Читать книгу Un cuchillo en la mirada - Jim Thompson - Страница 8

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El camionero me quitó la botella de la mano y echó un poco de licor en su Coca-Cola. Se la pasó a otro camionero y este se echó un poco en el café y me la devolvió.

El hombre de la barra nos observaba con el entrecejo levemente fruncido, pero en realidad no estaba enojado. Él también había tomado un par de copas y parecía más preocupado que enfadado.

—¡Eh! No exhibáis demasiado la botella por aquí —dijo—. A veces pasan los de la patrulla de la autopista y podrían crear problemas.

—¡Ajá! —Uno de los camioneros le guiñó un ojo—. ¿Por qué iba a querer alguien crearle problemas a Collie? Él solo está esperando el tranvía.

—No espero el tranvía. Estoy esperando a ese amigo mío, Jack Billingsley. Verás...

—Claro. —El otro camionero sonrió estúpidamente—. ¿En qué tipo de avión dijiste que volaba?

—Ya te lo he repetido muchas veces —dije—, es un automóvil. Es...

—Ah, sí. Un Rolls-Royce, ¿no es eso?

—No. Tiene un Rolls-Royce. De hecho, tiene dos, pero hoy no lo llevaba. El que conducía hoy era un gran Cadillac descapotable. Algo no funcionaba bien y se paró, por eso volví caminando a buscar un taller...

—Quizás haya tenido que parar para darle de comer a los caballos... —añadió en tono burlón el otro camionero.

—A lo mejor se le desenganchó el furgón de cola...

—Quizá —dije— a una pareja de listillos les gustaría que les partiesen la jeta.

Se hizo un silencio de muerte en todo el comedor. Los camioneros dejaron de sonreír y el hombre de la barra lanzó una mirada incómoda hacia el teléfono. Después de un rato, forcé una sonrisa.

—Estaba bromeando, por supuesto. Aquí todos estamos bromeando y bebiendo juntos, así que yo también me permití bromear un poco. Tiene el mismo sentido que las cosas que vosotros estabais diciéndome.

Uno de los camioneros dejó unas monedas sobre el mostrador. Él y el otro se levantaron y se encaminaron hacia la puerta. Yo también me levanté.

—¿Qué os parecería llevarme? —pregunté—. Tengo algo de dinero y aún me queda un poco de whisky.

—Disculpa. La compañía no lo permite.

—Puedo ir atrás. Dejadme ir con vosotros solo hasta que se haga de día. Quizá ni siquiera hasta que se haga de día. Probablemente me encuentre con el condenado loco de Jack Billingsley en la carretera.

La puerta se cerró de golpe. Después se cerraron las puertas del camión. Rugió el motor y se fueron. El camarero me miró fijamente y yo le devolví la mirada. Al fin desvió la mirada y habló con un sonido parecido al relincho.

—Por favor, Mac. Lárgate de una vez, ¿quieres? Nunca conseguirás que te lleve nadie.

—En la autopista, claro que no. Nadie va a detenerse de noche por mí.

—¡Pero no es culpa mía! No tienes derecho a andar dando vueltas por aquí, metiéndome en líos. ¿Qué pensará la gente? ¡Caray! Llegas aquí y comienzas a farfullar como un loco, sin parar...

—Lo siento. No volveré a dirigirle la palabra a nadie. Esperaré por aquí tranquilamente hasta que empiece a hacerse de día.

Maldijo y se quejó en voz baja.

—Bueno. ¡Entonces aléjate de la barra! Si te vas a quedar por aquí, vete al reservado del fondo y acomódate.

—¡Vale, claro, hombre! ¡Con mucho gusto!

Me dirigí hacia el último reservado y me deslicé dentro, tan cerca de la pared como pude, apoyé los brazos cruzados sobre la mesa y recosté la cabeza sobre ellos. Me hallaba agotado. Había estado metido en un montón de asuntos, y todo sin tocar la cama en tres días. Sin embargo, no me podía relajar y conciliar el sueño. Mi mente volvía a Fay una y otra vez... Qué cariñosa había sido conmigo. ¿Qué le sucedería ahora a ella? No. No podía relajarme ni descansar.

