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ОглавлениеActividad judicial, derecho y constitucionalización de la vida cotidiana
En el Estado constitucional la actividad judicial cobra una especial relevancia en el desarrollo del derecho y, en consecuencia, de la vida social. El derecho es más que el producto de la ley, pues el cambio de paradigma en el 91 significó la revisión del esquema de las fuentes del derecho en Colombia. Esto ha permitido valorar, desde la visión de muchos autores, que existen «diversos centros de producción jurídica» (Sierra, 2009, p. 49). En el presente capítulo se proponen algunas reflexiones acerca del problema de la vinculación de la jurisprudencia de la Corte Constitucional en el ordenamiento jurídico colombiano y las implicaciones sociales que esa jurisprudencia ha tenido en el ámbito de la vida cotidiana de los colombianos.
La vinculación de la jurisprudencia de la Corte Constitucional en el ordenamiento jurídico colombiano
Mediante los pronunciamientos de la Corte Constitucional se ha asumido una posición jurídica en la que se le da fuerza vinculante, es decir, obligatoriedad, a la jurisprudencia constitucional dentro del ordenamiento jurídico colombiano. Con esto, la Corte ha dado valor a la jurisprudencia frente a las demás fuentes del derecho, especialmente frente a la ley (Sentencias C-113 de 1993 y C-131 de 1993). Este valor implica que la jurisprudencia, como la ley o la Constitución, se constituya en un auténtico material normativo de obligatorio acatamiento que produce efectos para todas las personas.
Acorde con la pretensión de obligatoriedad del acatamiento de las reglas consagradas en la jurisprudencia, la Corte ha desarrollado una doctrina del precedente constitucional5, y ha consolidado una posición definida en torno al tema, al señalar que las reglas definidas en la jurisprudencia constitucional tienen valor de precedente para casos futuros que sean análogos en sus presupuestos fácticos6. Empero, ¿qué fundamenta la obligatoriedad de esas sentencias? Dentro de las razones que elabora la Corte para fundamentar la obligatoriedad de sus pronunciamientos y de las reglas que dan solución a los casos, y que se espera sean aplicadas a casos futuros, podemos distinguir dos fundamentos de gran relevancia. Por un lado se encuentra la supremacía y fuerza vinculante de la Constitución, la que de inmediato traslada su obligatoriedad a la interpretación que de ella hace la Corte Constitucional, en calidad de tribunal autorizado para ser su máximo intérprete. Y, por otro, el derecho a la igualdad, en cuyo respeto siembra sus raíces uno de los pilares del Estado colombiano. En lo que sigue se dará un breve desarrollo a estos dos fundamentos.
El precedente constitucional y la fuerza vinculante de la Constitución
En los Estados modernos, la Constitución Política se erige como fuente principal de derecho, y, por tanto, como norma fundamental de la que se derivan todas las demás reglas que dirigen los rumbos de esos Estados. Esto se debe a que la Constitución es la norma con superioridad jerárquica dentro del grupo de normas que guían en el ámbito interno a un Estado; las demás son consideradas de inferior jerarquía y, por tanto, deben estar acordes con los principios generales que la norma fundamental señala. Así está consagrado en la Constitución Política colombiana en diferentes apartados, específicamente en su Artículo 4, donde se señala que «la Constitución es norma de normas», y que en caso de incompatibilidad entre las normas consagradas en ella y las normas legales u otra norma jurídica, se deben aplicar de preferencia las disposiciones consagradas en la esfera constitucional.
Esta supremacía se justifica en el hecho de que la Constitución determina la estructura básica del Estado y los principios en que se funda el orden jurídico. En la siguiente cita se expone lo que la Corte ha dicho al respecto:
La Constitución se erige en el marco supremo y último para determinar tanto la pertenencia al orden jurídico como la validez de cualquier norma, regla o decisión que formulen o profieran los órganos por ella instaurados. El conjunto de los actos de los órganos constituidos —Congreso, Ejecutivo y jueces— se identifica con referencia a la Constitución y no se reconoce como derecho si desconoce sus criterios de validez. La Constitución como lex superior precisa y regula las formas y métodos de producción de las normas que integran el ordenamiento y es por ello “fuente de fuentes”, norma normarum [Sentencia T-06 de 1992].
La Constitución en los Estados modernos se entiende como una norma fundacional en la medida en que establece principios, derechos fundamentales y pautas interpretativas, y proporciona mecanismos para lograr coherencia en su propia aplicación. El principio de supremacía se erige como una garantía del respeto de los derechos fundamentales y constituye a su vez un control sobre todo el ordenamiento jurídico que se halla subordinado y obligado a mantener su integridad.
El mantenimiento de la integridad y supremacía de la Constitución ha sido considerado como un derecho fundamental de las personas expresado en la misma Constitución. Así lo señala la Corte:
La integridad y primacía de la Constitución, consagrada por virtud del querer soberano del pueblo, es dentro del sistema colombiano un derecho fundamental de las personas que bajo distintas formas se concede a ellas por la Constitución para vigilar su cumplimiento y obtener, cuando no sea así, que los poderes públicos ejerzan sus competencias dentro de los límites de la Constitución, se inspiren en sus valores y principios y respeten, en todas las circunstancias, los derechos y garantías de las personas [Sentencia C-445 de 1996].
A la Corte Constitucional se le ha encomendado la tarea de velar por la integridad y la supremacía de la Constitución, función que desarrolla en su calidad de máximo intérprete de la Carta. De ahí que se considere que necesariamente las razones que la Corte emite al resolver sobre la constitucionalidad de una norma y las consideraciones que elabore al revisar un fallo de tutela se entiendan como vinculadas a la Constitución misma, por tratarse de interpretaciones del órgano autorizado para ello7.
