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II: La creación de la humanidad

Dime de qué materia

estás hecho,

y te diré

cuál es tu destino.

Con tres periodos de alta civilización y una etapa proto-maya de seis mil años de duración y doce mil años de antigüedad, la mitología maya también es diversa a la hora de hablar de la creación de la humanidad.

Las primeras leyendas apuntan a un origen terrestre más allá de las grandes aguas, un lugar increíble y poderoso que sucumbió ante las fuerzas de la naturaleza. Incluso los itzá, que no aparecen formalmente en la cultura maya hasta el siglo XIV de nuestra era, reclaman un mismo origen.

Otras leyendas nos hablan de la inmanencia o presencia eterna del pueblo maya en este mundo y en el universo:

«Los mayas siempre hemos sido, lo que pasa es que no siempre hemos estado en el mismo lugar, hemos ido y venido, pero siempre hemos estado en algún sitio.»

No faltan, por supuesto, las leyendas sobre la creación de la humanidad a cargo de los señores de los cielos, los señores divinos que tomaron al planeta y a la humanidad bajo su responsabilidad.

En un ejercicio casi bíblico, y despreciando cualquier cronología histórica o arqueológica, hay quienes apuntan la creación del pueblo maya, como etnia elegida por los dioses, en el 3314 antes de nuestra era, basándose en el I Kin o calendario maya, que incluso señala un ocho o un quince de agosto como día exacto de su creación y fundación.

No falta la interpolación maya-azteca, que en realidad sería maya-tolteca, con una versión maya de los cinco soles, ambas catastrofistas, la diferencia con los cinco soles de la cultura nahua vuelve a ser el calendario, ya que los nahuas, tenochcas y toltecas incluidos, se regían por ciclos de trece atados de años, es decir, que cada ciclo o cada sol correspondía a 676 años desde la salida de Aztlán hasta el final de los tiempos, iniciándose el quinto y último sol en el 1521 con la llegada de los españoles, e incluso en el 1324 con la fundación de Tenochtitlan, con el fin del mundo entre los años 2000 y 2001. También hubo quien cifró el fin del mundo nahua en agosto de 1985, alegando que los españoles habían falsificado las fechas de su llegada y de su conquista por cerca de doscientos años. Quizá sí hubo falsificación de fechas, porque ni hoy en día se pueden construir puertos y astilleros por medio Pacífico en cinco o seis años, ni erigir una ciudad como el México de la Nueva España en menos de catorce años, pero el fin del mundo no se dio a pesar de casi acertar el gran temblor de septiembre de 1985 que destruyó buena parte de la ciudad de México.

Para los mayas ese mismo quinto sol comenzaría en el 1335, con la llegada de sus parientes los itzá, y el fin del mundo sería —que no fue— en el 2012. En la península yucateca hay pocos temblores y soporta muy bien el paso de los huracanes, así que la hecatombe mundial debida a un gran terremoto y a la subsecuente inundación era poco probable, así que la hecatombe no podía corresponder al quinto sol nahua a menos que fuera forzada por la tercera guerra mundial o por la caída de un gran meteorito.

Media humanidad se decantó al mundo maya y sus leyendas, a su cultura y a sus vaticinios, y al sentido fatalista y catastrofista propio de los pueblos prehispánicos, para sufrir la cruel decepción que para diciembre del 2012 no pasó absolutamente nada y el mundo siguió girando con la humanidad sana y salva a cuestas.

La leyenda del fin del mundo para el 2012 ha sido sin duda uno de los mitos más populares de la mitología maya de todos los tiempos.

Cuando el fin del mundo, de la humanidad y del tiempo se echa encima, el origen de la humanidad pasa a segundo término, y tal parece que en la memoria colectiva del pueblo maya existe un enorme temor a la desaparición final, porque ya la han vivido en otro tiempo y en otro lugar.

Dentro del mundo maya, sin embargo, hay una leyenda muy popular que nos habla de cómo los señores de los cielos crearon la humanidad.

Las tres humanidades

El todo fue creado de la nada por la voluntad de los señores de los cielos, así, de pronto, como un chasquido de dedos de ahora no hay y ahora sí hay.

