Читать книгу 1.280 almas - Jim Thompson - Страница 7
4
ОглавлениеCompré un poco de comida en el tren: unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas fritas, cacahuetes, galletas y una gaseosa. A eso de las dos de la tarde llegamos al pueblo de Ken Lacey, la cabeza de partido del lugar en que era sheriff.
Era un lugar muy grande, con unos cuatro o cinco mil habitantes. La calle mayor estaba empedrada, y también la plaza que se abría alrededor del Palacio de Justicia. Por todas partes había calesas de ruedas radiadas y fantásticos carruajes cubiertos; hasta vi dos o tres automóviles conducidos por tíos pijos con anteojos, acompañados por mujeres con velos y trapitos de lino sujetándose con fuerza. Vamos, que era como estar en Nueva York o una de esas grandes capitales de las que he oído hablar. Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que no presta atención a nada.
Por poner un ejemplo: pasé delante de un espacio abierto en que se celebraba la pelea de perros más acojonante que he visto en mi vida. Una verdadera batalla entre dos sabuesos, un bulldog y una especie de mestizo de culo moteado.
Aunque no hubiera habido ninguna pelea, el mestizo habría bastado para que un tipo se parase a mirar. Porque, de verdad, ¡era algo serio! Tenía el culo levantado, manchado y salpicado como si se le hubiera cagado encima una vaca. Las patas delanteras eran tan cortas que la nariz casi le tocaba el suelo. Tenía un ojo azul y el otro amarillo. Un amarillo muy brillante, como el pelo de una rubia.
Allí estaba yo, como un tonto, deseando que hubiera conmigo alguien de Potts County para que fuera testigo; nadie me creería cuando contara que había visto un perro semejante. Eché un vistazo alrededor y, aunque me resultaba difícil alejarme, abandoné aquel espectáculo y me encaminé al Palacio de Justicia.
Prácticamente me vi en la obligación de marcharme, ya me comprendéis, porque no quería que me tomasen por un paleto: yo era el único que se había parado a mirar. Había tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces un fenómeno como aquél.
Ken y un ayudante llamado Buck, un tipo al que no había visto nunca, se encontraban en la oficina del sheriff; estaban prácticamente sentados en la rabadilla, con las piernas cruzadas y los sombreros Stetson tapándoles los ojos.
Tosí e hice ruido con los pies. Ken levantó la mirada por debajo del ala del sombrero. Dijo:
—¡Vaya! Que me condenen si no es el sheriff de Potts County. —Giró la silla para encararse conmigo y me tendió la mano—. Siéntate, siéntate, Nick —me ofreció, y así lo hice—. Buck, despierta y saluda a un amigo mío.
Buck estaba ya despierto, al parecer, así que también giró su asiento y nos dimos la mano como Ken había dicho. Acto seguido, Ken hizo un gesto con la cabeza y Buck dio otra vuelta y sacó del escritorio un litro de whisky blanco y unos cigarros puros.
—Este tipo, Buck, es el ayudante más listo que tengo —dijo Ken mientras tomábamos un trago y encendíamos los puros—. Mucha iniciativa, este Buck. Ni siquiera tengo que decirle lo que hay que hacer, como pasa con la mayoría de la gente.
Buck dijo que se limitaba a cumplir con su deber y Ken contestó que no, señor, que era un tío listo.
—Como mi viejo amigo Nick. Por eso es el sheriff del cuadragésimo séptimo municipio más grande del estado.
—¿De verdad? —preguntó Buck—. No sabía que hubiera cuarenta y siete municipios en este estado.
—¡Pues claro! —respondió Ken mirándole un tanto ceñudo—. ¿Qué tal las cosas por Potts County, Nick? ¿Seguís prosperando?
—Bueno, no —contesté—. No me atrevería a decir que prosperamos. Potts County no es exactamente una gran ciudad, como lo que tenéis aquí.
—¿No? —dijo Ken—. Parece que pierdo la memoria. Como sea, ¿qué población tiene Potts County?
