Читать книгу Todo lo que hay que saber para saberlo todo - Jordi de Manuel, Jesús Purroy - Страница 9
ОглавлениеCAPÍTULO 2. SABE QUÉ NO SABES
Tengo una libreta donde apunto las cosas que no sé. Soy consciente de que no necesitaba hacer este esfuerzo: las cosas que no sé llenan estan-terías enteras en las bibliotecas, se amontonan en columnas peligrosas en las hemerotecas y deambular como almas en pena por el ciberespacio. No tengo ninguna esperanza de poder dedicar ni una milésima de segundo a tantas y tantas cosas que me convendría saber.
Hay una manera de superar la frustración de no poder abarcar tanto como querríamos. Es un truco simple que encontré por azar, una tarde que me había escabullido hacia la biblioteca de la universidad en lugar de estar en el laboratorio. Hojeando unos anuarios de sociología –que, francamente, quedaban muy lejos del trabajo que tenía entre manos en aquella época– tropecé con un artículo de Robert Merton en el que recomendaba especificar la ignorancia con el máximo de precisión. Plantear preguntas concretas, que puedan tener respuestas inmediatas. Alguien ha de hacerse las Grandes Preguntas, pero las pequeñas preguntas son las que permiten avanzar poco a poco, día a día. Es prudente dejar que otros hagan la revolución.
¿Qué no sabes? La respuesta a esta pregunta es importante, porque enfoca tus intereses en una dirección u otra. El simple hecho de concretar lo que no sabes aclara el pensamiento. Si quien pregunta ya está respondiendo, quien pregunta claramente puede responder exactamente. Suele pasar que muchos de los errores que cometemos son consecuencia de definiciones incorrectas y preguntas mal formuladas.
Ni siquiera puedes intentar responder una pregunta si antes no te has asegurado de que hay alguna cosa que necesite respuesta. Merton también recomienda definir el fenómeno que se quiere estudiar, asegurarse de que realmente lo que ves existe. Hay muchas maneras de existir: una migración de pájaros existe, y una alucinación también. Ambos fenómenos merecen una explicación, por mucho que la migración pase a la vista de todo el mundo y la alucinación pase dentro del cerebro de una persona.
Para ilustrar lo que significa «definir el fenómeno» podemos re-currir a la leyenda apócrifa de los eclipses.
LA APÓCRIFA LEYENDA DE LOS ECLIPSES
Hace unos cuantos miles de años, en el lugar donde ahora vives, moraba un puñado de personas que subsistían como podían, a base de ordeñar cabras medio domesticadas, cazar jabalíes y recolectar cualquier cosa de los bosques y los prados mientras acababan de aprender aquel nuevo invento de la agricultura. La vida era dura y ellos también. Un día llegaron unos viajeros. Con ayuda de signos y dibujos en el suelo, los viajeros explicaron que en su país una vez el sol había desaparecido en pleno día, se había hecho la oscuridad total durante un rato, y después el sol había vuelto. También gracias a signos y dibujos en el suelo tus antepasados les dieron a entender que no creían ni una palabra de aquella historia del sol intermiten-te, y que les invitaban a participar en un sacrificio humano. Consu-mada la ofrenda, no se volvió a hablar de eclipses ni de otros inventos extranjeros: el fenómeno no había quedado establecido, al menos a gusto de tus antepasados. Los eclipses se dan de vez en cuando y, al cabo de un tiempo, tus ancestros contemplaron un eclipse total de sol. Tomaron nota de que, efectivamente, los eclipses existían. Incorporaron los eclipses a la tradición oral y no le dieron más vueltas al tema.
Al cabo de los años, la malnutrición, los partos, los jabalíes y las infecciones habían eliminado a casi todos los testigos oculares del eclipse. Sólo el viejo Ug, que era un niño cuando vio desaparecer al sol, recordaba este hecho. Sus hijos pensaban que chocheaba, pero se limitaban a sonreír cuando se lo volvía a explicar. Para ellos, el fenómeno tampoco estaba establecido: era sólo una más de las historias que se explican y no había que tomarla al pie de la letra.
Con el paso de unas cuantas generaciones llegaron más viajeros, esta vez mejor preparados para tratar con los nativos. Al poner en común sus tradiciones respectivas vieron que todos ellos hablaban del sol intermitente. Como admitieron esta comprobación independiente del fenómeno, la existencia del eclipse se dio por establecida. Los protocientíficos de la tribu declararon que no sabían cómo se borra el sol en pleno día, y se pusieron a trabajar para encontrar una explicación. Establecer un fenómeno no es lo mismo que darle explicación, sólo es admitir que existe, y que es razonable inten-tar explicarlo. Probablemente tus antepasados propusieron una explicación mítica, pero esto ahora no tiene importancia.