Implicaciones de la supremacía de la Carta Política en el sistema de fuentes del derecho
El principio de la jerarquía de normas ha enseñado que las normas inferiores deben estar acordes con las normas superiores, so pena de ser retiradas del ordenamiento jurídico cuando no logren cumplir con tal coherencia. El logro de esta coherencia interna de las normas se persigue con el fin de proteger, entre otros valores, el derecho a la igualdad de los administrados, pues se busca que frente a similares situaciones de hecho, sujetas a las normas del ordenamiento jurídico, se sigan los mismos principios axiológicos8.
El ordenamiento jurídico colombiano se enmarca dentro de un sistema de fuentes ordenado de forma jerárquica, que emana de la propia Constitución cuando esta se erige como norma de normas y se reafirma operativamente al establecer mecanismos de garantía de esa supremacía9.
Frente a la jerarquía de normas parece no existir desacuerdo. El problema surge al preguntarse por la jurisprudencia como fuente de derecho en este nuevo panorama constitucional, que de inmediato parece suponer una nueva valoración en la aplicación de la Constitución y las normas y, por consiguiente, en la labor del juez.
El juez hasta hace poco fue un funcionario sospechoso de cuya extralimitación era preciso cuidarse. Es por esto que su acción se redujo durante mucho tiempo a la de ser un simple aplicador de la ley. Sus fallos debían limitarse al ejercicio de la interpretación literal o exegética y mantenerse al margen de cualquier argumentación extralegal. Tales funciones le confirieron el papel de simple “boca” por medio de la cual “hablaba” la ley. Sin embargo, la Constitución Política de 1991 introdujo elementos que hacen dejar de lado este viejo pensamiento: la inclusión de instituciones como la jurisdicción constitucional, la acción de tutela o la preponderancia de los derechos fundamentales y de los mecanismos para su protección dinamizan el papel del juez, a quien se le reconoce una labor más allá de la mera literalidad. Esa es la condición del juez en el Estado constitucional.
El juez debe integrar los principios orientadores del Estado (como el pluralismo, la justicia, la libertad, la igualdad, entre otros) en sus decisiones. Esto hace que en determinadas ocasiones el juez deba separarse de la legalidad cuando esta limita su capacidad de hacer cumplir esos otros principios orientadores de su labor [Aguirre, García y Pabón, 2009, p. 21].
El Artículo 94 de la Carta Fundamental, por ejemplo, admite la existencia de otros derechos humanos, aunque no estén taxativamente contemplados por los textos escritos, pero que son inherentes a la persona humana. Este señalamiento de inmediato le da un papel activo al juez, quien, evidentemente, debe apelar a diversas fuentes para poder encontrar esos otros derechos que no están expresamente consagrados en ordenamientos positivos.
En este sentido, se puede afirmar que la actividad del juez, a partir de 1991 principalmente, fue objeto de reconsideraciones que apuntan a reconocerle un papel creador dentro del ámbito de las fuentes del derecho. En palabras de la Corte:
El aumento de la complejidad fáctica y jurídica en el Estado contemporáneo ha traído como consecuencia un agotamiento de la capacidad reguladora de los postulados generales y abstractos. En estas circunstancias la ley pierde su tradicional posición predominante y los principios y las decisiones judiciales, antes considerados como secundarios dentro del sistema normativo, adquieren importancia excepcional. Esta redistribución se explica ante todo por razones funcionales: no pudiendo el derecho, prever todas las soluciones posibles a través de los textos legales, necesita de criterios finalistas (principios) y de instrumentos de solución concreta (juez) para obtener una mejor comunicación con la sociedad. Pero también se explica por razones sustanciales: el nuevo papel del juez en el Estado social de derecho es la consecuencia directa de la enérgica pretensión de validez y efectividad de los contenidos materiales de la Constitución, claramente señalada en su Artículo 228 (“Las actuaciones [de la administración de justicia] serán públicas y permanentes con las excepciones que establezca la ley, y en ellas prevalecerá el derecho sustancial”) [Sentencia T-406 de 1992].
En la configuración de este nuevo papel del juez también existen, además de las razones de orden social, como la evolución constante de las sociedades que exigen nuevas y variadas respuestas a los problemas que a diario surgen, otras razones como la necesidad de un mayor control entre las ramas de poder público. El poder legislativo, que por tradición se presenta como el principal garante de los derechos individuales, y pese a la representatividad que lo legitima, debe ser objeto de control jurisdiccional, como lo expresa la Corte:
Las dificultades derivadas del crecimiento desbordante del poder ejecutivo en el Estado intervencionista y de la pérdida de liderazgo político del órgano legislativo deben ser compensadas, en la democracia constitucional, con el fortalecimiento del poder judicial, dotado por excelencia de la capacidad de control y de defensa del orden institucional. Solo de esta manera puede lograrse un verdadero equilibrio y colaboración entre los poderes; de lo contrario, predominará el poder ejecutivo [Sentencia T-406 de 1992].
De acuerdo con el nuevo papel que se le reconoce al juez, la Corte Constitucional ha puesto sobre la mesa el problema de la vinculación de sus fallos y de su valor como precedente, y ha señalado que las reglas y razones que sirven de motivación en sus fallos tienen fuerza normativa cuando guardan directa relación con la parte resolutiva. Lo anterior muestra la competencia del juez a la hora de interactuar en la producción de las fuentes del derecho.