Los señores de los cielos recorrieron todo el firmamento y lo llenaron.

Por eso hay tantos señores de los cielos como estrellas en el firmamento, pero hasta nosotros, que aún no éramos, se acercaron unos cuantos.

Vieron que el terreno era bueno y crearon a las plantas y a los animales, pero ninguno de ellos les satisfizo.

Se reunieron en asamblea muchos señores de los cielos, y decidieron crear una criatura que los colmara de veras, que fuera industriosa y que tuviera mucha inteligencia.

Trajeron barro y lo moldearon, y le insuflaron vida.

Así nacieron los hombres de barro, con sus mujeres de barro y sus hijos de barro.

Crecieron y formaron sus pueblos de barro.

Las lluvias los desmoronaban, pero ellos volvían a moldear el barro del que estaban hechos para erigirlo todo de nuevo.

La sequedad los resquebrajaba y el viento los desbarataba, pero ellos se humedecían y volvían a estar hechos.

Nada sabían, ni querían saber, los hombres de barro de señores del cielo que los habían creado, porque ellos se sabían modelar a sí mismos y no necesitaban de señores del cielo que los ayudaran.

Los señores del cielo se sintieron decepcionados y mandaron una gran inundación para que lo destruyera todo y los hombres de barro no pudieran volver a moldearse, y así volvieron a quedarse solos.

Se juntaron de nuevo en asamblea, pero ya no fueron todos, solo unos cuantos se reunieron, y decidieron hacer a los hombres de madera, fuertes, trabajadores, listos y muy unidos a la naturaleza.

Trajeron muchos troncos, los pelaron, los fraguaron, les dieron forma y por fin les quedó un buen trabajo.

Insuflaron vida a la madera moldeada y así nacieron los hombres de madera, con sus mujeres de madera y sus hijos de madera.

Hicieron su pueblo y sus casas de madera.

Sembraron árboles y comieron de sus frutos y disfrutaron de su madera.

Cuando ya estaban viejos y secos, iban en busca de retoños y hacían nuevos hombres, mujeres e hijos de madera.

Si hacía mucho sol se ponían a la sombra.

Si llovía mucho hacían surcos para que corriera el agua y no se inundara.

Si no llovía escarbaban en la tierra y encontraban la que les faltaba. También hacían presas de madera para asegurar el agua.

Los señores de los cielos los observaban y veían cómo crecían y progresaban, pero de ellos, de sus creadores, no se acordaban, no los necesitaban para nada, y claro, no los llamaban ni los veneraban.

Los señores de los cielos se sintieron fracasados de nuevo, su obra no les rendía fruto alguno, en algo se habían equivocado, algo les faltaba a sus creaciones.

Así que mandaron tormentas de fuego para que ardiera la madera y se quedara todo en cenizas, sin rastro de los hombres, mujeres e hijos que con tanto afán habían modelado.

Volvieron a reunirse los señores de los cielos, ahora solo tres, el señor de agua, el señor del viento y la señora de la sabiduría.

Necesitamos un ser que nos adore y nos venere por darle aliento y vida, dijo el señor del viento.

«Necesitamos un ser que nos adore y nos venere por calmarle la sed y hacerlo fértil a él y a sus cultivos», dijo el señor del agua.

Necesitamos un ser humilde, que tenga alma y consciencia, que nos siente dentro de su corazón para que no nos olvide y venere siempre, pero, sobre todo, necesitamos que no dure para siempre, pero que se pueda sembrar como una semilla para que renazca y progrese, y así nos tenga siempre presentes en sus pensamientos, porque lo que no se piensa no sucede.

Los señores de los cielos pensaron entonces a la humanidad, para que fuera de su agrado. «Hay que sembrarlos para que broten de nuestro pensamiento», pensaron, y así lo hicieron.

Cogieron una semilla de maíz, la sembraron, le insuflaron vida y alma, consciencia y espíritu, cuerpo y mente, y de los brotes de la planta nacieron los primeros hombres, mujeres e hijos del maíz.

Dieron gracias a los señores de los cielos por el aliento de vida, la fertilidad y la sabiduría.

