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I: Cosmovisión. El poder de la palabra

Tlasojcamati maseuali,

xipano ina cali Tlaltipak,

nikan mochi nikpiali.

(Gracias gente,

pasen a su casa, la Tierra,

aquí de todo tendrán).

La cultura nahua, que pasó por los olmecas, los toltecas y las siete tribus chichimecas, entre otras muchas, no se conoció como mexica hasta que un ciuacoatl, Tlacaélel, que sirvió como consejero al menos a dos tlatoanis, Moctezuma Primero y Ahuízotl, introdujo el término para denominar a los habitantes nacidos y criados en Tenochtitlan. El término azteca, debido a la leyenda de los míticos pobladores de Aztlán, no se acuñó hasta el siglo XIX en el rescate del prehispanismo por estudiosos e investigadores extranjeros.

En otras palabras, nahuas son todos los que hablan nahua desde el Yukón hasta Nicaragua; mexicas o mexicanos los pueblos nahuas que cayeron en la conquista, porque así los llamaron los conquistadores; y aztecas todos los mexicanos a partir del siglo XIX según el conocimiento popular, mientras que los habitantes de Tenochtitlan se llamaban a sí mismos tenochcas independientemente de dónde hubieran nacido.

Tenochtitlan era una urbe cosmopolita, con calpullis o barrios donde convivían mixtecos y huastecos, tlahuicas y tepanecos, dedicados cada uno a sus habilidades y labores particulares.

Por supuesto, había tenochcas viejos, de varias generaciones nacidas y criadas en la maravillosa ciudad, que generalmente ocupaban los altos cargos, pero también había tamames (cargadores, correos y porteadores) y pochtecas (comerciantes e informadores), que a menudo se mezclaban con gente de poblaciones lejanas y llevaban sangre nueva a la gran Tenochtitlan, atrayendo nuevas culturas y leyendas, y expandiendo la fuerza vehicular de la lengua nahua por el Semanauac entero.

La toponimia, o los nombres de los pueblos de la actualidad mexicana, es nahua, a los que se les ha añadido nombres de héroes o de santos para españolizarlas, pero siguen siendo nahua: el lugar de un solo sonido, el extenso territorio donde se habla nahua, el Semanauac, o, como lo escriben algunos, Cemanauac aunque en México nadie pronuncie la “c”.

Hay que señalar, además, que no fueron los tenochcas, aztecas ni mexicas los primeros en extender la lengua nahua por el continente, sino los toltecas, cuya influencia es innegable tanto en el norte como en el sur del país. Quizá los olmecas también sembraron su propia semilla, porque sus jaguares inundan el continente, pero no se tienen más datos de su influencia.

Lo que sí hicieron los tenochcas, fue absorber los conocimientos de las culturas que estaban bajo su dominio, y expandir aún más su lengua, junto con sus creencias, mitos y leyendas, fortaleciendo lo que los toltecas, siglos atrás, habían comenzado.

Por tanto, no es nada extraño observar que su cosmogonía, su Mitología Azteca, este plagada de diversos mitos, y sea variopinta en sus orígenes, e incluso que algunas de sus leyendas hayan sufrido ciertos cambios y acomodos al estilo de la mitología judeocristiana, impregnada a su vez por las mitologías griega y egipcia.

Cómo nació Semanauac, o el mundo entero

Los ueuetloni, viejos sabios, cuentan que nadie sabe lo que había antes ni más allá del décimo cielo. Si hay algo o no hay nada, nadie lo sabe, ni siquiera los dioses más elevados.

Por lo que a nosotros corresponde nada había ni podía haber, porque nosotros no éramos nada, ni siquiera polvo.

Resulta que Ometecuhtli, el Señor Doble que nadie ha visto ni conoce, creó a Tonacatecuhtli (señor de nuestra carne) y a Tonacacihuatl (señora de nuestra carne) para que se juntaran y poblaran el Semanauac, porque si no hay dos no puede nacer uno, así es y así será siempre, todo debe ir a pares para que todo se reproduzca y crezca; lo vacío debe ser llenado y lo llenado debe ser vaciado.

Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl viajaron por el cielo entre las estrellas sin reproducirse porque no tenían dónde hacerlo.

Ometecuhtli les dio un espacio para que tuvieran su intimidad, y por fin Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl se unieron y tuvieron cuatro hijos:

-Xipetotec, el que pasa en los huesos o el desollado, porque nació rojo, y sin piel que cubriera su cuerpo.

