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Capítulo 2

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LA SONRISA se heló en los labios de Elizabeth. Al levantar la vista, vio a James Sinclair apoyado en la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión divertida en los ojos.

Aunque no tenía frío, Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se echó a temblar. A pesar de eso, el corazón le latía más rápidamente que lo que debería. Aquella broma le había molestado tanto que su voz se tornó gélida cuando le respondió.

–No a menudo, pero sí me pasa de vez en cuando. Los pacientes con los que tratamos aquí no son de la clase tan refinada a la que tú estás acostumbrado, doctor Sinclair. Están demasiado ocupados ganándose la vida como para andarse con cortesías sociales.

–Eso les hace parecer personas muy tristes, pero no ha sido ésa la impresión que yo he sacado de los pacientes que he visto esta mañana –replicó él, con una sonrisa aún más amplia–. Vaya, vaya. Espero que no estés intentando quitarme las ganas tan pronto. Sé que hemos accedido a un periodo de prueba de tres meses, pero tengo que confesarte que eso es para mí una formalidad. He venido para quedarme, créeme.

Él la miró durante un instante, para luego mirar a su consulta, que estaba enfrente de la de ella. Hasta que se retiró, aquella había sido la consulta del padre de Elizabeth y ella lamentaba no haberse cambiado para utilizarla. La idea de James Sinclair utilizando la misma habitación que Charles Allen para ver a sus pacientes le hizo sentir un nudo en la garganta.

¿Qué sabría él sobre el trabajo y la dedicación que había costado levantar aquella consulta? Con su actitud de hombre de ciudad, James Sinclair nunca podría apreciar los valores de comunidad que todos ellos tenían en tanta estima. Él sólo podría considerar a Yewdale un lugar para trabajar hasta que se cansara y jugar al médico rural… ¡Y así sería!

Él miró a su alrededor, mientras ella bajaba los ojos para que James no pudiera ver su enojo. Le sorprendía tremendamente que le costara tanto controlar su genio, tal y como ocurría normalmente. ¿Qué tenía James Sinclair? Elizabeth no lo sabía, pero prefería que él no lo supiera hasta que ella misma no lo averiguara.

–En cualquier caso, la razón por la que quería hablar contigo, Elizabeth, es que me gustaría que me dieras tu opinión sobre uno de mis pacientes. Supongo que conocerás a la familia. Se trata de los Jackson y es sobre la niña más pequeña, Chloe, que ha venido hoy a la consulta –dijo él en un tono muy profesional, cosa que ella le agradeció.

–Sí, los conozco. Vienen con bastante frecuencia, es especial la pequeña Chloe. Ha tenido varias infecciones respiratorias últimamente. ¿Qué le pasa hoy?

–No estoy seguro. Me parece que no tiene congestionado el pecho, así que no creo que ese sea el problema. Lleva con fiebre varios días y tiene inflamadas las glándulas linfáticas y el bazo. También tiene un sarpullido al que me gustaría que tú echaras un vistazo y me dieras tu opinión.

–Por supuesto –dijo Elizabeth, levantándose de la silla.

Él se apartó de la puerta para dejarle paso. Cuando él le abrió la puerta de la consulta, le rozó el hombro y aquella sensación hizo que ella se estremeciera.

Al entrar en la consulta, Elizabeth intentó olvidarlo todo y concentrarse en la joven mujer que estaba sentada con una niña en las rodillas. Todo el mundo de la ciudad conocía a los Jackson, y no siempre por cosas buenas.

Barry Jackson se presentaba con regularidad delante del juez por delitos menores como la caza furtiva. Corría el rumor que también era dado a robar a los turistas que dejaban los coches abiertos, aunque jamás le habían detenido por esa causa.

Normalmente se presentaba en los tribunales, pagaba sus multas y luego seguía intentando ganarse la vida para él y su familia con trabajos ocasionales. Tenían cinco hijos. La mayor, Sophie, tenía dieciséis años y la menor, Chloe, era la que estaba acurrucada contra su madre.

–Hola, señora Jackson –dijo Elizabeth, inclinándose sobre ellas. Se dio cuenta enseguida de que la niña estaba muy pálida y apática–. Hola Chloe, me han dicho que no te encuentras muy bien.

–Como le decía al doctor Sinclair, lleva varios días con fiebre –explicó la madre, echándole una mirada llena de coquetería a James, mientras se apartaba el pelo de la cara.

