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Capítulo 1

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ESPERO que no estés esperando mucho para lo de esta noche –dijo la doctora Elizabeth Allen, sirviéndose una taza de café–. Un vaso de vino, queso, unos biscotes…

–Eso vale, Liz. Nadie estaba esperando que te tomaras muchas molestias –respondió David Ross, su compañero de la consulta–. Me pareció que sería una buena idea que nos reuniéramos todos para dar la bienvenida a James a su nuevo trabajo. Después de trabajar en Londres, ejercer aquí será un gran cambio para él.

–No me cabe duda de que lo será –afirmó Elizabeth, mientras se apartaba las ondas de pelo castaño rojizo de la cara.

Los ojos, de color avellana, se le ensombrecieron al acercarse a la ventana. La fina lluvia oscurecía la visión de las cercanas colinas, aunque la vista le resultaba tan familiar que no necesitaba verla para imaginarse como las verdes llanuras se extendían más allá de la ciudad.

Ella había vivido en la ciudad de Yewdale toda su vida y la adoraba con una pasión más allá de lo que ella creía posible. Elizabeth sabía que la gente la veía como una mujer fría, tranquila y segura de sí misma y a ella no le desagradaba esa imagen. Siempre prefería guardar sus sentimientos que mostrarlos abiertamente.

–¿De verdad crees que Sinclair encajará entre nosotros? Él nunca ha trabajado en una consulta en el campo, así que no tiene experiencia en la clase de problemas con los que probablemente se va a encontrar. Ya sé que está muy cualificado, pero… ¿No te preocupa el hecho de que se vaya a encontrar con situaciones aquí con las que nunca se hubiera encontrado en una consulta de Londres?

–No, no me preocupa. Estoy convencido de que James Sinclair no sólo se adaptará al trabajo sino que demostrará que es una pieza fundamental en la consulta –replicó David–. Espero que no estés teniendo dudas, Liz, ya que es un poco tarde para eso. Lo deberías haber pensado antes si no querías ofrecerle a James ser socio en la consulta, aunque, si te digo la verdad, no entiendo por qué te preocupas tanto.

¡Claro que Elizabeth tenía dudas! Sin embargo, no podía entender el por qué. Tenía una preparación y experiencia que no tenían nada que envidiar a las de otros candidatos. David se había alegrado mucho por encontrar a alguien de esa valía tan rápidamente. Los dos habían estado sufriendo mucha presión desde que el padre de Elizabeth se retiró y en el momento en que ofrecieron a Sinclair ser parte de la sociedad, resultaba evidente que ningún otro podía hacerle sombra. Pero ella había estado preocupada desde el momento que firmaron los contratos.

¿Por qué? ¿Acaso ella no estaba convencida de que él se adaptara al papel de médico rural? No tenía nada que le sirviera de base para aquel pensamiento y resultaba poco profesional basar un juicio en la intuición femenina.

–Estoy segura de que tienes razón –dijo ella, al ver la preocupación que había en la cara de David–. Creo que me estoy preocupando innecesariamente. Estoy segura de que James Sinclair será sin duda la respuesta a todas nuestras plegarias.

–Bueno, yo no iría tan lejos, pero espero que las consulta se hará mucho más fácil.

El tono de voz de David, algo bromista, hizo que Elizabeth se diera la vuelta ya que se dio cuenta de que James Sinclair estaba en la puerta. Ella se preguntó cuánto habría oído de aquella conversación, ya que había algo en la expresión de los ojos azules de él que manifestaba un desafío a pesar de la amable sonrisa de sus labios.

–¡James! Me alegro de verte –dijo David, dándole la mano–. ¿Cuándo has llegado? No estábamos seguros de cuándo vendrías.

–Llegué anoche, algo tarde –respondió James Sinclair, mirando a su alrededor antes de dirigirse a Elizabeth de nuevo–. Debo daros las gracias por reservarme una habitación en el hotel. Llegué más tarde de lo que esperaba. Así que me alegré de no tener que buscar un lugar para alojarme.

–David lo organizó todo, así que es a él a quien debes darle las gracias, no a mí –le espetó Elizabeth.

Evitando mirarle a los ojos, tomó nota rápidamente del impecable traje azul marino, a juego con una camisa azul pálida y una corbata color granate, que él llevaba puesto y que realzaba aún más su musculatura, al igual que su bronceado, que no podía haber conseguido en Inglaterra en aquella época del año. Tenía el pelo claro, cuidadosamente peinado hacia atrás, dejando completamente al descubierto un rostro que hubiera resultado casi demasiado atractivo a no ser por una ligera curvatura de la nariz.

