Читать книгу Todo lo que hay que saber para saberlo todo - Jordi de Manuel, Jesús Purroy - Страница 7
ОглавлениеPALABRAS PRELIMINARES Y BUENOS PROPÓSITOS
Imagina esto: es el año 1922, Einstein acaba de ganar el Premio Nobel de Física. Un niño le dice a su madre que quiere ser investigador, pero le preocupa que, al paso que va la ciencia, cuando sea mayor ya no quede nada por descubrir. Unos años después el niño se ha licenciado en física. Interrumpe el doctorado cuando una bomba nazi destruye su laboratorio. Se incorpora al servicio secreto británico y diseña una mina especial para hundir los dragaminas alemanes. Decide cam-biar de tema: quiere descubrir el secreto de la vida. Con un hatajo de visionarios inaugura la era del genoma y gana el Premio Nobel de Medicina por este trabajo. A los 60 años decide que el último territorio que queda por explorar para comprender la vida es la consciencia. A la edad en que la mayoría de la gente está pensando en la jubilación empieza una nueva carrera como neurocientífico. Durante casi treinta años genera ideas y ejerce una influencia poderosa como pocos otros científicos de su tiempo. Pocas horas antes de morir, en el 2004, Francis Crick acaba de corregir un manuscrito donde sugiere líneas de trabajo a los investigadores que quieran entender mejor qué es la consciencia.
Si incluso los cerebros más privilegiados y las personas con una capacidad de trabajo extraordinaria se mueren sin saberlo todo, ¿qué esperanza nos queda a los que tenemos capacidades más ordinarias?
No te queda otro remedio que admitirlo: no puedes saberlo todo. Lo máximo a lo que puedes aspirar es a saber pocas cosas, pero saberlas bien.
Antes de continuar vale la pena definir unas cuantas palabras que encontraremos a menudo.
En el título has encontrado la palabra saber. Saber es creer cosas ciertas justificadamente.
Es un buen principio, pero, ¿qué cosas son ciertas? Y ¿qué quiere decir justificadamente? La respuesta no es corta, pero en el capítulo cuarto hay indicaciones que pueden ayudarte a distinguir las cosas ciertas. Desgraciadamente, no incluye ninguna lista detallada.
También hablaremos de conocer, que es lo mismo que saber. Aprender es adquirir un conocimiento. Si aprendes una cosa que nadie sabía antes, puedes decir que la has descubierto.
A lo largo de la vida aprendes de muchas maneras diferentes, y una de ellas es a base de razonar. Razonar es lo que haces cuando analizas todos los datos que tienen que ver con una situación y extraes una conclusión que los tenga en cuenta. No es necesario razonar siempre, pero en muchas situaciones es la manera más segura de aprender. Cuando aplicas la razón a la búsqueda del saber estás haciendo ciencia.
La ciencia no es sólo una acumulación de conocimiento, porque el conocimiento científico cambia cada día. Tampoco es un único método, porque el mundo se manifiesta de maneras tan diferentes que no hay una única manera de conocerlo. Un método que sirva muy bien para descubrir los aspectos físicos de la materia puede ser inadecuado para la investigación de las propiedades biológicas de esta misma materia, y viceversa. Si esto no fuera así, sólo haría falta estudiar el manual de instrucciones y el resto vendría automáticamente.
Hay unos conocimientos, hay un método, pero una caracte-rística de la ciencia es la actitud de las personas que la practican. Al-guien que hace ciencia quiere saber cómo es el mundo, no cómo querría que fuese.
La ciencia tiene mucho de irracional, imaginativo e intuitivo, y en los capítulos siguientes veremos ejemplos de sobra para ilustrar esta afirmación. Pero, en un momento u otro del descubrimiento científico, hay un análisis racional que separa el conocimiento científico de otros tipos de conocimiento. Estas otras maneras no son mejores ni peores, en general: simplemente, no son racionales.
Afortunadamente, no todos los aspectos de la vida se prestan al análisis racional y metódico. La mayoría de tu comportamiento diario es instintivo, irracional e irreflexivo, y es bueno que sea así. Si no, pasarías horas cada día decidiendo qué ropa ponerte, qué recorrido has de hacer para ir al trabajo, qué menú te conviene más o a quién quieres considerar un amigo.