—Pues mira —respondí—, hay una señal en la carretera, a las afueras del pueblo, que dice «1.280 almas», así que supongo que será eso: mil doscientas ochenta almas.
—Mil doscientas ochenta almas, dices. Se supone que esas almas estarán dentro de otros tantos cuerpos, ¿no?
—Bueno, claro —dije—. Eso es lo que he querido decir. Es otra manera de decir mil doscientos ochenta habitantes.
Tomamos otro par de tragos. Buck sacudió el cigarro en un cacharro y se cortó un pedazo para mascar. Ken matizó que yo no era del todo exacto al decir que mil doscientas ochenta almas eran lo mismo que mil doscientos ochenta habitantes.
—¿Verdad que no, Buck? —inquirió Ken, haciéndole un gesto con la cabeza.
—Muy cierto —repuso Buck—. Tienes toda la razón, Ken.
—¡Pues claro! Dile a Nick por qué.
—Sí —dijo Buck volviéndose hacia mí—. Mira, Nick: la cantidad de mil doscientos ochenta comprende también a los negros, porque los leguleyos yanquis nos obligan a contarlos, pero los negros no tienen alma. ¿A que no, Ken?
—Muy cierto —respondió éste.
—Mira, chico, yo no entiendo esas cosas —dije—. No me atrevo a deciros que no tenéis razón, pero me parece que tampoco estoy de acuerdo con vosotros. A ver, explicadme por qué se os ha ocurrido decir que los de color no tienen alma.
—Pues porque no la tienen.
—Pero ¿por qué no la tienen? —insistí.
—Díselo, Buck. A ver si consigues que el viejo Nick alcance la verdad —dijo Ken.
—Sí, claro. Mira, Nick: los negros no tienen alma porque no son personas.
—¿No? —dije.
—¡Toma! Claro que no. Casi todo el mundo lo sabe.
—Si no son personas, entonces ¿qué son?
—Negros, sólo negros. Por eso la gente les llama negros y no personas.
Buck y Ken afirmaron con la cabeza, mirándome como si ya no hubiera más que decir al respecto. Tomé otro trago de la botella y se la pasé.
—A ver, a ver —dije—. ¿Cómo puede ser eso? Mi madre murió prácticamente después de nacer yo, y a mí me amamantó una mujer de color. Yo no estaría vivo de no haber sido por ella. Si eso no demuestra...
—¡Qué va! —me interrumpió Ken—. Eso no demuestra nada. A fin de cuentas, te podría haber alimentado una vaca, y no me irás a decir que las vacas son personas.
—Bueno, creo que no. Pero ése no es el único argumento. He tenido relaciones con tías de color que, sin duda, no habría tenido nunca con una vaca y...
—Pero podrías —dijo Ken—, podrías. Tenemos en chirona en este momento a un guripa que se ha tirado a una cerda.
—Está bien, lo tendré en cuenta —dije, porque había oído hablar de casos similares, pero no había conocido ninguno tan de cerca—. ¿De qué le vais a acusar?
Buck dijo que quizá de violación. Ken le lanzó una mirada inexpresiva y dijo que no, que no se atreverían.
—A fin de cuentas, puede afirmar que la cerda consintió, y entonces ya me dirás lo que hacemos.
—¡Eh! —dijo Buck—. ¡Eh, eh, Ken!
—¿Qué es eso de «eh»? —repuso Ken—. ¿Quieres decir que los animales no entienden lo que les decimos? Mira, si voy al perro y le digo: «Tú, ¿quieres cazar ratas?», verás cómo me salta encima, me ladra, me gruñe y me lame la cara. O sea, desgraciao, que me da a entender que quiere cazar ratas. Si le digo: «Tú, ¿quieres que te dé un palo?», verás cómo se pone en un rincón con el rabo entre las piernas; con eso querrá decir que no quiere que le dé un palo. Y...
—Vale, vale —dijo Buck—. Pero...
—¡Me cago en...! —lo interrumpió Ken—. ¡Cierra el pico cuando hablo! ¿Qué coño te pasa? Le digo aquí a Nick que eres un tío listo y tú vas y me quieres hacer quedar como un embustero delante de él.
