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2. EL SACERDOCIO HOY: CAMINOS Y DESAFÍOS

Antes de adentrarnos en los elementos que configuran la manera de vivir el sacerdote diocesano su verdadera espiritualidad, paso previamente a reflexionar sobre un conjunto, no pequeño, de actitudes, vivencias y formas de obrar de los sacerdotes: me parece importante señalar cuáles son las vías y los retos que se presentan al clero diocesano en el momento actual.

Igualmente hay que dejar sentado, como gran principio, esta frase del Concilio Vaticano II, en el decreto Optatam totius, 8, refiriéndose a aquellos jóvenes que se forman para el sacerdocio: «La formación espiritual debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo». Veremos que este principio trinitario dará forma y sentido a la búsqueda de las verdaderas raíces de la espiritualidad sacerdotal.

¿De qué nos serviría a los sacerdotes todo lo que escuchamos en los retiros mensuales, en los ejercicios espirituales, en las charlas y conferencias que se imparten a lo largo de cada curso… si en nosotros no permanece un anhelo por identificarnos y configurar cada día más nuestra vida con Cristo Sacerdote? ¿En qué aspectos nos ayudaría lo anteriormente expuesto si no progresamos en el conocimiento y la vivencia de nuestra tarea sacerdotal? ¿Cómo ha de ser nuestro anhelo por crecer más en una vida espiritual cargada de reciedumbre, que debe ir encaminada hacia la santidad desde nuestra condición de sacerdotes diocesanos?

Nos dice el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, de la Congregación para el Clero, en el número 48, algo que produce gozo y constituye estímulo para todos: «Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las edades desarrollan su sagrado ministerio con tesón y alegría, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los frutos de su labor. En virtud de este empeño, constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un ímpeto siempre nuevo para la labor ministerial».

Centrándome en el título de este capítulo debo decir que el tema: Caminos y desafíos del sacerdocio hoy, es tan bello como ambicioso, tan denso como provocador y tan rico en aspectos como difícil de exponer. Para lograrlo deseo partir, en la medida de lo posible, de ciertos interrogantes a los que vendría muy bien contestar personalmente y en grupo, para detectar que en ellos gravitan y se apoyan nuestras dificultades, y poder así conseguir los objetivos señalados. Pienso que los que aquí indico son suficientes para que tomemos el pulso a nuestro modo de actuar. Podría hacerse un catálogo, tan denso que se saldría de los márgenes de lo que ahora nos proponemos. Comienzo con unas cuestiones que nosotros mismos nos hacemos y que se formulan los fieles sobre nuestra propia vida. Son diecisiete; a mí me vienen preocupando y también inquietan a muchos sacerdotes.

Este elenco de preguntas, contestándolas con la sinceridad que nos debe caracterizar, pienso que son suficientes para un verdadero encuentro con nosotros mismos y con los hermanos sacerdotes, a fin de que nuestra vida pueda ser transformada. Las enumero:

A. Interrogantes

1 ¿Cómo es la salud física, espiritual y psicológica de los sacerdotes? ¿hay indicios que llegan a preocuparnos por estas situaciones?

2 ¿Cuáles son nuestras inquietudes más importantes en el orden personal, espiritual, intelectual y pastoral? ¿Intentamos dar respuestas adecuadas?

3 ¿Por qué hay sacerdotes que se encuentran con angustia, ansiedad, en estado de stress o con depresión?

4 ¿Por qué se produce, a veces, desánimo, desencanto en el ministerio? ¿Por qué razón algunos se consideran como meros funcionarios?

5 ¿Cómo se afronta la soledad en la vida ordinaria del presbítero, tanto en lo que se refiere a su forma cotidiana de vida como en los momentos en los que uno se ve o se siente en verdad solo en la parroquia o cargo que el Obispo le ha encomendado?

6 ¿Se buscan compensaciones para paliar el aislamiento indicado con otras formas que pueden en apariencia —sólo en apariencia— suplir estos momentos de soledad: salidas, música, nuevas tecnologías, cine, bares o casinos, juegos de naipes, tertulias con «amigos» o matrimonios amigos, que nos hacen «matar» un tiempo, pero que no nos ofrecen nada para que avancemos en nuestra vida espiritual y pongamos entusiasmo en las actividades pastorales?

7 ¿No sería conveniente y necesaria la creación de un gabinete de psicología aplicada en la Diócesis para ayudarnos en nuestra salud mental y en nuestro equilibrio emocional?

8 ¿Hay empeño serio en nosotros por una más intensa vida espiritual y una sólida formación? ¿Se percibe afán y gusto por la lectura y el estudio, principalmente por lo que nos ofrece mensualmente la vicaría episcopal para el clero y por un conocimiento profundo del magisterio eclesial?

9 ¿Cuál es, cómo debe ser, nuestra espiritualidad específica como miembros de un presbiterio diocesano? ¿Encontramos espacios para la oración personal y comunitaria y la intimidad con el Señor?

10 ¿Se dan carencias y privaciones en los sacerdotes motivadas por una economía demasiado ajustada? Cuando estamos holgados ¿compartimos los bienes, pocos o muchos y en la medida de nuestras posibilidades, con los hermanos sacerdotes y con los pobres, sobre todo a través de los cauces institucionalizados?

11 ¿Tenemos algún «hermano» sacerdote de nuestra confianza que acompañe nuestra vida personal y ministerial, es decir, un director espiritual, no para desahogarnos, sino para sentirnos ayudados y comprendidos? ¿Se valora este acompañamiento para la vida del Espíritu?

12 ¿Cuáles son las demandas más frecuentes en nuestra acción pastoral? ¿Nos agobia el quehacer encomendado? ¿Dejamos algunos espacios de tiempo libre durante la semana o el mes para un sano esparcimiento con otros compañeros o con personas de nuestro entorno que nos pueden hacer un gran bien?

