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Modernidad temprana y conciencia nacional

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Contra toda miopía y sin pretensión de hacer arqueología, el advenimiento antiquísimo de la agricultura y de la pesca permitieron a las colectividades instalarse de modo fijo en espacios protegidos de los que nacerían después aldeas y ciudades, aunque eso dependió y depende hasta hoy de la gestión de los ecosistemas. Ser explorador, cazador y recolector itinerante fue cuestión de lograr una organización social adecuada para la subsistencia y la reproducción, y si la práctica mayoritaria de la humanidad es hoy el hábitat sedentario, el nomadismo no deja de existir, estimándose que los pueblos nómadas suman unos cuarenta millones (Mapahumano, en línea). Por ejemplo, parte de los asháninka de la Amazonía peruana trabajan la tierra establemente asentados en las riberas de los ríos, mientras aquellos que pueblan las zonas altas deben rotar el territorio periódicamente, al necesitar tierras aptas para la caza (Calderón 2000: 238-240). Al no poseer asentamientos permanentes, el comportamiento nómada induce una concepción distinta del espacio. El sentimiento de pertenencia y comunalidad se ensancha a linderos más amplios. Por su insubstituible valor para la supervivencia, el territorio se sacraliza y la responsabilidad sobre su gestión se torna medular (Tovar 2007: 119-138). Algo equivalente puede ocurrirle a los jinetes mongoles esteparios, que todavía galopan caballos de cualidades míticas recorriendo extensas distancias, o a las tribus tuaregs o imuhagh del Sahara que por siglos conducen sus rebaños entre lo que ahora son el Níger, Libia, Argelia y Mali. Esta cultura del desierto con su estructuración en linajes y su residencia móvil en tiendas es ajena a los estados-nación que atraviesan sus caravanas y a sus ordenamientos administrativos y legales. El énfasis debe ser puesto menos en la débil gobernabilidad interna de la que algunos de esos países africanos adolecen que en su disonancia respecto a la forma misma de Estado-nación moderno, calcada sobre el modelo europeo de sus exmetrópolis coloniales, desajustado frente a las realidades socioculturales y ecológicas de las poblaciones que ahí viven. Estos y otros ejemplos muestran que la condición sedentaria no es una esencia, sino una construcción sociocultural sujeta a variaciones.

Ahora bien, la segunda interrogante no tiene una respuesta tan clara como la primera, lo cual obliga a una disertación más extensa. El alto volumen y la rapidez de los movimientos poblacionales contemporáneos son parte de las transformaciones de la modernidad tardía, pero al ser heterogéneas, irregulares y de pertinencia variable según donde acontecen, es difícil encasillarlas en ‘modelos’ de contornos estables, aunque simplificando quepa caracterizar los escenarios actuales por las lógicas de lo que Renato Ortiz (2005, 1994) denomina la modernidad-mundo, la cual en vez de anular o suceder a la modernidad nacional, la envuelve y atraviesa.

Vayamos antes más atrás. La desigualdad económica centro-periferia fue muy marcada a inicios del capitalismo industrial; trazó una línea divisoria entre la opulencia de las metrópolis decimonónicas occidentales y el atraso de sus colonias y enclaves exteriores, fundando con ello nuevas lógicas espaciales. Las primeras grandes ciudades, con sus abismales diferencias de productividad, magnetizaron a las localidades agrarias pequeñas, lo cual ocasionó flujos migratorios y concentración demográfica. Gente trabajadora apetecida de dinero y mejores condiciones de vida ocupó esas urbes, que por su mayor extensión debió enfrentar problemas de transporte y logística antes inexistentes, y lidiar con crecientes situaciones de anomia y salubridad, por ejemplo, la abundancia parisina de caballos,1 las ilustraciones literarias de Londres en las novelas de Dickens o las de Petersburgo en las de Dostoievski. Este capitalismo generó regiones geoeconómicas y no solo islotes urbanos. David Harvey pone en relieve que las repercusiones en cadena de la depresión británica de 1846-1847 llegaron más allá de las islas, a Francia y Austria, hasta generar sentimientos de incertidumbre económica, poniendo en jaque político a quienes defendían las bondades del capitalismo, y originando las grandes migraciones transatlánticas (1998: 288-290). Sin embargo, ese éxodo era parte de las reestructuraciones del espacio que acompañaban la consolidación de los Estados-nación modernos en Europa y al desarrollo de los Estados Unidos. Esto no conllevaba solamente amplificar el comercio de bienes agrícolas dentro de fronteras delimitadas y la consiguiente incorporación al mercado nacional de una mayor población campesina, inmersa más directamente en los mecanismos de formación de precios. El poderío del Estado sobre todo transformó las relaciones y las representaciones sociales, imponiendo, además de la misma moneda, un orden político interno, una lengua oficial y un repertorio simbólico con narrativas y emblemas de pertenencia colectiva impartidos mediante la educación y la normalización de la actividad cívica.

