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El día que daba inicio al año lectivo Adrián no esperó a que sonara su despertador. Antes de que el primer haz de luz del día cruzara el vidrio de su ventana ya se encontraba bañado y vestido con el uniforme de la escuela. Se dirigió hasta la cocina para preparar el desayuno típico de la región: panela de caña de azúcar hervida en agua, servida en vaso de aluminio, con una tostada de harina. Las ansias por llegar rápido a su nuevo colegio eran tan grandes que no esperó a que su bebida estuviera a una temperatura acorde para ser ingerida y, sin pensarlo, tomó un gran sorbo, lo que tuvo consecuencias en su lengua. De inmediato, abrió el grifo del agua y bebió un sorbo que logró apaciguar un poco la quemadura. Tras el pequeño percance, finalizó su desayuno y partió caminando raudo con rumbo hacia su nuevo recinto educativo.
Al llegar al portón de la escuela, el guarda de seguridad llevó la mano al morral que Adrián llevaba con recelo en el hombro derecho, quien reaccionó al instante con agresividad e improperios. Con su fuerza y peso, el guarda de seguridad dominó a Adrián y lo llevó a un rincón de la entrada del recinto educativo.
Adrián estuvo conversando con el guarda, en buenos términos. Le ofreció una suma de dinero semanal, con lo cual pudo continuar su labor. Luego de tres cuartos de hora el guarda lo llevó en persona hasta el salón de clases.
—Primer día de clases y llega escoltado por el señor guarda —preguntó el profesor de su clase —¿cuál es su nombre?
—Adrián Gómez —respondió levantando su mentón con leve soberbia y enojo por haberlo ridiculizado ante sus compañeros de clase.
—Mi nombre es Belarmino Morales, mucho gusto. Pase, tome asiento. Voy a prestarle especial atención a su comportamiento —prosiguió con un tono de voz más fuerte —; por favor, pase a la silla que se encuentra vacía al fondo.
Por segunda vez, el destino estaba de su lado. Su semblante cambió al percatarse de que la silla asignada se encontraba justo al lado de la joven que lo había cautivado solo pocos días atrás. Tras una mirada fugaz, notó el espíritu afable y carismático de su nueva compañera, quien lo reconoció y le dijo:
—Hola, compañerito, no sabía que íbamos a estar en el mismo curso; ¿me recuerdas?
El frenesí de emociones que en ese momento sintió Adrián en su pecho volvió a jugarle una mala pasada: solo pudo asentir, con dificultad.
—Oye, pero eres muy callado; ven aquí, a mi lado, para que nos conozcamos. Yo me llamo Laura, ¿tú cómo te llamas?
—Adrián —respondió con voz trémula y bajando la cabeza.
No había terminado de pronunciar su nombre cuando se escuchó el primer grito de ese nuevo año:
—¡Gómez! ¡Venga de inmediato a mi puesto!
Adrián, todavía absorto por las suaves palabras de Laura, no reaccionó con la ira de costumbre, sino que, despacio, se dirigió al puesto del profesor.
—Está explícitamente prohibido hablar durante la jornada escolar. Haga el favor de ir a ese rincón y sostener este libro a la altura de sus ojos —replicó el docente, que tomó entre sus manos un reloj de arena y dijo en voz alta—: Creo que me va a ser útil este obsequio. Este reloj contabiliza quince minutos, usted debe sostener ese libro hasta que el último grano de arena haya caído.
Resignado, pero sobre todo por intentar dar una imagen positiva a esa pequeña mujer, tomó despacio con sus dos manos el pesado libro que se encontraba en el escritorio del docente, y se dirigió al rincón antes señalado.
En ese momento, el profesor Morales dijo en voz alta:
«La vara y la censura son lo que da sabiduría»