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Martes, 9 de enero de 2001

AL NORTE DE PARÍS

La segunda parte del viaje le parecía menos monótona. Había dejado de llover y el paisaje mostraba toda una gama de verdes, brillantes y vitales. Era un paisaje que a Iñaki le encantaba. Por las ventanillas del tren desfilaban los pueblecitos, las granjas y manchas de bosquecillos salpicando aquí y allá, todo lo que abarcaba la vista en una campiña de suaves ondulaciones. Decididamente, Francia le gustaba.

A ello posiblemente no era ajeno el hecho de que su madre fuese francesa. Por eso, y por sus frecuentísimas visitas a Francia desde su más tierna infancia, hablaba un francés perfecto, con un suave acento meridional que podía hacerlo pasar por un francés de cualquier parte.

Hasta ahora todo se estaba desarrollando como le había indicado Ingude, incluido el horario de los trenes. En la breve parada que hizo en París para cambiar de tren y coger el que debería llevarlo a Amiens, se le acercó una chica con aire de colegiala que, para su sorpresa, dio la contraseña correctamente, le entregó un sobre de tamaño medio que sacó de su carpeta de estudiante y luego desapareció en la multitud con la misma naturalidad.

En los retretes de la estación abrió el sobre para comprobar que era la documentación de su nueva identidad y destruyó la que había usado hasta entonces. Ahora se llamaba Jean Laval, francés, vecino de Lille, y tenía tarjeta de identidad y carnet de conducir, perfectamente hechos y hasta con su fotografía, y una tarjeta de crédito de Credit Lyonnais también a nombre de Jean Laval. Desde luego, era verdad que la operación estaba planeada hasta en los menores detalles; no podía fallar.

Se fijó en la rúbrica que aparecía en la documentación; tendría que practicarla un poco pero no era especialmente complicada; no le llevaría mucho tiempo firmar como Jean Laval con total naturalidad. Y también tenía que memorizar todos los datos de la nueva identidad, adoptar esa personalidad como si realmente fuese la suya. No tenía ni idea de si el nombre y los datos correspondían a un ciudadano de verdad, ajeno a aquella suplantación, o si era una personalidad totalmente ficticia, pero tampoco le importaba lo más mínimo.

Ahora, mientras que el tren llevaba a Iñaki hacia Amiens, pensaba que aquel mismo viaje debía haber sido una prueba de resistencia en otras épocas, cuando en vez de ir en cómodos y rápidos trenes se viajaba en tartanas incómodas, lentas y sucias. El peso de la misión que había aceptado lo abrumaba. Varias veces la imagen de Itziar, su reproche, pugnaba por invadir su pensamiento, pero logró evitarla. Bueno, repasaría hasta memorizar y asimilar totalmente los datos de su nueva identidad: nombre, fecha de nacimiento, dirección. Nombre, fecha de nacimiento, dirección. Nombre, fecha de nacimiento, dirección.

Al fin alcanzó Amiens, aún lejos de su destino real. Bajó del tren con el equipaje en la mano y preguntó por la estación de autobuses para coger el que habría de llevarlo a su destino aquella misma tarde: Péronne, a unos sesenta kilómetros de distancia.

AEROPUERTO DE MADRID-BARAJAS

Carlos Catena se dirigió casi corriendo a buscar la puerta D-56, la que estaba anunciada para el embarque del vuelo de la compañía Iberia IB-0958 con destino al aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, porque era casi la hora de embarcar. Desde que el comisario Gaitián le comunicara el día anterior su traslado, apenas había tenido tiempo para nada.

De su casa en San Sebastián no tenía que organizar una mudanza complicada. Nati, su exmujer, se había encargado de que no tuviese mudanzas difíciles por el simple método de reclamarlo todo en el proceso de divorcio, y conseguirlo.

Después de la noticia de su traslado, se fue corriendo a despedirse de sus padres a Santillana, en Cantabria y, desde allí, nuevamente corriendo a Madrid a coger el primer avión en el que pudo encontrar una plaza libre. Sus cosas, sus escasas pertenencias, se las enviaría su padre por correo más adelante. Su coche, un Opel Corsa, lo dejó en Santillana para que lo vendieran; ya compraría otro en Canarias.

Cuando le dio a su madre la noticia del traslado, se le saltaron las lágrimas a la mujer. Desde que destinaron a su hijo al País Vasco, cinco años atrás, vivía en un permanente estado de tensión, temiendo continuamente por su pequeño. Además, para empeorarlo todo, también por el complicado proceso del divorcio que tuvo. Por eso ahora, al saber que su hijo sería colocado fuera del alcance de todo aquel horror, no pudo, ni quiso, sujetar las lágrimas que pugnaban por escapar de sus ojos. Sin embargo, nunca llegó a conocer las amenazas y los peligros que había superado su hijo; entre Carlos y su padre habían logrado ocultarle la verdad.

