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Dos

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La comida fue sencilla y relajada: había lentejas y, de postre, una naranja. En casa de José Antonio no se fumaba, de manera que salimos al balcón. La luz calentaba la mitad del balcón y en la otra mitad hacía frío. La navidad quedaba cerca. ¿Sería eso de lo que quería hablarme abuela Claudia?

José Antonio y yo nos despedimos en la puerta con un beso, mientras su madre pasaba por detrás para llevar algo del salón a la cocina. En los momentos como aquel ella siempre tenía alguna razón para estar cerca, justo al lado si podía ser. Estaba celosa de mí, de todo lo que alejara a su precioso hijo de la protección vigilante que ella le había dispensado desde su nacimiento.

Abuela Claudia vivía en las afueras. Todos los de la familia habíamos disfrutado alguna vez, o muchas, de la hospitalidad de aquella casa con numerosos cuartos, una única planta con patio delantero y trasero, armada con muebles marrones y decrépitos y que olía como siempre se dice que huelen las casas de los viejos. El autobús me dejó a un par de esquinas de distancia. Recorrí sin prisa las calles, que eran bajas, anchas y estaban llenas de un aroma intenso a naranjo y limonero. Algunas de las fachadas lucían aún el embaldosado que solía usarse en los años setenta, en los ochenta, con apretados dibujos en tonos ocres, en blanco y negro, en un extraño rojo oscuro que hacía pensar en cubas de vino y tierras de labranza. Tal vez yo era demasiado imaginativa; eso me decía a veces mi madre. Bueno, ¿y qué? Había conseguido sacarme la carrera, ¿no? El número de la abuela era el diecisiete.

la cancela de fuera estaba cerrada, pero sin echar la llave; tiré del viejo pestillo hacia un lado y la empujé para entrar. En el arriate de tierra oscura y con forma de ele que seguía la pared del pequeño patio delantero crecía un enorme arbusto de jazmín. Su olor era el que más me gustaba del mundo. Me detuve, igual que lo hacía siempre, con la nariz pegada a una de las minúsculas flores blancas, luego a otra, y a una tercera. Con gusto me hubiera llevado, como a veces de niña, un puñado fragante de aquellas flores para dejarlas en mi almohada, o en la mesita de noche. Llamé al timbre.

Esperé un minuto, esperé dos. Volví a llamar, aunque sabía que la abuela estaría ya de camino hacia la puerta. Oí un arrastrarse de pasos y su voz aguda que se quebraba un poco en la protesta habitual:

—¡Ya va, ya va! ¡Qué prisas!

Abrió por fin, me dio muchos besos, emprendió una medio carrera por el pasillo de entrada de vuelta hacia el interior de la casa. Cerré la puerta tras de mí. Era una gruesa lámina de madera que, a pesar de su apariencia, pesaba muy poco; estaba pintada de verde intenso por fuera y de blanco por dentro. La capa exterior solía agrietarse con el calor del verano.

Era una casa oscura, yo nunca la había visto de otra manera. Solo el comedor que pegaba al patio trasero y la cocina recibían la luz del sol; y aún solían esconderse detrás de persianas verdes, llenas de rasguños, y cortinas color marfil. La casa había aguantado sin una sola reforma todos sus años; únicamente algún pequeño arreglo aquí, uno allá, el necesario cambio de los electrodomésticos que más se usaban. Abuela Claudia me preguntó si había tomado café, le dije que no y fue a prepararlo. Me senté junto al ventanal, con el codo apoyado en la repisa de madera de la máquina de coser a pedales que conservaba y, según decían, incluso usaba de vez en cuando. Miré alrededor: la mesa grande, el viejo sofá color marrón claro, las sillas con asiento rojo oscuro, tapetes de ganchillo blanco en cada superficie disponible.

La abuela apareció con el café: solo una gota vertida en la leche para ella, para mí muy cargado y con poca leche. Lo había servido sin preguntarme cómo lo quería. Probablemente la consideraba una bebida de hombres. Ella había criado tres, mi padre y sus hermanos, y una sola chica, la tía Maricarmen. El caso era que yo tomaba el café justo así.

Encendí un cigarrillo. La abuela me acercó el enorme cenicero de cristal con borde metálico que mi familia había llenado de colillas durante treinta o cuarenta años. Le pregunté por su salud.

—¡Ay, Lidia, hija, a mi edad la salud importa tanto y, al mismo tiempo, ya es lo que menos importa…!