La fuerza vinculante de la Constitución se ramifica en toda la actividad jurisdiccional, lo que implica la necesidad de una transversalidad de la Carta de Derechos en la actividad de cada juez; algo que le impone al funcionario la obligación de no apartarse de la norma superior, pues una vez lo haga no solo viola el principio de supremacía constitucional, sino que va en contravía de los fines esenciales del Estado.
Los detractores de este nuevo modelo de juez esgrimen como argumento de batalla la expresa mención que la Constitución del 91 en su Artículo 230 hace sobre la subordinación de los jueces a la ley: «Los jueces, en sus providencias, solo están sometidos al imperio de la ley». Sin embargo, este argumento se desvanece, pues la expresión «imperio de la ley» debe ser asumida, según la Corte, en sentido material, es decir, como norma vinculante de manera general que incluye todos los pronunciamientos de las autoridades competentes que sean obligatorios para los administrados y para ellas mismas, y no en el sentido formal que la identificaba únicamente como aquella directriz expedida por el órgano legislativo.
La Corte Constitucional ha justificado también el poder creador del juez al señalar que los vacíos legales deben ser llenados por los jueces, y que en esa tarea deben consultar las fuentes del derecho (Sentencias SU-640 de 1998 y C-083 de 1995). La Constitución es la fuente suprema, que se desarrolla por medio de las leyes, pero incluso ante la inexistencia de una ley que la desarrolle, no se puede hablar de vacío legal, pues es factible acudir a la interpretación del Tribunal Constitucional sobre la norma suprema.
De ahí que frente a situaciones de hecho en las que no exista norma que resuelva un caso concreto, el juez debe remitirse a las sentencias de la Corte, para determinar si de las razones de la decisión esbozadas en tales pronunciamientos se puede extraer una respuesta al problema jurídico que se plantea. Frente a estos casos se considera que el uso de las reglas establecidas por el Alto Tribunal Constitucional son una apuesta por la seguridad jurídica, por la coherencia que debe guiar el ejercicio de la administración de justicia, por el sometimiento de los jueces no solo a la ley, sino sobre todo a la Constitución, y por la efectiva garantía del derecho a la igualdad. Esto bajo el entendido de que «no es suficiente que demuestre que las decisiones que toma integran las reglas del sistema jurídico (seguridad jurídica), sino que, además, dichas decisiones se corresponden con un sistema que prioriza el alcance de decisiones justas» (Aguirre, García y Pabón, 2009b, p. 158).
El derecho a la igualdad como fundamento de la obligatoriedad de la jurisprudencia constitucional
Otro argumento de peso para fundamentar el uso del precedente judicial es la invocación del derecho a la igualdad. Este derecho se estableció inicialmente como un mecanismo para limitar el poder del Ejecutivo. Se habló entonces del derecho a la igualdad ante la ley, luego se fue extendiendo hasta constituir una forma de controlar al Poder Legislativo. Hoy en día, el derecho a la igualdad se configura como un principio para tener en cuenta a la hora de crear o ejecutar la ley, como también a la hora de interpretarla y aplicarla. De hecho, se convierte en una exigencia para los jueces que, frente a casos similares, resuelvan de la misma forma en que resolvieron en el pasado, con miras a favorecer con igual trato y consideración a personas que merecen el mismo trato.
El derecho a la igualdad incluye «un mandato de trato paritario a destinatarios cuyas situaciones presenten similitudes y diferencias, cuando las similitudes sean más relevantes que las diferencias, y otro mandato de trato diferenciado cuando las diferencias sean más relevantes que las similitudes» (Corte Constitucional, Sentencia C-106 de 2004). En virtud del principio de igualdad los jueces deben seguir la jurisprudencia previa, y solo se pueden apartar de la jurisprudencia trazada por las altas cortes siempre que justifiquen de manera suficiente y adecuada su decisión. De no ser así, estarían infringiendo el principio de igualdad. [Sentencia T-123 de 1995]
La Corte se ha expresado en numerosas ocasiones en torno al alcance del derecho a la igualdad, consagrado en el Artículo 13 de la Carta Política. El Alto Tribunal se refiere a este derecho de la siguiente manera:
[El derecho a la igualdad] consiste en el derecho que tiene toda persona a gozar de un mismo trato y protección por parte de las autoridades, así como a tener los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin que pueda existir discriminación alguna por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica [Sentencia T-034 de 2004].
El derecho a la igualdad se hace efectivo, entonces, en la identidad de trato que debe darse a personas que se encuentren en una misma situación de igualdad y en la divergencia de trato respecto de las que presenten características diferentes (Corte Constitucional, sentencias T-597 de 1993, T-230 de 1994 y C-461 de 1995). Sin embargo, se debe tener presente que dar un tratamiento distinto a situaciones diferentes no constituye discriminación: el derecho a la igualdad no excluye la posibilidad de que se dé un tratamiento diferente a personas y hechos que se encuentren cobijados bajo una misma situación, siempre que exista una razón objetiva, suficiente y clara que lo justifique (Corte Constitucional, sentencias C-445 de 1995, C-590 de 1995 y T-173 de 1996). El hecho de considerar factores como la diversidad de las relaciones sociales, la previsión y la práctica de razonables distinciones se establece con el fin de evitar que se generalice a ultranza y se olviden las particularidades de cada caso.
De todas formas, el juez que resuelva un caso cuya solución se encuentre previamente definida en lineamientos que constituyen precedente constitucional, tiene el deber de cumplir lo previsto en la jurisprudencia anterior, o tiene impuesta la carga de esbozar una argumentación suficientemente fuerte para poder apartarse de tal precedente. Con esto se garantiza, por un lado, el derecho a la igualdad, y, por otro, la independencia judicial, pues se le da la opción al juez de exponer sus razones ante la diferencia de criterio con el superior: «El principio de independencia judicial tiene que armonizarse con el principio de igualdad en la aplicación del derecho, pues, de lo contrario, se corre el riesgo de incurrir en arbitrariedad» (Corte Constitucional, Sentencia C-037 de 1996).