Alcé la cabeza y encendí un cigarrillo. Tomé otro par de tragos y volví a apoyar la cabeza sobre los brazos. Por último, me adormecí, aunque más bien debería decir que caí redondo.

Asustado, salí del sopor sin saber dónde estaba ni recordar cómo había llegado allí. Me puse en pie de un salto, antes de que hubiese abierto del todo los ojos, y me arrojé de cabeza a la puerta.

La botella se me deslizó del bolsillo. Traté de alcanzarla, pero me saltó de las manos. Rebotó, salió rodando por el suelo y yo salí tropezando tras ella, tambaleándome y chocando contra los otros reservados, hasta que, finalmente, caí dentro de uno.

Allí había un hombre, un cliente. Estaba sentado en una silla frente a mí. Era un sujeto con apariencia de joven-viejo o, mejor aún, daba la impresión de ser un viejo-joven. Lanzó una mirada al camarero e hizo un gesto con la cabeza. Se inclinó y recogió la botella y un sándwich que había estado comiendo y se le había caído. Me alcanzó la botella.

—Es bastante bueno. —Hizo una seña hacia el sándwich, restándole importancia al incidente—. ¿Quiere que le pida uno igual?

—No, gracias.

—Pienso que debería comer algo. De todas formas, tómese un café.

Le dije que gracias, que esperaría hasta que apareciera mi amigo Jack Billingsley para comer algo.

—El condenado loco de Jack. —Me eché a reír—. Íbamos de camino hacia California, conduciendo de noche porque hace más fresco, cuando...

El tipo continuó comiendo y mantenía su mirada clavada en el plato. Luego, sin previo aviso, levantó la vista, escuchó frunciendo el ceño y mirándome fijamente a los ojos. Me estaba estudiando el rostro.

—Está bien... —dijo, mientras dejaba caer gentilmente una mano sobre mi hombro—. No hace falta. Es un cuento inocente que muestra una viva imaginación, pero conmigo no es necesario. ¿Dónde vive usted?

—Bueno...

—Ya veo. ¿Le ha ido bien últimamente?

—Más o menos como siempre. Creo que bastante bien. Ya sabe, en realidad no me ha ido bien, pero tampoco mal del todo.

—¿Cuánto tiempo hace que estuvo en prisión?

Estaba a punto de decirle que unos pocos días, pero entonces cambié de respuesta a la velocidad del rayo y le dije que hacía más o menos un año. El nombre de la institución que le di fue la penúltima en la que había estado.

—¿Le gustaría volver? ¿No piensa que debería volver?

—Bueno, me parece que quizá debería. Aunque no me he metido en problemas desde entonces, pero... ¿es usted doctor?

—Sí. Y yo también pienso que usted debería volver. A no ser, claro está, que tenga algún amigo o miembro de su familia que pueda ayudarle.

—No lo tengo.

—Bueno, veamos —se frotó la cara—, veamos. Me pregunto qué será mejor. —Se interrumpió, frunciendo el ceño. Parecía enfadado consigo mismo—. Le diré... ¿cuál es su nombre? ¿Collins? Bueno, le diré, Collins, que lo mejor que puede hacer es recoger todo el dinero que pueda conseguir y volverse directamente.

—Sí, señor. Eso es lo que haré. Es probable que pueda hacer autostop la mayor parte del camino.

—Me gustaría poderlo ayudar, pero no tengo dinero ni dispongo de tiempo. Solo puedo hacer esto, y ya estoy...

—Le voy a decir qué haré —lo interrumpí—: quizá consiga que me arresten en este estado.

—¿No es residente? —Rio brevemente—. Tampoco significaría gran cosa el que lo fuera. A veces, Collins, pienso que aquí los hacen entrar por la puerta principal y los conducen directamente a la salida trasera.

—Sí, señor. Creo que es así en todas partes.

—Tampoco consiguen el dinero para corregirlos. Hay dinero para autopistas, piscinas y campos de fútbol. Hay para todo, menos para lo más importante. Y después, los ciudadanos se extrañan. Se preguntan cómo es que ocurren algunas tragedias espantosas y por qué razón...