Nunca había sido amiga de las quejas; sí de un chisme jugoso y de un rato jugando a las cartas. Se trataba de una de esas mujeres aleccionadas en el espíritu de sacrificio que solo era capaz de relajarse si creía que todo, en su familia, iba bien. Pero si los miembros de esa misma familia le ocultaban muchos pequeños disgustos, algunas malas noticias, no era para evitarle preocupaciones, sino porque ante cada problema reaccionaba de manera tajante. Sus juicios tenían la dureza que, según le habían enseñado a ella misma de niña, resulta necesaria para impedir que una mala situación eche raíces. Por la manera en que abuela Claudia parloteaba de esto y lo otro sin tocar la leche, que ya se había quedado fría en su vaso de cristal, adiviné que no estaba tranquila.

—Mi madre me ha dicho que querías hablar conmigo. ¿Ha pasado algo?

—¿No te lo ha contado?

—Solo me dijo que viniera.

—¿Y necesitas que tu madre te lo diga para venir a ver a tu abuela?

Sonreí y dije: «Claro que no, abuela». Yo sabía que aquel pequeño reproche no era más que el prólogo a lo que de verdad quería comentarme. Las personas que dependen de las visitas para tener compañía aprenden a tomarse su tiempo, adquirir cierto control sobre la conversación.

—Es tu tía Maricarmen.

—¿Le ha pasado algo?

—No la encuentran.

—¿Cómo que no la encuentran?

—Pues eso.

Pasó a relatarme algunos detalles que luego, ampliados y añadidos a otros muchos que iría conociendo, completaron un relato de los hechos que podría ser el siguiente: mi tía, María del Carmen Bocanegra Jiménez, Maricarmen para todos los que la conocíamos, mujer ya madura, de formas algo opulentas, cabello negro teñido, gafas, se acercó a mi novio y a mí en la última celebración familiar y nos entretuvo durante un rato, que se nos hizo un poco largo, con una anécdota que implicaba a varios de sus compañeros de trabajo y a un huésped del hotel con muchas manías que parecían agudizarse durante las horas nocturnas. Cuando la historia amainó, aprovechamos para despedirnos. La fiesta duró, según luego pude saber, unas tres horas más antes de que una mayoría de invitados manifestaran su intención de marcharse. Ella, Maricarmen, tenía pensado acudir directamente desde el lugar de la celebración a su puesto de trabajo como recepcionista en un hotel de la zona centro de la ciudad, para cumplir con el turno de noche que le estaba asignado. Su compañera Purificación asegura haberle dado el relevo a las 22:20, con el pequeño retraso que previamente ambas habían acordado como lapso razonable para que Maricarmen pudiera disfrutar de la compañía de su familia y amigos hasta última hora y tuviese tiempo de cubrir el trayecto, de aproximadamente media hora en coche, hasta el hotel. Maricarmen se cambió de ropa y, después de que Purificación se despidiera de ella, quedó sola al frente del mostrador de recepción. Charló unos minutos con el vigilante de seguridad, de nombre Ramiro, antes de que este iniciara una de las varias rondas que tenía por costumbre y era norma realizar, cada noche, por las instalaciones del hotel. El otro recepcionista para ese turno, de nombre Carlos, dormía en el catre que, a ese propósito, había sido facilitado por la dirección del establecimiento en una pequeña habitación a tan solo unos metros de distancia. Carlos estaba realizando un turno doble y era una práctica común en tales casos que uno de los recepcionistas asumiera las responsabilidades propias del puesto mientras el otro descansaba, a salvo la posibilidad de ser avisado si las necesidades del servicio así lo exigían.

El guarda de seguridad se despidió de mi tía Maricarmen aproximadamente a las 22:50 o 22:55. Fue la última persona en verla. La vez siguiente que pasó por recepción, a las 23:20 o 23:25, el mostrador estaba desierto. Ramiro, según declararía más tarde, pensó que Maricarmen estaría en el baño. A las 00:15, siempre hora aproximada, Carlos, el otro recepcionista, fue despertado por el timbre de la puerta del hotel. Algo confuso, pero acostumbrado a tales sobresaltos, acudió a la recepción para registrar la tardía llegada de un cliente con reserva previa y entregarle las llaves. Ante la ausencia de su compañera, decidió mantener su puesto en el mostrador. Llamó a Ramiro desde el teléfono fijo y este declaró haber pasado un rato antes y no haber visto a Maricarmen. Carlos hizo una rápida visita a los baños destinados al personal y, pese a los reiterados llamamientos que realizó desde fuera en dirección a la zona de mujeres, no obtuvo respuesta. Volvió a comunicarse con el vigilante de seguridad y ambos acordaron que este haría una ronda de comprobación para localizar a la recepcionista perdida. Cundía en ellos la sospecha de que su compañera podía haber padecido una indisposición repentina y que se hallaría en alguna dependencia del hotel, quizá sin sentido o gravemente mareada. A las 00:50 Ramiro avisó a Carlos de que Maricarmen no aparecía. En los minutos previos, Carlos había llamado repetidamente al teléfono móvil de su compañera, sin obtener respuesta. Cuando el vigilante de seguridad regresó a la zona de recepción, decidieron esperar todavía unos minutos por si ella, sencillamente, había tenido que salir en busca de una farmacia de guardia o por algún otro tipo de urgencia. A la 1:20 o 1:30 de la madrugada resolvieron llamar, finalmente, a la policía. Pero nadie, ni los agentes que acudieron al aviso, ni Ramiro el vigilante ni Carlos el recepcionista, pudieron encontrar ni volvieron a ver a la mujer. Mi tía Maricarmen había desaparecido.

