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Visibilidad y movilidad

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Con la supremacía de la ‘distancia-velocidad’ en la civilización moderna, escribe Virilio, la percepción del espacio basada en la memoria de sus superficies y dimensiones, vistas al ojo siempre desde un punto fijo, se fue progresivamente modificando, pues el mirar móvil, veloz o a distancia de la realidad (hasta cierta época inexistente), tanto desde vehículos como mediante imágenes grabadas y transmitidas, ha disuelto para el observador «[…] la estructuración tradicional de las apariencias» (1993: 22-23, traducción nuestra), que en Occidente databa de la Antigüedad. Lo visto directamente y lo contemplado en la diversidad actual de pantallas se ha decolorado y con ello la percepción de las distancias y dimensiones de buena parte de aquello ofrecido a la vista. Extremando ese razonamiento, la observación de lo visible cede terreno a aquello con lo cual no se tiene contacto inmediato. Por ejemplo, si un observador del Google Earth en dos o tres segundos ‘recorre’ desde su monitor la inmensa distancia espacial entre localidades situadas respectivamente en las antípodas del planeta. Su ‘viaje’ (virtual, por ser Google Earth un globo terráqueo-mapa-plano ya fotografiado) aunque simulado, sería semejante al de un satélite que a medida que circunda el globo hace observable lo que sus poderosos lentes captan, en una versión nueva del telescopio de Galileo. Las vistas de un eterno anochecer móvil (o amanecer) enfocadas por dicho satélite sobre vastísimos espacios —continentes y océanos— va mostrando simultáneamente una zona donde está disminuyendo la luz del sol y tal otra que ya está en la medianoche: la distancia de espacio abre una distancia de tiempo. Y a escala muchísimas veces más pequeña, vemos en una tarde soleada un partido de fútbol televisado a miles de kilómetros al este de donde estamos, y ahí también ya es de noche. En cierto modo, la profundidad de campo de la imagen observada en perspectiva desde un punto fijo es suplantada por una profundidad de tiempo (Virilio 1993: 23). Una óptica cuyo observador es separado de su objeto menos por las grandes distancias físicas que por las temporalidades que este recorre. La substitución de las apariencias de lo próximo por el trayecto instantáneo de lo lejano en ‘tiempo real’ nos trae otra hora, acaso otro día, comprime hasta la simultaneidad aquello que en la experiencia había sido irremediablemente secuencial. Por otro lado, la exactitud de los instrumentos de medición de distancias y velocidades perfeccionadas ha permitido un cálculo abstracto, no perceptible, del espacio-tiempo. En filosofía, la idea cartesiana de una mathesis universalis—la mensurabilidad general de lo real— abre la distinción de Husserl entre un espacio geométrico ‘puro’ y uno empírico, el que aprehendemos. Lo inmensamente grande y lo infinitamente pequeño se relativizan al hacerse cognoscibles in abstracto, como cualquier lego se da cuenta al intentar obtener la imagen mental de magnitudes astronómicas que por su número de ceros no alcanza a figurarse.

De manera homóloga pero más reducida, las tecnologías del audiovisual y las del transporte han creado en el siglo XX un desequilibrio entre lo inteligible y lo sensible en la definición de un territorio y de su recorrido. Aunque parezca obvio, el espacio substancial de la geometría sobre cuya base se elaboraron los instrumentos de medida del globo terráqueo, históricamente acompañó el desarrollo de los transportes y de sus rutas. El trazo figurado de líneas y curvas uniendo puntos ha equivalido inevitablemente a la construcción de trayectos, como si los propósitos científicos de exactitud e instrumentación tuviesen por vocación corregir permanentemente la physis de cada topografía medida. Una distancia de 98 kilómetros en línea recta entre dos puntos es una abstracción siempre igual a sí misma, trátese de Santiago a Valparaíso o de Piura a Talara,9 pero el territorio real, ofrecido a la sensibilidad es muy distinto. Paul Virilio arguye con razón que junto a los instrumentos clásicos de medición (en el siglo XVIII) estuvieron también los vehículos: tanto los vehículos dinámicos, el caballo, la mula, el carruaje, después el automóvil; como los estáticos, los caminos de herradura, la carretera sin asfaltar y posteriormente la autopista (1993: 29). La idealidad rectilínea de la distancia geométrica ha ayudado a la ingeniería a ‘corregir’ la naturaleza del territorio, dinamitando lomas para abrir un paso, perforando cerros para construir un túnel, aplanando el terreno, edificando puentes encima de ríos y quebradas, etcétera. En este proceso de ‘domesticación’ de la physis el cálculo matemático no deja de cumplir un rol substancial, utilizando el término en su sentido práctico pero también en el aristotélico, pues se procura mantener la ‘substancia’ (la ruta más racional, la línea recta) y se suprimen en lo posible los ‘accidentes’. Entonces, el avance técnico en esta materia ha consistido en una progresiva superación de accidentes topográficos que si bien jamás ha igualado la idealidad de la geometría, sí cambió la relación del habitante tradicional local con el espacio. La escala de parámetros de reconocimiento del terreno de este último ha cambiado, lo mismo que su memoria de los puntos de referencia. Para él predominaba el carácter sagrado y ancestral del territorio recorrido; este era (o aún lo es) silvestre o ‘salvaje’ (empleando la dicotomía de Lévi-Strauss) al ser pensado mediante categorías discontinuas y concretas, y marcado por atributos simbólicos y afectivos únicos —como puede todavía ser un cerro andino o un aguajal amazónico— a diferencia de la carretera moderna o del plan de vuelo de un avión de pasajeros, inscriptos en el continuum matemático del kilometraje que sirve para ubicar el momento y lugar precisos del desplazamiento, categoría de un pensamiento ‘cultivado’.

