Читать книгу Un cuchillo en la mirada - Jim Thompson - Страница 5
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Cogí un tranvía hasta los confines de la ciudad, y luego empecé a caminar meneando el pulgar cada vez que veía aparecer un coche. Iba bastante bien vestido: camisa blanca, pantalones marrones y zapatos deportivos. Me había duchado en la estación del ferrocarril y me habían cortado el pelo en una escuela de peluquería, así que, después de todo, no tenía mal aspecto. Pero eso no bastaba para que alguien me parara. Se habían producido un montón de robos de autostopistas en aquella zona, y la gente no estaba dispuesta a arriesgarse.
Alrededor de las cuatro de la tarde, después de haber recorrido unos quince kilómetros, llegué a ese bar. Pasé por delante, caminando cada vez más lentamente y discutiendo conmigo mismo. Perdí en la disputa —perdió la parte de mí que iba por buen camino— y volví sobre mis pasos.
El camarero me sirvió la cerveza con esmero. Alcanzó las monedas que le había dejado sobre el mostrador, volvió a sentarse en su taburete y cogió un periódico. Yo dije algo sobre la certeza de que sería un día caluroso. Él gruñó sin ni siquiera mirarme. Dije que era un lugar bonito y agradable, y que seguramente sabía muy bien cómo conservar fría su cerveza. Volvió a gruñir.
Bajé la vista hacia mi cerveza y noté que los pelillos cortados de la nuca se me erizaban. Supuse —supe— que nunca debería haber entrado allí. No debería ir a ningún sitio donde la gente no fuera agradable y educada conmigo. Eso es todo lo que tienen que hacer, ¿sabéis? Tan solo ser agradables conmigo, como yo lo soy con ellos. He estado en cuatro instituciones, y en mi ficha más o menos siempre pone lo mismo:
William «Kid» Collins: Rubio, muy atractivo, bastante fuerte, ágil. Ligeras o nulas tendencias criminales, dependiendo de los factores ambientales. Ligeras y múltiples neurosis (ambientales). Psicosis, Korsakoff (no hay síndrome) inducido por shock; agravado por preocupaciones. Tratamiento: reposo absoluto, tranquilidad, alimentación y ambiente saludables. Collins es amistoso, educado, paciente, pero puede transformarse en peligroso si se le provoca...
Terminé mi cerveza y pedí otra. Deambulé tranquilamente hacia el servicio y me lavé la cara con agua fría. Mientras me miraba al espejo, me preguntaba dónde estaría a esa misma hora al día siguiente y por qué me preocupaba por ir a algún sitio si cada lugar era como el anterior. Me preguntaba también por qué no me había quedado donde estaba —una semana antes y a mil quinientos kilómetros de allí— y por qué no estaría bien regresar. Desde luego, aquel lugar no me había servido de nada bueno. Estaban demasiado amontonados, demasiado desocupados, demasiado sin un duro, pero se habían comportado de manera bastante agradable conmigo, y de no haber sido porque estaba tan condenadamente cansado, y si no me lo hubieran puesto tan fácil para escapar... Era tan fácil que uno casi podía pensar que querían que lo hicieras.
Lo único que tuve que hacer fue caminar hacia el bosque a través de descampados. Y cuando llegué a la autopista, al otro lado del bosque, había un chico arreglando un neumático de su coche. Él no me vio. Nunca supo qué lo golpeó. Lo arrastré hacia los árboles, me embolsé los setenta dólares que llevaba y me fui caminando hacia la ciudad. Alcancé un tren de mercancías que me dejó al otro lado de la frontera del estado, y estoy viajando desde entonces... No, en realidad yo no le hice daño a ese chico. Con los años me he vuelto un poco brusco y rudo, pero me cuido mucho de hacerle realmente daño a nadie. No tengo por qué.
Conté el dinero que llevaba encima, sumando mentalmente el resto que me había quedado del bar. Cuatro dólares. Algo menos de cuatro dólares. Quizá, pensé, quizá debería volverme. Los doctores pensaban que estaba mejorando. Yo mismo no lo veía, pero...
Suponía que no debía volver. No podía. El chico no me había visto atizarle, pero ellos sabían hacer cálculos y era probable que llegasen a la conclusión de que lo había hecho yo. Y si volvía, me lo endosarían. No podían hacerlo de otra manera. Posiblemente todavía no habían informado de mi desaparición. Si el tipo no es un maníaco o algún pez gordo —alguien de quien el público esté pendiente, ya sabéis—, rara vez se le hace un informe. Es una mala publicidad para la institución y, por otra parte, a la gente no suele interesarle un evadido cualquiera.
Salí del servicio y volví al bar. Había una furgoneta grande aparcada frente a la puerta, y una mujer estaba sentada en un taburete cercano al mío. A primera vista, no me gustó demasiado. No obstante, esa furgoneta era muy apetecible. La saludé, inclinando la cabeza con educación, y le sonreí a través del espejo, mientras me sentaba.
—Un día bastante caluroso —dije—. Realmente despierta la sed. ¿No le parece?
Giró la cabeza y me miró, tomándose su tiempo. Paseó su mirada sobre mí desde la cabeza hasta los pies.
—Bueno, le diré algo al respecto —contestó—. Si en realidad está interesado, le explicaré mi teoría sobre el asunto.
—Desde luego. Estoy interesado. Me gustaría oír eso.
—Eso es un pronombre —dijo—. También un determinante.
