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Miércoles, 10 de enero de 2001

PÉRONNE, FRANCIA

Iñaki se despertó temprano con una agradable sensación de descanso. Había cenado estupendamente en un restaurante próximo al hotel y había tomado una larga ducha antes de acostarse en la confortable cama: la habitación no era muy grande, pero sí cómoda y sin ruidos. Pudo dormir profundamente y de un tirón, cosa no demasiado frecuente. Las tensiones que había vivido en los últimos tiempos lo habían mantenido en un estado de nerviosismo continuo.

Se afeitó y volvió a ducharse, sin prisas, antes de vestirse y rehacer el equipaje. Después de desayunar y pagar la cuenta, dejó su equipaje en la recepción del hotel para recogerlo más tarde y preguntó por la dirección del Historial de la Grande Guerre. El recepcionista le indicó cómo llegar hasta el Historial, que en realidad estaba muy cerca del hotel.

Como aún era demasiado temprano para su próxima cita, decidió dar un paseo por la ciudad para ocupar el tiempo de espera. Pasó ante la fachada del Historial y siguió bordeando las antiguas murallas, deambulando sin rumbo determinado. Al acercarse las once de la mañana, volvió por el mismo camino hacia el museo.

Péronne, situado en la región de Picardía cerca de Amiens, en la zona del Somme, fue frente de combate en la Primera Guerra Mundial, sufriendo violentos ataques y cañoneo. El Historial de la Grande Guerre, emplazado en un antiguo fortín que aún muestra en su fachada el impacto de un cañonazo de gran calibre, es un impresionante museo dedicado precisamente a esa conflagración.

Su interior muestra unas colecciones completas, como la de los diferentes uniformes y armamento empleado por los infantes de ambos bandos a lo largo del conflicto, en los que se puede ver la evolución que sufrieron los equipos durante la guerra para adaptarse a las nuevas tácticas militares. Se encontraba Iñaki absorto contemplando un maniquí que llevaba el vistoso uniforme de la infantería francesa de 1914, con guerrera azul y un llamativo pantalón rojo, cuando un anciano de bigote blanco se colocó a su lado, al parecer contemplando el mismo maniquí.

–Debió de ser terrible, ¿no cree? Mi padre contaba que pasaron mucha hambre porque en las trincheras no crecían setas.

El cerebro de Iñaki recibió la frase del anciano, aparentemente sin sentido y propia de la senectud, como una descarga eléctrica. El corazón comenzó a golpearle el pecho con fuerza mientras que, intentando dominarse, se giró hacia él. La frase contenía la contraseña que debía pronunciar el contacto que tenía que presentarse precisamente allí, en el Historial, a esa hora. Las setas que no crecían eran la contraseña, pero conservó la compostura. ¿Podría tratarse de una coincidencia, que el anciano no fuese el contacto?

–No sería la temporada –contestó Iñaki observando la reacción del anciano. Este sonrió y preguntó:

–¿Jean Laval?

Ante el gesto de asentimiento de Iñaki, el anciano se giró diciéndole que lo acompañase. Salieron del Historial y, a través de una puerta de la antigua muralla, entraron en el pueblo. Cuando Iñaki le preguntó su nombre, el anciano sólo dijo que eso no tenía importancia.

El hombre abrió la puerta de un garaje y entraron. Era una estancia pequeña, con varias máquinas desmontadas y piezas mecánicas desperdigadas por mesas y suelo, en la que había aparcado un Renault Clio de color gris oscuro; no se veía a nadie más. El anciano le tendió las llaves del coche.

–Es su transporte. El paquete, de diez kilos, está en los neumáticos traseros, y la documentación en regla en la guantera.

Iñaki recibió la noticia con cara de alarma. Ingude le había dicho que debería recoger el coche en Péronne, con los explosivos bien ocultos en su interior, pero no le había especificado dónde estaría el escondite.

–¡Pero eso es un suicidio! La dinamita puede estallar cuando los neumáticos se calienten al rodar.