La leyenda de los eclipses ilustra la dificultad de establecer un fenómeno. No todo lo que pasa es evidente. Si comparamos dos casos reales de fenómenos bien establecidos o mal establecidos veremos las consecuencias de escoger correctamente o no.
La primera comparación es entre los misteriosos rayos X y los aún más misteriosos rayos N.
LOS MISTERIOSOS RAYOS X Y LOS AÚN MÁS MISTERIOSOS RAYOS N
Al final del siglo xix, cuando parecía que la física ya había explicado todo lo que había que explicar para entender la realidad, el alemán Wilhelm Roentgen sorprendió a todo el mundo con el descubrimiento, casi por casualidad, de unos misteriosos rayos que podían mos trar el interior de las cosas y las personas. Estos rayos recibieron provisionalmente el nombre de «X», mientras se acababa de aclarar qué eran exactamente. Como suele pasar, las soluciones provisionales re sultaron definitivas y hoy todos hemos oído hablar de los rayos X. Como también suele pasar, la innovación genera imitaciones, y muchos investigadores se pusieron a buscar más rayos misteriosos que les diesen fama y fortuna. Si a esto le añadimos la rivalidad entre franceses y alemanes, que tanto iba a amenizar la historia de Europa durante el siglo pasado, no es extraño que la siguiente aportación al espectro electromagnético viniese de Francia.
René Blondlot era un físico prestigioso que estudiaba las propiedades de los rayos X. Cuando hacía pasar rayos X por un generador de chispas, vio que la chispa se hacía más intensa. Después puso un prisma de cuarzo ante el generador y el cambio en la intensidad de la chispa desapareció. Como estaba muy bien establecido que los rayos X atraviesan el cuarzo sin desviarse, llegó a la conclusión de que otro tipo de radiación estaba afectando al generador de chispas. La llamó «rayos N» en honor a su ciudad natal, Nancy.
Inmediatamente, todo mundo se puso a intentar detectar estos rayos, sin éxito. Los rayos N sólo eran detectables en Nancy y alguna otra ciudad francesa, y ni siquiera siempre. Blondlot descubrió que el agua paraba los rayos N y, como la detección se hacía mediante placas fotográficas, un trozo de cartón húmedo podía proyectar su forma sobre la fotografía cuando pasaban los rayos N. Exactamente igual que si fuese una radiografía.
La bola se fue haciendo cada vez más grande: la gente que detectaba rayos N en Nancy y alrededores los describía con gran detalle, mientras que el resto de laboratorios del mundo no conseguía ver aquellos misteriosos rayos.
Cuando un fenómeno sólo se puede detectar en un sitio concreto, la mosca se instala firmemente detrás de las orejas más críticas. La duda fue tomando fuerza, incluso en los círculos académicos franceses que inicialmente habían celebrado el descubrimiento. Finalmente, en 1904 un dramático incidente envió a los rayos N al cenicero de la historia.
Un físico americano llamado Robert Wood visitó el laboratorio de Blondlot para ver una demostración de los rayos N. Ninguno de los experimentos que le mostraron lo convenció, porque se basaban en apreciaciones subjetivas de cambios de intensidad de la luz. Wood veía claramente que todo era un simple caso de autoengaño. Finalmente, le mostraron un experimento en que los rayos pasaban por un prisma y cambiaban de trayectoria.
Cuando cerraron las luces del laboratorio Wood sacó el prisma de la máquina sin que nadie se diese cuenta. Como si hubiese sacado el motor de un coche o hubiese desenchufado un ordenador, lo lógico es que Blondlot hubiese dicho: «¿Qué pasa con esta máquina, que no funciona?». Pero las señales aparecieron igualmente, y el escándalo fue grande cuando Wood mostró el prisma que llevaba la mano. Esto demostraba que las señales de las fotografías eran una ilusión, compartida por el doctor Blondlot y sus colaboradores. De manera más o menos consciente, exponían las películas fotográficas durante tiempos diferentes para obtener luminosidades distintas. Wood explicó los detalles de su visita a Nancy en un artículo en Nature. Los rayos N murieron de muerte natural al cabo de poco: el fenómeno no estaba establecido. Todo el mundo tenía mucho trabajo con la relatividad y otras cosas que estaban pasando y, simplemente, se olvidaron del tema. Los rayos X existían, los rayos N, no. Final de la historia.