Carlos alquiló un coche para hacer cómodamente el viaje desde Santillana hasta Madrid en el tiempo que tenía, pero al llegar a la ciudad pilló una manifestación de no sabía quiénes que protestaban por no sabía qué, que le hicieron perder el cómodo margen de tiempo que se había otorgado, porque habían colapsado la vía de circunvalación de la ciudad, la M-30. Después, al llegar al aeropuerto, tuvo que devolver el coche alquilado y luego pasar los pesados trámites para entregar su pistola en el puesto de la Guardia Civil, porque no podía viajar con ella, y recuperarla más tarde, al aterrizar en Tenerife. El resultado de todos aquellos imprevistos hizo que casi perdiera el avión.

Del viaje lo alertaron dos cosas, y no sólo era que no estuviese demasiado habituado a coger aviones. Al embarcar se dio cuenta de que el avión era un Boeing 747, un Jumbo, y recordó que en el aeropuerto de Los Rodeos fue donde chocaron dos Jumbos en marzo de 1977, en el que aún era el peor accidente de toda la historia de la aviación. ¿Cómo es posible que dejen que estos trastos tan grandes entren en un aeropuerto con ese historial? Lo de menos fue que el vuelo resultase totalmente tranquilo, sin retrasos, averías, ni turbulencias; Carlos no pudo dejar a un lado la tensión que se había apoderado de él en cuanto se dio cuenta del tipo de avión y de aeropuerto, y cuando la sonriente azafata le ofreció la merienda o una bebida no pudo aceptar nada sólido.

Poco más de dos horas después de salir de Madrid, el avión hizo un aterrizaje perfecto en Los Rodeos, mientras que Carlos Catena se aferraba a los brazos de su asiento con los ojos cerrados, apretando las manos hasta ponerse blancos los nudillos.

Aunque no era un viajero demasiado avezado, el aeropuerto de Los Rodeos le pareció muy pequeño, ruidoso y absolutamente caótico, y para colmo parecía que todo estaba en obras y sólo funcionaba por instalaciones provisionales. Eso, unido al acento cantarín de los canarios, hizo que por un momento creyese que se había equivocado de avión y estaba en algún lugar del Caribe. La espera del equipaje, hasta que sus dos maletas aparecieron por la cinta transportadora, se le antojó una eternidad. Luego, empujando el carrito con sus maletas, se dirigió a recuperar su pistola al puesto de la Guardia Civil del propio aeropuerto.

Al cabo de mucho rato después, salió por fin del edificio de la terminal a una noche neblinosa y con una fina llovizna arrastrada por el viento en todas direcciones, totalmente diferente de la que cualquiera hubiese esperado en Canarias. En ese momento fue cuando le invadió la maravillosa sensación de hallarse a salvo, lejos del terrorismo y de los terroristas; fue entonces cuando se relajó, por fin, y empujando el carrito, alegre y sonriente, se dirigió a buscar un taxi.

–Por favor –le indicó al taxista después de colocar su equipaje en el maletero del vehículo y acomodarse en el asiento trasero–, al hotel Contemporáneo, en Santa Cruz.

PÉRONNE, FRANCIA

Por fin, a primera hora de la tarde, llegó a Péronne el autobús que llevaba al ciudadano Laval. Durante todo el trayecto había llevado puestos los auriculares del walkman para evitar que algún pasajero entablase una conversación de esas que resultan difíciles de cortar; quería concentrarse en sus propias cuestiones.

Después del largo viaje desde la frontera española, en tren y en autobús, Iñaki se sentía cansado y sucio. Deseaba llegar al hotel, darse una ducha, tomar una buena cena y acostarse pronto; al día siguiente tenía muchas cosas que hacer.

Cuando llegó a Péronne, un pueblo algo apartado de las principales carreteras, le llamó la atención la cantidad de fortificaciones antiguas que se veían por todas partes. Descendió del autobús con su bolsa de viaje en una mano y la que le había entregado Ingude colgada del hombro. Miró a su alrededor y se dirigió a un señor que, a pocos metros, paseaba a su perro, un magnífico ejemplar de pastor belga negro, llevándolo de la correa.

–Perdone, señor. ¿Puede indicarme hacia dónde queda el hotel Saint Claude?

Cuenta atrás desesperada

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