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Migraciones, redes y compresión mental del espacio

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De la quinta década del siglo XIX hasta 1930, un aproximado no menor de cincuenta millones de personas emigró fuera de Europa, periodo a lo largo del cual su población fue de unos trescientos millones en promedio (Kennedy 1996, Cipolla 1978, en línea), con lo cual se estiman estos desplazamientos en un mínimo del 20 % de los habitantes del viejo continente. Inicialmente fueron granjeros y artesanos calificados: ingleses, suecos y alemanes llegados en familia dispuestos a comprar tierras, buscando vida comunitaria y mejores oportunidades (Hatton y Williamson 2008: 11); posteriormente emprendió viaje una mayoría de empobrecidos, expulsados por la depresión financiera e industrial de 1873,12 entre ellos un sinnúmero de irlandeses que huían de la hambruna.13 Entre 1861 y 1920 los Estados Unidos recibieron alrededor del 63 % de las oleadas hacia las Américas, unos veintinueve millones de inmigrantes transatlánticos (Aragonés 2000: 52), alcanzando sus mayores volúmenes entre 1895 y 1915. En 1907, año-pico, 13,5 millones —quince por ciento de la población total— eran europeos (Altarriba y Heredia 2008: 212), especialmente en las ciudades del litoral noreste. El aumento de los arribos también fue condicionado por la baja de los costos del transporte por pasajero, en virtud de la mayor velocidad y volumen del acarreo: time is money. Limitémonos a mencionar el movimiento emigratorio del Asia, ocurrido en la misma época que el europeo hacia América del Norte. Fueron alrededor de cincuenta millones de personas las que salieron de la India y de China hacia puntos muy remotos del globo: el Caribe, América del Sur, el sudeste asiático, África del este y África del sur, Australia (Hatton y Williamson 2008: 22-28).

En los Estados Unidos debe añadirse la primera ola de inmigración china a California traída para trabajar en la minería de oro y tender el ferrocarril transcontinental (Central Pacific Railroad), que en 1882 sumaba más de trescientos mil culíes, aunque la colonia china no haya alcanzado el 1 % de la población total hasta el 2004 (US Census 1790-1990, 1990, 2000, 2004). Estos flujos inmigratorios fueron una etapa posterior del incremento poblacional de los países de origen, en particular de las ciudades con respecto a los habitantes rurales, un hecho que lógicamente se replicaba en los lugares de destino, con la particularidad de que el vasto y rico territorio estadounidense daba amplia cabida a nuevas hornadas de granjeros y podía acoger una ingente mano de obra obrera en urbes industriales del tipo de Filadelfia, Nueva York o Pittsburgh. Todo ello fomentaba una doble dinámica, de expansión social a escala del territorio, y de concentración humana en las jóvenes ciudades, conllevando cambios bruscos en la configuración espacial de los cuales nacieron nuevas percepciones colectivas que el cine naciente supo captar, debiendo resaltarse dos aspectos.

Por un lado, el desplazamiento de los inmigrantes hacia el oeste fue mitificado como la culminación de un proceso de construcción nacional que hacía de América del Norte una «[…] parte del patrimonio de las razas dominantes del mundo» (Brimelow 1995: 285, citado en Shapiro 1999: 165, traducción nuestra) pero a costa de territorios ancestrales indígenas y de masacres. El western cinematográfico apareció como una narrativa épica nacional, a menudo de tinte racista, que enlazaba la valentía del hombre blanco angloparlante con una modernidad manifiesta en la integración este-oeste de la geografía continental. Este género es un buen ejemplo de determinados contenidos que al ser bien acogidos por audiencias muy vastas adquieren un valor simbólico y se fijan en la memoria colectiva. En vez de envejecer, y salvo variaciones de corrección política, lo substancial de su forma y estilo permanece vigente, y además inalterado, gracias a la iconicidad de lo audiovisual, con lo cual el western ha contribuido, coast to coast, a construir la identidad nacional de los Estados Unidos. Y además, al visibilizar al pasado lo ha acercado al presente, haciéndolo pertinente —ideológicamente, es cierto—, o en otras palabras, provocando una compresión virtual del tiempo.