La mirada hacia el paisaje también se ha modificado substancialmente. No es solo por la modificación de las fisonomías campestre y urbana resultante de la tecnificación agrícola, del poblamiento de las antiguas postas o del tendido de cables, antenas y paneles. En la modernidad el punto de vista del viajante es enmarcado por el trazo tendencialmente rectilíneo del vehículo estático empleado —por ejemplo la carretera— y el contacto directo de su cuerpo con el territorio. Por banal que sea mencionarlo, los pies adoloridos del caminante, las posaderas y riñones sacudidos de otros tipos de viajero de ayer —desde jinetes y pasajeros de carruajes a caballo— hasta los motorizados sobre carreteras antiguas y trochas sin asfaltar de hoy, padecen kilómetro a kilómetro el movimiento brusco, los baches y el polvo del camino, o cualquier evento meteorológico que se presente. Su percepción del desplazamiento es multisensorial, capta gestálticamente una naturaleza de la que no puede desatarse. Pero a medida que los transportes han evolucionado, el cuerpo del viajero fue disociándose de su transcurso. Además de permitir mayores velocidades, los rieles del tren fueron inventados para que sus superficies lisas le den comodidad a los usuarios: doble función que señalaba un principio de desmaterialización que abolía cuando menos parcialmente la sensación de movimiento y recreaba artificialmente la de reposo, además de los elementos aislantes del ruido, de las inclemencias del clima y la altitud, que alcanzaron un perfeccionamiento inaudito en el siglo XX. Pero más allá de esto, el vértigo de la velocidad ha desvinculado al pasajero del territorio, limitándolo al barrido visual de un panorama generalmente ajeno a conocimientos o experiencias anteriores, que ‘pasa’ fugazmente. O como si desde la ilusión de inmovilidad del vehículo se contemplase a la geografía moviéndose tan raudamente hacia atrás que los detalles cercanos se pierden: al ‘devorar’ la máquina más unidades de espacio por unidad de tiempo, se ‘ve’ la aceleración de este último. La contemplación del paisaje y el punto de fuga hacia el infinito con su observador estático establecida en la plástica renacentista ya no dan cuenta de un mundo en el que sujeto y objeto se encuentran en movimiento.

Surgió sobre todo un problema de representación en vista de que la generalización progresiva de la velocidad en los siglos XIX y XX le dio a esta y a las distancias inteligibilidad, sin que esto ocurriese en el plano de la sensibilidad (Virilio 1993: 23), aunque, por ejemplo, la pintura de William Turner (1775-1851) hubiese anunciado de modo casi pionero un cambio. Su obra pictórica coincidió con el periodo de crecimiento de la movilidad en Inglaterra. Él mismo fue viajero. Amante de la contemplación de panoramas abiertos, supo captar en sus óleos el movimiento, logrando detenerlo y condensarlo en un solo instante al variar minuciosamente los matices de luz en secuencias de brillo y tonalidad. Hizo adivinar la velocidad al mostrar, difuminados en la lejanía, al tren y su estela de humo. Transmitió la violencia del mar y de los vendavales que agitan y voltean los barcos. Sus cuadros escenifican dramáticamente el paso de la luz insinuando que la realidad siempre se tensa por algo inminente que sobreviene. De modo semejante, los impresionistas materializarán más adelante instantes de tiempo y posiciones de espacio, conscientes del trabajo sobre la luz.

