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Un intelectual plebeyo nunca está solo

En la importante obra que presento, su autor continúa un programa ya desarrollado en Crítica de la razón precaria. La vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario (2019). La continuidad denota el valor que otorga Javier López Alós al problema sobre el que trabaja. Ahora lo conocemos desde otro punto de vista, conocemos al intelectual no sólo por su carencia —precario donde otros disfrutaban de la estabilidad—, sino desde una afiliación en parte elegida: el precario intelectual se ha transformado en El intelectual plebeyo. Ya no se define en negativo, ahora presume de su adjetivo. Quiere ser intelectual y quiere ser plebeyo. Ambas cosas unidas, indefectiblemente, sin que la potencia intelectual sufra por la subordinación de clase o ésta se abata en la desazón por formar parte de los de abajo practicando una actividad tradicionalmente atribuida a los de arriba.

Ser intelectual puede leerse de tres maneras. La primera consiste en que las instituciones te consagren como intelectual y te otorguen su reconocimiento. Las instituciones no bastan y todos conocemos catedráticos o artistas laureados a quienes consideramos incompetentes, aunque quizá no lo digamos por miedo a su poder (institucional) sobre recursos e influencias. La segunda, que puede acompañar o no a la anterior, se cultiva con la aquiescencia de los iguales, de aquellos que forman la república de las letras en la provincia específica que cada uno cultive. Mas puede ser también que los iguales sucumban a la presión de las modas culturales o de la Aurea mediocritas. Conocemos bien ese mundo de la pelea absurda por la prioridad, del saqueo de las ideas ajenas y del intento de acaparar abusivamente toda la luz, de la simple y llana explotación de los mejor situados institucionalmente sobre los outsiders. Poco fiable es el reconocimiento en tales ecosistemas. Éste se produce con el revólver en la sien de la precariedad y adquiere sus energías del conformismo carrerista —aunque aún no me ha tocado, ya lo hará, por tanto, mejor celebrar lo que todos y callar prudentemente sobre lo que no entra en el canon—. De hecho, el autor tiene su público en los desafectos a ese estado de cosas y conoce bien su aspecto deletéreo para la actividad intelectual. Debido a ello resulta tan vivificante el profesionalismo de López Alós. Frente a una realidad degradada, aquella en la que se obliga a leer lo infumable, a aprobar a estudiantes perezosos, a pelear con brókeres de la especulación ideológica, las virtudes académicas deben protegerse y resguardarse en otro lugar que tal vez no sea la academia. No se excluye que estén en ella, cierto: lo que está claro es que la academia no las garantiza.

Es preciso subrayar la enorme originalidad de este planteamiento. Impugnaciones de lo establecido han existido muchas y las hay de dos tipos. Unas pretenden que la institución significa la esclerosis de la actividad creativa. Otras, completamente ajenas al negocio anterior, señalan que la institución desmiente en la práctica los valores que sostiene profesar. Opta, por tanto, por una refundación de la institución. López Alós simpatiza con este planteamiento, mas el suyo es otro, más profundo y antiguo. La resistencia no es posible sin asumir gozosamente que sobre ciertos bienes no hay posibilidad alguna de competir, ni siquiera se debe competir. Debe dejarse por tanto al disfrute de otros.

La apuesta estremece. No es querer ser intelectual sin reconocimiento institucional. Eso también porque no se desea dar simulacros de clases, ni aprobar exámenes pésimamente contestados para mantener índices contables de éxito en la gestión neoliberal. Eso también, porque no se rondan los cenáculos ni se intenta colocar la mercancía ideológica para atrapar el espacio de atención. Pero no es sólo eso: se trata de ser intelectual sin contar con más que el deseo y el esfuerzo, sabiendo además que es plausible que éste encuentre poca compañía y que lo que hace apartar del mundo no sólo mejore, sino que también empeore.

Cuidado: no se trata de que López Alós abogue por la misantropía. Lo anterior es un ejercicio intelectual ascético que ayuda, como en los antiguos estoicos, a pensar en los males para poder hacerles frente sin indignidad. López Alós no reivindica salir de la condición de plebeyo y que lo hagan patricio —porque él lo merece y no otros—. Tampoco reclama el fin de la división entre patricios y plebeyos a partir de la creación de una república de las letras esculpida exclusivamente desde el mérito. En nuestro tiempo esta reivindicación carece de sentido porque tiende a confundirse con el populismo antiintelectual y anticientífico, en el que cada detentador de capital cultural se adjudica a sí mismo toda la autoridad. López Alós reivindica la condición de plebeyo como una forma de libertad apoyada en el propio sentido del deber. En mi opinión así se solicita una interlocución específica (y aquí aparece la tercera manera de reconocimiento intelectual): la de una creación intelectual ajena a las instituciones, a las corrientes intelectuales y al beneplácito de los mediadores de ambas. El sujeto encuentra en su fuero interno un espacio de resistencia contra el mundo, lo cual sólo es posible cuando encuentra el magisterio y la compañía de otro mundo: el mundo formado por las generaciones intelectuales, por sus métodos de trabajo y de producción. Calcando lo que alguien escribió a propósito de otro acompañamiento, podría decirse: un intelectual plebeyo nunca está solo. Aunque las noticias del exterior así lo sugieran, aunque en lo concreto se encuentre muy solo, aunque su saldo bancario le exijan enormes economías. Esa interlocución se mide positivamente en su fortaleza subjetiva y su constancia, también en el tipo de compañías que se procura y a las que concursa; libres de la ansiedad, articuladas desde la escucha, consciente del aspecto común del trabajo.

Javier López Alós está escribiendo nuestro Enquiridión en la época de la precariedad masiva entre las clases cultivadas. La autenticidad —discreta y nada exhibicionista— de su testimonio, la profundidad de sus análisis filosóficos y sociológicos desde los que argumenta, deberían alimentar nuestro debate y ayudarnos a promover otras políticas. Muchas veces he oído, o me he oído, decir: esto es un desastre, así no se puede pensar ni discutir con dignidad; aunque se piense poco o se discuta con resultados menos que magros, pero es necesario que pensar y discutir conserven su sentido. Quienes se reconocen en lo anterior, estoy seguro de que amarán este libro y se darán cuenta de que tampoco están solos.

José Luis Moreno Pestaña

El intelectual plebeyo

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