13 ¿Ayuda la familia en nuestra vida personal y en la acción ministerial? Hay familias que son un obstáculo para el sacerdote: los controlan, los marcan un horario para llegar a casa, los vigilan las personas con las que hablan… ¿Es la familia un beneficio o un obstáculo en nuestra vida?

14 ¿Cómo es nuestra relación con el arzobispo? ¿Sentimos cariño y afecto hacia él? ¿Es para nosotros un amigo, un hermano, un padre, como dice el Vaticano II. ¿Tenemos facilidad para acudir a él y contarle nuestros problemas y necesidades, ¿Nos sentimos queridos por él ¿Tiene él hacia nosotros la cercanía que necesitamos?

15 ¿Se da un verdadero amor entre nosotros mismos? ¿Existe una auténtica fraternidad sacerdotal? ¿Cómo son las amistades entre los presbíteros? ¿Mantenemos buenas relaciones no sólo para dialogar de asuntos más o menos triviales, sino para establecer conversaciones serias en las que podamos descubrir que estamos inmersos en los mismos problemas?

16 ¿No habrá llegado el momento de plantearse con toda seriedad la creación de equipos sacerdotales a distintos niveles: vida en común, al menos comer juntos, de acción pastoral, o de mayores exigencias que nos ayuden a vencer tantas dificultades que frecuentemente se presentan en nuestra vida humana y ministerial?

17 ¿Qué pediríamos a la vicaría episcopal para el clero en esta nueva etapa? ¿Estaríamos dispuestos a ofrecer sugerencias —si se nos pidiesen— para un mejor y más eficaz funcionamiento de la misma?

B. El Concilio Vaticano II, camino prioritario

Intento —desde los interrogantes formulados— ofrecer sucintamente algunas respuestas, aunque lo más importante debería aportarse en los momentos de diálogo que se produzcan entre nosotros. Hemos de considerar esos espacios de fraternidad, de escucha del otro, de las intuiciones que tenemos, de lo que brota de nuestro corazón, en los que todos podemos aportar nuestros puntos de vista para ayudarnos en la consecución de esta meta.

Debemos marcar cauces si tenemos en cuenta la densa y rica doctrina del Concilio Vaticano II como camino ideal a recorrer. Por ello, esta reflexión tiene como trasfondo la doctrina conciliar sobre el ministerio.

Si este itinerario nos resulta adecuado, es porque encontramos en él las claves esenciales sobre el tema que nos ocupa. Estos principios aparecen también en la doctrina del postconcilio. Pensemos especialmente en la metodología sistemática de la segunda Asamblea universal de Obispos de 1971 cuyo tratamiento versó sobre la justicia en el mundo y el sacerdocio ministerial.

Las claves serán, por tanto, fruto y resultado basadas, sobre todo, en las enseñanzas del magisterio: exhortaciones apostólicas (pensemos de una forma singular en la exhortación PDV, del Papa san Juan Pablo II y fruto del Sínodo de Obispos sobre la vocación y misión de los presbíteros en la Iglesia y en el mundo contemporáneo; las catequesis y alocuciones de los Papas, los documentos de conferencias episcopales…. Y en las aportaciones de teólogos de cuño, que conocen, interpretan y viven la Iglesia como misterio de comunión y misión.

Nos pueden servir de ejemplo teólogos de la talla de René Latourelle, Karl Rahner, Jean Daniélou, Ives Maríae Congar, Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Olegario González de Cardedal, Giuseppe Alberigo, Marie-Dominique Chenu, Fernando Sebastián, y muchos otros que podríamos citar y que contribuyeron grandemente a preparar, realizar, exponer e interpretar la doctrina del Concilio Vaticano II.

A algunos de estos teólogos se les mandó silencio en momentos difíciles; ellos supieron obedecer y callar; y durante ese espacio de tiempo no escribieron, no dieron conferencias, no impartieron la docencia… La Iglesia posteriormente les llamó para que interviniesen activamente en el Concilio Vaticano II, siendo extraordinarios padres conciliares. Ellos han creado escuela, han marcado las grandes pautas de la teología y de la eclesiología de comunión y no han creado forofos ni han pretendido ser esnobistas, en el sentido de adherirse a un gusto con admiración excesiva por todo lo que está de moda en supuestos ambientes de distinción ante algo tan serio donde se podría jugar el porvenir de la Iglesia posconciliar.

¡Cuántas gracias hay que dar a dar a Dios por estas mentes privilegiadas y serenas, que amaban a la Iglesia y su magisterio por encima de todo! Recuerdo con qué ilusión leíamos —allá por el curso 1968-69— el libro Introducción al Cristianismo, de Josef Ratzinger, que aún está en vigor y hace mucho bien. Por eso cuando en el año 2005 fue elegido Papa era conocido por muchos de nosotros por haber leído este magnífico libro suyo.

Y cuando hablo de estos grandes teólogos conciliares y posconciliares no pretendo en absoluto que olvidemos ni que se tenga ningún signo displicente a la gran riqueza dogmática de la anterior generación de insignes teólogos y maestros anteriores al Vaticano II, como por ejemplo los PP. Aldama, Cuervo, Royo Marín, Lorenzo Turrado, Peinador… y tantos otros que vivieron la Iglesia de su tiempo con una profundidad y una hondura tales, que los llevaron a publicar escritos ardientes que hicieron época. Muchos de ellos nos sirvieron de libros de texto en los años de estudio en los seminarios y universidades.

Tanto es así que estos padres podrían considerarse los referentes para la elaboración de esa nueva teología que se venía sintiendo, gestando y, me atrevo a decir, necesitando, pero teniéndoles siempre a ellos en el punto de mira y como línea referencial de la teología, de la moral y de la teología espiritual.