LA CAFEÍNA Y LAS FLORES DEL DOCTOR BACH
Cualquiera que haya tomado café debe de haber notado el efecto estimulante de esta semilla. Este fenómeno está establecido desde que se empezó a consumir café en tiempos remotos, y se puede comprobar fácilmente. No hay duda: el café estimula. Ahora bien, ¿qué componente del café es el que estimula? La respuesta a esta pregunta tardó en llegar. La sustancia que causa el efecto estimulante del café recibió el nombre de cafeína para mostrar la relación de causa y efecto entre la infusión y las noches en blanco. Una vez establecido que lo que causa el insomnio es la cafeína, los investigadores pudieron preguntarse: ¿cómo sacaremos la cafeína del café? El descubrimiento de la cafeína creó la demanda de café descafei-nado, y desde hace un siglo hay métodos industriales para eliminar la cafeína del café. Cuando la técnica lo ha hecho posible, han aparecido las primeras plantas de café modificadas genéticamente para producir menos cafeína: hasta un 70% menos que sus parientes. Aún queda por eliminar un 30% hasta llegar a un descafeinado puro, pero estos resultados indican que es posible, en principio, conseguirlo. Así se podrá evitar el proceso de descafeinado, que es muy caro y elimina otras sustancias aromáticas del café.
Compara la historia de la cafeína con la de los remedios florales del doctor Bach. Edward Bach era un médico americano de formación académica perfectamente estándar, que se interesó por el campo –en aquel tiempo novedoso– de la homeopatía. Según explica él mismo, tuvo la intuición de que las flores podrían afectar al estado de ánimo. Como las enfermedades del cuerpo son, en realidad, enfermedades del estado de ánimo, los extractos de flores adecuadamente seleccionadas pueden curar enfermedades de todo tipo, tanto físicas como mentales. Pensó que el agua de rocío debía contener la esencia de las flores, y que el sol debía hacer que esta esencia fuese más potente. En combinación con el método homeopático, la esencia haría más efecto cuanto más diluida estuviese. Bach en persona seleccionó las flores y describió sus efectos sobre el estado de ánimo, hasta un total de treinta y seis flores que, combinadas de diversas maneras, pueden curar depresiones, asma, esclerosis múltiple y cualquier enfermedad humana o animal. El libro de donde he sacado esta información asegura que las flores de Bach también curan las enfermedades de las plantas y de las piedras, y supongo que deben saber lo que dicen, porque es un libro aprobado por el centro donde se preparan las soluciones madre de estos remedios.
No puedo entretenerme aquí en analizar la consistencia lógica del sistema del doctor Bach. Sólo he puesto este ejemplo porque, al lado de la historia de la cafeína, aclara lo que quiere decir «establecer el fenómeno», y muestra lo que pasa cuando se trabaja sobre fenómenos que no están establecidos. El párrafo que he escrito sobre las flores contiene una serie de fenómenos: las enfermedades físicas son resultado del estado de ánimo; los extractos de flores modifican el estado de ánimo; el rocío contiene todas las propiedades curativas de las flores; esta propiedad curativa aumenta cuando el rocío se diluye; cada una de las treinta y seis flores escogidas tienen la propiedad que le atribuye el doctor Bach; los enfermos que han tomado estos remedios han mejorado o se han curado totalmente.
Algunos de estos fenómenos están establecidos, aunque en una forma menos categórica que la que he escrito hace un momento. Por ejemplo, sabemos que el estado de ánimo influye en el sistema inmune y, de rebote, en la disposición de la gente a sufrir enfermedades. También, cualquiera que haya regalado o haya recibido alguna vez un ramo sabe que las flores influyen en el estado de ánimo. Del resto no hay ninguna confirmación aceptable. Todo lo que pueda de-cir alguien sobre el rocío, las diluciones y las curaciones no ha sido documentado de manera adecuada. Tampoco hay que extrañarse de esto, porque el doctor Bach en persona aconsejaba no mezclar la ciencia con su método. Esta invitación a la ignorancia ha pasado de chamán a sacerdote a través de los siglos, y no perdió terreno en Occidente hasta hace cuatro días, históricamente hablando. En algunos círculos de nuestra sociedad aún perdura. A partir de un fenómeno que no existe se puede hacer mucha literatura y erigir un imperio comercial, pero para eso hay que aislar el fenómeno e impedir que nadie intente, como con los rayos N, sacar el prisma antes del experimento y desenmascarar a los impostores. Estos fenómenos entran en el mundo de la fe y sus milagros, y en este libro no tienen ningún lugar pasado el primer capítulo.
Si pones de lado la cafeína y las flores de Bach tienes una ima-gen perfecta de cómo la ciencia acumula conocimiento sobre conocimiento y cómo las creencias místicas no. Con los rayos X y los rayos N ves que los científicos creen en ideas casi milagrosas, como unos rayos que permiten ver dentro de las personas, pero antes de aceptar algo se aseguran de que haya algo por aceptar. Si un fenómeno es inexplicable, ya se ocuparán, pero antes han de estar seguros de que es aceptable.