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Capítulo 3

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DESPUÉS de la consulta de la mañana, había una larga lista de llamadas que mantuvo a Elizabeth ocupada después de comer. Volvió a la consulta justo antes de las cuatro, por lo que fue rápidamente a la sala de médicos para prepararse una taza de café. Al llegar, se dio cuenta de que James ya estaba allí.

–¿Quieres una? –preguntó él, levantando su taza de café–. Acabo de preparar una cafetera.

–Bueno, sí por favor.

–¡Me da vueltas la cabeza! –exclamó él, llevándole una taza de café a la mesa, para sentarse después a su lado–. Hay tanto que asimilar cuando se empieza un nuevo trabajo, ¿verdad?

–Así es –respondió ella, todavía algo incómoda por los comentarios que había hecho sobre David y ella–. Me imagino que todo parece un poco confuso al principio.

–¡Así es! –afirmó James, tomando un sorbo de su café–. Sin embargo, dame una semana o dos y estoy seguro de que me sentiré como si llevara aquí toda la vida.

Elizabeth no dijo nada, ya que nada de lo que se le ocurría sonaba sincero. En vez de eso, prefirió cambiar de conversación.

–¿Te mostró David el mapa de la zona que te tocará cubrir? Pensamos que te ayudaría saber dónde están todos los lugares por aquí ya que estamos seguros de que eso será uno de los mayores problemas para ti, ¿no?

–¿Tú crees? –preguntó él, con un gesto en los ojos que a ella le resultó muy difícil interpretar–. Supongo que tienes razón, ya que saber por dónde tengo que ir no va a ser fácil al principio, pero David y tú os habéis encargado de eso –añadió él, aquella vez tan sólo con un gesto de gratitud en los ojos–. Ese mapa que me habéis preparado será de una gran ayuda. Os agradezco mucho todas las molestias que os habéis tomado.

–No es nada –respondió Elizabeth con una sonrisa.

Cuando ella acabó la taza de café, se levantó a lavar la taza y vio que él hacía lo mismo. James alcanzó el paño de cocina en el momento en que ella lo dejó en su sitio. Cuando sus manos se tocaron, Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.

Rápidamente ella se apartó y buscó algo que decir, consciente de la tensión que reinaba en la habitación aunque no estaba segura de lo que la había causado.

–Pensamos que te ayudaría mucho si marcáramos las granjas en un mapa de la zona. Las granjas más pequeñas son bastante difíciles de encontrar. A menos que se tenga idea de dónde se va, uno se puede pasar horas conduciendo sin llegar a ninguna parte.

–Ya me lo imagino –dijo él, tirando el paño de cocina encima de la encimera–. Me imagino que saber dónde estoy me costará un poco al principio, pero cualquiera que hubiera llegado nuevo a la zona tendría las mismas dificultades. Espero que no pierda ningún punto a mi favor si me pierdo alguna vez.

Aquella afirmación tenía cierta intencionalidad que hizo que Elizabeth se sonrojara. Estaba claro que James se había dado cuenta de las reservas que ella tenía con respecto a él. Aquello le hizo sentirse culpable, porque no parecía haber ninguna justificación para ello. Intentando mantener un aire distendido, ella se echó a reír.

–Estoy segura de que te permitiremos la ocasional metedura de pata, así que no tienes por qué preocuparte –replicó ella, mirando al reloj ya que se sentía deseosa de acabar aquella conversación–. Bueno, es mejor que me vaya, necesito escribir algunas notas antes de que empiece la consulta de por la tarde.

Cuando ella se dio la vuelta, James le dijo muy suavemente:

–Tengo muchas ganas de trabajar contigo, Elizabeth. Creo que tú y yo haremos un gran equipo una vez que hayamos subsanado las dificultades iniciales.

Ella sonrió rápidamente, pero no pudo decir nada. Entonces se fue a su consulta y cerró la puerta mientras no dejaba de pensar en lo que él había dicho. Por mucho que lo intentara, no podría imaginarse trabajar con James con la misma armonía que con David.