Los hombres, mujeres e hijos del maíz no se modelaban a sí mismos, pero podían reproducirse entre sí, como otras plantas y como otros seres, y no eran eternos, pero al fenecer eran enterrados, y renacían en forma de alimento que colmaba al pueblo, por lo que daban siempre las gracias a los señores de los cielos.


Yun Kaax, creando a los hombres de maíz

Cuando necesitaban fuerza, salud y aliento, llamaban al señor del viento.

Cuando tenían sed o padecían sequía y sus cultivos no producían, llamaban al señor del agua.

Cuando no sabían qué hacer o cómo resolver un problema, llamaban a la señora de la sabiduría.

Así los veneraban y hacían todo para que estuvieran contentos, tanto si era una joya o un pan, un perfume o un remedio.

Los señores de los cielos observaron a su creación, y por fin se dieron por satisfechos: «Perdonaremos sus errores y los cuidaremos mientras nos respeten, nos veneren y no se olviden de sus creadores.»

Nosotros somos hijos del maíz, maíz comemos, maíz somos por fuera y por dentro, y nada puede pasarnos porque los señores de los cielos están con nosotros.

Tepeu, el Hacedor, y Gucumatz, el Emplumado

Muchos son los señores de los cielos.

Muchos son los señores divinos.

Pero pocos son los que tienen el corazón de cielo.

Todos ellos bajaron de sus aposentos estelares y crearon la Tierra.

Luego la llenaron de agua y plantas.

Más tarde pusieron a las hermosas aves de coloridos plumajes. Algunas silbaban y cantaban, pero no hablaban.

Tocó el turno a los peces grandes y chicos, pero hablaban menos que las aves.

Así a los perros, que ladraban, a los monos, que ululaban, a los jaguares, que gruñían y a los insectos, que zumbaban, pero nadie hablaba.

Los señores de los cielos hicieron a los humanos de barro, raza que no prosperó porque no tenían boca y solo gemían, pero no hablaban,

Los señores divinos hicieron a los humanos de madera, raza que tampoco prosperó, porque tenían boca, pero no lengua, y solo rechinaban, pero no hablaban.

A cada fracaso menos señores divinos y de los cielos se reunían en asamblea para crearnos, al final solo quedaron dos, los que tenían el corazón de cielo, Tepeu y Gucumatz.

Ellos nos soñaron y nos pensaron, lo discutieron entre ellos y decidieron hacernos de material vivo y fértil, para que sintiéramos, amáramos, pensáramos y habláramos, evolucionando y creciendo de forma mejorada cada vez que nos sembráramos.


Tepeu, el Hacedor, y Gucumatz, el Espíritu Emplumado,

pensando en la creación de la humanidad

Tepeu nos sembró de maíz amarillo y de maíz blanco para que al brotar nos uniéramos y diéramos más y más semillas, y nunca faltáramos por más que muriéramos o nos secáramos.

Gucumatz agitó sus alas para darnos aliento de vida y pensamiento, narices, boca y lengua.

Así nacimos y hablamos, sentimos y pensamos, dimos gracias a nuestros creadores y los veneramos.

Al ver el prodigio, corrieron a vernos muchos señores divinos y señores de los cielos, para que también les habláramos y veneráramos, y así lo hicimos para no despertar su rencor y su violencia, pero bien sabemos que solo dos tenían el corazón de cielo, solo dos nos crearon: Tepeu, el Hacedor, y Gucumatz, el Emplumado.

Los Señores Divinos

Cuentan las historias de los viejos que los señores divinos emanaron del desorden para ordenar nuestro universo tras vagar por el cielo en busca de su alimento, y a pesar de que son tantos como las estrellas de los cielos, hasta nosotros se acercaron solo unos cuantos, unos mejores y otros no tan buenos, pero todos exigentes y celosos, hambrientos de devoción, obediencia y veneración, que es su alimento. Nosotros les hablamos, les pedimos y los veneramos porque los más ancianos aseguran que ellos lo hicieron todo, que ellos nos pusieron las viandas y todo lo que vemos, que ellos prepararon este mundo para que lo disfrutáramos nosotros, y no queda más remedio que agradecerles su esfuerzo.