No podemos dejar de señalar que algunos hicieron verdaderos estragos con el trato y los juicios indolentes que les otorgaron; es verdad que al haber cambiado las circunstancias sociológicas, políticas, de relaciones entre los pueblos y, de manera singular, eclesiales, se estaba necesitando una teología más abierta al mundo actual y que no perdiese de su horizonte los signos de los tiempos.

Se llegó, pasados los días, a adentrarse en la realidad y en las necesidades de todo género del sacerdote secular; se ahondó mucho más en cómo debería ser su fisonomía, su ser ontológico y existencial, sus maneras de actuar, sus comportamientos y su forma concreta de hacer creíble su ministerio. De ahí que su espiritualidad también —sin dejar lo esencial que le debería identificar— tuviese que ser sometida en aquellos momentos de crisis y confusión a una profunda revisión.

Por eso afirma también el Directorio, anteriormente citado, que el ministerio sacerdotal es una empresa fascinante, pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación, y, sobre todo hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y a veces la soledad.

Podemos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que a más de cincuenta y cinco años de distancia de la clausura del Concilio Vaticano II la realidad sacerdotal expuesta en sus grandes documentos sigue siendo un don para la Iglesia y para el mundo y un singular hecho de gracia para todos y cada uno de nosotros con grandes repercusiones en los fieles laicos y en la vida consagrada. Cosa distinta es que lo aprovechemos en su totalidad o lo dejemos pasar.

Como acontecimiento nos invita a una mayor fidelidad, para construir la imagen del sacerdote entre dos milenios y ante un cambio cultural histórico significativo. Y nos habla de la seriedad con la que se ha de afrontar la formación permanente del clero.

La figura del buen Pastor, descrita por los evangelios, vivida por los Apóstoles y explicada por los Santos Padres, ha sido siempre el punto de referencia de la vida y espiritualidad sacerdotal. Los grandes sacerdotes de la historia, como san Juan María Vianney, lo recuerdan. El magisterio y la doctrina teológica inmediatamente antes del Vaticano II, son exponentes, cada uno a su modo, de esta gracia. De ahí que podamos decir que el Concilio es un punto de llegada y un punto de partida en la concepción del sacerdote en una Iglesia que peregrina hasta la parusía.

El magisterio de los últimos Papas, con sus cartas encíclicas, sus exhortaciones apostólicas, sus numerosos discursos sacerdotales en los viajes apostólicos, audiencias, ordenaciones, visitas ad limina, etc., presenta un estilo sacerdotal que expresa el gozo de serlo en el seguimiento generoso a Cristo buen Pastor, en la fraternidad entre los hermanos y en la disponibilidad misionera local y universal. Y, como veremos, con mayor claridad, en la abundante doctrina de Benedicto XVI, con ocasión del año sacerdotal que él convocó para toda la Iglesia en el año 2009, no sólo no se aleja de los principios conciliares y de los de los anteriores Papas, sino que los fortalece y refuerza de manera admirable.

Debemos recordar que si hasta el Concilio de Trento el sacramento del orden estaba en íntima relación con el sacrificio, es decir, si toda la fuerza del ministerio sacerdotal provenía de la relación presbítero-eucaristía, el Vaticano II, que asentó firmemente la sacramentalidad del episcopado y la cooperación de los presbíteros con el obispo, dio un cambio significativo. ¿En qué iba a consistir?: sencillamente en hacer depender toda la acción ministerial de la misión de la Iglesia, única e idéntica para todos, aunque con distintas formas de realización y con diferentes expresiones.

Por ello, en la práctica, la misión encomendada a los sacerdotes no es la misma que tienen confiada en su actuación un monje contemplativo, una religiosa de vida activa, un laico implicado en el tejido social, un hermano lego en un convento o una madre de familia en su hogar.

La misión se fundamenta en el encargo que Jesucristo dio a los apóstoles: Como el Padre me ha enviado así os envío yo. Y ellos, siguiendo este encargo que no podían rehuir, van enviando a sus sucesores, y así continuamente para que nunca termine ni deje de cumplirse el mandato del Señor.

Antes de señalar, a modo de síntesis, los principales desafíos que se desprenden del Concilio Vaticano II, vamos a analizar unos rasgos generales, característicos de la espiritualidad del sacerdote diocesano.

Primer rasgo: Vivir la espiritualidad según la propia vocación

Cada cristiano debe vivir la espiritualidad según la vocación a la que ha sido convocado. Se trata de amar como Cristo ama. También la del sacerdote queda descrita dentro del contexto de la santidad cristiana (LG V, nn.39-42). Todo miembro de la Iglesia forma parte de su sacramentalidad, como transparencia e instrumento de Cristo.

Los sacerdotes somos parte cualificada de este pueblo de Dios con nuestra propia espiritualidad. Con toda claridad se percibe que en el seguimiento de Cristo, según los diversos dones y carismas recibidos, la llamada a la más alta espiritualidad, que es la santidad, se realiza en el propio estado de vida en que cada uno vive.

A esto hay que añadir la experiencia de las bienaventuranzas propia de cada cristiano. Y se debe alimentar con los medios que ordinariamente la Iglesia señala: lo que es común a todos los christifideles: la oración, los sacramentos, la lectura espiritual, los dones del Espíritu Santo, la entrega vivida cada día en las virtudes, especialmente en el amor; y lo específico del ministro ordenado, es decir, la caridad pastoral, en la amplia gama que ésta lleva consigo como medio de santificación para el sacerdote.

En el ministerio del sacerdote como discípulo y apóstol de Jesucristo, la caridad pastoral constituye una realidad existencial imprescindible. Necesitamos testigos fuertes de Dios que anuncien el Evangelio desde posiciones humanas sólidas, pero sobre todo desde un testimonio convincente, que ayude a los hombres de hoy a vivir la fe como algo que da sentido a la existencia humana y puede llenar de felicidad a sus personas en el quehacer cotidiano.

