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El FN aparece como un caso límite en todos los modelos de clasificación existentes, establecidos a partir de lo que Cas Mudde llama –con ironía pero con justeza– “baterías de criterios” que se emparentan, por su longitud, “a verdaderas listas de recados” (shopping lists). Según Cas Mudde, pertenecen a la extrema derecha las formaciones que combinan: el nacionalismo (estatal o étnico), el exclusivismo (por lo tanto, el racismo, el antisemitismo, el etnocentrismo o el etnodiferencialismo), la xenofobia, rasgos antidemocráticos (culto al jefe, elitismo, monismo, visión organicista del Estado), el populismo, el espíritu antipartidario, la defensa de “la ley y el orden”, la preocupación por la ecología, una ética de valores que insiste en la pérdida de las referencias tradicionales (familia, comunidad, religión) y un proyecto socioeconómico que mezcla corporativismo, control estatal en determinados sectores y fuerte creencia en el juego natural del mercado. La lista de los partidos que corresponden a esta descripción comprende el conjunto de las formaciones que, en Europa Occidental, experimentaron importantes éxitos electorales en las décadas de 1980-2000 y fueron espontáneamente clasificados por los observadores como de extrema derecha (Frente Nacional, FPÖ, Vlaams Blok, Liga Norte y Alleanza Nazionale, Partido del Pueblo Danés, Partido del Progreso noruego). El politólogo propone luego subdividir la familia de extrema derecha entre partidos moderados y partidos radicales. Según él, los partidos radicales profesan un nacionalismo xenófobo que excluye del beneficio de determinadas prestaciones redistribuidas por el Estado a todos aquellos que, por su nacionalidad o su origen, no pertenecen al grupo étnico dominante, que, en un plano ideal, es el único que detenta el derecho de residencia en el suelo nacional. (73)

El problema metodológico se presenta en el caso francés, con un FN poderoso cuando, en la década de 1990, muestra claramente una concepción ética de la Nación, bajo la influencia de su dirigencia de neoderecha, pero que también logra el éxito en la década de 2010 con una estrategia de normalización. Por eso mismo, el FN vuelve a plantear la cuestión de la validez de la tesis de la “derecha revolucionaria”, con la que sin demasiada dificultad algunos observadores quieren vincular al FN y, a partir de allí, relacionarla con el fascismo. Claramente, el FN de Jean-Marie Le Pen combina antiparlamentarismo y fibra populista, es favorable a trastocar y regenerar la sociedad y las jerarquías sociales, y se acerca a la “forma palingenésica del ultranacionalismo populista”, que es –para Roger Griffin– la definición del fascismo; (74) ese fascismo que Roger Eatwell describe como “la ideología que buscó determinar un renacimiento social sobre la base de una tercera vía radical de tipo holística y nacional”. (75) Sin embargo, los razonamientos que operan por modelización ideológica introducen una turbación que no tuvo lugar. El FN es un partido nacional-populista. También es un partido de tipo “posindustrial”, que actúa en el marco de la democracia representativa buscando conquistar el poder a través de elecciones, que no posee filiación directa con los partidos fascistizantes de preguerra ni con las formaciones colaboracionistas del período 1939-1945. (76) Cierto es que presenta algunas características del fascismo, según la descripción del régimen mussoliniano que brinda el historiador italiano Emilio Gentile, justamente partidario de considerar el fascismo como una serie de acciones antes que de ideas. (77)