Y por otro lado, los conflictos urbanos nacidos de la lucha por la supervivencia y del difícil ajuste de la diversidad de etnias desembarcadas en el Nuevo Mundo hicieron nacer el reverso del ‘sueño americano’ puritano: la anomia y la consecuente obsesión social con el crimen. El imaginario nocturno de los ‘bajos fondos’ con violencia criminal, mafias y drogas plasmado en la novela negra y en las primeras películas policiales, como The docks of New York (1928) de von Sternberg y Scarface (1932) de Hawks fue la contrapartida de los suburbios amplios y pacíficos de la gente bien asimilada, apegada a la ley y a las buenas costumbres de las grandes ciudades que disfrutaba de las industrias culturales. La metropolización de Nueva York, al igual que la de Buenos Aires, Chicago y otras, no sería comprensible sin el acceso a las redes ferroviarias y al automóvil, pues solo con esos vehículos conectores han sido posibles el trabajo fabril masivo, la ampliación de los mercados de servicios y el funcionamiento general de las economías de escala. En otros términos, la acumulación capitalista a partir de la segunda revolución industrial presupuso el poblamiento de territorios mucho más extensos que los de las villas preindustriales, que hacia mediados del siglo XIX apenas superaban en su mayoría los cien mil habitantes.14 Implicó procesos de centralización mediante inmigración interna concomitantes a la formación del Estado-nación moderno y también de diferenciación espacial.

American Express. Steamship Routes of the World, ca. 1900


Princeton University Library.

Desde la segunda mitad del siglo XIX el desarrollo del comercio, de las finanzas y la migración intercontinental favorecieron la extensión de las rutas marítimas surcadas por naves propulsadas a vapor. Toda una globalización.

El predominio de la deslocalización en la vida social, vale decir distancias demasiado grandes para recorrerlas a pie, ha hecho de la movilidad y la velocidad dimensiones inherentes a la modernidad, a las que las ciencias sociales han prestado insuficiente atención. Hoy en día habitar en una gran conurbación significa también distancias de desplazamiento mayores para más gente en tiempos reducidos, es decir una mayor compresión del espacio, independientemente de los gruesos flujos interurbanos e internacionales, y de la aun mayor interactividad simultánea sin contigüidad física dispensada por la telefonía fija o móvil y la telemática. Quedándonos en el ejemplo estadounidense, durante los años noventa el volumen de inmigrantes ingresado a ese país, sin contar a los ilegales, fue superior a los diez millones, cifra jamás alcanzada. Se calcula además que esos ilegales arrojan un saldo inmigratorio neto anual en la primera década del siglo de aproximadamente setecientos mil pobladores (Williams 2004: 82; Knickerbocker 2006), con lo cual la cifra de 37 millones de extranjeros residentes dada por el US Bureau of Census equivale a poco más del 11 % de la población total. No obstante, el oleaje migratorio de inicios del siglo pasado fue superior, pues la población extranjera residente alcanzó entonces el 15 % (El Nasser y Kiely 2005; Hatton y Williamson 2008: 22).

