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Capítulo Cuatro

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En medio de un atestado carril de la autopista, Addison se mordió el labio al ver humo saliendo del capó de su coche. Aunque no tenía ni idea de mecánica, aquello no podía ser nada bueno.

Llevaba veinte minutos de viaje y aún le quedaban unas horas por delante. Apagó el aire acondicionado con la esperanza de que su viejo coche siguiera funcionando hasta la siguiente salida, pero su querida tartana se sacudió una última vez antes de quedarse clavado donde estaba.

La suerte no parecía estar de su parte.

Empezaron a oírse bocinas, además de exabruptos de los demás conductores. Como si fuera culpa suya que el coche se hubiera estropeado. Quiso gritarles algo en respuesta, pero en vez de eso, se mordió la lengua y se sintió aliviada cuando por fin consiguió llegar al arcén.

Llevaba una mañana frustrante.

Se había olvidado de pedir en la oficina de correos que retuvieran su correspondencia mientras estaba fuera. Había tenido que ir en persona y hacer fila. Luego, había tenido que rellenar un formulario interminable. Como consecuencia, su salida hacia River Groove prevista a las diez se había retrasado un par de horas.

Y de pronto aquello.

Iba a tener que pedir ayuda.

Sus padres estaban descartados. En cuanto se enteraran de que se le había estropeado el coche, le echarían en cara no haber seguido trabajando en la empresa familiar de Joe. Seguramente seguían responsabilizándola del enfriamiento de su relación con los Hart, pero Addi se negaba a asumir la culpa. Se había esforzado mucho por llegar hasta donde estaba en la vida. Sus padres nunca le reconocerían el mérito de haber prosperado sin su dinero ni sus contactos, pero estaba muy orgullosa de sí misma.

Buscó en su teléfono empresas de grúas de Silicon Valley y al instante aparecieron más de seis millones de opciones.

Se quedó pensativa unos segundos antes de decidirse a recurrir a la persona más indicada teniendo en cuenta las circunstancias. Mirándolo por el lado positivo, al menos el coche se le había estropeado a pocos kilómetros de la sede de ThomKnox.

–Despacho de Brannon Knox, ¿en qué puedo ayudarle? –contestó la sustituta que iba a ocupar su puesto los siguientes días.

–Hola, soy Addison Abrams, la secretaria del señor Knox. ¿Puede ponerse?

–Un momento.

Tras una breve pausa, la voz aterciopelada de Bran acarició su oído.

–Ya veo que no sabes desconectar del trabajo.

–Se me ha estropeado el coche en la autopista. Te llamo por si conoces alguna empresa de grúas.

Le dijo dónde se encontraba y tuvo que repetirlo cuando otro conductor pitó al pasar por su lado.

–¿Qué demonios ha sido eso? ¿Estás bien?

–Por lo que se ve, está prohibido que a uno se le estropee el coche en la autopista.

–En el mejor de los casos, la grúa tardará más de una hora en llegar. Y eso siendo optimista.

Addi gruñó.

–Tal y como está el tráfico, es lo más probable.

–Voy a recogerte.

–Oh, no. No pretendía que…

–Addison, quédate donde estás. Voy a buscarte.

«¡Enhorabuena! Acabas de dar forma a otra fantasía con Brannon Knox como protagonista».

Bran estaba medio oculto bajo el capó levantado del coche de Addison. Había dejado la chaqueta en el asiento delantero de su deportivo, que había aparcado en el arcén, delante del de ella. Una grúa estaba en camino, pero había insistido en echar un vistazo. Nunca se le habría pasado por la cabeza que Bran supiera de coches, pero al parecer sabía lo suficiente como para remangarse y hacer realidad otra de sus fantasías sexuales. Tiró de un cable, comprobó la varilla del aceite y ajustó un tapón. Mientras tanto, ella contemplaba cómo se contraían y relajaban los músculos de sus antebrazos y su camisa blanca pegaba a la espalda por el sudor.

Siguió haciendo comprobaciones en el motor y gruñendo de vez en cuando, bajo la atenta mirada de Addison. Verlo arreglando un coche era la cosa más sexy que había visto jamás. Nada ocultaba aquel espectacular trasero que siempre le había fascinado y que en ese momento podía admirar sin preocuparse de que la pillara.

Apartó la vista de aquel físico formidable para observar el movimiento de sus manos. Los mechones más largos de pelo le caían sobre la frente mientras el rostro se le cubría de sudor. Su mirada continuó bajando y se lo imaginó haciendo el mismo esfuerzo, con el mismo sudor y los mismos mechones en la frente, solo que encima de ella. O debajo.

«Oh, sí».

–Bueno… –dijo y salió de debajo del capó–. Tienes el radiador roto y probablemente algo más, pero no veo qué parte.

Tenía una mancha de aceite en la cara y el pelo más revuelto de lo habitual. Estaba muy sexy.

El escaso progreso que había conseguido para superar lo que sentía por él había sufrido un revés en cuestión de segundos.

Cerró el capó y se limpió las manos en un pañuelo de seda. La camisa también estaba sucia.

–Te has manchado la ropa. Descuéntamelo de mi próxima paga.