–Puede, pero no lo hará. Ya hemos comprobado que el calentamiento no es suficiente para hacer estallar este tipo de explosivo, y va en los neumáticos traseros que se calientan menos que los delanteros, en una envoltura de thinsulate, un tejido aislante muy eficaz, para protegerla aún más. Además, estamos en enero, y ahora el asfalto está muy frío. Otra cosa, para disminuir la fricción con el asfalto los neumáticos van a más presión de la indicada, así que conduzca con mucho cuidado porque tendrá menos adherencia.

El razonamiento del anciano calmó la aprensión de Iñaki; parecía muy bien pensado y probado. Sin embargo, recordó algunas conversaciones que había oído sobre el increíble olfato de los perros adiestrados para detectar droga y explosivos.

–¿No lo detectarán los perros de la Policía?

–También lo hemos tenido en cuenta, y no, no lo detectarán. El paquete está dividido entre las dos ruedas, y en cada rueda van dos trozos como dos salchichas, cada una con tres envoltorios de plástico herméticos y encima la capa de thinsulate. Van dentro de los neumáticos sin cámara, con el aire a presión, pero sin fugas de aire. Para evitar llevar el posible olor del explosivo de un sitio a otro, las personas que manipularon las salchichas son distintas de las que las colocaron en los neumáticos, y distintas a su vez de las que los montaron en el coche.

«Una vez montado cada neumático, todo el conjunto ha sido lavado con agua con vinagre, lavado todo tres veces, y finalmente abundantemente meado por varios perros para dejar su propio olor; no se extrañe si los perros que encuentre hacen cola ante su coche.

«Después de eso, hemos comprobado que nuestros propios perros no son capaces de detectar nada, y son muy buenos.

–¿Pueden afectar las salchichas al equilibrado de las ruedas?

–Las salchichas están fijadas en el interior, sobre la llanta, para que no se muevan, y los neumáticos han sido equilibrados después de toda la operación.

Sí, pensó Iñaki. Parece que toda la operación ha sido preparada de la forma más cuidadosa.

–¿Algo más?

–Bueno, en caso de tener un pinchazo, no lleve los neumáticos a un taller –recomendó el anciano con una sonrisa.

–Bien, parece que todo está correcto. ¿De dónde procede el explosivo?

–Eso no tiene importancia. Buen viaje y buena suerte.

Y sin añadir ninguna palabra más, el anciano abrió la puerta de la cochera y le indicó a Iñaki con un gesto que podía montar en el coche y llevárselo de allí. Una vez en la estrecha calle, Iñaki se orientó para pasar por el hotel a recoger su equipaje y luego enfiló hacia la salida del pueblo para coger la autopista A 1 en dirección a París.

DIRECCIÓN GENERAL DE LA POLICÍA. MADRID.

–Explique eso, por favor.

–Sí, señor director. Nuestro servicio de información nos acaba de notificar de contactos entre elementos disidentes en el sur de Francia, que parecen indicar el inicio de alguna acción terrorista de cierta envergadura –explicó con una carpeta abierta en la mano el comisario jefe de Información al director general de la Policía–. Según nuestros analistas, lo más probable es que pueda tratarse de un coche bomba colocado por un comando itinerante, que no necesita una infraestructura estable en el lugar de la acción, porque los comandos operativos los tenemos ahora desarticulados y desmantelados casi en su totalidad.

«Según nuestros analistas, y creo que tienen base para esto, el golpe podemos esperarlo en cualquier parte del país, pero destacan cinco puntos: el País Vasco, para mantener la tensión en casa y porque es donde tiene un mayor apoyo; Madrid, siempre posible objetivo por ser la capital del Estado; Sevilla, por ser la sede de la próxima reunión de los ministros de Hacienda de los países de la Unión Europea; alguna estación de esquí del Pirineo, por la concurrencia de políticos y miembros de la familia real que hay durante todo este mes; y, desde hace algún tiempo, tampoco descartan algún golpe en las Canarias, que hasta ahora se habían considerado fuera de la amenaza terrorista.

–¿En qué lugar de Canarias creen sus sabios que es más factible el golpe, comisario?

–En principio, aunque no descartan a ninguna de las demás islas, en alguna de las dos principales, Gran Canaria y Tenerife. Pero se inclinan por Tenerife.