-Tezcatlipoca, el espejo que humea, que nació negro de piel, y con garras y colmillos de jaguar o de ocelote.

-Al tercero lo llamaron serpiente hermosa o emplumada, Quetzalcóatl, porque nació más claro de piel, pelo y ojos, que sus hermanos, y con todas sus carnes y sus miembros en su lugar.

-Dicen que el cuarto lo llamaron Huitzilopochtli, joven colibrí, porque nació sin estar bien cocido, a medias, de color azul brillante y medio cuerpo en los huesos, pero ágil y poderoso.

Antes de tener mujeres como mandaba Ometecuhtli, no tenían forma de crecer y llenar los espacios con más hijos como debe de ser, así que les dio por crear de otra manera.

“Si no tenemos hijos”, dijo Espejo Humeante, “hagamos seres que nos veneren”.

Joven Colibrí lo secundó: “Será nuestra obra y nos dará dignidad eterna, seremos hermosos ante sus ojos”.

Entonces, El Desollado apoyó la moción: “¡Qué así sea!”

Finalmente la Serpiente Hermosa también estuvo de acuerdo.

Huitzilopochtli, el más inquieto y activo, preparó una gran hoguera alrededor de la cual se sentaron los hermanos y se pusieron manos a la obra.

Alrededor de la hoguera juntaron mucha arena y la moldearon con agua, y así nació Tlaltipak, la Tierra, porque sus seres creados iban a necesitar un lugar para asentarse, obedecerles y venerarles.

Así se pusieron a crear y de sus manos nació un hombre al que llamaron Coyote Viejo, Huehuecoyotl, y a su mujer Siuahuecoyotl, los primeros maseuali, pueblo danzante, a los que les dijeron:

“¡Júntense y tengas muchos hijos! Y que sus hijos se junten y tengan muchos hijos más para que nos veneren y nos adoren. ¡Obedezcan!”

Y obedecieron, pero todo iba muy lento.

“¿Qué nos falta?”, se preguntaron los señores de nuestra carne, y vieron que había que crear tierra y agua para que se asentaran, y así lo hicieron.

“¿Qué nos falta?”

Luego vieron que les faltaba de comer, y les pusieron granos y frutos para que comieran.

“¿Qué nos falta?”

Después se dieron cuenta de que les faltaba compañía, y les pusieron animales para que los acompañaran.

Pero seguían sin darles hijos que los veneraran.

“¿Qué nos falta?”

Así vieron que todo estaba muy oscuro y frío, y que así no se animaban a copular para darles fieles seguidores.

Entonces Quetzalcóatl se convirtió en medio sol, no muy fuerte, pero sí suficiente para que los maseuali tuvieran ánimo y empezaran a procrear, y de ellos nacieron hombres grandes, los gigantes, y hombres pequeños y prietos como la ceniza.

Ninguno de ellos era muy listo, porque se alimentaban solo de granos y semillas, porque el medio sol tampoco daba para mucho, pero aún así los hombres grandes y los hombres chicos lo adoraban y le daban las gracias por su alimento.

Tezcatipotla andaba enojado y envidioso con Quetzalcóatl, porque a él nadie lo conocía y nadie lo veneraba, y un día que andaba de malas, de un empujón tiró a Quetzalcóatl y Tezcatipotla se puso él de sol, enojado y ardiente.

“¡Quítate!”, le dijo a su hermano, “que tú no sirves para nada, eres muy tibio”.

Tezcatipotla brilló y brilló tanto, que todo lo fue quemando y los maseuali tuvieron que correr a esconderse.

Al principio el calor se agradeció, pero luego ya nadie lo aguantaba, ni los pequeños ni los grandes, así que nadie veneró al señor de nuestra carne Tezcatipotla.

Al ver que todo se estaba quemando, Quetzalcóatl agarró un palo y tumbó a Tezcatipotla, que cayó muy feo en una hondonada, todo torcido.

Quetzalcóatl aprendió la lección del calor, y no brilló mucho ni poco, dando paso al día y la noche, para que los maseuali descansaran del calor.

Tezcatipotla, más enojado todavía, sacó sus garras y sus colmillos de jaguar, y durante las noches se dedicó a matar y comer gigantes, hasta que no quedó uno solo, y así solo quedaron maseuali del tamaño que los conocemos.