Ahora bien, independientemente de que se acepte o no la jurisprudencia como una auténtica fuente de derecho, con tanta o más importancia que la misma ley, no se puede negar la trascendencia que llegarían a tener ciertas decisiones judiciales que por sí mismas revelarían su marcado carácter político y su definitivo poder creador de derecho.
La misma Constitución de 1991 nació con una de esas decisiones como telón de fondo. En efecto, como se recordará, el Artículo 218 de la Constitución de 1886 establecía claramente el mecanismo de reforma constitucional con los siguientes términos:
Artículo 218. La Constitución, salvo lo que en materia de votación ella dispone en otros artículos, solo podrá ser reformada por un acto legislativo discutido primeramente y aprobado por el Congreso en sus sesiones ordinarias, publicado por el Gobierno para su examen definitivo en la siguiente legislatura ordinaria, por esta nuevamente debatido, y, últimamente, aprobado por la mayoría absoluta de los individuos que componen cada Cámara. Si el Gobierno no publicare oportunamente el proyecto de acto legislativo, lo hará el presidente del Congreso.
La cuestión, entonces, no podía ser más clara: la Constitución solo podía reformarse por medio del Congreso. Sin embargo, como es sabido, la Corte Suprema de Justicia, que era el organismo encargado de la revisión constitucional de las leyes y decretos, le dio vía libre al Decreto 1926 de 1990 que permitía la convocatoria de una asamblea constitucional con miras a reformar la Constitución de 1886. Esa asamblea terminó por crear una nueva Constitución, la de 1991.
En general, las razones que tuvieron los magistrados de aquella época fueron de dos clases:
A) Razones filosóficas y jurisprudenciales según las cuales, en la medida en que el derecho no pertenece únicamente al ámbito de lo lógico, el jurista no puede limitarse a examinarlo como un simple conjunto de normas. En este sentido, el derecho, por tener un ser ontológico, se halla en el mundo de los valores, y, por lo tanto, al interpretarlo, es necesario preguntarse por la utilidad o inutilidad de las normas jurídicas para realizar determinados fines que se juzgan valiosos para la comunidad. En el caso del Decreto 1926 de 1990 la Corte Suprema de Justicia determinó que este era fundamental para alcanzar la paz.
B) El segundo tipo de razones se refería a la idea de que el pueblo de Colombia es el constituyente primario, de quien emanan los poderes constituidos o derivados. Por lo tanto, en cualquier momento el pueblo colombiano puede darse una Constitución distinta a la vigente sin sujetarse a los requisitos que esta consagra. Y que esto era, en última instancia, lo manifestado en el Decreto.
Además de lo anterior, pudo observarse que incluso los doce magistrados que se opusieron a la sentencia consideraron el nuevo papel del juez, sobre el que señalaron lo siguiente:
Hoy ya no se cree que el juez sea nada más que la boca de la ley y se le reconoce una cierta función autónoma y específica en la creación del derecho, lo cual es especialmente cierto tratándose de la jurisdicción constitucional en la que la labor interpretativa es amplia y la de aplicación es ubérrima [Corte Suprema de Justicia, Expediente N° 2214 (351-E) 1990, salvamento de voto].
El derecho y la constitucionalización de la vida cotidiana
Suele ser común que cuando un país pretende dar un giro de ciento ochenta grados a su realidad social, decide expedir una nueva constitución política que puede convertirse en el eje fundamental de un proceso de cambio social. En el caso de Colombia, se cuenta con un ejemplo más o menos reciente: la Constitución de 1991, que, como es sabido, fue pensada como un pacto de paz y reconciliación nacional.
Es claro que detrás de estas reformas hay una gran fe en el poder del derecho, en especial, del derecho constitucional, como motor impulsor del cambio social. Por tal razón estas constituciones, como ocurrió en el caso colombiano, se proveen con una lista amplia de derechos, acompañada de ágiles y eficientes mecanismos para su protección (p. ej., la acción de tutela y la acción popular), así como de instituciones jurídicas con el mismo propósito (p. ej., la Corte Constitucional).
Ahora bien, suele también ser común que, años después de expedidas las constituciones, aparezcan juicios a partir de los que se considere que ante la crudeza de la situación política, social y económica del país, las nuevas cartas políticas han fracasado rotundamente, pues son demasiadas las promesas que se incumplen (Uprimny, 2002). Desde de esta posición, además, se suele realizar la siguiente generalización: toda reforma constitucional está destinada al fracaso, y, por lo tanto, el cambio social debe ser buscado por medios distintos e incluso opuestos al derecho.
Este pesimismo y escepticismo en que se tiende a caer es, en gran medida, producto de una determinada forma de concebir al derecho y la manera en que este se relaciona con lo social. En efecto, detrás de esa primera gran fe en el derecho, así como también detrás de esas posteriores críticas pesimistas y escépticas sobre la fuerza del derecho, reposa lo que se puede llamar su concepción instrumental.
Desde esta concepción instrumental del derecho, la relación entre reforma legal o constitucional y progreso social se plantea conforme a un modelo de causalidad directa:
Según este modelo, las reformas constitucionales y la jurisprudencia de las cortes o tribunales constitucionales son evaluadas a partir de una perspectiva que busca establecer si existen cambios sociales que puedan ser atribuidos, de manera directa, a los objetivos cuyo logro se persiguió mediante la expedición de la reforma o el fallo en cuestión [Restrepo, 2002, p. 2].