–¡Coño, comisario! ¿Queda algo seguro en el país? Se supone que no estamos solamente para intentar averiguar dónde nos van a pegar la siguiente bofetada y luego llorar a las víctimas, sino para evitarlo y llevar a los culpables a los tribunales.

–Ya lo sé. Si pudiésemos realizar alguna operación preventiva, lo podríamos hacer porque tenemos casi toda la información necesaria para iniciarla y…

–No se le ocurra ni mencionarlo, comisario. Después de la chapuza de los GAL, ese tipo de opciones están totalmente desautorizadas; no sólo fallaron ellos, sino que nos cerraron cualquier posibilidad para el futuro. ¡Menuda cagada!

–Pues usted dirá qué es lo que podemos hacer.

El director se levantó de su sillón y paseó por la habitación de forma nerviosa, sin contemplar la magnífica marina que colgaba de la pared tras su escritorio, aunque los ojos parecían apuntar en aquella dirección. Después de tres paseos frente a su interlocutor, se paró para contestar la pregunta que le había lanzado el comisario jefe de información.

–Sólo podemos hacer lo único que podemos hacer –sentenció–. Circule esa información a la Guardia Civil, delegaciones del Gobierno, Ministerio de Defensa y Policías Autónomas para que adopten todas las medidas que estimen oportunas, y a las comisarías de las ciudades con más probabilidades, para que se pongan en alerta; yo informaré al ministro.

SANTA CRUZ DE TENERIFE

Carlos Catena se despertó sobresaltado cuando sonó el teléfono situado en la mesilla de noche, muy cerca de su cabeza. La noche anterior, cuando decidió retirarse a su habitación y tomarse una copa en el mini bar, viendo la televisión, había indicado en recepción que lo despertaran a las ocho de la mañana. Esa era la llamada que lo había sacado del plácido sueño en el que se encontraba.

Miró el reloj de forma rutinaria para comprobar la hora y vio que marcaba las nueve. ¿Cómo es posible que en este hotel no lo llamen a uno cuando lo pide?, pensó. Se dirigió al baño para darse una ducha y bajar a desayunar.

Como había salido de su anterior destino en la comisaría de San Sebastián de una forma tan repentina, no le habían dicho cuándo debería incorporarse a la de Santa Cruz de Tenerife, por lo que decidió que lo más correcto sería presentarse inmediatamente al comisario y que él se lo dijera. A lo mejor, pensó divertido, aquí no saben que me han mandado para acá.

Al mirarse en el espejo decidió que era el momento perfecto para cambiar de aspecto. Hacía tres años que se había dejado crecer la barba, porque en el País Vasco un barbudo pasaba más desapercibido, pero era algo que en realidad nunca le había entusiasmado. Con la determinación ya tomada, llamó por teléfono a recepción y pidió que le subieran a la habitación jabón, una brocha y una maquinilla de afeitar, y cuando salió de la habitación, parecía otra persona bastante más joven que la que se había acostado la noche anterior.

No dejó de mirarse de reojo en el espejo del ascensor mientras bajaba, como intentando acostumbrarse a la cara de aquel extraño de aire familiar que, a su vez, lo observaba desde el espejo.

En la recepción enrojeció como un colegial cuando, al preguntar al recepcionista por la confusión en la hora de despertarlo, el empleado le explicó, con guasa, que la hora de Canarias es una menos que en la península, pero que no debía preocuparse porque era algo que le ocurría a todos los peninsulares.

Después de informarse por la dirección de la comisaría, decidió ir paseando. El día era espléndido, con una temperatura de casi veinte grados, y en muchos de los palacetes que bordeaban las Ramblas, al igual que en el parque situado justo al lado del hotel, había macizos de flores brillantes. En el mismo paseo compró el periódico y, como todos los días, se fue derecho a buscar las noticias del País Vasco, lo que había sucedido en la calle y lo que habían manifestado los políticos. Aquello seguía igual que cuando él estaba allí, que ahora se le antojaba que había pasado mucho tiempo atrás aunque en realidad sólo habían transcurrido algo más de cuarenta y ocho horas. De todas formas, aunque lo intentó, no fue capaz de dejar la pistola en el hotel, sino que se la puso en la funda. Le resultaba inconcebible salir desarmado a la calle, aunque no estuviese de servicio.