Es cierto que los aproximadamente 214 millones actualmente residentes fuera de su tierra natal siguen siendo apenas el 3 % de la humanidad, pese a que esa magnitud junta equivaldría al sexto Estado-nación más poblado. No obstante, la inmigración actual y la de hace un siglo difieren menos en las cifras que en sus marcos mundiales respectivos y sus ecologías técnicas. Lo que estuvo concentrado en las grandes potencias imperantes hace un siglo, como fue el tráfico naviero y humano transatlántico, desde la década de 1980 está en vías de dispersión. Sin duda los Estados Unidos siguen reuniendo al mayor porcentaje de extranjeros —casi el 21 % del total de la inmigración mundial— pese a que ‘solo’ un 11 % de sus habitantes es extranjero (Wikipedia-c, en línea) y de la mayor diversidad de proveniencias que, fuera del alto volumen de hispánicos, se hace difícil enumerar, pero al lado de esto hay distintos movimientos poblacionales cuyos vectores conducen a muchos otros destinos. Fuera de los Estados Unidos podemos identificar rápidamente una variedad de cuatro situaciones, sin pretender ni ser taxonómicos ni agotar la gama.

Inmigrantes llegando a Nueva York (ca. 1910)


Immigration Museum Nueva York.

Una ha sido la de las economías más fortalecidas luego de la Segunda Guerra Mundial, en especial aquellas metrópolis de los imperios coloniales que duraron hasta la segunda mitad del siglo XX —me refiero principalmente al Reino Unido y a Francia— que recibieron ciudadanas y ciudadanos de sus protectorados devenidos en Estados autónomos. El 9 % del Reino Unido es un mosaico multiétnico de pakistaníes, jamaiquinos, indios, iraníes, nigerianos y cantoneses de Hong Kong, entre otros, superado por casi el 11 % que Francia alberga, compuesto de argelinos, marroquíes, senegaleses, martiniqueses, vietnamitas, etcétera. Tomemos nota de que los porcentajes de estos dos países prácticamente empatan con el estadounidense (Wikipedia-c, en línea). Deberá añadirse a los llegados a las capitales de imperios muy pretéritos. Tal es la miríada de sudacas hispanoamericanos en España, quienes cohabitan con inmigrantes africanos y centroeuropeos ingresados durante la década de 1990 (Gobierno de España, en línea). Además habrá que considerar en ese grupo a los indonesios y caribeños de los Países Bajos, así como a los cerca de once millones de residentes llegados de fuera a Alemania, cuya distribución ya no corresponde únicamente a la vieja influencia germana sobre la península balcánica y Turquía, sino al magnetismo de la República Federal industrial sobre el Medio Oriente y los países exsocialistas de Europa oriental. Una segunda situación es la de Rusia. Recibe gran cantidad de ciudadanos de las repúblicas de la ex-URSS, desde los flujos provenientes de Mongolia hasta Georgia pasando por Uzbekistán. Esto incluye antiguas migraciones rusas de retorno que remontan a las épocas del zarismo y de Stalin, con lo cual la Federación Rusa ocupa el segundo lugar por su cantidad de extranjeros. El magnetismo de las economías emergentes provoca una tercera situación. Aparecen nuevos focos de atracción y de empleo conforme y gracias a la deslocalización de industrias y a la reasignación de recursos financieros por regiones surgida reticularmente en la economía informacional (Castells 2006: 49-58). Arabia Saudita y los emiratos árabes con sus gigantescos emporios de consumo occidentalizado suman más inmigrantes (mayormente musulmanes) que el Reino Unido o Francia (¡71 % en los Emiratos Árabes Unidos!). Hong Kong, Australia, Canadá, Singapur y Malasia formarían parte de ese grupo. Y seguidamente existen distintos casos de migraciones forzadas a territorios transfronterizos generalmente vecinos a causa de problemas de guerra interna, colapso económico, persecución étnica o desastre natural: Costa de Marfil, Pakistán, India, Jordania, Gabón, Turquía y Uzbekistán serían solo algunos de entre ellos.

