Читать книгу Todo lo que hay que saber para saberlo todo - Jordi de Manuel, Jesús Purroy - Страница 8
ОглавлениеCAPÍTULO 1. ORDENA TUS CREENCIAS
Hay gente que tiene una memoria tan buena que incluso recuerda cosas que nunca pasaron. Con el saber a menudo ocurre como con los falsos recuerdos: tenemos un montón de conocimientos en la cabeza y no sabemos cómo han llegado hasta allí. El saber acumulado nos ayuda a construir un entorno de referencia, una guía de exploración del mundo. Y nos adentramos en este terreno desconocido con curiosidad y despreocupación. Queremos pisar terreno sólido, pero no todos tenemos el mismo criterio a la hora de definir qué es sólido y qué no.
Es imposible verificar por nosotros mismos todo lo que quere-mos saber. Dependemos los unos de los otros mucho más de lo que querríamos admitir. Por eso necesitamos escoger fuentes fiables de información. Para mucha gente, la letra impresa es garantía. Otros encuentran certeza en la autoridad de ciertas personas. Cada vez más gente pone su fe en el saber global que se puede encontrar en Internet.
Todo lo que sabes forma una red de creencias que se dan soporte mutuo. Algunas de estas creencias son fuertes: se refieren a cosas que has visto en persona, o que has comprobado tú mismo. Otras son más débiles: por ejemplo, todo lo que has leído, te han explicado o no has podido comprobar.
No todas tus creencias son del mismo tipo. Aunque se refieren al mundo en que vives, algunas tienen una justificación racional y otras no.
A veces pasa que dos creencias entran en contradicción. Siempre habías creído, por ejemplo, que las espinacas llevan mucho hierro y de repente lees un artículo en un periódico donde dicen que esto no es cierto. ¿Qué haces?
Si dos creencias son contradictorias haces todo lo posible para prescindir de la que te parece menos importante, no de la que te parece menos cierta. Lo que estás dispuesto a conceder es accesorio. Antes de desprenderte de una de las creencias importantes reordenas tu sistema tanto como puedes, para intentar encontrarle un lugar.
En el caso de las espinacas, puedes pensar que los creadores de Popeye estaban equivocados o que el autor del artículo del periódico estaba equivocado. Según la importancia que des al tema, el desbarajuste que suponga en tu esquema general o tu experiencia previa con la veracidad de la información que dan los dibujos animados o los periódicos aceptarás como bueno un dato u otro.
Incluso puede ser que archives ambos datos y los creas a la vez. Todos mantenemos algunas creencias contradictorias que nos ayudan de una manera u otra a ser como somos.
Por ejemplo, aunque la razón te diga que el candidato por el que votaste ha hecho una política desastrosa, posiblemente te resistirás a admitirlo y votar por otro candidato en las próximas elecciones. Los milagros que te explicaron de pequeño son incompatibles con lo que sabes sobre cómo funciona el mundo, pero quizás tienes la capaci-dad de aceptar como ciertas una afirmación y su contraria. Mucha gente da la razón incondicionalmente a sus amigos o familiares: se niega a aceptar que puedan estar equivocados.
Los ejemplos anteriores son diferentes entre ellos, y se refieren a esferas diferentes de la vida. En general, las creencias de tipo político, religioso o emocional tienen una vida propia, separadas de las creencias racionales excepto en momentos de crisis.
Y aun así, si podemos discutir sobre la mayoría de cosas que sabemos es porque no hay nada de qué discutir. Son aquellas conversaciones interminables en las que es imposible convencer al contrincante de su error. Los gustos son un tema clásico de saber indiscutible, pero también están la política o la religión: no sucede a menudo que alguien salga de una discusión política o religiosa con ideas diferentes a las que tenía antes de entrar. La tradición es otra fuente de saber indis-cutible: el aprecio por un paisaje, unas costumbres o unas manifes-taciones culturales no tiene ninguna justificación que se pueda dis-cutir. Puedes intentar saber, como sociólogo, psicólogo o neurocientífico, qué mecanismos cerebrales o sociales explican la predilección por el Fútbol Club Barcelona o las sardinas a la brasa, pero es imposible convencer a alguien de que se equivoca cuando escoge un plato o un equipo.