Puede señalarse entonces que el arte occidental estaba ya maduro para estetizar la imagen en movimiento, que al igual que el ferrocarril y la navegación con vapor fue inventada en periodos cercanos en distintos lugares (Sadoul 1998: 5-15). Pero aquí el interés por la aparición del cine radica en el contexto de movilidad en que se ubica. El éxito inmediato de esta ‘ilusión cinematográfica’ —así bautizó el filósofo Henri Bergson a la imagen-movimiento—,10 se debió no a la reproducción plana de lo cotidiano de los hermanos Lumière, sino a la escenificación de lo imaginario y a ocurrencias insólitas o cómicas —la veta de Méliès—, junto a la presentación de lugares lejanos o exóticos y de personajes o acontecimientos notables. Ya no solo mercaderías, personas e incluso mensajes escritos viajaban; las imágenes se convertían ellas mismas en vehículo de un mundo en movimiento. Así, el ‘desanclaje’ de los sujetos modernos de sus referentes simbólicos locales se completaba, atraídos por los referentes remotos y deseables aportados por el cine al multiplicarse la gente que a bajo precio viajaba disfrutando de las ensoñaciones que le provocaba la pantalla, cambiando mentalmente de posición sin moverse de su lugar de residencia.

Subrayemos la rápida expansión del cine: la primera función de cine en el Perú data de enero de 1897, cuando ante el Presidente de la República en el Jardín de Estrasburgo fue probado el vitascope de Edison, a escasos doce meses y días de la famosa presentación pública del cinématographe en el Grand Café de la parisina rue Scribe. Y este aparato de los hermanos Lumière proyectó sus vistas en Lima el 2 de febrero de 1897, después de haberse dado a conocer en Inglaterra, Austria, Suiza, Rusia, Brasil y Argentina, y luego en Egipto y la India (Bedoya 1991: 23-24). Expansión casi monopólica la del negocio cinematográfico al consolidarse industrialmente, cuyo primer imperio, dirigido por Charles Pathé y sus hermanos, tenía oficinas en 1907 incluso en Calcuta y Singapur (Gubern 1973: 69) hasta debilitarse en 1918 a favor del estadounidense, cuyo poder se concentró desde sus tiempos inaugurales con Thomas Edison.11 La expansión de las imágenes en movimiento aproximó mundialmente lo que antes había estado remoto, expresando a su manera una compresión del espacio, pues los avances de la óptica prácticamente corrieron paralelos a la innovación en materia de transportes y los procesos transoceánicos de migración que esta trajo consigo.

Estados Unidos merece una referencia especial por haber sido un verdadero laboratorio de la modernidad y del movimiento transnacional del siglo XX. El clima violento de sus grandes ciudades emergentes y el ambiente de intensa movilidad en que la industria cinematográfica se consolidó no fue para nada ajeno a las temáticas fílmicas ni a sus públicos populares. Tearing down the spanish flag (Trayéndose abajo la bandera española), inauguró mundialmente el cine de propaganda política con su tendenciosa ilustración de la guerra emprendida por Estados Unidos en Cuba contra España en 1898. Su gran éxito comercial, atribuible al fuerte nacionalismo estadounidense de entonces no fue ajeno a otros sentimientos colectivos fuertes, claros en las cintas de corte religioso de los albores del cine americano, a los que se añade el germen de lo que sería el western. Este interesante hilo conductor se ubica en la primera década del siglo XX, cuando ya había alrededor de diez mil locales de exhibición en los Estados Unidos, un explosivo crecimiento cuya explicación está en su carácter plebeyo y movilizador, de espectáculo de feria y de barraca, antes que ‘cultural’. Se trataba de audiencias muy empeñadas en progresar, seguramente imbuidas de fuertes creencias religiosas y acostumbradas a una vida difícil y arriesgada, donde contaban más la lucha y la audacia del espíritu pionero que el respeto a reglas de juego establecidas. Y ese país, devenido rápidamente en la plaza de exhibición más importante del mundo era, asimismo, como ningún otro, destino del proceso inmigratorio más voluminoso de la historia y tierra de invención de los artefactos de transporte y comunicación con que se plasmó la moderna separación de tiempo y espacio.

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