—No me pasará nada —aseguré—. No tiene por qué preocuparse por mí, doctor.

—Bueno —se mordió el labio—, bueno, tome mi tarjeta de todas formas. Si se queda en esta región y surge cualquier emergencia, aunque no se trate de una emergencia, si tan solo quiere hablar con alguien, bueno, ya sabe, no deje de llamarme.

Le di las gracias y le dije que podía estar seguro de que lo haría. Salió con sigilo del reservado, se dirigió a la barra y pagó su cuenta.

Comenzó a andar hacia la salida. Entonces, bruscamente, giró en redondo y volvió al reservado.

—¿Está seguro de que todo le va a ir bien, Collins? ¿Dejará la bebida y se comportará como Dios manda?

—Sí, señor.

—Magnífico, buen chico. Te vuelves allí y esta vez te quedas sin preocuparte del tiempo.

—Sí, señor. Eso es exactamente lo que voy a hacer, doctor.

Me echó una mirada y sacudió la cabeza.

—¡Eres un verdadero infierno! ¿Cómo puedes...? ¿Por qué demonio tienes que ser así? ¡Vamos!

—¿Qué? —le dije—. ¿Vamos?

—¡Y rápido, maldita sea! No sea que me arrepienta y cambie de idea.

Vivía en la ciudad por la que había pasado aquella mañana. Tenía allí un pequeño chalé muy bonito, construido con ladrillos, justo dentro de los límites de la parte urbana. Con la zona de trabajo en la parte de delante y la vivienda en la parte de atrás. Salvo por el hecho de que yo seguía pensando en Fay Anderson, y preocupándome por ella, los tres días que pasé allí fueron de los más placenteros de cuantos puedo recordar.

La casa estaba llena de libros. Había un gran prado en el que podría trabajar cuando me sintiera desasosegado, en la nevera había montones de comida y tenía un dormitorio para mí solo. Creo que disfruté de esto último más que de ninguna otra cosa. En la mayoría de los lugares en los que había estado —ya sabéis: «lugares»—, siempre dormíamos amontonados. Podía haber una docena de personas en un mismo cuarto. Algunas siempre te estaban observando. Mirabas alrededor, y te encontrabas con alguien que te observaba. Miraban alrededor, y tú los estabas observando a ellos. Nunca te acostumbras a algo así.

Cuanto más duraba, más te preocupaba. Hubiera sido terrible si todos hubiésemos sido el mismo tipo de sujetos con idéntico tipo de trastorno mental, pero nunca lo éramos. Cuando pensabas que ya te habías hecho de una buena pandilla, traían a alguien que era francamente malo. Un tipo con ojos de loco, realmente un chalado peligroso, alguien que seguramente no podía andar por ahí sin la ayuda de una camisa de fuerza. Y al poco tiempo tú mismo comenzabas a creer que tenías ojos de loco, y no podías descansar. ¿Cómo podría uno descansar cuando sabe que hay un lunático en la misma habitación?

Allí, en casa del doctor, en una habitación que era toda ella para mí solo, dormí por primera vez tras muchos años. Después de la primera noche, no tuve que tomar ninguna medicación. No quería pastillas, y el doctor dijo que no las necesitaba.

La tercera noche —bueno, en realidad era la cuarta— entró y se sentó en el borde de mi cama, me preguntó que cómo me sentía y yo le dije que nunca me había sentido mejor en mi vida. Murmuró que era bueno que descansara todo lo que pudiera para estar en forma para el viaje.

—Es probable —dijo sin mirarme— que todavía te quedes aquí varias semanas más, tal vez varios meses. Hace tres días envié un telegrama a la institución, pero, ya sabes, estas cosas llevan un montón de tiempo.

—Sí —asentí—. No sé por qué, pero así es.

—Te iba a preguntar algo, Collie. —Mantuvo su mirada lejos de la mía—. En el caso de que ellos rehusaran venirte a buscar, si no pudieran hacerlo, es decir, debido a los gastos...

—¿Sí, doctor?