–Ya se lo he explicado yo a la doctora Allen. ¿Le importaría si ella examina a Chloe para que nos dé su opinión sobre ese sarpullido? –preguntó él, con tanto encanto, que la mujer se sonrojó.

–Claro que no. Venga, Chloe, ponte de pie para que la doctora pueda examinarte – dijo la mujer, poniendo a la niña en el suelo sin ninguna ceremonia e ignorando las quejas de la niña–. No ha dejado de lloriquear en toda la semana –le explicó a James–. Ya estoy harta de oírla. Por eso se me ocurrió que sería una buena idea traerla para ver si le dan algo que la haga callarse.

–Ya veremos lo que podemos hacer –respondió él tranquilamente, pero Elizabeth captó un tono cortante en su voz–. ¿Qué te parece si vas a tumbarte en mi camilla especial para que te podamos mirar otra vez la barriguita? –le dijo con dulzura a la niña–. Si eres buena chica, estoy seguro de que encontraremos algo que darte de recompensa.

La niña asintió y le dio la mano para que la llevara a la camilla. Él la ayudó a sentarse y le dijo algo que hizo que la niña sonriera. Entonces, él se volvió a Elizabeth y le preguntó con voz neutra:

–¿Quieres examinarla?

Elizabeth cruzó la habitación, preguntándose lo que tenía que ver aquellos tonos tan diferentes de voz con la imagen sofisticada y fría que se había hecho de él el día de la entrevista y le resultó imposible. Aquello le hizo pensar si el doctor Sinclair sería otra cosa de lo que parecía a simple vista.

–¿Ves? El sarpullido ha cambiado de color –dijo él, colocando a la niña sobre el costado para luego señalar una zona encima de la cintura–. ¿Elizabeth? –añadió él, al ver que ella no respondía.

–Sí, lo veo.

Al estudiar la zona en cuestión, Elizabeth vio que la mayor parte del tronco y de las extremidades de la niña estaban cubiertos de puntos rojos, pero en algunas zonas, los puntos habían adquirido un color púrpura y se habían hecho mayores. Al mirarle la espalda, vio que ocurría lo mismo.

–Ya veo lo que querías decir. ¿Crees que se trata de algún tipo de infección o será una reacción a algo que ha comido o con lo que ha estado en contacto? Algunas veces, eso es lo que produce este tipo tan virulento de sarpullidos.

–Ya había pensado en eso, pero no explica la prolongada fiebre ni la inflamación de las glándulas linfáticas y del bazo –respondió James–. Lo más probable es que sea algún tipo de infección, pero tengo el presentimiento de que es algo más que eso.

–¿Qué te parece que hagamos? –preguntó Elizabeth–. ¿Un análisis de sangre?

–Creo que sí. Necesitamos saber qué es lo que está causando esa erupción para que podamos tratarla eficazmente. No me gustaría dejar ningún cabo suelto, especialmente en mi primer día de trabajo –añadió él, sonriendo a Elizabeth.

–¿Qué le parece que es, doctor Sinclair? –preguntó Annie–. Espero que no sea nada contagioso. Le dije a la profesora de Chloe que sólo se trataba de un sarpullido, pero ella no me permitió que la dejara en el colegio. ¡Vaya con los niños! ¿Quién los entiende? Si no es una cosa, es otra, especialmente con ésta…

–No sé exactamente lo que le pasa, señora Jackson, por eso nos gustaría hacerle un análisis de sangre. Sin embargo, no creo que Chloe debiera ir al colegio, ya que, aunque no fuera contagioso, no se encuentra bien. Si quiere sentarse a Chloe en las rodillas –añadió él, tomando una jeringuilla–, voy a tomarle una muestra de sangre.

–¡Oh! No estoy segura de eso, doctor –exclamó Annie, mirando aterrada a la jeringuilla–. Nunca me han gustado las agujas. Sólo con mirarlas, me pongo mala.

–Entonces –suspiró James–, tal vez sea mejor que usted se siente para que la doctora Allen y yo nos encarguemos de todo.

No tardaron nada en conseguir la muestra de sangre. Chloe se portó como un ángel, sin protestar siquiera cuando James le extrajo la sangre. Cuando acabaron, él levantó a la niña de la camilla.

–Ojalá todos mis pacientes fueran tan buenos como tú, Chloe. Has sido realmente valiente –le dijo a la niña mientras le acariciaba el pelo.