Buck se ruborizó un poco y dijo que lo sentía, que no había querido contradecir a Ken.
—Ahora que me lo has explicado, lo entiendo a la perfección. Seguramente el guripa fue a la cerda y le dijo: «¿Quieres un poquito de lo que ya sabes, cerdita?», y la cerda se puso a chillar y a remover el rabo, dando a entender que estaría dispuesta siempre que el tipo quisiera.
—¡Pues claro, hombre! ¡Fue así! —dijo Ken arrugando la frente—. ¿Por qué me lo discutías? ¿Por qué decías que el tipo no contaba con el consentimiento de la cerda, haciendo el ridículo delante de un sheriff que ha venido a visitarnos? Te voy a decir una cosa, Buck —prosiguió Ken—: tenía esperanzas depositadas en ti. Casi estaba convencido de que eras un blanco sensato y no uno de esos bocazas sabelotodo. Pero ahora ya no estoy seguro; de verdad, no estoy seguro. Todo lo que puedo decirte es que tengas cuidado con lo que haces a partir de ahora.
—Lo tendré, lo tendré —repuso Buck—. Lo siento mucho, Ken.
—Y ojito, ojito con lo que te he dicho. —Ken le miró de mal humor—. Vuelve a discutirme o a contradecirme y te pongo en la calle a picotear la mierda de caballo con los pájaros. ¿Crees que no soy capaz? ¿Me vas a decir ahora que no competirás con los pájaros por la mierda? ¡Responde, desgraciao, gilipollas!
Buck tartamudeó un poco y luego dijo que claro, que Ken tenía razón.
—Tú lo has dicho, Ken, eso es exactamente lo que haré.
—¿Qué harás? ¡Dilo, así te mueras!
—Pi... —Buck volvió a tragar saliva—, picotear la mierda de los caballos con los pájaros.
—Mierda caliente, de la que humea. ¿Estamos? ¿Estamos?
—Sí —murmuró Buck—. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Yo... admito que no hay nada menos apetitoso que la mierda de caballo fría.
—Venga, de acuerdo, ya está —dijo Ken dejándole en paz y volviéndose hacia mí—. Nick, supongo que no has venido hasta aquí para oírme discutir con el imbécil de Buck. Sospecho que tienes un montón de problemas.
—Pues sí, mira, tienes razón, Ken, ¡vaya si la tienes! Así es.
—Has venido a pedirme consejo, ¿no? No eres como esos sabihondos que creen que tienen respuestas para todo.
—No, y por supuesto que quiero tu consejo, Ken.
—Bueno, bueno —asintió—. Pues adelante, Nick.
—Verás, tengo tal lío en la cabeza que me va a reventar. Como apenas puedo comer y dormir, estoy que no me tengo. Me he puesto a analizarlo y a estudiarlo, y he empezado a pensar y a pensar, hasta que he llegado a una conclusión.
—¿Y bien?
—Que no sé qué hacer —dije.
—Ya. Bueno, mira, sin prisas. Buck y yo tenemos mucho trabajo, pero siempre podemos hacer un hueco para escuchar a un amigo. ¿No, Buck?
—Es verdad. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Como siempre.
—Así que tómate tu tiempo y cuéntanoslo, Nick —dijo Ken—. Siempre dejo a un lado todas mis preocupaciones cuando tengo a un amigo en apuros.
Dudé en hablarle de Myra y su hermano, el cretino, porque así, de repente, me pareció demasiado íntimo. Quiero decir que no se va a discutir así como así de la propia mujer con otro tipo, aunque sea un buen amigo como Ken. Además, aunque se lo contara, ¿qué hostias podía hacer él?
Consideré que lo mejor era aparcar el tema e ir directo al otro lío gordo que tenía. Suponía que él podría afrontarlo con facilidad. Es más: puesto que ya habíamos recuperado un poco de camaradería y había visto cómo se las tenía con Buck, sabía que era el hombre adecuado para plantarle cara a la situación.