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Buscar la claridad

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Insisto mucho en la voluntad de claridad. Pero ¿qué es claridad y por qué explicitarla como asunto de voluntad?, puede objetarse con todo derecho. Pues bien, desde el punto de vista de quien lee, claridad será el atributo de una escritura que se deja penetrar para volverse inteligible, como el claro de un bosque es el espacio adonde la luz llega teniendo que salvar menos obstáculos y, al mismo tiempo, el lugar desde donde mejor distinguimos lo que queda más allá de los árboles. El lector juzga entonces si aún sobra maleza antes de poder llegar a una idea cabal de lo que se le está diciendo. O, cuando menos, a la creencia de que ha entendido y que eso que ha leído conforma un sentido. Sin embargo, desde la perspectiva del autor, la claridad excede de ser la virtud cuyo reconocimiento se espera por parte del público. Entiendo que, bajo ciertas circunstancias, es una motivación previa e intrínseca al hecho de la escritura: se escribe para compartir con los demás lo que de otro modo sería reflexión solitaria condenada a no abandonar su soledad. La claridad, vista así, es apertura a la intervención del otro, a que su lectura termine modificando lo que creo que pienso y escribo. En consecuencia, allí donde no esté claro lo que quiero decir, que es condición para que el texto pueda tener alguna continuidad más allá de estas páginas, no me queda otra que asumir yo el error, pues no era ésa mi intención.

Podría decirse que la voluntad de claridad equivale a la voluntad de evitar poner más dificultades a las que de suyo conlleva cualquier acto comunicativo y las relativas a la complejidad específica del tema del que se habla. Claridad, entonces, no significa simplificación. Es más, a menudo ocurre exactamente lo contrario, que las cosas se nos vuelven absolutamente irreconocibles debido a su simplificación. De todas formas, no me atrevo, ni creo que tuviera mucho fundamento, a asegurar que lo habitual hoy es la falta de claridad o, tal vez, su exceso. No sé cómo podría llegarse a un diagnóstico de ese calibre. Lo que me parece interesante tanto de la falta como del exceso de claridad son sus aspectos sintomáticos. De ahí que también subraye su relación con la voluntad.

¿Qué se pretende al escribir? ¿Cómo nos relacionamos con la posibilidad de no ser entendidos, o de ser entendidos en aquello que hubiésemos preferido quedase al margen, o de lo que nosotros mismos no somos conscientes? ¿Hay un esfuerzo en proteger ciertos pasajes haciéndolos más inaccesibles? Y en sentido opuesto: ¿hasta qué punto remover los obstáculos que puedan eliminarse se confunde con rebajar la entidad de un texto? Porque —me parece una buena metáfora para ilustrar lo que puede ocurrir cuando se confunde claridad y simplificación—, no es lo mismo despejar un sendero para llegar a lo alto de un monte y contemplar desde allí el paisaje que desmochar la montaña para poder coronar un triste promontorio.

Dicho esto, antes de entrar en materia, me gustaría incluir en este ensayo una declaración a medio camino entre la confesión personal y lo metodológico: estas páginas son producto de la decisión de no escribir únicamente de lo que se está seguro, sino precisamente de aquello sobre lo que se tienen dudas, con la esperanza de reducirlas y de que otros ayuden. Desde luego, para que algo así pueda tener sentido deben concurrir una serie de requisitos que sintetizaremos en dos: confianza y aceptación.