Entonces un temblor volvió a recorrerle la espalda. Ella apartó rápidamente aquellos pensamientos, sin querer pararse a pensar más en la razón por la que aquello le preocupaba tanto.

–¿Ya está? ¿Ya no hay nadie más esperando? –preguntó Elizabeth, mientras le daba las tarjetas de registro a Eileen en recepción, para que ella las pusiera en una bandeja.

–No, gracias a Dios. David ya se ha marchado. Me encargó que te dijera que te vería más tarde –dijo Eileen, cubriendo el ordenador con un suspiro de alivio–. ¡Vaya día! Ha sido no parar desde que llegué aquí. Pero hay que admitir que James ha sido de gran ayuda. No nos las hubiéramos arreglado tan bien… –se interrumpió ella, riendo–. Vaya, ¿te sonaban las orejas?

–¿Por qué? ¿Estabais hablando sobre mí? –preguntó él, en tono de broma, mientras se acercaba al mostrador y le daba sus tarjetas–. Espero que sólo estuvieras diciendo cosas buenas de mí, Eileen.

–¿No te gustaría saberlo? –bromeó Eileen, mientras recogía su impermeable–. Bueno, me marcho. Ya archivaré eso mañana. No te olvides de cerrar, Elizabeth, ¿de acuerdo?

–Sí –prometió Elizabeth, con una sonrisa.

Eileen tenía cierta tendencia a darle órdenes a todo el mundo, pero hacía tan bien su trabajo que a nadie le importaba. Elizabeth acompañó a la mujer hasta la puerta y esperó a que ella se ajustara la capucha sobre el precioso pelo gris. Cuando la mujer se hubo marchado, Elizabeth cerró la puerta principal y empezó a apagar las luces.

–¿Las apagas todas o dejas alguna encendida por razones de seguridad? –preguntó James.

–Dejamos encendida la de recepción, pero sólo por si nos llaman durante la noche y tenemos que venir a recoger la ficha de un paciente.

Elizabeth se dio la vuelta y vio que James todavía estaba apoyado en recepción. La luz se le reflejaba en el pelo, haciéndolo aparecer mucho más rubio. Ella se dio cuenta de repente de que todo el mundo se había marchado. Las luces apagadas daban a la escena una intimidad que no poseía durante el día. Ella aminoró el paso, sin poderse explicar sus pocos deseos para acercarse a aquel círculo de luz.

–En la entrevista, tú dijiste que no tenías ningún problema para controlar las llamadas nocturnas. ¿Recibís muchas? –preguntó él, en un tono muy profesional, por lo que ella no podía explicarse el temor que la embargaba.

–Depende. No se puede predecir si se va a tener una noche tranquila o no. Sin embargo, la mayoría de las personas de por aquí son bastante consideradas, por lo que no llaman a menos que sea realmente necesario. Te darás cuenta de que las personas del campo tienden a ser más independientes, especialmente si viven lejos de la consulta.

–¿Significa eso que visitan menos al médico que una persona de la ciudad? –preguntó James–. Bueno, supongo que eso tiene sus ventajas y sus desventajas. De acuerdo que no se pierde el tiempo con trivialidades, pero también se corre el riesgo de no detectar algo a tiempo.

Él tenía razón. A David y a ella les costaba mucho hacerles entender a los pacientes que era vital comentar cualquier problema desde el principio. Le sorprendía mucho que James se hubiera dado cuenta de aquel punto tan rápidamente.

–Tienes razón –admitió ella–. Ha habido varios casos en los que hubiera deseado tratar a un paciente mucho antes. Es algo que realmente me preocupa.

–¿Has pensado en crear una consulta mensual a la que la gente pudiera acudir para chequeos y hablar sobre problemas menores que realmente les preocupen? Así tal vez se podría animarles a venir.