Es decir, una reforma legal o constitucional, o incluso la jurisprudencia de una Corte Constitucional, es exitosa solo si ha cumplido con los objetivos que motivaron su expedición, y si produjeron cambios sociales que se puedan asociar con ellos. Las normas constitucionales y los fallos judiciales son concebidos acá como instrumentos de los constituyentes y los jueces, que pueden ser manejados por ellos de una forma clara, predecible y controlable, para poder producir los resultados sociales predeterminados.
Esta posición tiene, sin embargo, dos grandes problemas teóricos. Por una parte, supone una gran confianza en la racionalidad y la voluntad de los distintos actores sociales, como si todos los grandes cambios sociales hubiesen sido producto de la aplicación consciente y mecánica de planes previamente concertados y definidos. Y, por otra, esta perspectiva se basa en una separación clara entre derecho y sociedad, que considera al primero como una variable de cierta forma independiente de la segunda. Esta posición supone que las relaciones y los componentes básicos de la vida cotidiana existen y se pueden describir con independencia del derecho, como si este actuara sobre tales situaciones sociales ya constituidas en donde puede o no producir cambios. Es decir, por un lado, tenemos ya la sociedad constituida y, sobre ella, le aplicamos el instrumento “derecho” que es pensado como algo distinto y separado de la primera.
Esta visión instrumental del derecho y de su relación con lo social puede ser admitida fácilmente en una esfera meramente legal o administrativa. En efecto, si por ejemplo una ley o un decreto son promulgados para resolver “x” problemas de los desplazados en un máximo de “y” años, un juicio de valor sobre esa ley o decreto necesariamente tendrá que basarse en el hecho de si las motivaciones de la norma jurídica fueron cumplidas o no. Sin embargo, en el ámbito constitucional (artículos o doctrina constitucional) la cuestión reviste una complejidad mayor, y por eso la perspectiva meramente instrumentalista debe ser complementada con aquello que se conoce como una visión constitutiva del derecho. Desde esta nueva perspectiva la relación entre el derecho y la sociedad es muy estrecha:
La línea divisoria entre derecho y sociedad no se encuentra claramente definida. Por el contrario, el derecho y el orden social están profundamente imbricados, como quiera que lo jurídico es concebido como una forma de organizar el mundo en categorías y conceptos que contribuyen a la formación de la conciencia y, por tanto, determinan y restringen, al mismo tiempo, cursos de acción humana [Restrepo, 2002, p. 6].
Conforme a esta visión teórica, los elementos, los componentes y las relaciones más esenciales de la vida cotidiana tienen en sí mismos una constitución jurídica y, en consecuencia, no pueden ser descritos o evaluados completamente con independencia del derecho. A modo de ejemplo podríamos señalar cómo en la formación del concepto que una persona tiene de sí misma influye notablemente la idea de persona en sentido jurídico como sujeto de derechos y obligaciones, muy especialmente como sujeto de derechos fundamentales que garantizan y demarcan su dignidad como ser humano. En este sentido, señala Sarat (2001):
“Hablar de la constitución legal de la identidad es hablar sobre cómo se crea por y a través de una serie de discursos diferentes la subjetividad humana, y reconocer que en alguna medida el derecho contribuye a definir lo que significa ser una persona”. (Sarat, 2001, p. 266).
Un análisis que parta de esta concepción del derecho no buscará indagar entonces por la causalidad lineal directa propia de la perspectiva instrumental. Antes bien, un análisis constitutivo del derecho valorará, especialmente, dos aspectos: el significado que tiene el hecho de enmarcar, leer y resolver en términos jurídicos los problemas y los conflictos que surjan en la vida cotidiana, y la manera como las reformas jurídicas y las decisiones judiciales modifican la manera de pensar acerca de esos problemas y conflictos.
Evidentemente «los cambios sociales positivos que es posible detectar por esta vía son mucho más sutiles y tienden a producirse, de manera casi silenciosa, en periodos prolongados de tiempo» (Restrepo, 2002, p. 6). Dejar de pensar el derecho como una herramienta que los legisladores o los políticos como hábiles carpinteros pueden usar para arreglar determinado problema en la forma en que quieran, y admitir que el derecho no está separado del resto de instituciones sociales, es, de cierta forma, darle un contexto en el que queda con una capacidad limitada para transformar las sociedades (Uprimny, 2002). Pero de esta reducción surge una gran ventaja: no se incurre ni en un ingenuo fetichismo jurídico (una manifestación de dogmatismo en el derecho) ni tampoco en un desesperanzador escepticismo jurídico (una manifestación del escepticismo en el derecho)10.
En la sociología jurídica norteamericana existe una importante corriente denominada Estudios de Conciencia Jurídica (Legal Consciousness Studies) que ha adelantado numerosas y muy valiosas investigaciones basadas en esa visión del derecho.
Para esta corriente, el derecho no es algo externo a la vida social, no es simplemente algo que actúe sobre otra cosa (la realidad), ni tampoco es algo sobre lo que se actúa.
El derecho debe ser considerado como un sistema de acción socialmente construido [...] Según esta idea, el derecho no opera aparte de la vida social ni “sobre” ella, sino en su interior y a través de las experiencias cognoscitivas mismas y de las relaciones intersubjetivas de la práctica social habitual [...] El derecho moldea de manera fundamental nuestros deseos, comprensión, expectativas, aspiraciones y cálculos sobre la acción; es una dimensión crucial de cómo conferimos significado y sentido a nosotros mismos y a otros como seres sociales [McCann y March, 2001, p. 300].