Al llegar a la comisaría, después de identificarse unas cuantas veces, se encontró acompañado por otra secretaria ante la puerta de otro comisario.

–Adelante, Catena. Encantado de conocerlo –dijo el comisario tendiéndole la mano–. Lo esperábamos, pero sin saber cuándo.

«Ayer recibimos por correo electrónico, y luego por fax, una notificación sobre su traslado, añadiendo que la tramitación completa de la documentación llevaría unos días más.

–Me alegro de que todo haya funcionado bien. Como tampoco me han dado instrucciones de ningún tipo, quería preguntarle cuándo debo incorporarme.

–A mí tampoco me lo han indicado –respondió el comisario–, pero lo lógico es que no lo haga hasta que no esté oficialmente asignado a esta comisaría, es decir, hasta que haya llegado la documentación de su traslado, dentro en unos días. Así que, como es miércoles, tómese lo que queda de semana libre y preséntese el lunes, que a lo mejor para entonces ya han llegado sus papeles.

«Descanse estos días, instálese y visite la isla para empezar a conocerla. ¿Necesita algo que podamos hacer por usted?

–No, gracias, comisario.

De regreso al hotel entró en una peluquería que encontró en el camino dispuesto a completar el cambio de imagen y se cortó el pelo. Cuando volvió a salir a la calle, notó sensaciones no experimentadas en mucho tiempo, como el contacto de la brisa fresca en la cara y en el cuello.

Ya en el hotel, Carlos llamó desde su habitación a varias agencias inmobiliarias buscando un apartamento cómodo, amueblado y bien situado. Al tercer intento encontró lo que buscaba: un estudio amueblado en un edificio de reciente construcción en la zona de Tomé Cano, una zona donde viven muchísimos peninsulares, bastante próxima a la comisaría. Anotó la dirección que le dieron y tomó un taxi para ir a ver el apartamento. Media hora después firmó el contrato de alquiler y esa misma tarde se mudó a su nuevo hogar.

AUTOPISTA A 1. FRANCIA

Había poco tráfico en la autopista, pero de todas formas Iñaki conducía tenso, sin bajar la guardia.

Después de repasar todo lo que le había dicho el anciano del Historial de Péronne, había decidido conducir despacio, sin superar los 110 kilómetros por hora, y parar cada hora aproximadamente para permitir que se enfriasen los neumáticos. Además, cada vez que pudiera, orinaría en las ruedas para enmascarar cualquier resto de olor del explosivo. La velocidad moderada y las frecuentes paradas lo retrasarían un poco, pero resultaría más seguro, y de todas formas tenía suficiente tiempo para completar el viaje.

Se fijó en las señales que indicaban direcciones a otras ciudades próximas. Muchos de los nombres le eran muy familiares y rezumaban historia, casi siempre por hechos de guerra: Saint Quentin, Cambrai, Compiègne. Aquella región había sido disputada una vez tras otra, durante siglos, por los ejércitos más poderosos de cada época.

Cuando por fin se relajó algo, empezó a repasar mentalmente los hechos y hacer conjeturas para buscarle una explicación. La complejidad de la operación sin duda se debía a la actual carencia de recursos de la organización y a la represión de la Policía, tanto en Francia como en España; por eso la acción se le había encargado a un solo hombre.

El haber tenido que ir tan lejos a buscar el explosivo, según pensaba Iñaki, indicaba que otras zonas, como el País Vasco francés o Bretaña, ya no eran seguras. No sabía si el anciano de Péronne era un patriota de alguna otra organización afín, o eran simples delincuentes que actuaban por dinero. ¿Por qué había tenido que ir hasta tan lejos a por el explosivo si posiblemente también lo podían haber logrado mucho más cerca del objetivo, quizá incluso en las mismas Canarias? Sólo se le ocurría una explicación lógica: robar explosivos en Canarias, aunque sin duda sería factible, pondría en estado de alerta a los españoles y dar al traste con la operación al eliminar el factor sorpresa.