Haciendo un balance, es erróneo unificar a las migraciones transnacionales de fines de los ochenta en adelante bajo el rótulo de ‘globalización’, pretendiendo que este es un proceso inédito, de contornos definidos y efectos sistémicos determinantes ex ante. Cuestionando esa generalización, Saskia Sassen enfatiza que las migraciones transnacionales han sido muy anteriores al globalismo actual, cada una con su especificidad, caso por caso, pese a tendencias comunes (2007: 165-204). El precio teórico pagado por acuñar el concepto de ‘globalización’ a partir del marketing y la economía fue olvidar que este se refiere a un proceso impersonal e instrumental, como lo es el de la organización corporativa. La expansión interdependiente del comercio, la formación de segmentos de consumo desterritorializados y los flujos financieros circulantes a escala intercontinental difieren de la migración, que es un fenómeno con espesor psíquico y antropológico de gran heterogeneidad.

Hatton y Williamson sostienen que la ‘calidad’ de las inmigraciones tercermundistas de fines del siglo XX fue menor comparada a las anteriores, pues las brechas mundiales de educación e ingreso se han abierto aún más, y las causas del desplazamiento junto a la variedad de sus integrantes y el número de destinos se ampliaron (2008: 8). En ello hay una disimetría fundamental, la del abaratamiento a lo largo de décadas de los recursos de telecomunicación y transporte con respecto al nivel de ingreso y las diferencias educativas y étnico-culturales en países periféricos. El acceso al teléfono, a las transferencias bancarias en tiempo real, al transporte aéreo, al correo electrónico y otras redes sociales, han posibilitado el movimiento de poblaciones de y entre países periféricos que hace dos generaciones permanecían encerradas en sus comunidades locales. Y estas dejan sus lugares por variadas razones, y en condiciones muy desiguales de educación y salubridad. Por ejemplo, resulta aberrante encasillar a una migración tan heterogénea como la africana, que incluye procesos de destribalización, huida de limpiezas étnicas, trabajo en enclaves mineros, nomadismo, asentamiento en suburbios de países vecinos y emigración a Europa15 en un solo conjunto, lo cual es a fortiori extensible a cualquier otro territorio.

Más allá de la diversidad actual, pensemos, con Sassen, que el funcionamiento en red de las inmigraciones actuales es una característica recurrente para explicarlas más allá de los factores de expulsión y atracción.16 Se entiende por tales redes a las organizaciones del movimiento espacial constante de colectividades afines cultural y geográficamente e interactivas electrónicamente que comparten intereses semejantes. Lejos del viejo modelo asimilacionista estadounidense de adopción de la ‘angloconformidad’ por las comunidades transoceánicas que progresivamente abandonaban sus rasgos originarios, las nuevas hornadas de inmigrantes mantienen el contacto vivo con sus puntos de partida. A diferencia de la migración de retorno de hace un siglo —que fue bastante mayor de lo que se pensaría—17 la posibilidad de regresar de visita exhibiendo la prosperidad alcanzada es una táctica de reconocimiento y ascenso social que denota el peso del lugar de origen para muchos latinoamericanos. Las remesas instantáneas de dinero (por un valor de 414 000 millones de dólares en el 2009) (Banco Mundial 2010, en línea) de banco a banco y de bolsillo a bolsillo se han convertido casi literalmente en moneda corriente a lo largo del mundo, constituyendo la materialización de ese vínculo. Dinero que además de ayudar a parientes y paisanos se destina en muchos casos a inversiones en la localidad de origen o a negocios deslocalizados que aumentan un flujo permanente de ida y vuelta entre un país y otro. Sus actores se definen menos por su ubicación fija que por su movimiento, y la calidez de los lugares que habitan no radica en la geografía sino en las simbólicas de pertenencia que los decoran. Al respecto, las investigaciones de Portes y Rumbaut (1990: 29), entre otras, han mostrado cómo las localidades de asentamiento de los inmigrantes a Estados Unidos tienden a seguir un patrón de concentración étnica similar al de sus compatriotas en el pasado. Como señala Castells, la dinámica en red (2006: 28-29) siempre existió en el pasado, aunque era menos visible. Intensos y largos procesos de migración interna —del campo o de la localidad pequeña a la gran ciudad— que según la época han vivido o viven los países de origen, son una parte inicial y oculta del iceberg de la emigración transnacional a la cual solo presta atención el Primer Mundo cuando cruza sus fronteras. Las redes transnacionales que enlazan Turquía y Alemania (Faist 1998: 213-247) traen consigo movilizaciones semirrurales anteriores llegadas a Estambul o a Ankara, o las de Inglaterra con Nigeria a las que alude un ensayo de Ulf Hannerz (2000: 1-8) incluyen gente de Kafanchan y Lagos, la capital. Mutatis mutandis se asemejan a las redes peruanas tendidas entre muchas localidades del interior, Lima y sitios remotos: Paterson (Nueva Jersey), Madrid, Buenos Aires, Milán, en una itinerancia netamente reticular y construida por etapas que, para las nuevas generaciones desvanece la claridad de los puntos de partida y de llegada. Y tanto más si el bajo costo de la telefonía móvil y de Internet —incluyendo el uso creciente de Facebook, Twitter, Linkedin y otras redes sociales— así como la televisión mundializada permiten una sobreabundante y mejorada interactividad simultánea sin contigüidad física, comprimiendo mentalmente aún más el espacio.