Durante mucho tiempo todo estuvo bien, y a los maseuali poco a poco se les fue quitando lo tonto, y ahora también comían frutas y sembraban los granos para tener grandes y abundantes cosechas, y no andar causando lástimas ni pasando hambres.

Todo estaba bien y ya nadie se acordaba de los males y quemazones que había causado Tezcatipotla, que seguía muy enojado y rencoroso buscaba venganza.

Esperó y esperó, y un día que vio distraído a Quetzalcóatl, pegó un gran salto hacia el sol y de un golpe de su garra sacó a la Serpiente Hermosamente Emplumada de su cálido aposento, con tal violencia, que al caer Quetzalcóatl chocó contra todo y rebotó y rodó por todos lados llorando de dolor y creando vendavales que lo arrasaban todo.

Mal quedó el mundo.

Los vientos y los gemidos de dolor de Quetzalcóatl no paraban.

El sol, vacío y sin control, andaba como loco.

Muchos maseuali se aferraban a las ramas y a las piedras o se metían en las cuevas y en las aguas.

Pasó mucho tiempo así, tanto, que muchos maseuali se convirtieron en mono saraguato que lloraban como el viento provocado por el llanto del señor de nuestra carne, el dolido Quetzalcóatl.

A Tezcatipotla no se le pasaba el enfado, porque nadie lo adoraba y seguían venerando a Quetzalcóatl, pero ya no quería saber nada de ser sol, ni le importaban los humanos.

Mientras tanto en los cielos habían aparecido nuevos señores y señoras de nuestra carne, sangre nueva, como Ehecatl y Tláloc, uno el viento y otro el trueno que mueve la tierra.

Ehecatl hizo nuevos maseuali para que se juntaran con los pocos que no se habían convertido en mono, y Tláloc ocupó el lugar del sol.

Todo fue idílico durante mucho tiempo en Tlaltipak, porque los nuevos maseuali aprendieron el arte del maíz, del pulque y del fuego.

Se portaban bien y hacían sus propios inventos.

Adoraban a los dioses y les mostraban respeto, incluso a Tezcatipotla, al que veían rojo y negro, porque algunas veces era bueno y otras muy malo.

Tezcatipotla no estaba contento y aún quería vengarse de Quetzalcóatl, así que les enseñó a los maseuali a emborracharse y a hacer la danza del desuello.

Los maseuali se sintieron poderosos amparados por el señor de nuestra carne Tezcatipotla, y mareados por el humo de su espejo empezaron a portarse mal y a despreciar a los otros dioses.

Los señores de nuestra carne intentaron reconducirlos por el camino del bien, pero los maseuali ya no les hacían caso.

Nada qué hacer.

Todo corrompido.

Muerte y poder campeaban por sus anchas.

Guerras y abusos.

Las siembras desatendidas.

El hambre y el dolor eran los dueños de todo.

Quetzalcóatl, con el corazón encogido, llamó a Xiuhtecuhtli, el señor del fuego, y le pidió que lo quemara todo, y que solo preservara a los maseuali de buen andar, dándoles antes de la quemazón un refugio, algo de alimento, un buje de agua, semillas de maíz, y una antorcha encendida como símbolo del fuego sagrado.

Pasada la quemazón, los maseuali de buen andar volvieron a sembrar la tierra, y hasta ellos llegó un nuevo dios, Huitzilopochtli, el Joven Colibrí, hijo de la Coatlicue, la de la falda de serpientes, y señor de la Chalchitlicue, la de la falda de jade, y esposo de Coyolxauhqui, la de los cascabeles.

Huitzilopochtli no quiere ser sol.

Coatlicue no quiere ser luna.

Los señores de nuestra carne entran en pugna.

Hay guerra en los cielos.

Unos mueren y otros quedan en los huesos.

Otros huyen y se esconden.

Unos son obligados a ser luna y sol, pero no caminan, no se mueven.

Luego se mueven, pero lo hacen mal y muchas cosas se pierden.

El sol y la luna quedan vacíos y sin control.

Los maseuali creen que se acerca el final de los finales.

Huitzilopochtli finalmente vence tras acabar con las huestes de los Mixcóatl, seiscientas nubes serpentinas, y ordena a Chalchitlicue ser el sol, y tras mucho discutir, corta en trozos a la desobediente Coyolxauhqui y la manda a ser la luna.

Por fin se hace el orden.

Todo vuelve a la normalidad.

Poco a poco se recuperan las cosechas y torna la abundancia.