Un tipo especial de creencias no discutibles son las creencias no demostrables. Las has desarrollado a partir de experiencias y conocimientos, y son tan sólidas que las das por ciertas, aunque no tienes manera de demostrar que lo son. Por ejemplo, estoy seguro de que yo dejaré de existir cuando muera: la materia que me forma se reciclará y la mente que me reconoce se esfumará. Si tengo razón no lo sabré nunca, y si no tengo razón no tendré ningún motivo para celebrarlo, con Lucifer pinchándome el culo mientras bebo café tibio y escucho música New Age durante toda la eternidad. Y tú, ¿qué sabes que no puedes demostrar?
El editor John Brockman publicó en el 2006 un librillo con una colección de respuestas a esta pregunta, dadas en el foro de discusión que coordina en www.edge.org. La mayoría de participantes en este foro son científicos básicos, pero el grupo también incluye a psicólogos, lingüistas, historiadores y algún que otro novelista. El resultado es una muestra muy variada de las creencias que se desarrollan en la frontera entre la razón y la intuición.
El libro que tienes en las manos trata del saber discutible y demostrable, y de la manera de llegar a él.
Ahora que nos hemos sacado de encima a todas aquellas creen-cias tan interesantes que no tienen nada que ver con lo que nos ocu-pa, pasamos a ver cómo son las creencias que nos llevan a conocer el mundo.
LO PRIMERO QUE HAY QUE ACEPTAR PARA SABERLO TODO
Puede parecer absurdo, pero lo primero que debes hacer para saber alguna cosa es decir «el mundo existe». A partir de aquí, el resto es posible; si no pasas esta primera prueba, no merece la pena continuar.
¿Por qué empezamos con esta afirmación tan obvia? Porque en aquellas discusiones que se alargan más de la cuenta siempre hay alguien que acaba por sacar el tema, y es bueno saber que existe. Con los ojos algo turbios y la actitud de quien hace tiempo que no se ríe a gusto, el filósofo dominguero dice algo así como: «sólo concemos el mundo a través de los sentidos y no podemos estar nunca seguros de que, cuando nuestros ojos ven un objeto, ese objeto exista en realidad. El mundo es una creación de nuestra imaginación». Esta postura se llama solipsismo y sólo se encuentra en estas discusiones que decía antes. Cualquier solipsista que vea cómo lo per sigue un tigre correrá tan rápido como pueda, y no se la jugará para comprobar si los colmillos son reales o si son sólo un producto de su imaginación.
Los humanos no vemos el mundo igual que los perros, las moscas o los murciélagos. Nuestros sentidos funcionan de manera diferente, y la manera como reconstruimos el mundo dentro de nuestra cabeza es específica. Podrías decir que el mundo, tal como lo experimen-tas, es resultado de reconstruir la realidad externa después de que haya pasado por tus sentidos. Sería difícil mantener una conversa-ción de sobremesa con un grupo de murciélagos, porque su expe-riencia del mundo seguramente es imposible de compartir con la nuestra. Cuando el murciélago grita y su sónar le dice que tiene una polilla al alcance, debe de hacerse una imagen mental muy diferente de lo que nosotros entendemos por polilla, pero podemos entender que, en cualquier caso, se la zampa y la encuentra buena. Si el murciélago comiese polillas de otra dimensión o se teletransportase, entonces sería el momento de inquietarse. En ese caso podríamos sospechar que nos estamos perdiendo algo, y no sólo una cuestión de frecuencias del espectro electromagnético.
LO SEGUNDO QUE HAY QUE ACEPTAR PARA SABERLO TODO
El paso siguiente es más difícil. Una vez has aceptado que el mundo existe, tienes que aceptar que lo puedes conocer. Tienes que aceptar que las cosas que pasan tienen explicaciones racionales y que los humanos las podemos entender.
No todo el mundo acepta este punto, y aquí es donde empiezan los problemas. Un poco de escepticismo es sano. Pero esta versión exagerada del escepticismo que consiste en dudar sistemáticamente de todo no lleva a ninguna parte. Los sentidos nos engañan y las palabras que usamos para hablar de la naturaleza son una fuente segura de malentendidos, pero las dificultades de comunicación entre las personas son superables. Cuando muchos observadores independientes llegan a las mismas conclusiones cabe pensar que el conocimiento es posible.
El escepticismo radical suele ser selectivo: las personas que dudan de que el conocimiento sea posible actúan en la vida cotidiana como si el conocimiento que tienen de las cosas fuese de toda confianza. Algunos incluso escriben libros y dan clases, sin duda con la esperanza de transmitir este conocimiento. El escepticismo radical sólo se suele aplicar al conocimiento científico.