–¿Te refieres a algo parecido a una clínica de prevención y ayuda para mujeres?

–Sí, pero estaría abierta a hombres y mujeres –dijo James–. Hay que interesar a los hombres en la medicina preventiva.

–Me parece una idea estupenda, pero no estoy segura de que podamos ofrecer ese servicio –le explicó Elizabeth, mucho más cómoda desde que hablaban sólo de temas profesionales–. Hemos estado tan agobiados desde que mi padre se retiró que nos ha resultado bastante difícil abarcar simplemente los asuntos del día a día.

–Tal vez tendríamos que replantearnos cómo se hacen las cosas.

–¿A qué te refieres? –preguntó Elizabeth, inmediatamente a la defensiva–. David y yo no vamos a acceder a ofrecer menos calidad. ¡El servicio que damos aquí es algo de lo que estamos muy orgullosos!

–Estoy seguro de ello, pero incluso en la consulta perfecta siempre hay algo que se puede mejorar –replicó James, mirando al ordenador–. Aprovecharse de los últimos adelantos de la tecnología es una de las maneras en las que podríamos mejorar el servicio y ahorrar tiempo a la larga. Un gran número de consultas rurales se han dado cuenta de eso y han instalado enlaces de vídeo con el hospital. Los pacientes pueden entrar en su consulta, hablar con su médico de cabecera y al mismo tiempo con un especialista, que deciden conjuntamente el tratamiento. Hay muchas ocasiones en que tenemos que ver a un paciente muchas veces porque ha perdido la cita con el especialista.

–¡No creo que a la gente de por aquí les guste esa idea! –le espetó Elizabeth–. Están acostumbrados a un servicio personal, no a ser diagnosticados por… ¡control remoto!

–Está claro que no vale para cualquier tipo de enfermedad. Sin embargo, las ventajas de tener la opinión de un especialista en problemas dermatológicos, por ejemplo, son evidentes. Así les ofreceríamos a los pacientes el mejor tratamiento disponible sin que se tengan que desplazar más allá de su consultorio.

Él tenía razón, pero había muchas otras cosas que tener en cuenta de las que él no se había dado cuenta.

–Admito que la idea es buena… –empezó ella.

–¿Pero? Me temo que hay algo que no te convence –dijo él en tono sarcástico.

–Pero el coste de la instalación sería extremadamente alto. Nuestro presupuesto es muy limitado, James, y creo que costaría mucho convencernos a David y a mí de que ese proyecto merece tanto la pena como para darle prioridad sobre otros.

–Sé que el presupuesto es muy ajustado. Es igual en la mayoría de las consultas, incluso en las de las ciudades. Sin embargo, podríamos arreglar eso consiguiendo alguien que quisiera apadrinarnos. Algunas empresas están deseando contribuir en proyectos que hagan aumentar su popularidad en una comunidad así que creo que merece la pena que no lo dejemos de lado.

–Tal vez –respondió Elizabeth, sin estar convencida–. Pero la atención personal es algo muy importante para nosotros en esta comunidad. De hecho, es la base sobre la que mi padre construyó esta consulta. La tecnología está bien y es buena, y estoy segura de que hay un lugar para todo eso, pero…

–¿Pero no aquí, en Yewdale? –preguntó James, con una sonrisa en los labios–. No sé por qué me había imaginado que dirías eso.

A ella no le gustó aquel comentario, ya que él parecía demostrar que era capaz de leerle el pensamiento. Aquella idea le resultaba muy perturbadora. Decidida a acabar con aquella conversación lo antes posible, cruzó la habitación tan deprisa que no se dio cuenta de que había algo en el suelo. Elizabeth tropezó y perdió el equilibrio.

–¡Cuidado! –exclamó James, mientras la tomaba entre sus brazos.