En primer lugar, una suficiente dosis de confianza en el público lector, que ni ignorará los yerros ni se valdrá de ellos para atormentar al autor. Creo que una verdadera comunidad intelectual es aquélla de la que puedes esperar te saque del error, no de la que desees le pase desapercibido o no lo tenga demasiado en cuenta. Sin esta confianza básica, que tiene también una base antropológica, no hay comunidad auténtica, pues las relaciones de cualquier individuo con el grupo estarán mediadas por la reserva y el temor a ser descubierto en falta, situación que tratará de evitar a toda costa. A su vez, sin esta confianza en la benevolencia (que no es condescendencia) de quien escucha es mucho más difícil que se exprese el segundo requisito, la aceptación de las propias limitaciones del sujeto enunciador. Algunas pueden ensancharse con el paso del tiempo y otras son insuperables, pero tenerlas es constitutivo de cualquier ser vivo. Una particularidad de nuestra especie es precisamente la capacidad para trabajar sobre ellas de manera colectiva. Aquí el principio básico de cooperación es la asunción de que nuestros conocimientos se desarrollan más y mejor a partir de lo común. Y lo común incluye el error, la incapacidad para la precisión absoluta, la inconmensurabilidad con el todo y el temor a ser reprehendidos por los demás cuando no respondemos a sus expectativas. Ahora bien, no se me escapa que la confianza es algo que se construye y que quien escribe tiene que ir renovando capítulo a capítulo.

De los elementos citados, confianza en los semejantes y aceptación de los límites, se derivan cuestiones importantes que irán apareciendo en las próximas páginas. Por un lado, un imperativo de claridad en el decir. Una célebre sentencia de Ortega y Gasset establecía que «la claridad es la cortesía del filósofo». La idea que quiero mostrar aquí es otra muy distinta, pues la claridad, lejos de depender de ninguna cortesía, constituiría la obligación no sólo del filósofo, sino de cualquiera que se dirija a un público con alguna voluntad de persuasión. Hablo de alcanzar la mayor claridad posible, que no significa degradar los temas hasta hacerlos tan blancos como el papel, punto máximo de claridad en el que entonces no se puede entender nada. Si, como creo, buscar la claridad es materia relativa al respeto, entonces es obligación y no cortesía. Nos detendremos más adelante en esta cuestión al hablar de algunos implícitos del discurso público, pero reparemos un instante en un argumento adicional a propósito del temor a la equivocación o a ser sorprendidos en un renuncio.

Habida cuenta de que se considera a quien habrá de recibir nuestro discurso alguien razonable y ecuánime, incluso con una predisposición favorable a escucharnos, carece de sentido adoptar demasiadas precauciones o parapetarse detrás de no se sabe qué arbustos de letras. Si hay algún fruto apreciable, mejor que, entonces, quede a la vista; si hay alguno en malas condiciones, mejor también que pueda ser reconocido y retirado cuanto antes. Por otro lado, asumir que existen ciertas limitaciones que son comunes a cualquier hombre o mujer nos obliga a relacionarnos con los errores ajenos y los sujetos que los cometen de una manera bastante más matizada a como solemos hacerlo.

En cierto modo, el hilo rojo que recorre este ensayo es la pregunta por cómo nos relacionamos con la insuficiencia, con la imposibilidad y los límites del pensamiento en la época presente del neoliberalismo, que, a los viejos problemas del pasado, ha sumado novedades sobre las que debemos reflexionar según esa rara combinación de urgencia y cuidado que caracteriza lo verdaderamente grave. Por todo ello, este libro se pregunta asimismo por las razones de su propia existencia, qué significa escribir, con qué propósito lo hacemos y qué esperamos como resultado.

La escritura es una actividad solitaria, que pide apartamiento y reflexión para su elaboración; pero (al menos en el sentido en que la estamos considerando) no es una actividad privada. Antes al contrario, tiene una explícita proyección pública. Todo lo que no sea «escribir para uno» incorpora la posibilidad, si no la firme voluntad, de ser leído por otras personas, acerca de las cuales es adecuado observar ciertos implícitos, como el respeto y la atención sobre las posibles consecuencias de lo escrito. Aún más cuando se pretende intervenir en asuntos que incumben a la sociedad en su conjunto. Si a la preocupación sobre qué podemos pensar sumamos la reflexión sobre los condicionantes éticos y retóricos en la elaboración y comunicación de nuestras ideas, llegamos de un modo natural al problema del estilo, que atravesará todo el libro. Pero también a la cuestión del goce de y en la escritura, de lo que se hablará al final del libro.

El intelectual plebeyo

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