Los fenómenos de la naturaleza tienen explicaciones racionales que es posible encontrar. Esto incluye la reproducción de las ballenas, las fases de la luna, la migración de las cigüeñas, la herencia de los rizos y todo lo demás. Algunas explicaciones nos parecen mejores que otras (más adelante veremos por qué) y las daremos por buenas, hasta que encontremos otras mejores.
UN PRIMER INTENTO DE DEFINIR LA CIENCIA
Antes decía que el conjunto de estas explicaciones, y la manera como se obtienen, es lo que llamamos ciencia. Este conocimiento se va depurando y refinando, se añaden novedades y se eliminan errores. La ciencia tiene mecanismos correctores para eliminar los errores e introducir cambios, con la pretensión de ajustarse a la realidad.
Como dijo Otto Neurath en una de las citas que abren este libro, el barco se va reconstruyendo mientras avanza. Las vigas más viejas las pusieron hace siglos personas que no sabían ni siquiera que estaban haciendo ciencia, tal como la conocemos ahora. El antiguo Egipto, la India o Persia contribuyeron a lo que, siglos después, los griegos ordenaron y es el cimiento de la ciencia moderna.
La ciencia es una actividad humana. Hasta donde sabemos, ningún otro ser vivo practica nada parecido. Otros animales se transmiten información, trabajan en grupos para construir estructuras complicadas y hacen un montón de cosas extraordinarias. Pero este truco de descubrir cómo están hechas las cosas, acumular el conocimiento y transmitirlo a otros congéneres es una característica de los humanos. No la única, quizás, pero una de las pocas.
Como es un tema central del libro puedo permitirme repetirlo: el mundo existe independientemente de nosotros, pero el conocimiento es producto de los humanos. Es fruto de la observación y del debate y, como a menudo hay que ponerse de acuerdo para cerrar los debates, también es fruto del consenso. Lo hacen personas, entre quienes hay relaciones de poder, como en cualquier otro lugar donde haya más de dos o tres personas. Hay una cierta organización, sin centro ni jerarquías evidentes. Los participantes funcionan de manera aproximadamente asamblearia. Aún así, hay un escalafón informal, con peces gordos prestigiosos y hormigas laboriosas.
Hasta aquí puedes decir que hay otras organizaciones que funcionan de manera parecida a la ciencia. Por ejemplo, los humanos que aseguran haber tenido contacto con extraterrestres. Tienen publicaciones, congresos, testimonios y comparten un mundo que, para el resto de nosotros, sólo existe en su imaginación. A ellos les parece bastante real. Los raelianos, que saltaron a la fama como defensores de la clonación humana, incluso tienen una religión. Su argumento (que la clonación fue el método que usaron los extraterrestres para traer la vida al planeta) es perfectamente creíble si aceptas sus razonamientos. ¿Podría ser que la ciencia sólo fuese una variante sofisticada de los raelianos, con máquinas más caras y pretensiones más amplias?
Esta pregunta es más importante de lo que parece, y cada día te esfuerzas para darle una respuesta. Un día cualquiera te llegan montones de información. Una parte de las cosas que escuchas y lees cada día tiene una base científica y el resto no. La habilidad para distinguir entre unas y otras hace que analices estos datos con la razón o con la emoción, y sabes muy bien que estos análisis son muy diferentes.
LA IMPORTANCIA DE MARCAR LÍMITES
¿Dónde empieza y dónde acaba la ciencia? Las explicaciones científicas limitan, por un lado, con las explicaciones míticas o religiosas. Es fácil notar cuándo aparece un dios en la discusión: en este momento has salido del terreno de la ciencia y has ido a parar al de la religión. Los otros límites de la ciencia son mucho más difusos. Muchas de las cosas que haces cada día podrían ser consideradas científicas: desde el mecánico que hace hipótesis sobre lo que le pasa a tu coche hasta la teoría de que tu compañero de piso se come los yogures que dejas en la nevera compartida. El sentido común es una especie de «ciencia popular» que funciona en la mayoría de las situaciones cotidianas.