Pero (y este es un gran pero, digno de unas mayúsculas de ad-vertencia) hay algunas situaciones cotidianas en que un poco de racionalidad no hace ningún daño, aunque sea de manera casual y poco estructurada. Leer el periódico, mirar la televisión o buscar respuestas en Internet son realidades perfectamente cotidianas que nos exponen, sin que nos demos cuenta, a afirmaciones de fiabilidad variable.
Razonar tiene un peligro, y es que de tan bien que funciona nos vemos tentados a ir razonando por todas partes. Podemos caer en un exceso de racionalidad. El resultado de este capricho de niño con un juguete nuevo son estas obras de arte que no se pueden entender si no se ha leído antes el manual explicativo. O la costumbre de rebautizar muchas disciplinas de humanidades con un pomposo ciencia que ni les queda bien ni necesitan (¿Ciencias de la Información? ¿Qué problema hay con el entrañable periodismo?). O las predicciones de algunos economistas, que tienen más que ver con las bolas de los videntes que con las predicciones de los físicos y los químicos.
En realidad, ni siquiera cuando nos parece que razonamos estamos solamente razonando. Por ejemplo, cuando analizamos un dilema moral, intentando decidir si una acción es buena o mala. En su trabajo de doctorado, Joshua Greene comprobó experimentalmente que nuestras decisiones morales nunca son totalmente racionales, sino que tienen un componente emocional muy importante. A diversas personas se les planteaba un dilema. Algunos dilemas eran no morales: por ejemplo, si vale la pena tomar el tren o el autobús en un caso concreto. Otros eran morales no personales, donde el mal es causado indirectamente, como cuando se dejan de pagar impuestos. También había dilemas morales personales donde, por ejemplo, se planteaba rematar a un compañero herido para evitar que lo torture el enemigo. Los investigadores observaron que, cuando se plantean dilemas en los que hay que decidir si es justificable hacer un daño inmediato a alguien para salvar a otras personas, se activan los centros del cerebro responsables del raciocinio, pero también los que procesan las emociones. Es decir: ante un dilema puedes analizar racionalmente si hay que actuar de una manera o de otra, pero es imposible valorar todas las consecuencias posibles. Por muchas vueltas que le des, tu decisión se verá influida por emociones irracionales.
La razón y la emoción son los dos motores que nos mueven. Funcionan de manera diferente y es bueno saber (o intuir) cuándo hay que dar prioridad a la una o la otra. Uno de los resultados inesperados de la modernidad es que la diferencia entre ellas se ha ido difuminando y desde hace un tiempo han intercambiado los papeles en muchos aspectos de nuestra vida. Nos tragamos con fe los yogures mágicos y los pintores que no pintan, mientras que desconfiamos de la soja modificada genéticamente y de los descubridores de las medicinas que nos curan cuando estamos enfermos. Esta dislocación, como la llama Ferran Sáez Mateu, tiene como consecuencia la pérdida de respeto hacia el pensamiento racional. El resultado final es un igualitarismo que equipara todas las explicaciones de la realidad como si fuesen igual de válidas.
En Cataluña, hace varios años causó cierto escándalo la irrupción del colectivo Contrastant (www.contrastant.net). De repente, entre las cifras fabulosas de manifestantes, visitantes y participantes que ofrecían los organizadores y la guardia urbana, a alguien se le ocurrió contar a la gente. Ni más ni menos. En un metro cuadrado de calle no se pueden meter cincuenta manifestantes, por mucho que se aprieten. Los recuentos independientes de Contrastant permitieron al público hacerse una idea exacta de la magnitud real de algunas manifestaciones de gran importancia política. Como repartían tanto hacia un lado como hacia otro, les faltó apoyo y tuvieron que finalizar su actividad el año 2007.
No siempre es posible contar, ni todos tenemos tiempo para plantarnos a la puerta de una feria con un lápiz y una libreta, pero es bueno recordar que, a veces, los medios de comunicación distorsionan o manipulan los hechos para ofrecer una visión interesada de un tema. La frase anterior es de una obviedad aplastante, pero todos nos hemos tragado alguna vez una de estas historias, y todos hemos manipulado o distorsionado alguna historia cuando nos ha convenido.