Él se acercó a ella para ayudarla a recuperar el equilibrio. Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría por todo el cuerpo. Pareció que se le cortaba la respiración, cuando le miró al rostro vio una mezcla de preocupación y atracción que la dejó perpleja. Nunca había esperado verse en aquella situación y no sabía cómo reaccionar.

Él la soltó casi inmediatamente y se inclinó para tomar el objeto con el que ella había tropezado. Resultó ser un bloque de Lego, por lo que él lo colocó en el cajón de los juguetes para los niños. Cuando volvió a mirarla, no había más que pura diversión en su rostro.

–Justo lo que necesitas al cabo de un día tan duro. ¡Un esguince de tobillo!

–Estoy bien, de veras –respondió ella, con más tensión en la voz de lo que hubiera deseado. Elizabeth se aclaró la garganta e intentó convencerse de que aquella expresión que había visto en el rostro de él había sido producto de la luz–. Bueno, es mejor que me vaya a casa. La señora Lewis se estará preguntando dónde me he metido.

–Es tu ama de llaves, ¿verdad? –dijo él, siguiéndola por el pasillo, esperando mientras ella echaba el cerrojo a la puerta.

–Eso es. Lleva años con nosotros, de hecho, desde que mi madre murió. No sé cómo mi padre se las habría arreglado con Jane y conmigo si no hubiese tenido a la señora Lewis para que le ayudara. Ella prácticamente nos crió.

–¿Jane? –preguntó James, apoyándose contra la pared con mucho interés. Elizabeth sintió que aquella noche, aquel cerrojo le estaba costando más que de costumbre–. Déjame que te ayude.

Ella dio un paso atrás, sintiendo aquel escalofrío de nuevo al sentir de nuevo el contacto de sus manos. Él corrió el cerrojo y luego se volvió a mirarla, preguntándose qué le pasaba y el por qué de aquel extraño comportamiento.

–Jane es mi hermana. Es tres años mayor que yo. Vive en Australia, a las afueras de Perth, con su marido y sus tres hijos –respondió ella, incapaz de parar el flujo de palabras–. Mi padre se ha ido a pasar tres meses con ella mientras se recupera del ataque al corazón que sufrió justo antes de Navidad.

–Sí, ya lo sabía. Varios de los pacientes que he atendido hoy estaban deseando hablarme del doctor Charles Allen. ¡Creo que se estaban asegurando de que yo sabía que me va a resultar muy difícil llegar a su nivel!

–Mi padre es muy querido por las personas de Yewdale –rió ella, sintiéndose de nuevo segura–. Dudo que nadie logre nunca superarle en el afecto que le tiene la gente.

–Yo no estaría tan seguro de eso. Por los comentarios que he oído hoy, la mayoría de las personas de este pueblo te tienen a ti en mucha estima.

Elizabeth no supo qué responder. No había rastro de burla en la voz de James, tan sólo sinceridad y generosidad, algo que ella nunca hubiera esperado. Siempre le había parecido que James era una persona demasiado competitiva como para halagar a otros.

–Bueno, me alegro de oír eso –respondió ella, algo confusa–. Es mejor que me vaya a casa. Yo… yo te veré más tarde, supongo.

–Estoy impaciente, Elizabeth.

Él había hablado con tanta calidez, que a ella le resultó difícil ignorarlo. Ella no miró hacia atrás mientras seguía por el pasillo y se metía en su casa. La consulta había sido construida pegada a Yewdale House. Muchas veces había estado agradecida por la comodidad de no tener que desplazarse a su lugar de trabajo. Pero en aquella ocasión, el saber que James Sinclair estaba tan cerca de allí durante la mayor parte del día le resultaba muy perturbador, aunque no acertaba a saber por qué.

–¡Biscotes y queso! ¡Nunca en mi vida he oído algo parecido! ¿Que pensaría su padre, señorita Elizabeth?

–Es una reunión informal, señora Lewis. Sólo queremos darle la bienvenida al doctor Sinclair, así que no quería que usted se molestase –le explicó Elizabeth, aunque sabía que la señora Lewis no le estaba escuchando.