Pero todo ello no debemos vivirlo en soledad, como si fuésemos personas incomunicadas e insociables, que en muchas ocasiones se convierte en espiritualidades aisladas. Necesitamos la compañía y el enriquecimiento de los carismas de los demás.

Afirmaba el Arzobispo emérito de Toledo, Mons. Braulio Rodríguez Plaza, en la misa crismal del año 2014: «no confundir la vida espiritual con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio, pero que no alimentan el encuentro con Cristo y los hermanos, ni el compromiso con el mundo, ni la pasión evangelizadora. Necesitamos alejarnos del individualismo y trabajar pastoralmente juntos». Es éste otro factor que hará que la espiritualidad sacerdotal crezca y se desarrolle adecuadamente. Esta llamada que se nos hace a lo que debe ser la vida espiritual hay que fomentarla desde los primeros momentos de toda formación que vaya encaminada hacia el sacerdocio.

Segundo rasgo: La espiritualidad sacerdotal y los ministerios ejercidos

La espiritualidad de los pastores se relaciona de acuerdo con los ministerios ejercidos, realizados con espíritu de servicio y en la línea de la caridad pastoral. Esta caridad se practica «por el diario desempeño del oficio» (LG 41), como hicieron los sacerdotes del pasado. Efectivamente, por medio de la vida y ministerio sacerdotal, se llega, dice LG 41 a «una más alta santidad, alimentando y fomentando su actividad en la abundancia de la contemplación».

La espiritualidad se expresa en dones, ministerios y funciones del Espíritu para la edificación de todo el cuerpo de Cristo. La espiritualidad sacerdotal, como la teología, se fundamenta en la espiritualidad cristiana (del fiel cristiano bautizado), en principio, sin más (después veremos cómo se hace vida en el presbítero). Se enmarca en tres coordenadas o dimensiones: a) antropológica (desde la secularidad —no confundirlo con lo que es propio de los seglares—; b) eclesiológica (desde la eclesiología de totalidad) y c) cristológica (desde el vivir insertados en el misterio de Cristo por el Espíritu).

¿A qué nos referimos con espiritualidad? «se entiende —como afirma Jorge Arley Escobar Arias, en su libro Hacia una espiritualidad del ministerio presbiteral— aquello que constituye lo esencial del presbítero —en nuestro caso—, que ha de ser auténtica y coherente con el Evangelio, que abarca toda su persona, que conduce a la plenitud, realización y unidad del ser humano que es el ministro. Esto me invita a afirmar que el ser humano es más que vida biológica, es vida superior, realidad misteriosa y profunda, es «vida según el espíritu». Esta vida profunda va siendo forjada por las motivaciones, valores, experiencias, relaciones, ideales y se va haciendo manifiesta en la forma de vivir el día a día, en lo que se es, se hace, se sabe».

La espiritualidad obedece a una relectura del Evangelio en el contexto actual; unifica gestos y actitudes que caracterizan la existencia cristiana, implica la maduración de esa identidad cristiana, constituye una posibilidad de experiencia de Dios en el contexto de la propia vida, inserta en el horizonte más amplio posible de la historia; es un camino de santidad o proyecto de vida en el Espíritu; constituye un modo de vivir de acuerdo al querer de Dios.

Tercer rasgo: De la Vocación sacerdotal a la perfección: consagrados-enviados

El XXV Sínodo diocesano de Toledo, al hablar de los signos sacramentales, recuerda que los sacerdotes, por el sacramento del Orden, participan de la misión y autoridad de Cristo: Sacerdote, Profeta y Señor de la Iglesia. Jesucristo ha fundado su Iglesia poniendo al frente de ella pastores que la apacienten. El ministerio jerárquico es constitutivo en el ser de la Iglesia, y no viene conferido por delegación de la comunidad, sino por elección divina sellada en el sacramento del orden. Esta participación del sacerdocio de Cristo, que se llama sacerdocio ministerial, es distinta esencialmente y no sólo de grado del sacerdocio común, bautismal o real que todos los fieles reciben en el bautismo.

Sin duda que en la Diócesis, como solicita la sinodal a la que nos venimos refiriendo, se viene realizando una seria promoción y cuidado de las vocaciones al ministerio ordenado —también las religiosas—. En esta Iglesia se marca un acento especial en las familias cristianas, como ambiente natural donde Dios siembra sus llamadas. Se valora positivamente la labor de los seminarios; y todo el pueblo fiel debe manifestar su gratitud con permanente oración al Señor de la mies por esta intención.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, «hace partícipe de su sacerdocio a todo su pueblo santo y con amor de hermano elige a hombres de este pueblo para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión» (Cf. Prefacio Misa Crismal).

Es deber de todos los diocesanos agradecer a tantos padres y madres su generosidad al entregar a Dios alguno de sus hijos. Muchas parroquias están fomentando un cuidado particular por las vocaciones sacerdotales, religiosas y consagradas. Para lograr esto, se potencia cada curso la oración ferviente al Señor en los jueves sacerdotales; que los creyentes vibren ante la campaña del seminario y jornada mundial de oración por las vocaciones. También los sacerdotes, especialmente los párrocos, prestan atención espiritual y humana a los seminaristas en la ayuda pastoral que procuran a las parroquias.

En los sacerdotes todos los cristianos no ordenados buscan encontrar una vida diferente; en su interior es lo que desean ver. Para los fieles deben destacarse por un estilo de vida que contagie un estilo y un talante de espiritualidad distinta. Esto les agrada y les lleva, en multitud de ocasiones, a una seria reflexión, aunque muchas veces oigamos decir frases como éstas: «los curas no tienen por qué ser distintos de los demás», «ellos son como uno de nosotros», «tienen que ser campechanos con las personas», «deben ir a los bares, como nosotros, y de esa forma se ganan más a la gente», etc.