El objetivo de estos estudios es hallar los hilos del derecho en el tejido de las vidas corrientes de las personas y de sus acontecimientos cotidianos. Este interés se justifica por la importancia que evidentemente tiene la vida cotidiana.
Por una parte, la cotidianidad es vista como ese ámbito de la vida humana que es base de esa vida misma, de los pensamientos y de las actividades humanas. «En efecto, es en la vida cotidiana donde se desarrollan nuestras capacidades como personas —tanto individuales como colectivas— y nos integramos a la vida social» (Restrepo, 2002, p. 7). Por esto mismo, lo cotidiano es un ámbito de un gran dinamismo donde yacen energías liberadoras que están esperando ser descubiertas, problematizadas y activadas.
Por otra parte, la vida cotidiana aparece como el espacio en el que discurre la vida de los grupos socialmente subordinados. Esto se da porque «la opresión no es un ejercicio extraordinario de autoridad sino, más bien, una red de discursos que causan asimetrías de poder profundamente imbricadas en la vida cotidiana» (Restrepo, 2002, p. 7).
En este contexto, el derecho viene a ser una fuerza variable con consecuencias considerables que moldean constantemente las relaciones sociales y la identidad.
Por una parte, el poder del derecho facilita y capacita; las convenciones jurídicas suministran gran parte del repertorio común de construcción de significado que usan los ciudadanos cuando negocian relaciones y disputan con otros. Por la otra, las convenciones jurídicas son productos tendenciosos de prácticas anteriores y de luchas que delimitan la comprensión práctica y restringen las opciones estratégicas disponibles para los ciudadanos, de maneras tales que tienden a mantener los privilegios y jerarquías en toda la sociedad [McCann y March, 2001, p. 300-301].
El derecho aparece entonces como una fuerza tanto de dominación como de resistencia a esa misma dominación. Es una fuerza bivalente de conformismo y oposición, de estabilidad y cambio social. En una investigación de esta corriente realizada por Austin Sarat, cuyos resultados fueron publicados en un artículo titulado “El derecho está en todas partes: el poder, la resistencia y la conciencia jurídica de los pobres que viven de la asistencia social” (2001), se encontró que estas personas se sentían atrapadas en el marco de las normas del derecho, pero a la vez excluidas de la comunidad que tiene derecho a interpretarlas.
La dominación característica del derecho operaba prácticamente a plenitud en la medida en que las convenciones jurídicas (normas, trámites burocráticos, requisitos legales, etc.) reafirmaban en ellos la idea de encerramiento y dependencia. Es por esto que al hablar con los trabajadores sociales o con los abogados para reclamarles por algo que para ellos era injusto (una negación de solicitud de manutención total, por ejemplo) se apelaba principalmente a la decencia humana y al profesionalismo humanitario y no al discurso jurídico. «La invocación de las reglas generalmente es el último recurso a su disposición cuando consideraban que para enfrentar una situación no había valores compartidos que pudieran ser utilizados contra la indiferencia y la insensibilidad burocráticas» (Sarat, 2001, p. 249).
Los usuarios de la asistencia social rara vez utilizaban el lenguaje de los derechos en sus pretensiones. En su lugar apelaban a “la doctrina de la necesidad y la bondad”, con el gran problema de que «los usuarios de la asistencia con frecuencia son incapaces de articular su idea de la necesidad en forma tal que pueda ser reconocida por aquellos que están a cargo del sistema de asistencia» (Sarat, 2001, p. 249). Esta investigación evidenció que existe una gran brecha entre argumentar “es decente”, “es bueno”, “lo necesito”, “me sirve”, “ayúdeme” frente a “yo tengo derecho”.
Ahora bien, en contraste con las convenciones normativas norteamericanas anteriormente referenciadas, una reforma constitucional bien puede propiciar, de cierta forma, lo contrario; es decir, la resistencia, la oposición y el cambio social. Y creemos que en el caso colombiano esto ha sido así mediante ese fenómeno que Esteban Restrepo ha llamado la constitucionalización de la vida cotidiana.
Este fenómeno consiste en la infusión del lenguaje constitucional articulado por los fallos de la Corte Constitucional a los ámbitos donde se desenvuelve la vida cotidiana de los colombianos. Esta infusión tiende a despertar y activar las energías emancipatorias durmientes en lo cotidiano, y a sentar las bases de procesos de organización y movilización colectivas tendientes a la contestación de los discursos y estructuras sociales que causan subordinación social [Restrepo, 2002, p. 7].
Cuando en un fallo la Corte reconoce, por ejemplo, que no es posible expulsar a un estudiante de un colegio por llevar el cabello de determinada forma, pues este hecho hace parte del libre desarrollo de la personalidad del joven, la Corte crea un discurso general que se infiltra en la vida cotidiana de los colombianos y que permite que aquellas personas (en este caso estudiantes) que se vean en circunstancias similares a las mencionadas en el fallo, se reconozcan en su opresión y utilicen el discurso constitucional recién creado para oponerse a las estructuras sociales subordinantes y solicitar la reparación a la injusticia que contra ellos se comete.
Según Mauricio García (2002):
El poder de las decisiones de la Corte descansa en el hecho de que ellas contienen un mensaje político: ellas concretizan las expectativas constitucionales de tal forma que los actores políticos encuentran en su mensaje un pretexto para la acción política. Es decir, el trabajo de la Corte es relevante en la praxis política pues 1) facilita la aparición de una conciencia política emancipadora en algunos grupos sociales excluidos y 2) los provee de posibles estrategias para la acción legal y política que podría remediar su situación. Las decisiones de la Corte tienen una importante dimensión constitutiva en la medida en que ellas crean, ayudan a crear y fortalecen la identidad de los sujetos políticos11 [p. 11].
