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Pasadas dos semanas Adrián empezó a sufrir las consecuencias. Su cabeza se estrelló con fuerza contra la pared de concreto de su habitación. Llevó su mano a la frente al sentir una profunda herida en el párpado izquierdo. Mientras tanto, su hermano enfurecido le dijo:

—¡Cómo es posible que no hayas vendido nada!

—Lo siento, me voy a esforzar más, no volverá a suceder —contestó Adrián con voz trémula.

—¡Bueno, lárgate, y no vuelvas con las manos vacías!

Tomó entre sus manos el morral. Adrián se cercioró que tuviera el material que debía llevar y partió con prisa.

Poco después, cuando su adrenalina había bajado, se percató de que tenía un dolor intenso. Se llevó la mano diestra a la frente y notó que la tenía ensangrentada, así que pensó que debía pasar por una droguería y decidió ir a la que se encontraba diagonal a la escuela.

No había subido el último escalón de la tienda de medicamentos, cuando tuvo una particular sensación. Su corazón empezó a latir con fuerza. Sintió que el tiempo transcurría con lentitud… Unas delicadas manos le cubrieron los ojos.

—Adivina quién soy.

—¿Laura? —Respondió Adrián con picardía.

—Ah, seguramente me viste venir —respondió con resignación.

En ese momento, Laura se percató de que se había cubierto de sangre la palma de sus manos y preguntó:

—Oye, ¿qué te ha pasado?

—No, nada, me he golpeado con la puerta de la manera más torpe, pero no es nada.

—¡Claro que sí, mira cómo tienes esa ceja! —replicó con asombro—. Déjame ayudarte con esa herida, se ve muy fea.

—No te preocupes.

—Déjame comprar una gasa para heridas.

—Bueno, como quieras.

La presencia de aquella niña lo desconcertaba sobremanera; le hacía actuar de forma obtusa. Puso el morral en los pies de su compañera —olvidando por completo su contenido—. Ella, inocentemente, lo inspeccionó.

—Oye, ¿por qué no tienes cuadernos ni libros? ¿Acaso no vienes a estudiar? ¿Qué son todas estas bolsitas y todas estas figuritas de animalitos? ¿Son dulces?

Al escuchar este cúmulo de preguntas juntas, Adrián enmudeció y su mente se nubló por completo. Como no lograba pronunciar una mentira convincente, decidió contar la verdad.

—Mira, Laura, te voy a decir la verdad. Yo sé que no me vas a hablar de ahora en adelante, pero no puedo ocultar lo que has visto.

Laura frunció el ceño y agudizó los sentidos, esperando unas palabras de consolación:

—Son drogas —dijo Adrián sin titubeos.

—¿Qué? ¡No puedo creerlo!

—Cálmate. Ven y te cuento con calma —le dijo Adrián mientras le apoyaba con suavidad la mano en la cintura, tratando de llevarla hacia un sitio más solitario—. Es la verdad, no puedo ocultarla. Esa es la razón por la que me han expulsado de las últimas tres escuelas. Sin embargo, no es lo que yo quiero, pero no puedo negarme a hacerlo. Mi madre falleció, vivo solo con mi hermano y las veces que me he negado a cumplir sus órdenes me han dejado secuelas como esta que puedes ver — dijo señalándose la ceja.

—No te puedo creer —replicó Laura atónita—. Tenemos que acudir a las autoridades, ¡tenemos que denunciarlo!

—Muchos lo han intentado, pero luego de un tiempo desaparecen. Mi hermano es una de las personas más temidas de este pueblo. Casi la mitad está bajo su mando. Lo único que puedo hacer es resignarme y continuar vendiendo este producto para cumplir la meta que tiene, que es enviciar a toda la escuela. No había querido empezar para no darte una mala imagen, pero ya no puedo aguantar más los golpes. Hoy tengo que regalar todo el producto que viste en el morral a la mayor cantidad de niños que pueda.

—¿Y por qué regalarlo?

—Esa es la forma en que se trabaja este negocio. El primero se regala para poder enviciarlos; de ahí en adelante todos llegan con la necesidad de seguir consumiendo.

Al escuchar estas palabras, la mirada hosca de Laura cambió por otra de comprensión y, en un gesto de solidaridad, decidió ceñir sus brazos alrededor de Adrián, con lo que se rompió la barrera del tacto, por primera vez. La conexión y complicidad fueron tácitas.

En ese momento, se escuchó el sonido que indica que las puertas de la escuela van a cerrarse. Laura improvisó con las yemas de sus dedos un vendaje que logró detener un poco la hemorragia, tomó con fuerza la mano de Adrián y le dijo:

—¡Vamos, rápido, o nos quedaremos fuera!

La carrera que habían hecho fue infructuosa. Sus compañeros ya se encontraban en formación. Al ver esto, Adrián analizó la situación y decidió actuar. Cruzó el brazo izquierdo para detener a su cómplice de fuga.

—Llegamos tarde —dijo resignado—, ya están formados.

—¿Qué hacemos? —Preguntó Laura con desazón—. A mí nunca me había pasado esto.

—No te preocupes, —dijo Adrián —no quiero que te reprendan por mi culpa. Dale la vuelta al salón de clases mientras yo los distraigo. Toma, llévate mi morral, no quiero arriesgarme a que Belarmino lo inspeccione —Laura lo tomó con ambas manos, se lo puso en el hombro izquierdo y partió con rapidez. Adrián se aproximó lo más que pudo. Avistó al grupo de compañeros que se encontraban recitando en coro las palabras de su maestro; perfectamente distribuidos en dos grupos, formando cuatro líneas paralelas en donde los hombres se encontraban en las primeras filas mirando de frente a su profesor y detrás de ellos, las mujeres, con la mirada hacia el piso.

En ese momento, Adrián se llevó la mano a la frente y, con fuerza, se retiró el vendaje. De manera intencionada, tropezó contra el borde del piso y cayó al suelo con fuerza, lo que distrajo la atención de los compañeros y permitió que Laura se escabullera sin que su maestro se percatara.

La estrategia funcionó. Al observar su herida, el profesor Belarmino dijo:

—A la enfermería, Gómez.

Matando al amor

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