El decreto PO describe la espiritualidad sacerdotal en el capítulo III: la vida de los presbíteros. Y distingue tres apartados. El primero: vocación de los presbíteros a la perfección (PO 12-14), en el que presenta unas líneas-fuerza que podrían concretarse en estas afirmaciones: instrumentos vivos de Cristo Sacerdote, consagrados y enviados, y dóciles a la acción del Espíritu. Es el camino de una »santidad en la que se ejercen sincera e incansablemente los ministerios en el Espíritu de Cristo» (PO 13) y «movidos por la caridad del buen Pastor», para que «en el mismo ejercicio de la caridad hallen el vínculo de la perfección sacerdotal»; así «encontrarán la unidad de su propia vida en la unidad misma de la misión de la Iglesia» (PO 14).

Nada, por tanto, se puede disociar. Hay una interconexión entre ellos por la que se enriquecen mutuamente. Y teniendo en cuenta que la santidad es la perfección de la caridad, todos aquellos gestos que el presbítero realiza con amor y desde una actitud de entrega están contribuyendo a ese crecimiento en santidad. De la caridad que yo considero distinta, se habla en otro lugar con más especificación.

Es una clave que se deriva de los escritos del P. Miguel Ruíz Ayúcar que con tanta fuerza y dinamismo escribió sobre la caridad. Entre otras cosas dice: «Si tienes las manos abiertas más para dar que para recibir (…) si eres servidor de todos, si cargaste con sus cargas y cada noche tus espaldas van cansadas (…) piensa que eso es ser bueno; sigue adelante por esta senda que te queda por avanzar en la santidad…».

«El constitutivo formal de la perfección cristiana consiste en la caridad; —afirma José Rivera y José María Iraburu— en su manual Síntesis de Espiritualidad Católica, y el constitutivo integral, en todas las virtudes bajo el imperio y guía de la caridad (STh II-II.84). Quiere esto indicar: 1. que la perfección cristiana consiste esencialmente en la perfección de la caridad; y la razón es porque el hombre es imagen de Dios que es caridad; 2. La perfección cristiana consiste integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad; 3. El grado de perfección cristiana es el grado de crecimiento en la caridad; 4. Amar a Dios es más perfecto que conocerle; y 5. En esta vida puede el hombre crecer en caridad indefinidamente, es decir, puede aumentar su perfección in infinitum».

El P. Mendizábal, en su libro Teología espiritual, señala unos aspectos de gran interés respecto a lo que venimos indicando; dice este autor que una cosa es el hábito de caridad que es infundido en el hombre en el bautismo (esa «caridad» es la virtud de la caridad), otra es el acto de caridad y otra es el estado habitual de caridad.

Así, alguien puede tener la virtud de la caridad, pero no un estado habitual de amor; esto es, lo que a veces denominamos enamoramiento, estado cuyo amor no es acto explícito de amor sino condición habitual producida por la virtud de la caridad ejercitada durante largo tiempo, y que se manifiesta de modo particular en el hombre, invade toda la persona y decimos que la persona está muy inflamada en amor.

Cuarto rasgo: Imitar las virtudes del buen Pastor

Este apartado tiene su razón de ser en las virtudes del buen Pastor: humildad, obediencia, castidad y pobreza (PO 15-17). Estas virtudes han de ser practicadas por nosotros, ya que son esenciales en nuestra vida. Si las virtudes humanas se cultivan, en la medida de las propias exigencias, resultará más fácil la conquista de las virtudes sobrenaturales. Y no puede haber virtudes sobrenaturales en el sacerdote si en él se experimenta una carencia de virtudes humanas, que se ponen en evidencia en el vivir propio y habitual de cada día. Una pregunta que salta: ¿qué es primero: las virtudes humanas o las sobrenaturales? A primera vista parece que la pregunta huelga, pero esta cuestión no es baladí.

Quien no es capaz de adquirir una discreción de juicio suficientemente idónea para discernir indica que la madurez humana está bajo mínimos. Si enumerásemos las virtudes del buen Pastor fácilmente caeríamos en el desánimo porque a nosotros nos puede resultar algo inaccesible, pero no es así como se debe ver. Se trata de una aspiración que deseamos ir logrando; es, en definitiva una invitación. Nos dice el Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Pero aunque nos veamos lejos de esta invitación que nos hace el Señor, debemos seguir intentando su consecución, lo importante es no perder el horizonte y el sentido de la meta propuesta. Y un pasito, por pequeño que sea, puede estimularnos en gran manera a conseguir el final propuesto.

Al referirnos a los sacerdotes con el apelativo de «padre» podemos pensar que sólo es un título, pero, en realidad, va más allá. Para un sacerdote el ser padre significa tener una familia: los fieles a los que sirve, porque es un elemento humano que es necesario para todo hombre, sea sacerdote o casado. Las características de un padre también se pueden aplicar a un sacerdote, obispo, cardenal o papa quienes, en su misión han recibido diferentes tipos de rebaños, e incluso de encomiendas, con sus ventajas y dificultades.

Cristo nos enseña algunas cualidades esenciales de un padre y un pastor. Primero nos habla de que un pastor debe proteger a su rebaño porque él sabe que necesita de su ayuda y, más, cuando está en dificultad; hay que saber salir al encuentro de la oveja que está en peligro o que está siendo atacada para sacarla de aprietos; y señala una actitud muy dañina que es la del que solo se preocupa por hacer su función y no le interesa su rebaño o la gente que Dios le puso a su cuidado. Como actitud de base está un espíritu de servicio que busca el ser servidor más que ser servido.

Otra cualidad que Cristo enseña es la de conocer a las ovejas porque nadie ama lo que no conoce. El tiempo que se pasa junto a alguien y las experiencias que se comparten son una forma extraordinaria para conocer a los demás; son un recordatorio de que, en nuestro trabajo apostólico, lo que importa más son las personas y nunca se debe olvidar. Así como Cristo se interesa por cada uno de nosotros, también a nosotros nos toca hacerlo por las personas con las que convivimos día a día.