Una cosa sí estaba clara: la organización había planificado la operación hasta en sus mínimos detalles, y había mucha gente movilizada para hacer cada uno una parte muy concreta. Sin embargo, intuía que nadie conocía más detalles que los estrictamente precisos, de forma que nadie tenía ni remotamente una visión de conjunto de toda la operación. El que proporcionó el explosivo seguramente no sabía para qué era; los que habían preparado la documentación quizás no sabían de qué se trataba, y así. Ni él mismo tenía la menor idea de muchos de los aspectos laterales de la operación. ¿Cuántas personas la conocerían entera? Se podrían contar con los dedos de una mano, y posiblemente sobrarían dedos.

Cuando llevaba recorridos casi cien kilómetros desde Péronne, cerca de Senlis, decidió parar en un área de servicio para comer algo y dejar enfriar los neumáticos otra vez. No es que tuviese mucha hambre, pero con la tensión nerviosa por conducir un coche con diez kilos de explosivo en los neumáticos, necesitaba descansar frecuentemente. De otra forma el cansancio acumulado lo llevaría a cometer cualquier imprudencia, y eso no lo podía permitir.

Al bajarse del coche tocó con la mano los neumáticos traseros y comprobó con alivio que no estaban calientes. Sin duda, la llovizna que había estado cayendo de forma intermitente había contribuido a ello.

Después de tomar un par de sándwiches con una Coca-Cola, Iñaki se fijó en el mapa de carreteras que estaba expuesto en la pared de la gasolinera para hacerse una idea de la situación. En Senlis era donde debía abandonar la autopista para dirigirse por la carrera nacional N330 hacia Meaux, hacia el este, cerca de Eurodisney, donde podría quedarse a dormir. Iñaki recordó claramente las instrucciones de Ingude: debía abandonar la autopista para rodear París sin acercarse a la ciudad, ya que podía resultar peligrosa.

En estas etapas intermedias no tenía instrucciones concretas y podía pernoctar en una ciudad o en otra, según decidiese. Sin embargo, Ingude sí le había recomendado que se alojase siempre en algún hotel de carretera donde sería más fácil pasar desapercibido.

Más tranquilo que antes de la parada, arrancó el suave motor y reemprendió el camino, pero ahora disfrutando del paisaje.

SANTA CRUZ DE TENERIFE

Después de deshacer el equipaje, que no era mucho, Carlos repasó su nuevo hábitat, comprobando qué era lo que tenía el apartamento y lo que podría necesitar. Tenía un frigorífico con congelador, pero no había nada dentro que enfriar; tenía lavadora, pero no tenía detergente; tenía cuarto de baño, pero no tenía gel de baño ni papel higiénico. Esta comprobación la hacía con ojo experto; no en vano llevaba más de dos años, desde su divorcio, viviendo solo y ejerciendo como amo de casa. Así que cuando se aseguró de todo lo que necesitaba, o al menos lo más urgente, salió a la calle y preguntó a la primera señora que vio cargada con dos bolsas de plástico por algún supermercado próximo; no se equivocó porque había uno a la vuelta de la esquina en un sótano.

Caía ya la tarde cuando regresó a casa cargado de bolsas, en plan marujo, como él mismo solía decir. Más adelante compraría más cosas para hacer un ambiente más personal y agradable, pero al menos ahora tenía lo suficiente para echar a andar.

El apartamento era muy nuevo, bien amueblado y con gusto. Tenía un dormitorio con armario, una sala de estar amplia que daba a una terracita sobre la plaza, un baño con la lavadora instalada, y una pequeña cocina con una especie de mostrador que se comunicaba con la sala. Resultaba a la vez cómodo y acogedor, y pensaba que podría completar el entorno con un vídeo, un equipo de música y un bar medianamente servido para poder invitar a una chica a tomar una copa en cualquier momento.

Otra cosa que iba a necesitar, y pronto, era un coche, porque sin vehículo no se encontraba cómodo. Y también tendría que instalar una pequeña caja fuerte para guardar la pistola en casa cuando no la llevase encima; eso, o dejarla en la comisaría.