–¡Menuda bienvenida, ofreciéndole al pobre hombre queso y biscotes! –protestó la señora Lewis–. Menos mal que el doctor Ross lo mencionó de pasada cuando lo vi esta mañana. Así que me vine temprano de casa de Agnes para que me diera tiempo a preparar alguna cosilla. He preparado un buffet, nada del otro mundo, tan sólo buena comida, así que espero que al doctor Sinclair le guste. Uno de mis guisados de cordero y empanada de jamón y puerros, con ensalada y bollitos de pan recién hechos. Luego, por supuesto, he preparado pudding de ruibarbo con natillas. Tal vez sea primavera, pero hace bastante frío con toda esa lluvia. Estoy segura de que todo el mundo estará encantado de algo que les caliente el cuerpo.

Elizabeth se contuvo al ver la mesa cargada de comida. La señora Lewis la había puesto con uno de los preciosos manteles de damasco y la mejor porcelana. Había dos aromáticas fuentes de guisado de cordero, que se mantenían caliente encima de dos pequeños quemadores, al lado de una cesta de crujientes panecillos y una gran fuente de cremosa mantequilla. La empanada estaba cortada en porciones, y tenía un aspecto tan magnífico que hacía la boca agua. La ensalada estaba preparada en un bol de madera, con lo que todo constituía un festín tanto para los ojos como para el paladar.

–Todo tiene un aspecto estupendo, señora Lewis, pero realmente no había necesidad de que se hubiera molestado tanto.

–No ha sido ninguna molestia. Voy a mirar el pudding. No queremos que se queme, ¿verdad? –dijo la señora Lewis, muy satisfecha, volviendo de nuevo a la cocina.

Elizabeth suspiró, sintiéndose derrotada, por lo que fue al aparador y sacó dos botellas de vino y se puso a buscar el sacacorchos. Al ver que no estaba en ninguno de los cajones, se dirigió a la cocina. Cuando estaba cruzando el vestíbulo, sonó el timbre, así que ella se dispuso a abrir la puerta, mirando el reloj al mismo tiempo. Todavía no eran las ocho, pero tal vez David llegaba temprano.

Elizabeth se miró rápidamente en el espejo, apartándose un mechón de la cara. Se dio cuenta de que tenía que ir a cortarse el flequillo. Se lo metió detrás de las orejas y luego contempló el vestido verde jade que se había puesto aquella noche. Era uno de sus favoritos. Era muy simple, pero le hacía muy esbelta y resaltaba sus elegantes piernas. Se había prendido un broche de filigrana de oro y unos pendientes a juego. De repente, se preguntó por qué se había molestado tanto. Ella siempre vestía bien, pero aquella noche había sentido el impulso de hacer un esfuerzo especial e incluso se había puesto un par de sandalias negras que se ponía muy de tarde en tarde.

¿Lo habría hecho por David? ¿O tal vez por James Sinclair?

El timbre sonó por segunda vez Elizabeth corrió hacia la puerta. Sin embargo, sintió que la sonrisa se le helaba en los labios al encontrarse con James y no con David.

–Espero no llegar demasiado pronto –dijo él, al notar que ella lo miraba fijamente sin decir palabra–. No estaba seguro de lo que tardaría en venir andando del hotel aquí así que…

–No… no importa –respondió Elizabeth, echándose a un lado para que él pudiera pasar–. Entra. Veo que sigue lloviendo. Déjame que te guarde el abrigo.

–Gracias. Bonita casa. Tiene mucho carácter –añadió él, mirando a su alrededor con interés.

–Gracias –le agradeció ella, colgándole el abrigo en el perchero.

Mirando a su alrededor, ella se dio cuenta de que James tenía razón. A pesar de que habían pasado años desde la última vez que había sido decorada, la casa tenía mucho carácter. Sin embargo, le sorprendía que a él le hubiera gustado, ya que habría imaginado que él preferiría un sitio más ostentoso.