James Sinclair parecía lo que era: sofisticado y refinado. Era definitivamente un hombre de ciudad. Tal vez por eso no creía que él fuera feliz viviendo y trabajando en una pequeña ciudad como Yewdale.

Cuando Elizabeth se dio cuenta de que él la estaba analizando de la misma manera que ella a él, se dio la vuelta, con el corazón latiéndole a toda velocidad sin que ella pudiera entender por qué.

–Entonces, gracias David –dijo James, volviéndose a mirar al hombre, algo más mayor que él, con una sonrisa.

–De nada. Así tendrás tiempo de empezar a buscar un sitio propio. De hecho, creo que sería una buena idea si hablaras con Harry Shaw, el dueño del hotel. Normalmente tiene sus contactos sobre las propiedades que van a salir al mercado. Por así decirlo, es uno de sus muchos negocios.

–Esa es una de las muchas bendiciones de una ciudad pequeña –replicó James, sonriendo–. Al contrario que en las grandes ciudades, la gente sabe lo que pasa a su alrededor. Yo viví en mi último piso durante tres años y nunca me enteré de quién eran mis vecinos. Creo que me va a gustar conocer a todo el mundo en esta ciudad y llegar a ser parte de la comunidad.

–Tal vez –dijo Elizabeth con frialdad, sentándose en su escritorio–. ¿Pero te gustará tanto que la gente sepa quién eres tú? Ése es un aspecto de este trabajo que muchos encuentran muy difícil. No puedes desconectar cuando vives en una pequeña ciudad como Yewdale. La gente te para en la calle, en las tiendas e incluso en el pub para pedirte consejo o comentar algo sobre su tratamiento. ¿Crees que te resultará fácil aguantar eso? ¿O lo encontrarás demasiado sofocante, como les pasa a la mayoría de los forasteros?

–Me imagino que sólo el tiempo te puede contestar a eso –respondió él con voz amable, aunque le saltaban chispas de los ojos–. Yo estoy dispuesto a esperar y ver qué pasa, pero ¿y tú, Elizabeth? Me parece que ya has decidido que no soy apto para este trabajo.

–¡Tonterías! Liz sólo está siendo… realista –intervino David, mirando a Elizabeth para que ella confirmara sus palabras.

Ella se mantuvo en silencio, por lo que fue un alivio que el intercomunicador sonara y se pudo dar por terminada la reunión, aunque todos sabían que aquello sólo era el principio.

–Me parece que ha llegado mi primer paciente –dijo ella, evitando mirarle a los ojos–. ¿Te importa enseñarle a James su consulta, David?

–Claro que no –respondió David, saliendo de la habitación para que él le siguiera. Pero James no lo hizo.

–No sé porque tienes dudas sobre mí, Liz –dijo James, poniendo un delicado énfasis al pronunciar su nombre–, pero espero que intentes tener una mentalidad abierta. Este trabajo es lo que quiero y tengo la intención de llevarlo a cabo con éxito. Créeme. Me parece que una persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Tal vez deberías tener eso en cuenta.

Elizabeth respiró profundamente cuando él hubo salido de la habitación Entonces apretó el botón del intercomunicador para informarle a la recepcionista, Eileen Pierce que estaba lista para recibir a su primer paciente. En ese momento se dio cuenta de que le temblaba la mano, pero no quiso pensar en lo que había sido la causa: un metro ochenta de elegancia en estilo puro llamado James Sinclair.

–De acuerdo, señor Shepherd, ya puede vestirse. ¿Puede hacerlo solo o quiere que lo ayude?

–¡No necesito que ninguna mujer me ayude! –le espetó Isaac Shepherd, demasiado orgulloso y testarudo como para aceptar ayuda.

–Entonces, ¿cómo está, doctora? El muy tonto debería darse cuenta de que no debería hacerlo todo solo –dijo Frank, el hijo de Isaac, mirando la pantalla que ocultaba a su padre de su vista y levantando la voz para que el viejo le oyera–. Le dije que vendría este fin de semana para ayudarle a recoger las ovejas, pero ¡iba él a esperar! Las cosas se hacen cuando él quiere que se hagan. ¡Desde que mi madre murió, es imposible razonar con él!

–Entiendo que tiene que ser difícil, Frank –dijo Elizabeth, sentándose a su escritorio y mirando las notas del expediente. Hacía más de tres meses desde la última vez que Isaac había estado en la consulta. Desde su angina, había tenido que todos los meses, pero había ignorado todas las citas para la consulta. Si no hubieran estado tan ocupados, Elizabeth hubiera ido a visitarlo a su granja–. Tu padre es un hombre muy independiente, Frank.