Al pensar en ella la sacó. Era una magnífica Beretta 9000 S Compact, de calibre 9 mm Parabellum. La contempló en su mano y sonrió al recordar la extraña asociación que siempre hacía la prensa entre ese calibre, el 9 mm Parabellum, y ETA. Como si ETA emplease el 9 Parabellum como signo de exquisitez o distinción, cuando en realidad lo hacían porque era la munición potente más fácil de encontrar en Europa y porque era la que utilizaban las armas que tenían.

Había comprado la Beretta en una armería de Madrid por consejo de un amigo, buen aficionado a las armas, cuando lo destinaron al País Vasco. Era magnífica para defensa, de pequeño tamaño pero muy potente y precisa, y de gran capacidad de fuego gracias a su suave mecanismo, a la comodidad de su culata y a la capacidad de su cargador para doce cartuchos. La desventaja era su precio, pero nunca se había arrepentido de su adquisición. Algunos la consideraban como el Rolls Royce de las pistolas.

Al hilo de estos pensamientos, recordó otra cosa que necesitaría pronto: el equipo necesario para la limpieza de su querida pistola, ya que entrenaba bastante a menudo y siempre la limpiaba a conciencia después de cada tirada. El que tenía en San Sebastián estaba tan gastado y deteriorado por el uso que decidió tirarlo y comprar aquí uno nuevo.

MEAUX. FRANCIA

Iñaki se enfrascó en buscar la dirección del hotel en el catálogo de establecimientos que la cadena Accord tiene distribuidos a lo largo de todas las carreteras y autopistas francesas. Una vez localizado, siguió las indicaciones que ofrecía el propio catálogo para llegar al hotel abandonando la N330.

Era uno de los inconfundibles hoteles de la cadena Prèmiere Classe, con el habitual indicador amarillo situado en lo alto de un poste visible en la distancia, que mostraba el número uno en cifras romanas enmarcado por una corona de laurel. Ingude le había insistido en que, siempre que fuese posible, se alojase en este tipo de hoteles por el anonimato que proporcionan. Para registrarse sólo es necesario teclear los datos en una terminal informática situada junto a la puerta del hotel e introducir la tarjeta de crédito en la ranura lectora. El ordenador cobra el alojamiento directamente a la cuenta de la tarjeta y emite una factura con una clave de cuatro cifras; ni nombre, ni dirección, ni identificación. Para acceder al aparcamiento una vez cerrado, o a la habitación, basta con marcar esa misma clave en el teclado numérico que se encuentra situado junto a la puerta para tener acceso libre.

Iñaki conocía bien este tipo de hoteles en los que se había alojado en infinidad de ocasiones, y los de esta cadena eran de sus favoritos. Los edificios son siempre iguales: una construcción de tres plantas con las habitaciones al exterior, a las que se accede mediante galerías exteriores descubiertas. Las habitaciones también son un modelo fijo: una gran cama inferior y una litera superior con una escalerita para poder subir; un televisor y un minúsculo pero completo cuarto de baño; y todo por solo 200 francos, unos 30 euros.

Se encontraba a 35 kilómetros de Paris y a 15 del parque de atracciones de Eurodisney, junto al río Marne. El hotel estaba, como casi siempre, en las afueras de la población, en un área comercial de Meaux, pero con varias instalaciones de alojamiento, restauración y ocio en los alrededores.

Este hotel en concreto tenía una gran ventaja, que era lo que había determinado su elección: el aparcamiento era cerrado. No todos los hoteles de estas cadenas tienen esta característica, pero este sí. Iñaki no podía arriesgarse a que un vulgar raterillo le robase el coche con diez kilos de explosivo en los neumáticos y arruinar así una operación tan costosa. Como precaución adicional Iñaki estacionó el coche en una plaza visible desde su habitación, para poder echarle un ojo de vez en cuando.

Una vez instalado, Iñaki prefirió no exponerse sin motivo y optó por quedarse en la habitación viendo la televisión. Cuando cayó la tarde y sintió hambre, optó por dejar el coche aparcado donde estaba y acercarse caminando hasta el restaurante La Marmite, en el vecino Hotel Campanile, a tomar un buen solomillo a la brasa.

Cuenta atrás desesperada

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