Esta constitucionalización de la vida cotidiana se da básicamente, según Restrepo, en tres niveles:
A) La opresión a la que se encuentran sometidos los grupos socialmente subordinados puede ser descrita como una carencia de un lenguaje adecuado, tanto para determinar las injusticias que sobre ellos recaen como para detenerlas. Como se ha visto, las personas que viven de la asistencia social solo podían oponer a las actuaciones administrativas y a las convenciones jurídicas que los oprimían un discurso de la necesidad y la bondad que era poco efectivo. En este sentido, el discurso constitucional sobre derechos fundamentales rompe el silencio social de las personas sujetas a estructuras de subordinación social y les da un nombre jurídico a tales injusticias al caracterizarlas desde un lenguaje de principios, valores y derechos constitucionales. Este “bautismo” jurídico de las injusticias y opresiones sociales no puede ser subvalorado a la hora de evaluar las condiciones de posibilidad de la movilización social colectiva.
B) Además de lo anterior, la jurisprudencia constitucional confronta, en algunos casos, pero siempre hace visibles las grandes estructuras de opresión social existentes en la sociedad colombiana, con eventos de machismo, paternalismo, homofobia, entre otros. Esto «contribuye a dar permanencia y dirección a los movimientos sociales en la medida en que deja claro cuáles son los patrones que causan subordinación social, cómo operan y en qué ámbitos de la vida cotidiana tienden a desarrollarse» (Restrepo, 2002, p. 11).
C) Finalmente, el lenguaje constitucional de las decisiones de la Corte tiende a propiciar debates sociales alrededor de temas que seguramente, si no fuera por tal intervención, se demorarían muchos años más en poder ser discutidos públicamente; es el caso de las libertades sexuales, por citar solo un ejemplo.
Ahora bien, puede considerarse entonces que la jurisprudencia de la Corte Constitucional acerca de los manuales de convivencia de los planteles educativos ha tenido este importante efecto constitucionalizador de la vida cotidiana12 (Restrepo, 2002).
Nadie puede negar que los niños y los adolescentes, más que sujetos de derechos, han sido considerados tradicionalmente como objetos de protección.
Esta posición parte del concepto de John Stuart Mill de que el principio de libertad, protegido mediante el reconocimiento de la autonomía, según el cual el individuo debe tener completo dominio sobre su propia vida, no es aplicable a los niños, los cuales requieren ser protegidos tanto contra sus propias acciones como de posibles daños provenientes de terceros [Vargas y Sáenz, p. 94].
Desde esta concepción, los principios antipaternalistas no son aplicables a los niños y los adolescentes, debido a su falta de capacidades y experiencia que les impide entender su propio bien.
En contra de esta posición, la jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre la situación jurídica de los niños y jóvenes ha sido en muchas ocasiones una jurisprudencia de corte autonomista, que ve al menor de edad no como un objeto de protección, sino como un sujeto de derechos13. En palabras de la misma Corte:
Esta nueva concepción constitucional irradia también el ámbito social de la educación. Los sujetos que participan en el proceso educativo ya no se encuentran separados entre actores pasivos receptores de conocimiento y actores activos depositarios del saber. El principio constitucional que protege el libre desarrollo de la personalidad y el derecho a la participación de la comunidad educativa han hecho del estudiante un sujeto activo con deberes y derechos que toma parte en el proceso educativo. A diferencia de la Carta del 86, el sujeto del proceso educativo no es pasivo enteramente, sumiso, carente de toda iniciativa, marginado o ajeno a la toma de decisiones y al señalamiento de los rumbos fundamentales de su existencia [Sentencia SU–641 de 1998].
Como veremos en las sentencias analizadas, las decisiones del máximo tribunal constitucional de Colombia referidas a los manuales de convivencia de los colegios han abierto un marco jurídico, en el que los derechos de los estudiantes se han enfrentado con los reglamentos de las instituciones educativas. En este conflicto, el tradicional autoritarismo de tales reglamentos, así como el de los distintos estamentos escolares, ha tenido que abandonar su trono y compartir un lugar junto a las implicaciones constitucionales de los derechos.
Este tipo de pronunciamientos de la Corte se ha “infiltrado” en la vida cotidiana de los colombianos y ha contribuido ostensiblemente en el proceso de “emancipación del menor”, que lo ha llevado a ser considerado un sujeto de derechos y no un mero objeto de protección. Hace ya algunos años, en el periódico santandereano Vanguardia Liberal, edición del 30 de junio de 2003, apareció publicada una noticia que ilustra muy bien las anteriores afirmaciones y que no constituye un caso excepcional. La historia es la siguiente: en un colegio de la región los profesores y las directivas solían sacar de clases a los estudiantes que tenían cabello largo y arete. En una ocasión un estudiante al que le descubrieron un arete fue llevado a la rectoría, donde, según él: «Me bombardearon con reproches: Que qué era eso. Que si era que me sentía homosexual. Que qué pensaba mi papá de eso, en fin…». En una ocasión –cuenta uno de los estudiantes afectados– reunieron a los padres de familia y les reprocharon porque «eso era pura falta de autoridad». «Es más –narra el estudiante–, se atrevieron a pedirles que se pusieran los pantalones». Desesperados por la situación, los estudiantes redactaron un memorial con más de doscientas firmas donde solicitaban a las directivas del plantel «permitir el libre derecho a la presentación personal». Según ellos, «no dejar llevar el pelo largo es una medida que va en contra de nuestra manera de pensar, de desarrollar nuestra personalidad y de mostrarnos como somos dentro y fuera del colegio».