Debo destacar aquí la importancia de la naciente conciencia nacional, cualidad subjetiva surgida no solo de la prensa y del tren sino de una sinergia de factores. Los estados-nación decimonónicos estratificaron sus sociedades en clases según las relaciones de producción, al mismo tiempo que articularon el territorio mediante los vasos comunicantes de los ferrocarriles, lo cual, recalquémoslo, no se destinaba solo al transporte de mercaderías sino a ampliar el ámbito de las relaciones sociales haciendo circular gente entre una región y otra. Dicho de otra manera, los transportes tuvieron una función de ajuste laboral y del ciclo vital, al permitir mudarse a quienes el desempleo expulsaba, o bien a los atraídos por un futuro mejor en la gran ciudad. Razones de más para que los procesos migratorios a ultramar fuesen acompañados o precedidos de numerosos desplazamientos desde el campo o de localidades menores a otras más pobladas y con mejores oportunidades, estableciéndose un tejido social más dinámico y productivo. Con más integración territorial pero mayores desigualdades de ingreso, el aislamiento o la lentitud del contacto de las aldeas alejadas, así como la diseminación de los asentamientos semirrurales, disminuyeron. Solo viendo en su amplitud ese entramado de movilidades, que va del villorrio minúsculo a otro, vecino y más grande, de la ciudad provincial a la capital, o bien que llega hasta el muelle del puerto, punto de embarque hacia el otro lado del océano, es que se entiende la envergadura societal, de conjunto, de la migración. En suma, consideremos que el éxodo hacia las Américas fue parte de un fenómeno más general relacionado con cambios como el aumento poblacional en algunos países europeos debido a la disminución de la mortalidad infantil, salvo en Francia, cuya población empezaba tempranamente a declinar (Van de Walle 1986: 42), por lo cual fue la que menos emigró en el siglo XIX.2

Estas transformaciones socioculturales no han acontecido por una pura y fría determinación estructural del tipo ejemplificado en la sociología funcionalista o la vulgata marxista. De por medio está la agencia, la práctica de quienes actúan empoderados, y la disposición de quienes lo aceptan, que no es mera pasividad. Así, la creación de las instituciones del Estadonación, la gestión económica y tributaria, el trazo de las ciudades capitales con su significado centralizador y monumental, la dotación de infraestructuras territoriales, los esfuerzos educacionales y lingüísticos, la homogeneización de costumbres y símbolos, la valoración u ocultamiento de la memoria, etcétera, han sido y son todavía pilares que sostienen al Estadonación como una entidad. Todo eso para lo macro. Pero también se percibe la fragilidad de las pequeñas localidades alejadas, que dependieron siempre de voluntades y luchas políticas.

Hay cierta subalternidad en su modo de articulación con las poblaciones mayores de su región, si no con la comunidad nacional. Hoy vemos espacios locales remotos, poco poblados y atrasados; pudieron quizá en el pasado haber sido ciudades grandes y prósperas, o incluso quizá lo fueron. Otras en cambio emergen ahora y les espera un futuro esplendoroso. De ahí que el azar en la historia haga difícil generalizar sobre lo ‘local’ y lo ‘nacional’, pues no se sabe qué rumbo tomará esa relación en cada caso puntual. Mientras el consumo cosmopolita se acrecienta en las ciudades más opulentas del mundo y la inmigración siembra en ellas apariencias de multiculturalismo, algunas provincias viven todavía espacios y sentimientos afianzados: Nueva York y South Dakota.

En cambio, en algunos pueblos de la sierra sur peruana la pertenencia a la comunidad nacional es algo que aún hoy necesita ser exteriorizado y actuado para afirmar una igualdad ciudadana no siempre reconocida en los hechos. Blandir la bandera nacional en actos populares de protesta no es solo recurrir a un emblema que protege de la policía. Es afirmar que esa población de origen indígena ‘también’ pertenece al mismo país. Durante casi siglo y medio de República el aislamiento de miles de comunidades campesinas que padecían sequías y epidemias, además de sus luchas contra la opresión, fueron una negación práctica de la nacionalidad, pues para el gobierno criollo de Lima eran un sujeto colectivo ajeno y problemático, una ‘cuestión indígena’, vista desde una exterioridad cultural y política que se atribuía un rol civilizatorio y dominador.

Espacio-tiempo y movilidad

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