La formación rápida de redes transnacionales de migración nos pone ante dos evidencias. Por un lado, el aumento poblacional de las grandes ciudades. En el 2010 las cifras de la demografía urbana a escala del planeta eran semejantes a las totales de 1950, y estas habían más que doblado en ese mismo lapso con marcada tendencia a la concentración en megalópolis que superan los diez millones, de por sí extensos territorios articulados por madejas de tráfico vehicular e información pero socialmente fragmentados. Y por otro lado, la itinerancia tiende a predominar como en otras edades de la humanidad, constatándose que el asentamiento territorial fijo es un constructo cultural. Notables cambios los que trae la inventiva humana, casi re-descubrimientos de su propia naturaleza, que le dan la razón a Heidegger al atribuirle a la técnica una cualidad de des-ocultamiento.

Constatación que no tiene ningún propósito celebratorio. Paul Virilio, arquitecto y filósofo, advierte que de continuar esta oposición entre estacionamiento y circulación, se viene una época de inmensas poblaciones trashumantes que se desplazarán conforme fluctúen los mercados de trabajo. Los problemas de déficit alimentario e hídrico a la vista y el cambio climático en curso, consecuencia de la industrialización y de la extrema movilidad que la ha acompañado señalan

[…] una mundialización terminal y ya no inaugural como aquélla, por ejemplo, del descubrimiento de las Américas [pues con un planeta repleto, en movimiento y en insaciable pos de recursos] el espacio geofísico ya no es una ‘variable de ajuste’ de la economía como en otros momentos de tiempos pasados (2009: 23).

El cruce anual de fronteras de no menos de mil millones de viajeros en la segunda década de este siglo, traerá consigo el despliegue más insólito, por su volumen, de curiosidad por el exotismo y de deseos de aventura. Esos cientos de millones de turistas correrán el riesgo de encontrarse apenas con la reproducción simulada de lo que buscaban, de algo ya extinto y luego homogeneizado por las industrias culturales. Al cambiar de escala las dimensiones de la percepción humana lo verdaderamente extraño se desplazó a la lejanía sideral de los telescopios o a los abismos de pequeñez del microscopio electrónico. Los viajes ya no llevan a grandes descubrimientos; pierden gradualmente su antigua capacidad de provocar asombro, señal lamentable de un mundo comprimido en el cual la sobreestimulación del movimiento y de las redes puede ser proporcional al empobrecimiento de la experiencia.

Vivimos desconcertados, pues, en palabras de Marc Augé «[…] concebir la movilidad en el espacio pero ser incapaz de concebirla en el tiempo es, finalmente, la característica que define al pensamiento contemporáneo, atrapado en una aceleración que lo sorprende y lo paraliza» (2007: 89).

Espacio-tiempo y movilidad

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