Por ejemplo, sólo con lo que se refiere a la publicidad relacionada con la alimentación hay un montón de afirmaciones que oímos a diario y que se sitúan en un punto incierto entre la exageración y la mentira. Los yogures con unas cepas bacterianas especiales son mejores que lo yogures de toda la vida. Los alimentos de agricultura ecológica son más saludables que los de agricultura tradicional. El agua envasada en fuentes del Pirineo es más limpia que el agua tratada en plantas potabilizadoras.
No tienes tiempo para analizar a fondo por ti mismo la veracidad de estas afirmaciones, pero es posible entrenarse para distinguir entre una historia aceptable y una falsa.
Primero: tienes que ver qué afirmaciones son discutibles. Puedes preguntar «¿Por qué?». Las frases que no tienen un porqué quedan fuera del análisis racional. Esto incluye los gustos y las creencias, como veremos en seguida. Si los yogures con la bacteria tal son mejores que los yogures con la bacteria cual, tiene que haber un porqué. Esta afirmación es discutible.
Segundo: tienes que ver qué razones son aceptables y cuáles no. «Porque lo digo yo», «porque sí» o «porque Dios lo ha querido así» son respuestas que tienen un lugar en las relaciones humanas, pero no si de lo que se trata es de encontrar una respuesta válida a una pregunta discutible.
Tercero: has de aceptar que las razones que, después de analizarlas, has dado por buenas son provisionales. Incluso las cosas que sabes con más certeza son provisionales. Atención: la provisionalidad no es una excusa para la pereza mental. No se puede saber todo, pero hay una diferencia entre no saberlo todo y no saber nada. El saber provisional es preferible al no saber definitivo.
Y con esta reflexión bien presente puedes pasar al cuerpo del libro. Un libro que no tiene mensaje ni conclusión. Los lectores im-pacientes que vayan directos al último capítulo no encontrarán ningún desenlace: sólo un sermón. En realidad, el orden de los capítulos es poco relevante, y no afecta para nada al hilo argumental. Algunos ejemplos se repiten para dar unidad al texto y para mostrar diferentes perspectivas de los mismos temas, pero nada más. Todos los temas que trato dejan cabos por atar y pueden dar lugar a interesantes discusiones de sobremesa o durante un largo viaje con desconocidos. La única justificación que puedo dar para haberlo escrito es que todo lo que digo es tan obvio que ya era hora de que alguien lo pusiera por escrito en un libro de bolsillo.
El saber científico es un producto humano y la manera como se obtiene es comprensible por todos los humanos: éste es el resumen del libro. No todo el mundo puede ser un genio, y no todo el conocimiento está inmediatamente al alcance de todo el mundo, pero todos estamos equipados de serie para razonar con eficacia y rigor.
Ya que hablamos de rigor, quiero reconocer y agradecer la ayuda de unos cuantos lectores intrépidos que han leído los esbozos de este texto y me han ayudado a eliminar prácticamente todos los errores de contenido y muchos defectos de expresión. Como no siempre les he hecho caso, es posible que aún quede alguno. Gracias a Francesc Colom, Àlex Hernández, Marta Masergas y David Pineda. Teresa Purroy y Lídia Feliubadaló leyeron hace años un malogrado embrión de este libro y, con sus comentarios, me hicieron ver que era necesario dejarlo madurar. El impulso inicial para escribir este libro fue un artículo de Salvador Cardús, que ha estimulado mi trabajo y me ha obligado a trabajar muy duro para navegar por nuestra amistosa discrepancia. Isabel Martí apadrinó la redacción de este texto, y fue mi lectora de referencia a la hora de decidir si una explicación era lo suficientemente clara o no. Agradezco a las entidades convocantes del premio Estudi General y a los miembros del jurado que hayan reconocido mi trabajo, y a Edicions Bromera y las publicaciones de la Universitat de València que lo pongan al alcance de los lectores. Mi esposa Asun Solans ha leído incontables esbozos, capítulos y versiones, y me ha ayudado a llegar a puerto.