Si nos atenemos a la definición de Gentile, el FN solo reúne unas pocas características fascistas: no es un “movimiento de masas”, no está organizado en forma de “partido milicia”, no emplea “el terror” como medio para conquistar el poder, rechaza explícitamente la idea de construir “el hombre nuevo”, ya que es anticonstructivista, a la manera ultraliberal de Hayek a la vez que a la manera tradicionalista de los contrarrevolucionarios. Tampoco promueve “la subordinación absoluta del ciudadano al Estado”: en efecto, primero, y muy por el contrario, en la época de Jean-Marie Le Pen, este pone en el centro de su programa reducir el papel del Estado a sus funciones soberanas, así como el desarrollo de la libertad de emprender y el libre juego del mercado; luego, en la época de Marine Le Pen, se produce un endurecimiento de la concepción del papel a acordar al Ejecutivo y a su intervención económica, pero sin una estatización significativa de las unidades de producción. Sin embargo, el FN presenta, efectivamente, algunos rasgos estéticos del fascismo, porque se trata de un movimiento que se considera investido “de una misión de regeneración social”, que “se considera en estado de guerra contra los adversarios políticos” a la vez que en algunas ocasiones busca el compromiso táctico con ellos, cuyo jefe y sus cuadros suelen poseer “una cultura basada en el pensamiento mítico y en el sentimiento trágico y activista de la vida”. Además, en la ideología frentista se encuentran otras particularidades del fascismo, según Gentile: “Una ideología de carácter antiideológico y pragmático”, el antimaterialismo y el antiindividualismo (en el sentido de llamar continuamente a la movilización de las “energías nacionales”), el antimarxismo, la oposición al liberalismo político –visto como un equivalente del socialismo, el populismo y determinadas pretensiones anticapitalistas–. A decir verdad, una vez terminada esta comparación, ¿qué queda? No es que el FN sea un movimiento fascistizante, sino que los rasgos que tiene en común con el fascismo son rasgos comunes de las extremas derechas. Lo que sí puede validar racionalmente una comparación entre FN y fascismo es que el fascismo, sean cuales fueren las tentaciones de oscilación ideológica de sus márgenes, es un fenómeno que participa del campo de las extremas derechas, no la idea de que el FN pueda ser una extrema derecha radical.

Uno de los rasgos más originales del Frente Nacional es el haber logrado federar, en un largo período (1972-1999) –con, es verdad, algunas tensiones y divisiones, pero salvaguardando la existencia del partido–, los diferentes componentes de la extrema derecha francesa, de referencias a veces diametralmente opuestas. En consecuencia, agrupa a republicanos autoritarios y monarquistas, católicos tradicionalistas y neopaganos, ex colaboradores y ex resistentes, militantes de todos los grupúsculos nacionalistas del período de la “travesía del desierto” (1945-1984) y tránsfugas radicalizados de los partidos neogaullistas y liberales, que vuelven a encontrarse en el espíritu del “compromiso nacionalista”; esa táctica, ya presente en Maurras, que da muestras de la dimensión antisistema del partido. En efecto, esta constante en la unión más allá de las divisiones demuestra que todas las subfamilias de la extrema derecha francesa sienten que pertenecen a un mismo campo, el de los vencidos de todos los grandes cortes que jalonan la historia de Francia: Revolución de 1789, caso Dreyfus, Liberación, pérdida del Imperio colonial. Lo que acerca a estos diversos componentes es mayor que lo que los separa del adversario, designado con el nombre de “partidos del sistema”, pura y simplemente reducido a un “ellos” contra “nosotros”.

En lo sucesivo, este paisaje político plantea regularmente la cuestión de la identificación partidaria del islamismo. Ya sea que busque adquirir una visibilidad política participando eventualmente en el proceso electoral (Partido de los Musulmanes de Francia) o que limite su expresión a la esfera religiosa por pietismo o quietismo, rechazando totalmente las instituciones de los países “descreídos”, una parte del movimiento islamista defiende una visión del mundo que en muchos aspectos es cercana a la de la extrema derecha. De este modo, posee una visión dualista de la sociedad, que se articula alrededor de la distinción amigo-enemigo y pone el acento ante todo en la pertenencia del individuo a la comunidad, en detrimento de los conceptos de ciudadanía, derechos individuales y el universalismo, que rechaza. Es teocrática y, como tal, defiende un modelo de sociedad y de Estado directamente derivado de los textos religiosos, en los que determinadas personas con poder de decisión creen detectar una condena formal de la democracia. Desea excluir y castigar a quienes se opongan a la moral religiosa, propone un modelo autoritario y jerarquizado de organización social. Algunos islamistas radicales integran en su discurso dos componentes estructurales del pensamiento extremista de derecha, en particular del catolicismo integral: el milenarismo (que da al salafismo yihadista una dimensión escatológica) y la teoría del complot. Construida primero en función del esquema del “complot judío” (rebautizado “sionista” para escapar a la chocante estigmatización del antisemitismo), dicha teoría incorpora, en algunos salafistas en particular, la denuncia de la francmasonería, la globalización, el comunismo y Estados Unidos, cuya conspiración explicaría el dominio de Occidente sobre el mundo musulmán. Estas ideas se acompañan de convergencias puntuales, interindividuales u organizacionales, que se expresan en particular en torno al antisionismo/antisemitismo. Cierto es que esto no autoriza a hablar del islamismo radical como de un “fascismo verde”, ya que los elementos de analogía que se suelen presentar remiten, por lo demás, y de modo general, menos al fascismo que a la Revolución Conservadora. Pero esto demuestra que, en su proceso de integración y enraizamiento en la realidad europea, el islamismo tiende a asimilar algunos de los esquemas de pensamiento de las radicalidades ya presentes; en este caso, una extrema derecha que hoy en día es mayoritariamente islamófoba.