Chloe lo miraba con adoración, por lo que Elizabeth tuvo que sonreír mientras le ponía una tirita en el brazo. Resultaba evidente que a James se le daban bien los niños, y se dio cuenta de que tampoco se había esperado aquello, lo que confirmó sus sospechas de que su primera impresión sobre él no había sido todo lo exacta que ella había creído.

–Vale, le daré una receta para penicilina, que Chloe debe tomar como se le indica. Veo que ella lo ha tomado antes y no le dio ninguna reacción –dijo James.

–No, pero, ¿cuándo puedo mandarla al colegio? –preguntó la mujer, poniéndole a la niña el abrigo bruscamente–. ¡Me sigue a todas partes, por lo que no puedo tener ni un minuto de paz en todo el día!

–Téngala en casa hasta que la erupción desaparezca. Hasta que estemos seguros de que no es contagioso, es lo más sensato –replicó James secamente–. Pasarán entre cinco días y una semana antes de que tengamos los resultados del análisis, pero le llamaremos en cuanto los recibamos. Mientras tanto, asegúrese de que Chloe descansa mucho y si le sube la fiebre, mójele la frente y dele muchos líquidos. Sin embargo, si ocurre algo, no deje de llamarme e iré al verla enseguida.

–De acuerdo, doctor Sinclair, aunque sigo creyendo que es una exageración no llevarla al colegio –le espetó la mujer, mientras salía por la puerta arrastrando a la niña, que miró a James como pidiendo ayuda, pero no dijo nada.

–Un momento, señora Jackson –le gritó James, dirigiéndose hacia la puerta y arrodillándose delante de Chloe–. Casi se me olvidaba que te había prometido una recompensa por ser tan buena chica. Eso es por ser mi paciente estrella.

–Gracias –susurró la niña tímidamente, acariciando suavemente la brillante estrella que él le había prendido en el viejo abrigo.

–De nada, Chloe –dijo él, despidiéndose cariñosamente de la niña–. ¡Qué mujer! –exclamó con exasperación al cerrar la puerta.

–Sé lo que quieres decir –sonrió Elizabeth, aliviada de estar de acuerdo con él en algo–. Annie nunca va a ganar el título de «Madre del Año». Sin embargo, para ser justos, hace lo que puede y no tengo ninguna duda de que ama a sus hijos, pero a su manera. El problema es que ella era poco más de una niña cuando tuvo el primero y luego vinieron cuatro más.

–Eso pasa a menudo. Los que menos preparados están, tienen más –dijo él, mirándola con curiosidad–. ¿Y tú Elizabeth? ¿Tienes familia? ¿Estás casada? Nunca llegamos a hablar de eso en las entrevistas, recuerdo que alguien mencionó que la esposa de David había muerto hacía poco, pero no se mencionó nada de ti.

–No, no tengo hijos ni estoy casada –respondió ella, algo tímida por revelar algo personal.

–¿Divorciada?

–¡Claro que no! –exclamó Elizabeth, intentando, a duras penas, mantener la sonrisa.

–Entonces, tal vez estás comprometida –continuó él, mirándole la mano–. Pero no veo anillo, aunque muchas personas no se preocupan de eso hoy en día. La mayoría de las parejas prefieren vivir juntas hasta que les surge la necesidad de fijar el «gran día» y entonces empiezan a pensar en comprar los anillos.

Elizabeth lo miró, preguntándose por qué le estaba molestando tanto aquel interrogatorio. Era la extraña manera en la que James la miraba… como si su respuesta realmente le importara.

–Yo no estoy comprometida y tampoco estoy viviendo con nadie –le espetó ella–. No creo que ése fuera un comportamiento adecuado para mi posición.

–¿Crees que las buenas gentes de esta ciudad se escandalizarían? –preguntó James, riendo, aunque parecía haber cierto tono de satisfacción en su voz–. Venga ya, Elizabeth, a nadie le importaría eso hoy en día.

–Tal vez en Londres no, pero las cosas son muy diferentes por aquí –replicó ella–. Tal vez lo deberías tener en cuenta.

–No te preocupes. Trataré de no darle mala reputación a la consulta con mi disoluto comportamiento –observó él con ironía–. Sólo estaba bromeando. Lo que realmente estoy intentando decir es que me sorprende que alguien no te haya conquistado hasta ahora.