El buen Pastor, Jesús, está atento a cada uno de nosotros, nos busca, nos encuentra y nos ama; nos lleva a verdes pastizales; nos dirige su palabra, conoce en profundidad nuestros corazones, nuestros deseos y nuestras esperanzas, como también nuestros fracasos y nuestras decepciones. Nos acoge y nos quiere tal como somos, con nuestros defectos y virtudes. Por cada uno de nosotros Él «da su propia vida»: es decir, nos ofrece la posibilidad de vivir una vida plena, sin fin. Además, nos cuida y guía con amor, ayudándonos a atravesar los senderos escarpados y los caminos muchas veces arriesgados que se presentan en el itinerario de la vida.

Quinto rasgo: Medios para alcanzar la auténtica espiritualidad

El quinto apartado presenta un conjunto de medios necesarios para lograr una genuina y sincera espiritualidad sacerdotal (PO 18-21). Lo que podemos llamar la vida según el Espíritu. La espiritualidad sacerdotal se debe ejercer en la Iglesia misterio, comunión y misión. Muchas veces pensamos que podemos encontrar otros medios más sencillos, más humanos, más al alcance de todos y de gran calidad para el ejercicio de este objetivo; sería un falso desafío a la sabiduría y santidad de la Iglesia que en el transcurso de tantos siglos nos ha ido marcando y no ha dejado de proponernos el ideal para conseguir lo que estamos llamados a ser. Se exige una unión vital con Cristo: Permaneced en mí y yo en vosotros. Estos medios se desarrollan con cierta profundidad en otro apartado de este escrito.

Interesa afirmar que hay que afianzar estos instrumentos para no decaer. Los momentos de muchas crisis sacerdotales que hemos podido comprobar a lo largo de nuestra vida se han debido al olvido, al abandono y al desinterés de estos medios como si ya se hubiese conseguido la meta y no tuviésemos necesidad de acudir a ellos. Es fácil que el corazón se vaya llenando de otros sucedáneos que originan falta de interés y se pierde todo el entusiasmo del amor primero.

Entre los medios empleados —dice Mons. Palmero Ramos en su libro 10 claves del Hno. Rafael para vivir el evangelio— de cara a ayudar a las comunidades, cuyos miembros viven unidos a Dios, en entrega generosa de amor, en oración y sacrificio por el mundo, contamos con doctrinas espirituales sólidas, que ofrecen con periodicidad autores de plena garantía doctrinal. Al lado del magisterio pontificio, que ocupa siempre el lugar preferente, se ofrecen trabajos con incesante constancia.

Los temas de espiritualidad sólida enriquecen igualmente la formación espiritual de personas que tratan de vivir, en el mundo, una espiritualidad recia siguiendo los pasos de Jesús en otros estados y profesiones. El libro Perlas Marianas en San Bernardo, de Damián Yáñez Neira, el mayor impulsor de los estudios cistercienses en España, escribió gran cantidad de trabajos en libros, revistas y trabajos en colaboración. Durante su estancia en el monasterio de San Isidro de Dueñas, fue compañero de san Rafael Arnaiz Barón, enriquece el bagaje y prolonga la trayectoria. San Bernardo ha contribuido a fomentar en la Iglesia la devoción mariana de todos los tiempos ¿Quién no conoce las cuatro homilías del Santo Abad sobre las excelencias de la Virgen Madre, pronunciadas en su juventud? Había contraído una enfermedad grave, de la que tardó mucho tiempo en recuperarse. A duras penas lograron los monjes que se descargara del gobierno de la comunidad, cumpliendo las prescripciones médicas que le impusieron. En ese tiempo de convalecencia, se dedicó el Santo a preparar tratados, llenos de suavidad y mansedumbre que comunica a todas las personas piadosas.

Se recorren, además, muchas de sus homilías pronunciadas en las principales festividades del Señor y de la Señora. Los retazos seleccionados constituyen verdaderas Joyas de espiritualidad. No son otra cosa que las vivencias del trato íntimo que un gran monje y maestro de monjes tuvo con la Señora del cielo.

José Martínez-de Toda, gran experto en los medios de comunicación, nos dice que en la Iglesia se ha estudiado mucho la espiritualidad cristiana y sus diversas escuelas de espiritualidad: benedictina, franciscana, de jesuitas…; donde primero se usó el término fue en Francia. El enfoque usado aquí es el de la espiritualidad dentro de una comunidad de fe, que responde a una revelación aceptada como normativa. En general «espiritualidad» se entiende como una existencia religiosa comprometida. El elemento más importante de esta espiritualidad con compromiso de fe es la experiencia personal de Dios.

La espiritualidad cristiana es la forma en que una persona, que está animada por la presencia viva y por la acción del Espíritu de Cristo, reacciona y actúa habitualmente de acuerdo con Él. Además de este enfoque paulino de espiritualidad cristiana, hay también otros enfoques muy diversos entre sí. La diversidad mayor se dio entre protestantes y católicos, especialmente en lo relativo a gracia/obras, palabra/sacramento, y eclesiología. La espiritualidad católica actual se deriva del Vaticano II.

La espiritualidad surge del encuentro de la experiencia con la gracia de Dios. Este encuentro es un contacto vital que nos impacta, nos marca y trata de transformar nuestra vida. El contacto puede ser algo personal con Dios, con personas de Dios, con libros, música, filmes, programas de los medios, eventos y cosas que se refieren a Dios. El test de una espiritualidad es una vida integrada con amor y obras.

Teniendo en cuenta los medios de que disponemos parece que podemos hablar de tres tipos de espiritualidad entre los católicos: la institucional (son leales a la doctrina de la jerarquía), la pneumática (están preocupados por el propio crecimiento del Espíritu) y la de los religiosos/as, sobre todo la de los miembros de vida contemplativa.

