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Tres

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La mía era una casa normal. No faltaba nada que fuera importante ni había, tampoco, costumbres o cosas superfluas. Mis padres habían trabajado toda la vida para conseguir una tranquilidad que ahora mi hermana y yo, con la incerteza de nuestro futuro, habíamos puesto en peligro.

—Sois niñas listas y saldréis adelante. Pero no andéis perdiendo el tiempo.

Halago y advertencia: en esta combinación reside la base de toda buena educación que se precie. En no excederse con lo uno ni tener miedo de abusar de lo otro consiste, al parecer, el delicado arte de conducir vidas ajenas. Muchas veces he pensado: yo no podría. Otras, en cambio, temo no saber evitarlo igual que, sin duda, les ha ocurrido a todas mis antecesoras, fueran o no conscientes. En la cocina, mi padre se preparaba uno de sus típicos bocadillos de media tarde. Mi madre ordenaba ropa en uno de los cuartos. Dejé mi chaqueta y fui a sentarme en una esquina de la cama, junto a las prendas por clasificar: plancha, plancha, directo al cajón, plancha.

—Vengo de ver a la abuela.

—¿Sí? ¿Y cómo está?

—Preocupada.

Mi madre es una mujer lista y con temperamento; es decir, alguien que posee la clara noción de que a veces conviene el disimulo pero que en raras ocasiones logra mantenerlo. Puso cara de haber mordido, por sorpresa, un trozo de limón:

—No me extraña.

—¿Qué es eso de que la tita ha desaparecido?

—Pues eso, que falta desde hace cinco… No, seis días ya.

—Pero ¿cómo pasó?

Me contó algunos detalles. Después yo iría averiguando otros. La verdad es siempre parcial y fragmentaria, un lienzo de gran tamaño cuyo motivo, por efecto de un inoportuno reflejo de la luz, solo podemos contemplar parte por parte a medida que cambiamos de punto de observación.

—Habrán ido a denunciarlo, al menos.

—Tu padre y uno de sus hermanos fueron al segundo día. Los del hotel habían dado parte el mismo sábado, pero para estas cosas hace falta que intervengan los familiares.

Yo tenía una vaga noción de los trámites necesarios en un caso como aquel. No de la facultad de Derecho; allí estaban demasiado ocupados repitiendo machaconamente el esquema de la estructura típica de los delitos, rudimentos de un derecho procesal denso y cambiante, etcétera. Quizá lo había visto en un reportaje de la televisión.

—Y tu abuela, ¿qué decía?

—No le cuentan nada.

—Quería que la informaras tú.

Asentí. Sin ser muy consciente, había empezado a clasificar prendas igual que mi madre. Casi todas estaban ya ordenadas en pulcros montones.

—¿Y mi hermana?

—Ha salido.

Lo dijo con los labios apretados. Paula, mi hermana, estaba viviendo lo que un psicólogo de instituto habría llamado «una etapa rebelde», algo así como la versión agresiva y procaz de una tardía edad del pavo. Tenía dieciséis años, amistades masculinas, algunos vicios y ninguna intención de disimular en casa su modo de pasar el tiempo libre. Yo la quería mucho, pero a veces me inquietaba la sensación de estar desconociéndola a marchas forzadas. Pensé en ir al salón para hablar con mi padre.

—Voy a hablar con papá.

—Bueno, pero no lo agobies. Ya está bastante nervioso con el tema.

Fui al salón. La televisión estaba encendida y mi padre, sin mirarla, partía nueces y echaba el fruto, limpio de cáscara, en un plato hondo. Le di un beso.

—Me he enterado de lo de la tita.

—¿Qué tita?

—Tu hermana Maricarmen.

Afirmó con la cabeza. Estaba preocupado. ¿Cómo no me había dado cuenta durante todos aquellos días? Le pregunté por sus gestiones policiales.

—Se hicieron cargo del asunto.

—¿Y qué es lo que no te convence?

Se encogió de hombros. Había evitado mirarme desde mi entrada en la habitación y por eso yo sabía que algo lo contrariaba profundamente.

—No sé —dijo, pero sí sabía—. Claro que lo hemos denunciado, pero…

—¿Crees que no van a hacer nada?

—Sí, algo harán. Preguntas, comprobaciones.

—¿Entonces?

—Tu tía Maricarmen…

Mi padre es un hombre reservado. En los momentos de inquietud, cuando siente la lógica necesidad de sincerarse, adquiere las maneras de las aguas de un río a punto de desbordarse: el empuje de aquello que intenta contener se aprecia a simple vista.

—¿Qué le pasa?

—Es muy nerviosa, demasiado inquieta. Sobre todo desde el divorcio. Ya no sabemos por dónde anda, ni con quién… Le dio por las discotecas, luego por la iglesia… Ahora esto.

Por fin entendí.

—No os fiais de que haya desaparecido de verdad.

—No sé qué pensar.

Que hablara en primera persona me tranquilizó un poco. Sin embargo, creí notar en lo que mi padre decía un eco de otras voces, criterios que no eran el suyo.

—¿Quién te acompañó a la comisaría?

—Tu tío Miguel.

«Ya decía yo. Vaya por dios», pensé. El tío Miguel no era precisamente el hombre más sensible ni ecuánime del mundo. Había sido transportista muchos años, ahora dirigía como propietario la misma oficina para la que había hecho todos aquellos portes, aquellos recorridos, una sucesión interminable de viajes circulares, del punto de partida al de llegada, después vuelta al comienzo. Esta culminación de sus ambiciones, gestionar para que otros cumplieran la dura tarea que él había realizado durante tanto tiempo, le permitía el lujo de dispensar a su alrededor instrucciones y reproches.

—Bueno —atajé—, a mí me da igual lo que diga el tío Miguel. Lo de la tita es muy raro y, mientras no haya nada que indique lo contrario, está desaparecida.

—Eso ya lo sé.

Refunfuñó mi padre, aunque me pareció notar algo de alivio en su respuesta. Yo no quitaba importancia a su inquietud, no me reía de sus dudas como probablemente había hecho su hermano. Sin darme cuenta, había empezado también a abrir nueces y a colocar los trozos de su fruto, con forma de coral o minúsculo cerebro, en el mismo plato hondo. Para forzar la cáscara yo prefería, a diferencia de mi padre, usar la punta de un cuchillo de cocina. Me pregunté si necesitaría aquella cantidad para algo concreto; por ejemplo, un bizcocho de los que a veces preparaban entre mi madre y él a base de dialéctica y que, normalmente, salían tan buenos.

La mujer silueta

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