En el mismo sentido, un padre de familia se pronunció de la siguiente manera:
Esto es una cultura que está cambiando. A veces los profesores les dicen a nuestros hijos que son drogadictos por el hecho de tener el cabello largo, y eso no tiene nada que ver. La medida del colegio no solo es absurda, sino anticonstitucional, pues viola el derecho a la libre expresión14.
Junto con la noticia, el periódico realizó una encuesta a cien alumnos y cien padres de familia de diferentes colegios de Bucaramanga y Floridablanca, a quienes se les hizo la siguiente pregunta: ¿Está de acuerdo con el fallo de la Corte Constitucional que da libertad a un estudiante para presentarse en su colegio con el cabello largo o portando algún tipo de arete, sin temor a ser sancionado o expulsado del citado plantel? El 74 % respondió que sí y el 12 % de los estudiantes respondieron que «les daba igual». El resto respondió que no. En el caso de los padres sus respuestas fueron las siguientes: 40 % está de acuerdo; 16 % le da igual y 44 % está en desacuerdo con el mencionado fallo.
Como se ve, esta noticia evidencia los tres niveles de constitucionalización anteriormente señalados: el “bautismo” jurídico, la visibilidad de la opresión y el debate público. Algo que, sin duda, se ha logrado en gran medida gracias a la jurisprudencia de la Corte Constitucional referida a los derechos de los estudiantes frente a los manuales de convivencia de los planteles educativos.
5 Un precedente puede definirse como una regla que se define por medio de los pronunciamientos de los jueces sobre los distintos casos que deben resolver. La regla que resulta de ese proceso se convierte en una norma que debe aplicarse en lo sucesivo a casos semejantes a los que le dieron origen.
6 Para conocer la línea jurisprudencial sobre la obligatoriedad de la jurisprudencia de la Corte hasta el año 2000, puede remitirse a los textos de Diego López Medina: El derecho de los jueces, en sus ediciones 2002 y 2006, y Eslabones del derecho. El deber de coherencia con el precedente judicial (2016).
7 Se considera que cuando la Corte delimita el contenido y alcance de un principio o directriz constitucional su decisión configura una verdadera creación de derecho que se integra al texto de la Constitución. Sobre el tema se puede consultar el texto El valor normativo de las sentencias de la Corte Constitucional (2000), de Germán Lozano Villegas.
8 El precedente jurisprudencial es una técnica indispensable para el mantenimiento de la coherencia en los sistemas jurídicos. Esa coherencia es aún más necesaria cuando se trata de la interpretación y aplicación de la Constitución.
9 El Artículo 241 de la Carta Política pone en manos de la Corte Constitucional el mantenimiento de la integridad y supremacía de la Constitución. El numeral 2 del Artículo 237 considera que una atribución del Consejo de Estado es conocer de las acciones de nulidad de los decretos presidenciales por inconstitucionalidad, cuyo conocimiento no sea de competencia de la Corte Constitucional.
10 En la historia de la filosofía del conocimiento es mérito de Karl Popper haber mostrado claramente que el dogmatismo (es decir, la pretensión de que la ciencia puede conseguir la verdad absoluta) y el escepticismo (la idea de que la verdad es “absolutamente” inaccesible) son dos caras de una misma moneda. En este sentido, los escépticos pueden ser vistos como antiguos dogmáticos frustrados y desengañados que dirigieron inútilmente sus esfuerzos hacia el descubrimiento de criterios de verdad absoluta inexistentes. De la misma forma, tanto fetichistas jurídicos como escépticos jurídicos son personas que confían o confiaron ciegamente en un derecho-instrumento con poderes asombrosos pero inexistentes.
11 Para leer un interesante análisis acerca del activismo político de la Corte Constitucional colombiana puede consultarse el texto de Rodrigo Uprimny y Mauricio García titulado “The Constitutional Court and social emancipation in Colombia” (2005).
12 Se pueden identificar otros ejemplos de este fenómeno, como es el caso de la narrativa de los derechos de las personas homosexuales, en donde incluso se ha llegado a concluir que las decisiones adoptadas por la Corte han favorecido la aceptación de las consideraciones constitucionales. Este es el caso de la Sentencia C-075 de 2007 que parece que ha permitido extender «una opinión pública mayoritaria en donde se aceptó que las parejas del mismo sexo podían constituir unión de hecho, y que, dentro de ese marco legal, podían tener amplio reconocimiento judicial de acceso a derechos civiles, económicos, sociales y culturales. Hubo así una aceptación general de la impronta constitucional» (López Medina, 2016, p. 219).
13 En el ámbito internacional, una posición similar se puede encontrar en la Opinión Consultiva OC-17 del 28 de agosto de 2002 de la Corte Interamericana de derechos humanos, en la que se afirma que «la protección de los niños en los instrumentos internacionales tiene como objetivo último el desarrollo armonioso de la personalidad de aquellos y el disfrute de los derechos que les han sido reconocidos […] Tal como se señaló en las discusiones de la Convención sobre los Derechos del Niño, es importante destacar que los niños tienen los derechos que corresponden a todos los seres humanos —menores y adultos—, y tienen además derechos especiales derivados de su condición, a los que corresponden deberes específicos de la familia, la sociedad y el Estado» (p. 60). En esa oportunidad la Corte opinó que «de conformidad con la normativa contemporánea del Derecho Internacional de los derechos humanos, en la cual se enmarca el Artículo 19 de la Convención Americana sobre derechos humanos, los niños son titulares de derechos y no solo objeto de protección» (p. 86).
14 Citado en Pabón y Aguirre, 2007.