Читать книгу La mujer silueta - Javier Sánchez Lucena - Страница 7

Uno

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La mañana que la abuela llamó a casa y quiso hablar conmigo tuvieron que decirle que no estaba. Había ido al centro para repartir currículums —o currículos, nunca he tenido claro cómo se dice—, una de tantas veces que probaba suerte en los despachos y oficinas de la ciudad donde el recibimiento solía ser educado pero frío. La política de empresa consistía, según estaba comprobando, en no dar muchas esperanzas, tanto si existía un interés en contratar a alguien como si no. Llamar a puertas desconocidas, repetir una y otra vez la misma fórmula de presentación, decir algo amable que sugiriera un prometedor don de gentes, todo eso cansa.

De ciertos tratadistas que debí estudiar en la carrera creo haber aprendido algo acerca de la concisión y la claridad al explicar, de manera que resumiré: hacía unos meses que tenía la licenciatura en Derecho y desde entonces buscaba trabajo. Había dejado sobre multitud de mesas y mostradores de recepción una copia de las dos hojas —hoja y media, en realidad— con mis méritos y acreditaciones. Aprovechaba el tiempo para hacer algún curso y pensar, con mayor detenimiento del que me apetecía, en qué hacer a continuación. Mi novio me animaba a esperar respuesta de alguno de los despachos; me animaban mis padres, ilusionados con la idea de verme algún día vestida de toga o, al menos, con un bonito traje de dos piezas; y también mis amigas, embarcadas en parecidas búsquedas, estimaban de vital importancia que todas nos mantuviéramos animosas y positivas. Parecía que yo era la única en no verlo tan claro. ¿Era aquel el camino que quería seguir? Recorría las calles donde se acumulaban una mayoría de tiendas y negocios y pensaba en que mucho peor sería trabajar en una yogurtería, con la obligación de soportar jornada tras jornada el dolor de rodillas y la música puesta a todo volumen porque es un reclamo para los clientes. O como dependienta de una tienda de ropa de esas que quieren parecer elegantes y no lo son ni siquiera por casualidad, sino que resultan vulgares y demasiado clásicas. No me apasionaba la perspectiva de atender durante horas a mujeres con el pelo cardado y el suave autoritarismo de quien ha adquirido la costumbre de tener una cuenta corriente bien nutrida; señoras que se mostraban implacables con los errores ajenos aunque siempre, por supuesto, sin perder las formas ni alzar la voz. También sería peor, mucho peor, trabajar como vendedora en uno de esos comercios que no se sabe, exactamente, qué ofrecen a sus clientes de tan modernos y estilosos como quieren resultar. O como azafata de congresos. O en un catering. O en un banco, como cajera, aunque ser empleada de banca se suponía dentro de mi marco profesional y aspiraciones. Muchas cosas debían ser peor que trabajar en una asesoría, en una consultora o un despacho de abogados.

Pasado ya el mediodía me senté en un banco para fumar un cigarrillo y contemplar a la gente. Al cabo de un par de minutos sonó el teléfono móvil. Era mi madre.

—La abuela ha llamado. Quiere verte.

—¿Qué abuela?

—Abuela Claudia. Le he dicho que irías esta tarde.

—¡Mamá! ¡Pero si ya he quedado!

Que ya vería a mi novio después, dijo mi madre. Pasado aquel primer momento, me preocupé.

—¿Ha pasado algo?

—Parece que sí, algo de la familia de tu padre. La abuela te lo contará esta tarde.

Mi madre era incapaz de guardar un secreto; no debía saber nada. José Antonio, mi novio, tenía un examen muy cerca, a solo unos días, y no quería quitarle concentración o sueño con una propuesta de salir por la noche. Dije que comería en su casa y que desde allí iría directamente a hablar con la abuela. Tiré mi colilla, recogí el bolso y la carpeta. Estaba intrigada.

La mujer silueta

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