Pero cuando quieres explicar fenómenos más complejos aparecen los problemas. Supongamos que quieres explicar la electricidad diciendo que es el flujo de una sustancia invisible llamada electrón. O afirmas que hay una fuerza que empuja a los objetos hacia el suelo. O que hay unos puntos en el cuerpo humano por donde fluye la energía cósmica, y que la interrupción de este flujo causa enfermedades.
¿Dónde pones el límite de la ciencia? Si me preguntas a mí, te diré que las dos primeras afirmaciones del párrafo anterior habitan en un terreno claramente científico, y las observaciones siguientes están al otro lado de la valla. En algún momento hemos cruzado una línea invisible que marca unos límites de lo que es aceptable como conocimiento científico. Por lo menos, este es el consenso actual: los electrones y la gravedad no son visibles, pero existen, mientras que los meridianos de energía cósmica, que tampoco son visibles, no existen.
El conocimiento científico está lleno de palabras que se refieren a cosas que no se ven o que son difíciles de definir. Entre otras: el electrón, el gen, el magnetismo, el enlace covalente o el ciclo de Krebs. ¿Por qué aceptamos que existen las feromonas, pero no aceptamos que existen las auras? Nadie ha visto nunca directamente ni las unas ni las otras. Tiene que haber alguna manera de certificar que algo que no se ve a simple vista existe.
El intento de marcar dónde están los límites de la ciencia ha dado trabajo a cerebros mucho más privilegiados que el mío, y no soy lo suficientemente insensato como para intentar aclarar este tema. La dificultad principal al dibujar una línea que separe la ciencia de otros sistemas de creencias vecinos es que todas las definiciones posibles de la palabra ciencia dejan fuera a prácticas que querríamos aceptar como científicas, o incluyen a prácticas que, en general, no consideramos científicas.
A lo largo del libro veremos unos cuantos ejemplos de cómo se trabaja a un lado y a otro de la frontera. Es la manera más clara que conozco de transmitir la diferencia entre la ciencia y lo que normalmente llamamos pseudociencia. Una guía de bolsillo para identificar qué afirmaciones son pseudocientíficas puede incluir uno o más de los puntos siguientes:
1. No tienen pruebas experimentales que las demuestren. Por ejemplo: en un pueblo de la India hay una familia que, desde hace más de ciento cincuenta años, prepara una vez al año unos pequeños peces rellenos de una mezcla secreta de hierbas. Se dice que las personas que se tragan los peces enteros y crudos tres años seguidos se curan del asma. Esta familia siempre ha rechazado participar en un ensayo clínico para demostrar si el tratamiento funciona, pero un médico que siguió la evolución de mil pacientes durante seis meses llegó a la conclusión de que no. La respuesta de la familia: «el hecho de que miles de pacientes vengan de lugares lejanos cada año para tomar esta medicina demuestra que funciona». A este tipo de argumento no se le puede llamar prueba ni con mucha flexibilidad del lenguaje.
2. Están blindadas para ser irrefutables. Por ejemplo, el psicoanálisis. Un psicoanalista siempre tiene una explicación para cualquier cosa que le expongas, y no hay manera de contradecir sus explicaciones. Los sueños, las represiones, todo cuadra en su sistema. Si le dices que no crees en las capacidades terapéuticas del psicoanálisis te dirá que es un problema de tu psique, y que se puede curar con terapia. Es imposible ganar.
3. Usan el lenguaje de manera poco clara. Palabras como energía y fuerza tienen unas definiciones muy precisas cuando los usan los científicos. Por ejemplo, la primera ley de la termodinámica dice que en un sistema cerrado la energía se conserva. Cualquier físico a quien se lo preguntes te dirá que un motor de coche es un sistema cerrado: si no pones gasolina, dejará de funcionar. Nuestro planeta no es un sistema cerrado, porque el sol va añadiendo energía en forma de calor. Las plantas captan la luz y el agua capta el calor, y los convierten en otras formas de energía que mantienen la vida en el planeta. La palabra energía tiene un uso claro y compartido entre todas las personas que hablan de motores, lluvias o fotosíntesis.
Por otro lado, los practicantes de pseudociencia usan estas palabras (y otras del mundo de la ciencia) de manera mucho más ambigua. En el capítulo sobre la comunicación pongo algún ejemplo de abuso del lenguaje con el fin de vender humo.