Si bien las rigideces en torno al islam son centrales para la cuarta ola de partidos, esta formulación no debe engañarnos respecto de que cada ola anularía la anterior. Las elecciones europeas de 2014 permiten delimitar tres modelos tipo que actualmente encuentran las masas en sus propios países. En Países Bajos, Geert Wilders y su Partido de la Libertad (PVV) representan uno de los indicadores de la dinámica neopopulista. El PVV, islamófobo ante todo, denuncia a las elites y hace apología de las virtudes del pueblo mostrándose como el campeón de las libertades de las minorías (gays, judíos, mujeres) contra las masas arabomusulmanas. Frente a la erosión de sus resultados electorales, Geert Wilders apostó a un endurecimiento contra la inmigración y hacia la Unión Europea. Este acercamiento ideológico con el FN se concretó en una alianza partidaria, cuando hasta ese momento Geert Wilders designaba al FN como un partido extremista y antisemita, para esgrimir que él mismo no lo era. Esta campaña no cosechó los frutos que Wilders esperaba y el PVV, que anticipaba un triunfo, registró un decepcionante 13,3% de los votos. En la otra punta del campo de la extrema derecha, se esperaba el resultado del movimiento griego Alba Dorada, que se inscribe decididamente en la extrema derecha radical. Del fascismo, retoma la forma de partido-milicia navegando entre violencia urbana y actividad electoral. Toma prestada la idea de construir un contra-Estado posicionándose como una fuerza del orden popular en el que conviven una acción social y un mandato de ejercicio legítimo de la violencia física. Retoma del nazismo los vínculos establecidos entre Antigüedad griega y arianismo (y afirma así que el nazismo había surgido del helenismo, más que él en el nazismo). (78) Retoma del neonazismo la superación de las divisiones internas a la raza blanca en favor de un afirmacionismo blanco esoterizante y paganizante. Con una baja promedio del salario en un tercio y la caída de una cuarta parte de los griegos bajo la línea de pobreza, el racismo oficia como instrumento de redistribución social. Alba Dorada registra un nuevo avance al alcanzar el 9,3% de los votos.

En esas elecciones, el logro más importante se registró en Francia, con un tercer modelo: el del Frente Nacional de Marine Le Pen. El partido ganó con el 24,3% de los votos. Su electorado es más interclasista que el de los casos anteriores. La línea que sostenía Jean-Marie Le Pen, cual perfecto nacional-populista, llamaba a que surgiera del pueblo un salvador, para que pusiera fin a la destrucción de la nación que habían efectuado las elites endógenas y las masas exógenas. A este software, Marine Le Pen integró primero la mutación neopopulista. A partir de 2012, el partido avanzó hacia la línea que adoptó en el escrutinio europeo y que se puede calificar como soberanismo integral. Hasta allí, el FN siempre había sido un partido de la demanda: era el marco sociológico el que inclinaba el voto hacia el FN, mucho más que sus propias capacidades. En la actualidad, el FN aparece como capaz de proponer una protección completa: su discurso es el de un soberanismo político, económico y cultural que promete al votante de todas las clases sociales que lo protegerá de la globalización económica, demográfica y cultural, y que gozará tanto de las ganancias del capitalismo emprendedor (tema del “proteccionismo inteligente”) como de la protección del Estado de Bienestar (tema de la “preferencia nacional”).