La espiritualidad debe tener en cuenta algunos contextos: a) el económico: en donde existen situaciones de verdaderas pobrezas; b) el cultural: las nuevas tecnologías y los modernos cambios y c) el religioso: representa el encuentro de tres grandes tradiciones.

Sexto rasgo: Consagración y misión para la acción apostólica

El decreto PO subraya el ser y el actuar del sacerdote. En ellos podemos encontrar líneas de actuación relacionadas con la entrega del buen Pastor y, por tanto, con los ministerios ejercidos en su nombre y en su Espíritu, lo que supone estar en línea de entrega (PO 1), en armonía entre consagración y misión (PO 2), para dedicarse totalmente a la acción apostólica (PO 3). Son necesarios energía, perseverancia y valor para emprender las obras que el Señor nos inspire y llevarlas adelante cueste lo que cueste. Preparación y formación. Oración y trabajo. Devoción sólida a Jesucristo, conocimiento, amor, imitación a la Santísima Virgen María. Amor personal al Papa y a la Santa Iglesia. Veneración y servicio al episcopado... Hay que notar que la misión de la Iglesia y de cada uno de nosotros no se funda en una necesidad transitoria, ni en ideas de actualidad, sino en la necesidad permanente de la Iglesia, según los tiempos y lugares, y en la idea eterna y celestial de la caridad de Cristo.

Es necesaria la adaptación a las necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos y lugares. Prudencia y mucha caridad. Hechos consumados. Sencillez, astucia, sagacidad para vencer al enemigo. Energía, perseverancia y valor para emprender las obras que el Señor nos inspire y llevarlas adelante cueste lo que costare. Adaptarse no significa sentirnos cómodos con todo aquello que se pueda ir introduciendo en la Iglesia, sino tratar, en todo momento de hacer que la Iglesia se perfeccione a pesar de sus muchas limitaciones por causa nuestra, de cada uno de nosotros los cristianos miembros pecadores de esta Iglesia en su realidad visible.

Durante el Concilio, en el proceso de elaboración de los capítulos V y VI de LG, se expresaron dos corrientes doctrinales que sintéticamente pueden concretarse del siguiente modo: para unos Padres Conciliares, los religiosos son una estructura dentro de la Iglesia pero no estructuran la Iglesia; para otros Padres, no sólo son una estructura, sino que son un elemento esencial y constitutivo de la misma, teniendo en cuenta que en la Constitución divina de la Iglesia entra a formar parte no sólo el elemento jerárquico, sino también el elemento carismático.

Los cc. 207, 573 y 574, siguiendo al Concilio (LG 43, 44c y d y 45c) hablan expresamente al referirse a la vida consagrada de estado de vida o forma estable de vida. Pero se muestra al igual inseguro, incierto sobre su puesto dentro la Iglesia.

Una muestra de esta indefinición conciliar la encontramos en el can. 207 del código vigente. El §1 establece la constitucionalidad ex iure divino de la distinción entre ministros sagrados y fieles laicos. El §2 se refiere al estado de los consagrados que, aunque no afecta a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, a su vida y santidad. La pregunta surge de modo inmediato: ¿es aplicable al estado de los consagrados del §2 la constitucionalidad ex iure divino que se predica del orden clerical y laical en el § 1? No lo parece, si nos atenemos a la literalidad del precepto codicial y a la fuerte crítica que ha recibido por parte de algún sector doctrinal la redacción del canon 15.

Pero en el código no sólo el can 207 suscita este debate que nos ocupa. También la misma colocación dentro del código en una parte ad hoc, separada del resto de los fieles suscita la pregunta por el puesto que la vida consagrada ocupa en el «misterio de la Iglesia». La pregunta por el puesto que la vida consagrada ocupa en el «misterio de la Iglesia» ha llevado mucho a la doctrina teológica.

Afirma el prof. Julio Manzanares que se puede formular en estos términos: ¿la vida consagrada responde a la voluntad fundacional de Cristo sobre la misma Iglesia y, por tanto, preexiste a sus manifestaciones históricas, o más bien es un modo práctico de resaltar, no sólo la relevancia histórica de la vida religiosa, sino también, y sobre todo la alta misión que está llamada a cumplir dentro del conjunto de las misiones eclesiales, pero sin que ello entrañe una opción legislativa a favor de la tesis que configura la vida religiosa como un constitutivo esencial del Pueblo de Dios

Frente a estas dudas interpretativas, se acaba imponiendo sobre esta cuestión finalmente la posición autoritativa de Juan Pablo II. La expresó primeramente en diversas Audiencias que tuvieron lugar con motivo de la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la vida consagrada en octubre de 1994 y con más rotundidad en la Exhortación postsinodal VC. Sirvan de muestra estas palabras del Papa en la audiencia del 12.X.1994: «Cristo instituyó los consejos evangélicos y, en este sentido, fundó la vida religiosa y todo estado de consagración que se le asemeje (…). La eclesialidad de la vida consagrada emana de su misma naturaleza, de lo que es, no de lo que hace, es un estado de vida constitutivo de la Iglesia querido por Cristo. Pertenece ésta, por tanto, a la esencia de la Iglesia en cuanto forma estable de vida inaugurada y querida por Cristo.

De la cuestión del origen y lugar de la vida consagrada en la Iglesia, vuelve a ocuparse definitivamente la Exhortación Apostólica VC de 1996. La vida consagrada no es una realidad aislada y marginal dentro de la Iglesia sino que está en el mimo corazón de la Iglesia como elemento decisivo para su misión. Por eso no sólo es un don precioso para la Iglesia, sino también necesario. Hay estructuras que pueden desaparecer (cabildos de canónigos, consejo de cardenales, cofradías, hermandades...), pero no puede desaparecer la vida consagrada.