El corazón de Elizabeth empezó a latir un poco más fuerte por aquel cumplido, aunque le parecía que él no lo había dicho en serio. Ella se dirigió a la puerta, dando aquella conversación por finalizada. Sin embargo, en aquel momento, David entró en la consulta.

–Ah, estáis los dos aquí. Me preguntaba a qué hora quieres que vayamos esta noche, Liz –dijo él, mirando a James–. Supongo que Liz te habrá mencionado que estamos todos invitados a su casa esta noche. Pensamos que sería una manera agradable de darte la bienvenida a tu nuevo trabajo. Seremos sólo nosotros tres, Sam O´Neill, que ha sido nuestro médico suplente este año y Abbie Fraser, la enfermera del distrito. Sam está en Londres hoy para hacer una entrevista para un trabajo en ultramar, así que esta noche cuando vuelva nos dirá qué tal le ha ido. Tal vez será una celebración doble, aunque será triste que se vaya.

–Suena fantástico, gracias. Tengo muchas ganas de ir. ¿A qué hora quieres que vaya? –le preguntó James a Elizabeth.

–Sobre… sobre las ocho estará bien. Así nos dará tiempo a descansar un poco después de la consulta –replicó ella, algo nerviosa por la conversación que los dos acababan de tener–. ¿Podrás conseguir una canguro para Emily? –le preguntó a David con dulzura–. Se me olvidó preguntártelo.

–Mike me ha dicho que él lo hará –respondió David, sonriendo–. ¡Pero tiene su precio! Creo que hemos acordado cinco libras por cuidar de una hermana…

–Mike y Emily son los hijos de David –le explicó Elizabeth a James, por encima del hombro, después de reírle la broma a David.

–Mmm, me lo había imaginado, pero pensé que tenías tres hijos, David. ¿Estoy equivocado?

–No, en absoluto –respondió David con expresión triste–. Holly es mi hija mayor, pero en este momento no está con nosotros. Sólo están Mike y Emily.

David sonrió, pero Elizabeth vio que estaba muy disgustado. Suspiró cuando él salió de la consulta, dándose cuenta de que debía explicarle la situación a James.

–Holly tomó muy mal la muerte de su madre. Nunca se pudo hacer a la idea de que no se podía hacer nada por ella. Ella estaba en la facultad de Medicina de Liverpool, pero lo dejó cuando Kate murió. Lo último que supe de ella era que estaba en Brasil, pero no estoy segura de que ni siquiera David sepa donde está en estos momentos.

–Eso es muy duro para David y su familia –dijo él, sonriendo tristemente–. Me parece que es mejor saber la situación, ya que así no se corre el riesgo de meter la pata. Creo que me debería haber dado cuenta, pero no entiendo por qué David y tú habéis sido tan reservados.

–¿Reservados? –repitió Elizabeth, sin saber a lo que él se estaba refiriendo.

–Mmm, a lo vuestro. Él es libre, como tú. Estoy seguro de que a las gentes de Yewdale les parecería estupendo que sus dos médicos formaran una nueva clase de sociedad, así que eso no puede representar ningún problema.

–Yo… nosotros…

Elizabeth no sabía lo que decir. Se sentía terriblemente avergonzada. Él le miraba los enormes ojos avellana con infinita comprensión…

–Tal vez no he entendido bien la situación. Tal vez David no sepa lo que sientes por él –continuó él, con un brillo en los ojos que le resultó imposible descifrar–. Deberías probar a decírselo, si quieres mi consejo. No creo que haya razón alguna para mantenerlo en secreto.

Elizabeth se dio la vuelta, incapaz de soportar aquel escrutinio por más tiempo y se dirigió a su consulta. Cuando cerró la puerta, se puso a pensar en todo lo que debería haber dicho a James para hacerle saber que no quería ni su interés ni su consejo. Su relación con David no era asunto suyo.

¿Qué relación? En lo que se refería a David, ella no era más que una colega y una amiga. Ni antes ni después de la muerte de Kate había habido ninguna razón para pensar que había algo más. David vivía en una feliz ignorancia de los sentimientos que ella tenía hacia él, pero le había llevado a James Sinclair dos minutos darse cuenta.

Elizabeth respiró profundamente, pero no se sintió mejor. Saber que James podía ver a través de ella tan fácilmente le hacía sentirse muy vulnerable…

Torbellino de emociones

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