Los maseuali viven una época de esplendor.

Los señores de nuestra carne están complacidos, pero no todos.

Tezcatlipoca está resentido porque tanto los maseuali como los nuevos dioses ya no se acuerdan de él, y los que se acuerdan de él lo hacen de mala manera y lo alejan de sus pensamientos como a un proscrito.

Nadie le hace caso, nadie se deja corromper ni engañar.

Pero Tezcatipotla busca la manera, y una noche en el cerro del Altépetl, encuentra sola a la Coatlicue y la hace llorar contándole el futuro que le espera a su hijo, el presuntuoso Huitzilopochtli.

“Te abandonará y te olvidará, y tras mucho peregrinar y luchar será derrotado de forma cruel y oprobiosa, y ya no lucirá orgulloso los calzones de henequén que le confeccionaste”, le dijo, y la Coatlicue rompió a llorar, porque vio el futuro que le mostraba Tezcatipotla claramente, como si ya estuviera sucediendo.

Lloró tanto la señora de nuestra carne, que lo inundó todo, y sin querer casi borra la obra de los dioses, maseuali incluidos, de la faz de Tlaltipak.

Cuando Tezcatipotla se puso contento, pronto volvió a su enfado al ver que los señores de nuestra carne, sus hermanos y entenados, habían convertido a todos los maseuali en peces.

Esta vez no quedó un solo humano, y aunque el mundo renació y floreció, no quedó nadie para adorar a los dioses.

Los señores de nuestra carne se reunieron.

Tezcatipotla pidió perdón de corazón, pues también quería ser venerado, y se encontraba muy triste por haberse portado mal.

Solo Mictlantecuhtli disfrutaba de tener lleno de huesos al Mictlán. “Si quieren vida”, les dijo, “tendrán que recurrir a la muerte”.

Nadie quería bajar al Mictlán, porque aunque dioses, los cuatro hermanos del principio de los tiempos le tenían miedo a la muerte.

Xipetotec no quiso porque, de hecho, él casi no se metía en las cosas de los humanos y la Tierra.

Tezcatipotla dijo que esas cosas no eran para él.

Huitzilopochtli declinó el honor.

Y a Quetzalcóatl no le quedó más remedio que bajar, seducir a Mictlantecuhtli con su belleza, engañarlo, robarle huesos de antiguos maseuali, sembrarlos y esperar a que los humanos renacieran de sus propios huesos y cenizas.

Y renacieron, y por fin quedaron creados los cielos, la tierra y los verdaderos y nuevos humanos que veneran y venerarán a sus dioses por los siglos de los siglos.

De cómo se crearon los cielos y la Tierra

Al principio solo había agua por todos lados, ni cielos ni tierra.

Los señores de nuestra carne no tenían donde poner el pie.

Cuatro eran los señores de nuestra carne, uno por cada costado.

Había muchos otros dioses, pero no querían saber nada de poner el pie en ninguna parte.

Tezcatipotla el Rojo, también llamado Xipetotec, Tezcatipotla el Negro, Ehecatl y Quetzalcóatl sí querían.

Dos de ellos, Xipetotec y Quetzalcóatl, fueron a visitar a Tlaltisihuatl, que era muy grande y muy fiera, pero de arena, piedras y roca. Si te acercabas y no estaba de humor, te mordía y te arrancaba el cacho, y si no corrías te comía.

Los señores de nuestra carne se acercaron con sigilo, pues sabían que con palabras no podrían convencerla, y uno la agarró de un brazo y una pierna, y el otro la agarró del otro brazo y la otra pierna, doblándola como una hoja de amate, y así la llevaron hasta las aguas y la amarraron de sus propios brazos y de sus propias piernas haciendo una bola sobre las aguas.

Ella gritaba y maldecía, y tiraba bocados, pero nada mordía más que agua.

Poco a poco le fueron saliendo árboles de los dedos y plantas de jitomate, y luego tierras y plantas de maíz, y así se fue cubriendo toda de verde, y ya no estuvo enojada, sino que se puso contenta, y ahí la dejaron.

Luego vieron que todo estaba oscuro, que hacía falta luz, y entonces pensaron que se necesitaba un sol y una luna que alumbraran aquella tierra porque si no todo lo que había brotado se moriría.

Llamaron a muchos otros dioses para ver cuál le entraba a ser sol, y muchos no quisieron porque había que meterse a una luminaria muy caliente para serlo.

