Читать книгу Mitología azteca - Javier Tapia - Страница 3
ОглавлениеPrólogo: El Náhuatl no se escribe,
se cuenta, se canta
Cuicas, cuicas
cuicani, icuac tlaneci,
cuicas, cuicas
cuicani, icuac youali.
(Canta, canta cantante, cuando amanezca,
canta, canta cantante, cuando anochezca)
Primero fue nahui, el sonido, después fue nahua, el sonido armónico de donde nació tlajtol, la palabra para que los Tonacatecutli, señores de nuestra carne, pudieran contarse cosas y cantarse poemas, para que así emergiera el náhuatl, la lengua florida entre las cañas, que regalarían más tarde a los humanos.
Hace más de veinte años escribí Mito y leyenda de los aztecas, con todo el corazón, pero lleno de errores que intenté subsanar en una revisión hecha en el 2014, pero no he tenido el gusto de ver el resultado.
El libro se ha reeditado varias veces desde entonces, y al público le ha gustado a pesar de los errores, y sin que aquel editor haya cumplido con el pago de derechos de autor correspondiente, práctica muy habitual en ciertos estratos del mundo editorial que las autoridades correspondientes solapan sin rubor alguno. Quizá sea ese el costo de vivir en países tan maravillosos como lo son los países latinos, donde la comida, los paisajes, cierta anarquía y, sobre todo, el amor y el calor de su gente suple las cuestiones legales y honorables.
La palabra, que antes valía oro o plumas de quetzal, ahora, y en ciertos círculos, no vale nada; tampoco valen ciertos escritos, como algunos contratos de edición y similares.
Por mi parte, prefiero la palabra dada a la palabra escrita en las cuestiones importantes de la vida, y de esta manera desdeño, más que perdonar, la miseria moral de quienes carecen de ella.
Tlasojtli mauistli, palabra de honor, dirían los tenochcas para que su interlocutor supiera que se iba a cumplir la palabra dada, ignorando, como el escritor con ciertos editores, que los conquistadores carecían, en su mayoría, de palabra, honor y valores básicos de noble y recto comportamiento humano.
“Los valores son para los tontos, los pobres y los ignorantes”, decían los saqueadores burlándose de la ingenuidad de los conquistados, y en esa mentalidad, Carlos V y Felipe II, mandaron destruir todo lo prehispánico en las tierras ocupadas y legitimadas en propiedad por el Vaticano; pero tan mal lo hicieron en su ceguera de codicia y oprobio, que la palabra, tlasojtli, pervivió en la tradición oral.
La Mitología Azteca es una de las más ricas y poéticas, y ha soportado todo tipo de versiones, manipulaciones y sincretismos manteniendo su esencia, una esencia que a menudo pasa desapercibida a primera vista, pero que se siembra en las almas como un grano de maíz para reverdecer más tarde.
En la Mitología Azteca no hay monoteísmo ni presunciones de saberlo todo o de poderlo todo, sino un realismo mágico donde las creencias se mezclan con la verdad humana, y el animismo adquiere cuerpo y forma en los setenta y dos señores de nuestra carne y sus respectivas parejas.
En la Mitología Azteca todo viene a pares con fines reproductivos: “Henchid la Tierra y multiplicaos” parecía gritar Ometecuhtli, el señor doble, pero no dijo nada acerca de la potestad sobre las mujeres, los hijos, los animales o los bienes del Semanauac. Por otra parte, en la Mitología Azteca, reproducirse es algo más que aparearse, pues también se reproducen y aumentan los saberes, los cantos, los poemas, las obras y las construcciones, e incluso los pensamientos y las ideas.
Todo se reproduce y crece a través de la palabra, de boca a oído generación tras generación hasta llegar al día de hoy sin necesidad de amates y códices; entre otras cosas, porque hay más de un millón doscientas mil personas que hablan náhuatl y que mantienen vivas sus tradiciones.
Hubo persecución, desdoro, tortura y hasta muerte para los náhuatl parlantes, pero a la española, es decir, de manera torpe, o “chapucera”, porque al lado del Virreinato de la Nueva España, en el mismo centro de México, poblaciones como Xochimilco, Chamilpa, Coyoacán e Iztapalapa, nunca dejaron de hablarlo, e incluso aprendieron a escribirlo y a darle forma académica, con lo que sus mitos y sus leyendas fueron reproducidos gráficamente en monasterios, conventos, universidades, e incluso entre oficiales y artesanos que trabajaban en los talleres novohispanos.
El sincretismo religioso fue inevitable para un pueblo devocional como el mexica, pero eso no impidió que la cultura prehispánica trascendiera y se celebrara al amparo de las vírgenes y los santos católicos dentro y fuera de las mismas iglesias que el pueblo conquistado ayudó a construir de buena gana.
México en sí es un pueblo de leyenda, cálido y enigmático al mismo tiempo, donde no pocos virreyes se mexicanizaron dando la espalda a la Corona Española e incumpliendo los mandatos del Vaticano. El Virrey Revillagigedo, a finales del siglo XVIII, dio buena muestra de ello, rescatando a la Coatlicue, la de la falda de serpientes, y abriendo la puerta a los estudios prehispánicos, sin dejar por eso de modernizar al país y de convertir a la urbe mexicana en La Ciudad de los Palacios; unos palacios bajo los cuales hay otros palacios prehispánicos que día a día se van rescatando o descubriendo, como si obedecieran a los vaticinios de la Mitología Azteca.
Quizá dentro de veinte años, si Ehecatl, señor el viento, me da aliento vital, escribiré una nueva Mitología Azteca, con nuevos datos que me ayuden a subsanar los posibles errores cometidos en el presente libro, y con la inestimable ayuda de Tatatloani, que no quiere ni que lo nombre, aunque él sea la fuente de muchas de las leyendas que aparecen a lo largo este libro. Gracias, Tata.
Ina yolotl, desde el corazón, deseo que disfruten leyéndolo con la misma pasión y amor que yo he disfrutado al escribirlo.
J.T.R.