Una vez más se había equivocado con él y aquel pensamiento le hacía sentirse incómoda. Entonces, le acompañó al salón sin decir nada. Allí, un hermoso fuego ardía en la chimenea para mantener a raya la humedad de la noche.

–¿Has vivido aquí toda tu vida? –preguntó James.

–Sí, e incluso nací aquí, en el dormitorio principal. ¿Qué te gustaría beber? –le ofreció Elizabeth, dirigiéndose al aparador para examinar las botellas que había allí alineadas. Seguía completamente aturdida al tener que cambiar la imagen que se había hecho de él. ¡Había estado tan segura de que le había calado perfectamente!–. Jerez, whisky, ginebra…

Ella intentó no mirar atrás para no ver lo guapo que él estaba. Sin embargo, resultaba imposible ignorarlo. Llevaba puestos unos pantalones de pana marrón, con un jersey de cachemir color crema que resaltaba la anchura de sus hombros. Los sentidos de Elizabeth estaban tan aturdidos que ella no recordaba haberse sentido así antes, por lo que ella decidió reaccionar para evitar que él se diera cuenta.

–También hay coñac, si lo prefieres –añadió ella, abriendo una puerta del aparador y sacando otra botella.

–En realidad, preferiría una tónica, si tienes –dijo James con una sonrisa, mientras se sentaba en el sofá y cruzaba sus largas piernas–. No soy bebedor, si te digo la verdad. Bebo un poco de vino con las comidas y ya está.

–Claro, voy a por algo de hielo. Se me había olvidado –exclamó Elizabeth, agradecida por la excusa de poder salir de la habitación.

Al entrar en la cocina, vio que la señora Lewis no estaba allí, por lo que se puso a mirar por la ventana después de sacar una bandeja de hielo para recuperar el aliento. ¿Qué tenía James Sinclair que la ponía en aquel estado? Desde el momento en que había entrado en su consulta por la mañana, Elizabeth se había sentido completamente desorientada. No recordaba que se hubiera sentido así con David…

David siempre tenía la facultad de tranquilizarla. Su habilidad para resolver los problemas era una de las cosas que más le gustaba de él… David le había ayudado cuando la única historia de amor de Elizabeth salió mal. Había ocurrido en el último año de la facultad y cuando volvió a casa un fin de semana, se lo había contado todo a él. Había pasado algún tiempo antes de que ella se diera cuenta de lo que sentía por David, aunque ella nunca se lo había dejado ver… Sin embargo, no recordaba haberse sentido nunca tan consciente de la presencia de David como lo estaba con la de James Sinclair…

–¡Vaya! Pensé que te habías ido al Polo Norte a por el hielo –dijo él en tono de broma.

Ella lo vio a través del cristal de la ventana, que actuaba como un espejo y sintió que el pulso se le aceleraba cuando lo vio acercarse.

–¿Quieres que me encargue yo de eso? –añadió él, sonriendo.

–¿Cómo dices? –preguntó ella, dando un salto cuando él le quitó la bandeja de las manos.

–Creo que estos ya han pasado su mejor momento –dijo él, mirando los cubitos medio derretidos con expresión divertida–. ¿Tienes más?

–Yo… sí… sí, claro –respondió ella, dirigiéndose rápidamente al frigorífico para darle una nueva bandeja. En aquel momento el timbre volvió a sonar–. Esos deben de ser los otros. Yo… yo voy a abrirles.

Elizabeth salió corriendo de la cocina, luchando por recobrar el control. Pero no le resultó fácil. El corazón le latía a toda velocidad y la excitación nerviosa le hacía vibrar el cuerpo… Ella respiró profundamente y expulsó el aire. Fría, tranquila, segura de sí misma… ¡Nunca le había resultado tan difícil hacer justicia a lo que la gente pensaba de ella!

Torbellino de emociones

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