Él le dirigió una sonrisa y Addi estuvo a punto de derretirse en el arcén de la autopista.

–Así soy yo, me gusta ayudar a damiselas en apuros y luego se lo descuento del sueldo –bromeó–. Pero ¿qué clase de hombre sería si hubiera dejado que te las arreglaras tú sola?

Su recompensa fue una sonrisa contenida que hizo que le temblaran los tobillos. Era curioso que ningún conductor hubiera tocado el claxon al pasar por su lado desde que Brannon había llegado. Era como si supieran que era alguien poderoso.

–Venga, te llevaré a la oficina.

Addison recogió el bolso de su coche mientras Brannon se ocupaba de pasar el equipaje al maletero del suyo.

–¿Es nuevo? –preguntó al hundirse en el asiento de cuero del pasajero.

–Me lo entregaron anoche –contestó él acomodándose en el asiento–. Solo lo he conducido hasta la oficina y estoy deseando probarlo.

Bran apretó el acelerador a fondo y el motor rugió al incorporarse al tráfico. Addison sintió un hormigueo subiéndole por las piernas.

–¿Ibas a Tahoe, verdad? –preguntó.

–Sí. ¿Cuánto crees que tardarán en arreglarme el coche?

–No es fácil saberlo, depende de si el mecánico tiene las piezas necesarias y de cuántos coches tenga que arreglar antes que el tuyo.

Addison hundió los hombros. Aquel coche destartalado era su único medio de transporte. Si la reparación costaba más de lo que valía el coche, tendría que pensar en comprarse uno nuevo.

–¿Por qué tienes un coche tan viejo? No me digas que es porque te pago poco.

–No, claro que no. Le tengo cariño.

–¿De veras?

Su expresión decía más que sus palabras. ¿Cómo podía tener cariño a semejante chatarra?

–Ese coche fue la primera gran compra que hice con mi dinero –explicó Addi.

Había sido entonces cuando se había dado cuenta de que no necesitaba de la protección de sus padres para arreglárselas sola. Sin embargo, había tenido que recurrir a Bran ante aquel imprevisto. Había llegado el momento de recuperar a la mujer valiente e independiente.

–Recuerdo mi primer coche.

–¿Un Maserati?

–Tal vez –respondió Bran sonriendo, obligándola a reírse–. ¿Cuándo tienes que estar en Tahoe?

–Tengo reserva para esta noche. ¿Por qué no me dejas en una agencia de alquiler de coches? Seguro que hay alguna por aquí cerca.

Llegaría más tarde de lo previsto, pero al menos llegaría.

–¿Qué te parece si te llevo yo?

–¿Cómo? No, de verdad que no, gracias –añadió para no parecer desagradecida–. No quisiera causarte molestias.

–¿No me has oído que estoy deseando probar este coche? Es la excusa perfecta –dijo acariciando el salpicadero.

Luego se volvió hacia Addi y le guiñó el ojo. Ella sintió que se derretía.

–¿Y no estarás demasiado cansado para conducir de vuelta?

–Pasaré la noche allí. Me vendrá bien una noche fuera. Tal vez puedas escaparte un rato de tu familia y cenar o tomar algo conmigo. Será divertido.

¿Divertido? Moriría si pasaba más de cuatro horas en el coche con Brannon y la mancha de aceite de su mejilla.

Atravesó tranquilamente tres carriles, sin inmutarse por el claxon del coche de atrás. Apretó a fondo el acelerador, adelantó a un camión y puso el motor al máximo.

–Me encanta la potencia que tiene –dijo–. Dame diez minutos para cambiarme y meter una muda en una maleta, y nos pondremos en camino –añadió, y la miró, como pidiéndole permiso–. ¿Te parece bien?

–¿Y el trabajo? ¿Qué pasa con…

–Ya soy mayorcito. Puedo tomarme el día libre para llevar a mi competente secretaria al lago Tahoe. A menos que no quieras que te vean conmigo –dijo más como desafío que como pregunta–. ¿Acaso te resulto desagradable, es eso?

–No, no es eso, deja de burlarte de mí.

Le dio un suave golpe en el brazo y notó la fuerza de sus músculos al cambiar de marcha. En la oficina no solían rozarse, ni siquiera de manera accidental. Empezaba a sentir demasiado calor y dirigió la rejilla de ventilación hacia la cara.

–Eres difícil de complacer. El lunes por la mañana me costó invitarte a un café y ahora voy a tener que suplicarte para que me dejes llevarte a Tahoe.

No podía decirle que no. Aquel atractivo multimillonario con su aplastante seguridad en sí mismo era su perdición.

–Anda, dame las gracias, Addi.

–Gracias –dijo ella poniendo los ojos en blanco.

–Eso me gusta más –afirmó, ajustando la rejilla de ventilación–. ¿Mejor?

A punto estuvo de tener un orgasmo solo de verlo mover los dedos para ajustar la temperatura. Tenía que salir más a menudo.

–Si estás seguro de que no voy a estropear tus planes…

–No tengo planes para esta noche –dijo Bran y adelantó una fila de coches al tomar la salida.

Un beso apasionado

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