La abuela, después de contarme lo que sabía, empezó a verter las quejas ya tradicionales acerca del comportamiento de su hija, algo errático desde el divorcio hacía un par de años; el exceso de salidas, sobre todo nocturnas; las amistades demasiado variadas y, por ello, peligrosas.

—Parece que tengo otra vez una niña de diecisiete años.

—Pero ha cumplido los cincuenta, abuela. Tiene derecho a vivir su vida.

—Ya ves a dónde la ha llevado.

La reñí un poco, con suavidad —la abuela no consentía que se le hicieran reproches en su casa—, fingiendo que tomaba aquel asunto con mucha calma. Lo cierto es que estaba sorprendida: nadie, hasta ese momento, me había contado nada. Pensé que tal vez hubiera razones íntimas que justificaban ese secretismo: cosas del tipo que se suele considerar que es mejor que una madre no sepa de sus propios hijos. Sin embargo, me dije, incluso en ese caso resultaba un poco cruel ocultarle a la abuela lo que pudiera haber sucedido; sobre todo porque era una persona astuta, que rara vez dejaba de darse cuenta de lo que pasaba en su entorno más inmediato. Ni la vejez ni el peso machacante de la rutina habían conseguido limar del todo esa agudeza.

La abuela alargó el brazo y cogió mi mano con una de las suyas, pequeña, arrugada, un poco fría. La apreté: aquella mano había trabajado lo suyo y sus caricias eran algo toscas, pero también verdaderas.

—Mis hijos no me cuentan lo que pasa. Se creen que soy de papel, que me voy a romper por una mala noticia.

Protesté, aunque sin mucho convencimiento. Ella apartó mis palabras con un gesto y a continuación volvió a acercárselas por medio de otro para, con las puntas de los dedos —las uñas estaban cortadas al ras—, señalar lo que quería decirme:

—Yo necesito saber dónde está mi hija, qué le ha pasado si es que le ha pasado algo.

A pesar de esta frase suya, tan directa, yo seguía sin ver claro qué pretendía de mí. O, mejor dicho, tenía al respecto una intuición que hubiese preferido no ver confirmada. Quizá porque ya sabía que, a veces, cuando nos vemos obligados a verbalizar lo que queremos que hagan por nosotros, un pudor nos sobreviene y la petición no se materializa, pregunté:

—¿Y qué puedo hacer yo, abuela? Ni siquiera sabía nada de todo esto.

—Claro que no sabías… A las mujeres de esta familia siempre nos quieren dejar aparte de las cosas, como si fuéramos tontas. Pero tú eres una Bocanegra, tanto como ellos o más…

—También soy una Díaz.

Me oí decir. Y, aunque sonreía, lo cierto es que hacer aquella puntualización me supo amargo en la boca porque, para la familia de mi padre, solo parecían existir ellos mismos. En el interior del territorio formado por sus personalidades y costumbres, muchos rasgos eran considerados virtudes y los defectos, que no faltaban, eran mirados con simpatía; o bien, en momentos en los que apetecía algo de melodrama, se les daba el tratamiento solemne que merecen las manchas atávicas e imborrables que suelen darse en los relatos góticos. Hubiera sido divertido si le pasara a otro. La abuela contestó con una mueca.

—Sí, claro, también. Pero lo que quiero decir… Este es un asunto de familia y de mujeres. Algo de las mujeres de la familia.

Apretó los labios: la abuela se estaba viendo obligada a traspasar los límites, para ella tan importantes, de lo que solo se dice con medias palabras. Yo nunca la había visto tan preocupada, tan cerca de perder su compostura habitual. No dejé que tuviera que pedírmelo: le prometí averiguar lo que pudiera y venir a contárselo. La abuela me miró a los ojos, fija y directamente. Mantuvo su mirada unos segundos. Luego, una de sus manos acudió en busca del vaso de leche ya tibia, mientras con la otra me palmeaba la muñeca.

—Bien, muy bien, hija. Confío en ti.

La mujer silueta

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