Todos tienen su leyenda, pero la memoria es flaca y a veces solo recordamos a los que más nos suenan, y mencionarlos a todos sería imposible porque son tantos como las estrellas de los cielos:

Pawahtún, el señor que carga al Cosmos: cuenta la leyenda que su espalda es dura y rugosa, grande y amplia como el caparazón de las grandes tortugas o como el lomo de los caimanes. Flota sobre las aguas primordiales, oscuras y siempre quietas que evitan que el mundo y el universo entero caigan eternamente. Pawahtún es muy viejo, porque él ya andaba flotando en estas aguas antes de que se creara el mundo y brillaran las estrellas, antes de que el sol y la luna fueran puestos en el firmamento. Por debajo de él está el inframundo que habitan algunos señores de los cielos, que Pawahtún conoce muy bien y a veces contiene para que no suban al mundo de los vivos.

Chac, señor de la lluvia y la fertilidad: cuenta la leyenda que él nos da la energía creadora, que sin él no habría partos ni las semillas crecerían. Chac está fuera y dentro de nosotros, lo bebemos y sale de nuestro cuerpo como semilla fecundadora. A Chac hay que tenerlo contento y hacerle sus ofrendas porque así como da la vida puede quitarla y destruir todo a su paso, como ya hizo con grandes ciudades y reinos. Lo adoramos, lo respetamos, lo conocemos y no lo dejamos ir, porque cuando se ausenta por mucho tiempo también trae hambre, desgracias y muerte.


Chac, representación artística

Yun Kaax, señor del maíz: también señor de los animales, las plantas, los minerales y demás cosas de la naturaleza, y que tienen cierta inteligencia, ya sea de subsistir, reproducirse, cazar o simplemente organizarse; por tanto, Yun es el señor de la inteligencia natural, esa que tienen los animales y las plantas, y tal vez también las piedras, porque estas se juntan y se acomodan, sirven para construir casas y presas. Gracias a Yun las plantas y los animales, aunque no hablan como quieren los señores de los cielos, sí piensan y sienten, quieren calor y cariño, cuidados y compañía, por eso entre ellos se entienden, se llaman y se gritan, y tienen a sus cachorros y procuran por ellos. Nosotros somos la compañía de los señores de los cielos, de la misma manera que las plantas y los animales nos acompañan a nosotros.

Por otra parte, es el señor de la alimentación, porque los mismos hombres son de maíz, de él viven y comen, y a él vuelven cuando mueren y renacen.

Ah Puch, señor de la muerte: cuenta la leyenda que también señorea la gula, la pereza, la envidia, el orgullo, la lujuria, la traición, la venganza, la enfermedad, los accidentes, el asesinato y el sacrificio, y todo lo que puede llevarnos a Xilabá, el inframundo, donde todo es oscuro y frío, triste y resentido, porque está habitado por señores divinos que purgan sus propios males y no nos quieren porque somos ruidosos y cantadores, y a ellos no les hacemos fiestas ni los veneramos, pero a Puch hay que tenerlo contento para lograr una buena muerte tras una vida larga, sana y alegre. Puch a veces nos ayuda y nos hace favores con cosas que parecen imposibles, y hasta nos advierte del futuro, porque él sabe lo que nos puede ocurrir desde que nacemos hasta que llegamos a sus dominios, por eso hay que cumplirle las ofrendas y las promesas, escuchar y seguir sus consejos.


Ah Puch, señor del inframundo

Kauil, señor del fuego: no solo de la llama y de la lumbre que quema en la cocina, sino también del fuego sagrado interno, de la fuerza espiritual, de la energía vital e incluso de la sangre como motor ardiente de la existencia, y en este sentido hay quien lo relaciona con las élites gobernantes que se traspasaban el poder de padres a hijos, de hermanos a hermanos, o simplemente entre familiares, si bien había otras formas de llegar al poder y no hay grandes ni largas genealogías entre los gobernantes maya.

Kauil, por otra parte, está relacionado con las cosechas abundantes, sobre todo de maíz, el cultivo mayoritario de los mayas; y con las pruebas de iniciación para los jóvenes sacerdotes, donde las tentaciones y las debilidades podían dejarlos fuera de tan alto honor.

Mitología maya

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