Se apartó cogiendo su bebida. Yo cogí mi cerveza, con ligeros temblores en la mano.
—Vaya día —dije, como riéndome conmigo mismo—. Iba hacia el sur con ese amigo mío, Jack Billingsley; supongo que conoce a los Billingsley, una familia de grandes terratenientes, nuestro coche se paró de golpe y yo me fui caminando a buscar ayuda a un taller. Así que volví con la grúa y ese loco de Jack ya se había largado. Me imagino que lo que habrá pasado es...
—Jack consiguió arrancarlo él solo —concluyó—, eso es lo que ha ocurrido. Había empezado a buscarlo, y de alguna manera han estado cruzándose en la autopista. Ahora él no sabe dónde está usted y usted no sabe dónde está él.
Ella terminó su bebida, un martini doble, e hizo una seña al camarero. El tipo le sirvió y me lanzó una mirada feroz mientras se lo colocaba delante.
—Maldito Jack —dije riendo y sacudiendo la cabeza—. Me pregunto dónde demonios podrá estar. Tendría que saber que lo estoy esperando en un sitio como este.
—Puede que haya sufrido un accidente —dijo ella—. De hecho, creo haber leído algo sobre ello.
—¿Eh? Pero usted no puede...
—Uy, uy. Él y una joven llamada Jill. También tú has leído algo al respecto, ¿verdad, Bert?
—Sí. —El camarero continuaba clavándome la mirada—. Sí, lo leí. Están fiambres, señor. Se han roto la crisma. Yo que usted, no los esperaría mucho más.
Me hice el tonto, de esos tontos de nacimiento. Dije que seguro que no iba a quedarme a esperar mucho tiempo.
—Creo que me tomaré otra cerveza, y si para entonces no ha aparecido me vuelvo a la ciudad y cojo un avión.
Me sirvió otra cerveza. Comencé a bebérmela y los ojos me empezaron a escocer; un sentimiento de encerrona iba creciendo dentro de mí. Me habían calado, y esperar no me serviría de nada. Sin embargo, por alguna razón, no podía irme de allí. Era lo mismo que había ocurrido con Bearcat en Burlington, no había podido deshacerme de él aquella noche, hace ya años. Bearcat había estado jugando sucio conmigo, moliéndome a palos en el cuerpo a cuerpo y diciéndome un montón de porquerías. Él me mantenía allí, lo mismo que ellos ahora, y no podía hacerlo parar, al igual que no podía detener a estos tampoco.
Lo rememoré con la claridad del fluorescente. Las luces me abrasaban los ojos. El polvo de resina y el olor a cerveza del amoníaco me estaban estrangulando. Y, por encima del estruendo de la multitud, voy y oigo aquella voz salvaje que grita:
—¡Paren! ¡Paren! ¡Le va a arrancar los sesos a patadas! ¡Esto es un asesinato! ¡ASESINATO!
Tomé mi vaso y me bebí el resto de la cerveza de un trago. Deseaba marcharme y que me dejaran en paz. Pero no me parecía que fueran a hacerlo.
—Hablando de aviones —comenzó a decir ella—. He oído una historia divertida sobre un hombre en un avión. Sinceramente, creí que me moría de risa cuando... —Rompió a reír, llevándose un pañuelo a la boca.
—¿Por qué no se lo cuentas tú? —El camarero sonrió con esfuerzo y sacudió la cabeza, mirándome—. Le gustaría oír una historia muy divertida, ¿verdad, señor?
—¿Por qué no? Siempre disfruto de una buena historia.
—Vale —dijo ella—, esta lo volverá loco. Se trata de un viejo de esos con barba blanca. Tomó el avión de Los Ángeles a San Diego. La tarifa era de quince dólares, pero el viejo solo tenía doce, así que lo tiraron en medio del océano.
Esperé. Ella no agregó nada más. Por fin, intervine.
—Señora, creo que no lo cojo.
—Bueno, pues búscalo dentro de tu cabeza. Quizás así lo entiendas.
Los dos me sonrieron con burla. El camarero lanzó su índice hacia la puerta.
—Vale, tío. ¡Esfúmate!
—Pero si no he hecho nada malo, me he comportado bien. Usted no tiene derecho...
—¿Qué te apuestas? —me espetó.
—Yo no les he pedido nada —dije—. Entré aquí para esperar a un amigo, estoy limpio, soy educado y mi aspecto es respetable. Yo... yo cumplí con mi servicio militar y fui a la universidad... estudié un año y medio... y...
Las venas de mi garganta estaban a punto de reventar. Todo empezó a parecerme rojo, borroso y confuso.
Oí una voz. La voz de una mujer que decía:
—¡Ah! No te lo tomes así, chico. No te aceleres, hombre.
Y, por lo que pude ver a través de la confusión, no tenía mal aspecto. Ahora más bien me parecía guapa y gentil... como parecen las personas que te gustaría tener como amigas.
El camarero llegaba desde la barra, venía hacia mí.
—¡No lo hagas, Bert! ¡Deja al chico tranquilo! —le dijo, y a continuación dejó escapar un grito.
Él me había agarrado por la camisa y yo lo había agarrado a él. Cerré un brazo alrededor de su cuello y lo atraje hacia mí, medio cuerpo, a través de la barra. Le di un puñetazo tan fuerte que me dolió la muñeca. Cayó, deslizándose tras la barra, y yo eché a correr.