4. Tienden a acumular, en lugar de descartar. Hay un trabajo agrícola llamado aclarar, que consiste en hacer caer de los árboles una cantidad de flores o frutos. Eso permite a los que quedan hacerse más grandes, porque no tienen que compartir los nutrientes con otros frutos de la misma rama. Los científicos se pasan el día aclarando ideas, para quitar estorbos de en medio. La pseudociencia no descarta nunca nada.
Existe un género literario dedicado a desmontar las afirmaciones de la pseudociencia. Cada año salen unos cuantos libros sobre este tema en el mercado anglosajón, normalmente escritos por científicos que han agotado la paciencia. No es necesario decir que la eficacia de estos libros es nula, porque las personas que más se beneficia-rían de ellos no los suelen leer.
Si te parece que la ciencia es un aspecto importante de la sociedad moderna, la pseudociencia aún lo es más. Ocupa mucho más espacio en los medios de comunicación, mueve más dinero que la ciencia y, en algunas de sus manifestaciones, tiene mucha más aceptación popular. Y eso que, a menudo, es muy fácil distinguir entre una y otra. Un mago como el Maravilloso Randi (www.randi.org) puede desenmascarar los trucos de otros magos, como la percepción extrasensorial, las máquinas de movimiento perpetuo y otros clásicos de la pseudociencia. Pero no hace falta ser ningún mago para sospechar que te están pasando un duro sevillano. Sólo hace falta tener un poco de sentido crítico y un par de ideas claras.
LA RAZÓN Y LA RELIGIÓN, DOS MANERAS DE ENTENDER EL MUNDO
La ciencia es un esquema mental, una manera de ver el mundo. Las creencias que obtienes con la razón te permiten hacerte una idea del mundo, de cómo funciona y de qué consecuencias cabe esperar de ciertas causas. Otras creencias también forman marcos de refe-rencia, más o menos paralelos. Hay gente que ve el mundo principalmente como barcelonista, vegetariano o anarquista, por ejemplo, y ordena la información que le llega según estos criterios. Pero el marco de referencia más fuerte que conozco es la religión. Como el choque razón/religión es un tema habitual siempre que se trata de la importancia de la razón, es interesante hablar de esto con un poco de calma.
Las creencias irracionales no deberían dificultar el pensamien-to racional: hay científicos barcelonistas, vegetarianos y anarquistas, y si no fuese porque en algún momento han hecho comentarios reveladores, nadie sabría nada sobre esa faceta de sus personalidades. Cuando se trata de obtener conocimiento fiable todo el mundo intenta aparcar las creencias irracionales durante un rato.
La única excepción, la única creencia irracional que nadie deja de lado temporalmente en ningún caso es la religión. A veces esto puede interferir con el conocimiento, y por eso hablamos de ella aquí.
El sentimiento religioso ha tenido un papel fundamental para hacer el mundo que conocemos, y para mucha gente es la referencia básica que da sentido a todo lo demás. A parte del vínculo de pertenencia a una comunidad (el religare de los romanos), la religión da explicaciones a las cosas que pasan, ayuda a relativizar hechos como la muerte y, generalmente, promete a los creyentes alguna cosa mejor al final de sus vidas de sufrimiento. Suele ser un fenómeno cultural, que se transmite eficazmente de padres a hijos. Al paleontólogo Stephen Jay Gould, un judío ateo, le gustaba decir que la ciencia y la religión tienen magisterios que no se solapan: se ocupan de aspectos diferentes de la vida humana y, donde está una, no puede estar la otra. La religión no puede decir nada sobre los fenómenos naturales, como la formación de los planetas o la evolución de la vida en la tierra, y la ciencia no puede decir nada sobre la inmortalidad del alma o la reencarnación.
Visto así, parece que no tendría que haber problemas: con almas inmortales o sin ellas, las personas que miran por telescopios y microscopios ven las mismas cosas y han de llegar a las mismas conclusio-nes. Pero, en la práctica, las interferencias son muchas y variadas. No sólo en casos obvios, como el análisis de la sábana de Turín, sino también en la actitud de las personas ante el conocimiento, la manera como se obtiene y qué tipo de conocimiento vale la pena obtener.