–¡Demasiado independiente! Le he dicho mil veces que Jeannie y yo estaríamos encantados de que viniera a vivir con nosotros, pero ¿cree que me ha escuchado?

–¿Y para qué me voy a ir a vivir con vosotros? Desde allí no puedo cuidar de mi granja –exclamó Isaac, surgiendo desde detrás del biombo–. Yo nací en esa granja, y allí será donde moriré. Así es como debe ser. La pena es que una vez que yo me muera, no habrá nadie que se encargue de ella…

–Siéntese, señor Shepherd –le interrumpió Elizabeth rápidamente, para que la conversación no degenerara por otros derroteros y se hiciera interminable. Sabía que aquello había sido un punto de roce entre padre e hijo desde que Frank se mudó a la ciudad para trabajar en una fábrica de cerámica–. Mire, señor Shepherd, no me resulta fácil decirle lo que tengo que decir, así que iré al grano. No puede seguir dirigiendo esa granja usted solo. Físicamente, es demasiado para usted.

–¡Lo he hecho toda mi vida! ¡No hay nada que yo no sea capaz de hacer! –le espetó el hombre.

–Sería demasiado para un hombre de su edad aunque se encontrara perfectamente de salud, pero éste no es su caso. Tanto si lo quiere como si no, su angina de pecho tiene que tenerse en cuenta –continuó Elizabeth, sin apartar la vista del hombre–. Ya se lo expliqué todo la última vez que lo vi. Las arterias que van al corazón se le han estrechado tanto que no pasa suficiente sangre. El exceso de ejercicio físico, incluso fumar, acrecienta el problema y ocasiona los ataques. El ir por las colinas para buscar a las ovejas fue una locura.

–¿Y qué se suponía que tenía yo que hacer? ¿Esperar que volvieran ellas solas? ¿Cree que me puedo permitir que se pierdan? –replicó Isaac, empezando a levantarse de la silla.

–Sé que no, así que debería pedirle a alguien que le ayude. Ya no puede hacerlo usted solo –le dijo Elizabeth, obligándole a que se sentara–. Frank me ha dicho que ni siquiera tenía sus medicinas con usted cuando le encontró esta mañana. Si hubiera tenido sus pastillas, hubiera podido controlar el ataque.

–¿Por cuánto tiempo? ¿Veinte… treinta minutos antes de que me vuelva a dar? Además, me dan dolor de cabeza –replicó Isaac Shepherd en tono beligerante–. ¡Menuda medicina es ésa!

–Entonces, ya va siendo hora de que hagamos otra cosa –respondió Elizabeth, al darse cuenta de que los ataques se iban haciendo más frecuentes–. Está claro de que la medicina ya no le hace efecto, así que tendremos que buscar otra alternativa. Creo que una angioplastia sería la solución.

–¿Qué es eso, doctora? –preguntó Frank–. ¿Se trata de una operación?

–Hoy en día se trata de algo rutinario. Explicado sencillamente, se trata de alargar la sección de la arteria afectada por medio de un globo, por lo que se consigue que la sangre fluya mejor hacia el corazón. Creo que sería lo mejor para su padre, así que me gustaría que le viera un especialista en el hospital.

–¿En el hospital? ¡Yo no voy a ir al hospital! –exclamó el anciano, poniéndose de pie–. Es una pena que su padre ya no esté aquí, jovencita. ¡A él no se le hubiera ocurrido sugerirme eso! –añadió, antes de salir de la consulta.

–Lo siento mucho, doctora –se disculpó Frank, poniéndose de pie, bastante avergonzado–. Algunas veces es imposible hacerle razonar, pero haré lo que pueda. Se lo prometo.

–Gracias, Frank. Sé lo testarudo que puede llegar a ser, pero intenta hacerle ver que, al fin y al cabo, es por su bien –le dijo Elizabeth sonriendo. Estaba acostumbrada a tratar con las actitudes intransigentes de los viejos granjeros.–. De lo que estoy dispuesta a asegurarme es que no vuelve a perder sus chequeos. Hablaré con Abbie Fraser para que lo apunte en su lista.

–Adviértala que no le avise cuando vaya a ir a visitarle, porque si no el viejo zorro se irá al campo –le sugirió Frank, mientras salía de la habitación.

Elizabeth sonrió de nuevo. A pesar de todo, no podía dejar de admirar la determinación del viejo granjero…

–Tal vez no sea yo el único que ha comprobado lo afilado de su lengua, doctora Allen. ¿O es que acaso salen muchos de sus pacientes de esa manera de su consulta?

Torbellino de emociones

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