—¿Qué te parecería quedarte aquí conmigo? Hay cantidad de cosas que podrías hacer para ganarte el sustento. El trabajo de la huerta, las reparaciones del coche, cosas de ese tipo, ¿qué te parece, Collie? Serías una gran ayuda para mí, y creo que yo también podría ser de ayuda para ti; bueno, tal vez fuese bueno para ambos. ¿Qué dices, Collie? ¿Te gustaría algo así?

—Yo... yo... Disculpe un minuto, doctor, ahora vuelvo.

Me levanté y fui hacia el cuarto de baño. Permanecí allí con la puerta cerrada hasta que estuve seguro de que podía controlarme.

El bueno del doctor, pensé. Era un tipo cojonudo, pero se trataba del mentiroso más grande del mundo. Había dispuesto de todo el tiempo para entrar en contacto con las autoridades de la última institución en donde yo había estado. Incluso sabía que lo había hecho, y que ellos habían rehusado venir a buscarme. Yo ya lo sabía de antemano; estaba completamente seguro de que rehusarían. Ellos nunca mandaban a buscar a un tipo a no ser que fuera un verdadero criminal o un violento incontrolable, solo buscaban a tipos así.

Ahora, seguro de que no habría nadie más que se tomara la molestia de cuidar de mí, el doctor estaba deseando recoger él mismo la obligación. Me lavé la cara y bebí un sorbo de agua. Después me fabriqué una sonrisa y volví al dormitorio. Le dije que me estaba muriendo de ganas de quedarme. Traté de ser natural, pero creo que fracasé en el intento.

—Yo puedo conseguirlo, Collie. —Me miró de cerca y volvió a dirigir su mirada hacia la lejanía—. ¿Por qué iba a prometértelo si no pudiera?

—Estupendo.

—¿Quieres decir que está todo bien, que aceptas quedarte?

—Todo el tiempo que usted pueda.

—Yo puedo. Yo quiero, y tú debes hacerlo. Mira, Collie, es tu juicio lo que no está bien. Eres un hombre inherentemente decente y con una gran fibra de moralidad, pero eso no es suficiente. Llegará un tiempo y una situación en que eso no será suficiente. En tus circunstancias, un hombre está expuesto fácilmente a la influencia de los otros. Generalizando: un hombre así tiene que depender de los otros. Y tú y yo sabemos que los otros no son siempre fiables.

Hizo una pausa para encender su pipa. Dio unas chupadas y continuó.

—A veces se trata de gente sencillamente ignorante. En otras ocasiones son tipos crueles o criminales. En cualquier caso, están jugando con dinamita. En efecto, Collie, sería mucho menos peligroso tu vagabundeo si fueras un completo lunático, uno de esos tipos que te miran con ojos de loco, por usar tu propia expresión. La gente, entonces, podría ver el peligro; sin embargo, ¿qué es lo que ahora ellos ven en ti? Un hombre joven, extraordinariamente bien parecido, quizás un poco excéntrico a veces, un poco lento de reflejos pero normal en casi todo lo demás. Y así es como te tratan: como si fueras normal, y de ello resulta, antes o después, una tragedia segura, para ti y para los otros. Solo te basta con echarle una hojeada a cualquier periódico para ver que estoy en lo cierto.

—No sé, doctor. Hasta ahora me las he ingeniado bastante bien para no meterme en líos. Nunca le he hecho daño a nadie ni he hecho nada realmente malo.

—¿A qué le llamas tú «realmente malo», Collie? ¿Cómo te tomas el que alguien te haga una broma o te tome el pelo? No importa. —Sonrió y me dio un golpecito en la rodilla—. Estoy seguro de que te has comportado bien, aunque te haya resultado difícil. Y desde ahora lo harás incluso mejor. Quédate aquí durante un año, más o menos, el tiempo que te haga falta y...

A la mañana siguiente, sobre las diez, fue a pasar visita a sus pacientes. Tan pronto como se hubo ido, grabé en el contestador automático del doctor el mensaje de que se encontraba fuera.

Después de lo cual, yo también me fui.

Un cuchillo en la mirada

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