No es ningún secreto que las jerarquías eclesiásticas tienen ideas sobre qué campos de investigación son practicables y cuáles están prohibidos. Cada religión tiene sus peculiaridades, y no hay unanimidad entre ellas sobre qué saberes deberían estar prohibidos, pero todas marcan límites. En el mundo cristiano se predica contra la investigación con células madre, mientras que este tema causa indiferencia en el judaísmo o el islam. El islam no prohíbe explícitamente la investigación en ningún campo de las ciencias naturales pero, por razones que veremos en el último capítulo (y que tienen más que ver con la política que con la religión), la práctica de las ciencias a menudo es difícil. Como suele pasar, los extremos se tocan: una exposición sobre la evolución en el museo de historia natural de Teherán acababa con unos versos en alabanza de Alá y un póster sobre la creación del mundo impreso en Texas, editado por una organización cristiana.
En el día a día, la gente aprende a hacer compartimentos con sus creencias. Durante mi paso por laboratorios de tres países, en Europa y Estados Unidos, he trabajado con practicantes de todas las religiones mayoritarias, algunas de las minoritarias y un número indeterminado de agnósticos y ateos. Entre los cristianos y los judíos he conocido muchos como yo, que soy «ateo culturalmente católico»: me han educado en la doctrina cristiana y aprecio las tradiciones cul-turales que se derivan de ella, pero no creo en los textos sagrados ni sigo sus preceptos. Entre los científicos musulmanes y los hindúes no he encontrado este distanciamiento, quizás porque estas religiones ejercen una influencia más poderosa que el cristianismo o el judaísmo en las vidas cotidianas de sus fieles. Mi desinformada opinión es que esto es así porque no han pasado por un período histórico como nuestra Ilustración y sus sacerdotes no han tenido que ceder terreno ante las explicaciones racionales de cómo funciona el mundo.
No deja de sorprenderme que alguien pueda pasar de la credulidad absoluta en las cartas astrales a la racionalidad más aguda discutiendo resultados de laboratorio, pero la mente humana tiene esta capacidad. He conocido a estudiantes de medicina brillantes que dudaban de la veracidad de la teoría de la evolución. También he conocido a ateos que se hacían tirar las cartas. Rituales, amuletos y plegarias conviven en los laboratorios con las prácticas científicas más rigurosas. El hecho de que personas de religiones diferentes, o de ninguna religión, trabajen juntas es una demostración de cómo la religión no tiene ningún efecto sobre el conocimiento que se produce en los laboratorios. La influencia de la religión sobre las leyes que se hacen en los parlamentos es indudable y, mientras la religión sea la fuente principal de valores éticos, será inevitable. Su influencia sobre las leyes científicas es nula, o dejarían de ser leyes científicas.
Hoy en día las relaciones entre ciencia y religión presentan formas diferentes, desde la coexistencia pacífica de Gould hasta la confrontación frontal de Richard Dawkins o Daniel Dennett (que definen la religión como una enfermedad mental), pasando por la racionalización menos agresiva de Dean Hamer y Edward Wilson (que dicen que la religión es un producto secundario de la evolución humana).
Como anécdota sin ningún valor, vale la pena destacar que algunos de los científicos más influyentes de la historia fueron religiosos. Copérnico, además de astrónomo y médico, fue canónigo y quizás sacerdote. Mendel fue monje agustino, y describió las leyes elementales de la genética cultivando guisantes en el jardín del monasterio. Darwin estudió teología, pero un viaje alrededor del mundo truncó su objetivo de convertirse en pastor anglicano.
Recientemente, unos cuantos científicos prestigiosos han escrito libros en que intentan explicar cómo han reconciliado la fe religiosa con el espíritu científico, y queda a criterio de los lectores aceptar o rechazar sus argumentos. En cualquier caso, a ellos les han servido.
Algunos han intentado unir la ciencia y la religión demasiado estrechamente, con un éxito discutible. Es el caso de Pierre Teilhard de Chardin, un monje jesuita que a principios del siglo xx racionalizó la intervención divina en la evolución. Dios puso en marcha el mundo e impulsó la evolución de manera que algún día desembocará en él. En su libro El fenómeno humano, Dios es llamado «punto Omega», para dar aires de universalidad a una idea que, esencialmente, es católica. Teilhard de Chardin ha servido a muchos científicos católi-cos de muleta para aceptar la evolución, al menos hasta que Juan Pablo II envió una carta a la Academia Pontificia de la Ciencia, en la que admitía explícitamente que la evolución es un hecho.
El cristianismo y la ciencia tienen una larga historia de conflictos y peleas. Los científicos cristianos han combinado como han podido estos dos sistemas de creencias, pero no se prevé un momento en que las posiciones se acerquen lo suficiente como para declarar una paz definitiva.