En el n. 29, se concluye que a la luz de la reflexión teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada se ha tomado conciencia de que la profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia. Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza. Sin la vida consagrada a la Iglesia le faltaría algo fundamental.

Séptimo rasgo: La caridad, distintivo de la vida cristiana

Procuremos vivir y predicar la caridad de Cristo. La caridad es la esencia de la vida cristiana, es el distintivo de todo creyente, por lo tanto, no deben olvidar los discípulos de Jesús —menos aún los sacerdotes— que se impone la necesidad urgente e intrínseca a la misión que Cristo nos ha confiado de vivir ampliamente el espíritu de caridad y hacerlo vivir a los hombres.

Escribe el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris laetitia: «el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que "pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado" [110] y que, de hecho, "las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas"[111]. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, "sin esperar nada a cambio" (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es "dar la vida" por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio: "Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis" (Mt 10,8)».

Todas las enfermedades de la Iglesia y de la vida cristiana han comenzado y se han desarrollado por la falta del espíritu de caridad, que es el de Cristo. La renovación no se encamina ni al dogma ni a la moral, sino a los métodos de apostolado y a la aplicación efectiva de los principios morales de la Santa Madre Iglesia a la vida concreta de los hombres, y que esta renovación se sujete, en todos sus puntos, al juicio de la Santa Sede.

Es una renovación que nos ha de llevar a que todos los cristianos vivan el genuino y verdadero espíritu evangélico. Esta renovación trata de lograr la unidad y la organización de las fuerzas de la Iglesia, sin destruir lo propio de cada individuo o corporación, sino más bien ayudando para que se perfeccionen y crezcan en eficacia.

Hemos oído mucho hablar de aquel Mirad como se aman. Eso era lo que atraía en lo humano a los nuevos cristianos. Porque, en lo divino, era Jesús el que actuaba misteriosamente y daba el rápido crecimiento a la comunidad de los creyentes.

Si a los fieles les han de distinguir los hombres y mujeres de nuestro tiempo por aquel Mirad cómo se aman, de los cristianos de la Iglesia de Antioquía, con mucho más motivo en la actualidad han de diferenciarnos a los sacerdotes de Jesucristo, por ese fijaos cómo se quieren, es decir, nos han de distinguir por la fraternidad que brota del corazón y de la sinceridad de todo el ser.

Ya Tertuliano, en el s. II, cuando se decía: aquel «¡Mirad cómo se aman! Implicaba y suponía: Mirad cómo están dispuestos a morir los unos por los otros». Recordaría, sin duda, el nadie tiene amor más grande que el que da su vida por los amigos.

Octavo rasgo: Espiritualidad con equilibrio emocional

Asentado el principio filosófico operari sequitur esse, el obrar sigue al ser, conviene tener claro que cuando el ser personal del sacerdote está firmemente asentado desde una fuerte y sana realidad psicológica que le proporciona el necesario equilibrio emocional, y enraizada su vida en el corazón de Jesucristo, lógicamente su manera de comportarse, de obrar, de vivir... brotará en conformidad con lo que le pide la Iglesia y los fieles esperan de él.

Este convencimiento no se logra porque nos lo repitan muchas veces, no es cuestión de remachar en exceso las cosas. Un hábito se adquiere por la repetición de actos que, como por inercia, hemos ido realizando y se ha perdido toda fuerza de voluntad; esto crea un ser abúlico que le ha dejado sin capacidad de reaccionar y moverse sólo a impulsos de sentimientos humanos y, casi siempre, centrados en él y dando prioridad a su «ego».

¿Qué hacer para mantener el equilibrio emocional? Ofrecemos cinco claves que ayudarán a tener una nueva visión. a) Afrontar las situaciones; b) Elegir la actitud positiva siempre, y especialmente cuando hay cosas que escapan a tu dominio; c) Cambiar la óptica de los asuntos; d) Expresar las emociones; e) Moverse hacia la proactividad.

No es fácil definir «lo espiritual». Es una palabra muy usada en la religión, en la Iglesia, en los conventos, en el mundo clerical, en los movimientos apostólicos… en donde se le define como ese ámbito de la vida donde está la presencia de Dios. Sin embargo, la religión no es la única que habla de ello. Se supone que la fe cristiana produce un cambio positivo y profundo. ¿Por qué, entonces, parece que no funcionara en la «vida real»? Esta pregunta sacudió al pastor Peter Scazzero cuando su iglesia y su matrimonio tocaron fondo y las soluciones que buscaba desde el cristianismo no le producían más que enojo y cansancio. Al comenzar a indagar qué había debajo de una apariencia de «buen cristiano», descubrió áreas enteras de su vida afectiva en las que Dios jamás había estado presente. Y esa inmadurez en el área afectiva había contribuido a su inmadurez espiritual.

En el libro, Espiritualidad emocionalmente sana, de Pete Scazzero, al que terminamos de aludir, el autor pone al descubierto los fallos de nuestros métodos convencionales de crecimiento espiritual y presenta no sólo un modelo de espiritualidad que funciona verdaderamente, sino una guía de siete pasos hacia la transformación, que ayudará a los lectores a vivir una fe auténtica caracterizada por un espíritu de contemplación y sed de Dios. Éstas son las notas que el autor apunta:

 Una copia del libro Espiritualidad Emocionalmente Sana.

 Un Multimedia Pack que contiene transcripciones de sermones, enseñanzas, material promocional, campaña entrenamiento en DVDs y CDs y un DVD de inicio, todo diseñado para guiar su congregación en nueve semanas.

 Un DVD que contiene ocho sesiones para el uso en grupos pequeños o escuela dominical.

 Una Guía de Estudio del Curso para individuos o grupos.

 Un Libro devocional Día a Día.

Espiritualidad Emocionalmente Sana: Tengamos claro que es imposible tener Madurez Espiritual si somos inmaduros emocionalmente

La espiritualidad del sacerdote diocesano

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