Si se observan estos tres casos, resulta evidente que no se puede hablar de uniformidad ideológica. Los votos se siguen determinando en función de las problemáticas y culturas nacionales. El elemento común no es una eurofobia irreal, sino una crítica a las instituciones de la Unión Europea. Su déficit de legitimidad democrática es considerado como un espejismo organizado para instaurar un liberalismo tanto económico como cultural. Dichas instituciones serían las productoras de los defectos de la sociedad posindustrial (atomización social, desempleo masivo), que para las extremas derechas se convierten en los defectos de la sociedad multicultural. Por lo demás, estas elecciones permiten observar la reacción simultánea de territorios que habían sido divididos entre naciones. Es el caso de Cataluña, dividida por el Tratado de los Pirineos (1659), cuya parte española atraviesa un profundo movimiento independentista, mientras que la catalanidad del espacio que permaneció en Francia es superficial, ya que durante las primeras décadas se efectuó una amplia tarea de regeneración. El importante movimiento nacionalista del sur de los Pirineos no está sostenido por la extrema derecha. No se nutre de un resentimiento contra la globalización, sino de la voluntad de insertarse en ella de manera óptima. Aunque, desde la década de 1960, nacieron en Cataluña varios grupúsculos de tendencia völkisch, un partido de orientación nacional-revolucionaria como el Movimiento Social Republicano (0,05% de los votos en el escrutinio europeo) considera el separatismo como una reivindicación burguesa y promueve la federación de las Españas dentro de una confederación europea que englobe a Rusia.

Después del breve semilogro de Fuerza Nueva, (79) la extrema derecha española está marcada por un fraccionismo compulsivo y una incapacidad para renovarse de otro modo que no sea por imitación de las experiencias europeas, principalmente francesa e italiana. Ahora bien, los resultados en el escrutinio en España no tienen nada que ver con los de Francia: las cinco listas de extrema derecha se repartieron el 0,38% de los votos. En Barcelona, los resultados son insignificantes: 0,05 para la Falange Española Auténtica de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, 0,03% para el MSR y el islamófobo Democracia Nacional, etc. Mientras la pluralidad de las candidaturas permitiría al menos detectar cuál es la línea más prometedora, todas las formas de la extrema derecha se encuentran en un callejón sin salida. Dado el interés del escrutinio porcentual, la oferta política de extrema derecha también fue múltiple en Perpiñán. Si bien las pequeñas formaciones de extrema derecha suman un resultado equivalente al del caso barcelonés, la lista frentista llega primera con el 35,89% de los votos.

Esto muestra que “la crisis de 2008” no es la causa de un “avance de los extremos en Europa”. En efecto, así como la violencia de la crisis no deja ningún lugar a dudas en España, incluida Cataluña, donde el número de desocupados no indemnizados se triplicó desde 2010, Rosellón es justamente uno de los territorios franceses más frágiles. El 32% de la población perpiñesa vive bajo la línea de pobreza. Así pues, la explicación económica de los resultados no es suficiente. El desempeño electoral de la extrema derecha depende del encuentro entre una oferta política coherente y una demanda social autoritaria, nacida del sentimiento de deconstrucción de una comunidad de destino. Frente a la aceleración de la decadencia del Estado de Bienestar provocada por el euroliberalismo, una nueva parte de las poblaciones europeas está políticamente disponible.

No se trata, sin embargo, de un retorno a la década de 1930 ni de una reacción a un fenómeno económico que se habría iniciado en 2008. A ambos lados del Atlántico, se produce desde hace cuarenta años lo que en el contexto francés podemos llamar la “derechización”. Se trata de un desmantelamiento del Estado social y del humanismo igualitario, vinculado con una etnización de las cuestiones y representaciones sociales, en favor de un crecimiento del Estado penal. Este proceso trae aparejada una demanda social autoritaria que es una reacción a la transformación y a la atomización de los modos de vida y de representaciones en un universo económico globalizado, financierizado, cuyo centro ya no es Occidente. Por eso, los indicadores socioeconómicos por sí solos ya no son suficientes. Si bien es cierto que un país como Francia atraviesa algunas dificultades, también lo es que su cultura se construyó durante cinco siglos sobre la base de valores unitarios. La crisis en ella, entonces, es política y cultural, y el soberanismo integral responde a sus fallas. Puesto que la derechización es un proceso en desarrollo, ofrece a las extremas derechas la posibilidad de adaptar su oferta a ella en cada sociedad nacional.

La extrema derecha en Europa

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