El judaísmo ha interferido menos visiblemente en el progreso científico. Como indicador tenemos la gran proporción de premios Nobel que han ganado científicos judíos, teniendo en cuenta su número reducido en el total de la población mundial.
El islam truncó una fecunda producción científica en la Edad Media y sólo ahora empieza a recuperar el terreno perdido, con la reciente creación de academias científicas independientes que agrupan a países del Golfo Pérsico.
Por otro lado, las religiones orientales tienen mucha menos carga autoritaria, especialmente para los occidentales que no se ven obligados a seguir las tradiciones culturales que éstas llevan asociadas. Estas versiones aguadas del budismo, el hinduismo y otras religiones orientales ya forman parte de las costumbres de nuestra sociedad: se ofrecen cursos de tai-chi y meditación trascendental en cualquier parte, incluidas algunas universidades.
La invasión definitiva del misticismo oriental en la cultura occidental se inició con los hippies y la contracultura de los sesenta e, inevitablemente, afectó a la ciencia. En 1975 el físico Fritjof Capra escribió un libro que tuvo mucho éxito: El tao de la física. En este libro presentaba su teoría, según la cual la física moderna es un sistema de conocimiento paralelo al misticismo oriental del zen, el budismo, el taoísmo y el hinduismo. El conocimiento del mundo físico no se puede abarcar racionalmente sino que hay que entenderlo «con todo tu ser», en una especie de visión mística no muy lejana de las que experimentaban Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz.
No sé bastante sobre física ni sobre religiones orientales para valorar las conclusiones de su libro, pero sí que sé que lo que llama-mos intuición es un proceso mental como cualquier otro: el conocimiento místico, la comprensión del mundo y otros estados mentales alterados son fenómenos que la neurociencia puede explicar a partir del funcionamiento del cerebro. Algunos ya están explicados, y otros lo pueden estar en un futuro próximo.
Una muestra reciente del estudio científico de los estados mentales sobrenaturales se publicó a finales del 2006. Shahar Arzy y sus colaboradores estimularon diversos puntos del cerebro de una mujer que no tenía ningún historial de enfermedad psiquiátrica. Cuando estimulaban un punto preciso esta mujer notaba una presencia detrás de ella, como si tuviese una persona muy cerca. Es una sensación que puedes haber experimentado, quizás estando a solas en un lugar oscuro desconocido. Cuando la mujer cambiaba de postura, la presencia adoptaba la misma postura: si la mujer se abrazaba las rodillas, la presencia intentaba abrazarla. Si la mujer cogía un papel con la mano, la presencia intentaba quitárselo. La interpretación de estos resultados es que en aquel punto del cerebro se encuentra el mapa de situación del cuerpo y si este mapa se estimula erróneamente da una imagen desplazada del lugar donde crees que estás.
Por lo tanto, es posible que las personas que tienen sensaciones que no se corresponden con lo que nosotros notamos tengan simplemente un mal contacto en este circuito cerebral, o en algún otro que haga una función parecida. Esta explicación es menos ruidosa que la posesión diabólica, pero en mi opinión, es mucho más impresionante.
¿CÓMO SABES QUE HAS PUESTO BASTANTE ORDEN?
Si quieres poner orden en tus creencias, tómalas una a una y hazte una serie de preguntas. ¿Te ha venido dada por la familia o el entorno? ¿Es específica de tu tribu o la compartes con extraños? ¿Qué pasaría si fuese falsa? Según las respuestas que des podrás clasificar a cada pieza en un cajón o en otro.
Todo aquello que sea específico, heredado o esencial para tu estabilidad mental, archívalo como creencia irracional y no le des más vueltas. Aquí irán tus gustos, tu identidad (¡empezando por tu nombre!), tu religión (o su ausencia), una gran parte de tus convicciones éticas y un montón de cosas importantes que, o no puedes discutir, o preferirías no hacerlo.
En el otro cajón estará el conocimiento basado en la razón: lo que has aprendido de fuentes fiables, lo que has comprobado en persona. Algunas de estas creencias serán erróneas, porque tus fuentes fiables te pueden haber engañado de buena o mala fe, o porque tú mismo te puedes equivocar a veces. No importa. El objetivo de aprender es ir identificando estas creencias erróneas y sustituirlas por otras mejores. Ya has empezado a ver cómo.