuestión de qué hacemos o qué podemos hacer con el conocimiento, quién o para qué está en disposición de utilizarlo. Y ahí es donde cada cual habrá de decidir si aspira formar parte de algo así como un patriciado intelectual (por lo demás, inútil empeño) o a contribuir a un orden que no confunda la pluralidad y la heterogeneidad con la desigualdad.

El intelectual plebeyo

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