Fue pasando el turno hasta que Tecucciztecatl, el que traía colgado un caracol marino, se animó a ser sol, y miró a todos con desprecio.

Luego le tocó el turno a Nanahuatzin, el de la madre buena, que era pequeño y buboso, que aceptaba ser luna para que no dijeran que los pequeños y feos no valían para nada.

Los señores de nuestra carne hicieron el ayuno penitente de trece días y prepararon la ceremonia para crear al sol y a la luna con esmero. Así trajeron las luminarias a la calzada de los muertos, lo engalanaron todo con plumas y flores, y pusieron muchas viandas para celebrar terminada la ceremonia.

Llegado el momento de entrarle a las luminarias, Tecucciztecatl, que se había adornado para la ocasión, vio que la del sol quemaba mucho y que era muy ardiente, así que se echó para atrás, pero como los demás lo presionaban y lo empujaban para que cumpliera su palabra, se arrojó a la luminaria menor y quedó como la luna antes de que los demás pudieran detenerlo o meterlo a la fuerza a la luminaria del sol.

Nanahuatzin (que para algunos era claramente, y por el nombre, una diosa y no un dios), con sus granos y sus bubas, y sin ropas hermosas y brillantes, humilde y cumplidor, vio que no le quedaba otro remedio que meterse a la luminaria del sol, y así lo hizo para sorpresa de sus hermanos.

En la luminaria del sol se metieron junto a Nanahuatzin un ocelote y un águila.

Y en la luminaria de la luna se metieron junto con Tecucciztecatl un tecolote y un jaguar.

Al principio las dos brillaban con fuerza, y aunque el sol era más radiante, la luna también resplandecía, pues Tecucciztecatl no quería ser menos que el dios buboso Nanahuatzin, al que ahora le salían rayos de las bubas.

Ehecatl se enfadó con Tecucciztecatl al verlo tan pomposo, cogió de las orejas a un tochtli (conejo) que por ahí pasaba, y se lo lanzó con tal fuerza, que le apagó las luces e hizo que se encogiera, no fuera a ser que el señor de nuestra carne le lanzara una piedra.

Así fue como la luna tuvo la imagen del conejo plantada en su cara para siempre.

Ahora la luna solo brillaba mucho cuando el sol la veía desde el otro extremo, y Tecucciztecatl pensó que sería bueno quedarse quieto para brillar siempre aunque se enfadara Ehecatl, con lo que el sol y la luna parecía que no se movían, y todo estaba igual de iluminado siempre.

Entonces Ehecatl empezó a soplar muy fuerte, y Tecucciztecatl fue separándose de su posición a soplidos, hasta que solo pudo verse de frente con el sol tres días al mes, y así quedaron el sol y la luna persiguiéndose siempre.

Por fin todo quedó en orden, se hizo la fiesta y los dioses comieron y bebieron.

Al terminar la fiesta nadie estaba contento, porque unos se llamaban cobardes a los otros, y los que antes no querían saber nada de poner un pie en la tierra, ahora que tenía de todo y sol y luna andaban repartiéndose terrenos.

Los cuatro primeros entraron en cólera, y decidieron matar a los otros dioses por ser unos inútiles y aprovechados.

Ehecatl pasó a casi todos por el cuchillo de obsidiana, Xólotl se le escapó, y alguno solo fue desollado, pero el resto de los asistentes al convite murieron.

Cuentan que Ehecatl persiguió y encontró a Xólotl escondido entre las hierbas y los maizales, y que ahí lo mató, con lo que Tlaltipak, la Tierra, se llenó de maíz sagrado, pues la planta tenía la sangre de un dios, pero esa es otra historia.

Los dioses y diosas que no asistieron al convite se salvaron, pero en la Tierra recién creada, con sus plantas, sus animales y sus luminarias, solo quedaron reinando los cuatro primeros señores de nuestra carne, que durante mucho tiempo dieron por buena su obra, pero un día pensaron que algo le faltaba, algo así como hijos de su carne, parecidos a los dioses pero sin ser dioses, y así empezaron a ver qué creaban, qué podían poner en Tlaltipak para que estuviera completa.

De dónde salieron las estrellas

Cuando el mundo estuvo completo y había dioses y hombres que los respetaran y veneraran, vieron que el cielo estaba triste, solo la luna y el sol caminaban por el firmamento, y lo demás estaba oscuro y vacío.

Mitología azteca

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