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1 INTRODUCCIÓN

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El frío invernal ha llegado pronto a Europa este año y hay un helor penetrante en el aire vespertino. Enterrado en lo más recóndito de la mente de una joven hembra de petirrojo, un sentido de propósito y determinación, que hasta ahora había sido vago, se hace más intenso.

El pájaro ha pasado las últimas semanas devorando muchos más insectos, arañas, gusanos y bayas de lo que solía ser su ingesta normal, y ahora su peso es casi el doble del que tenía cuando su pollada salió del nido, en agosto. Este peso adicional es, en su mayor parte, reservas de grasa, que necesitará como combustible para el arduo viaje en el que está a punto de embarcarse.

Esta será su primera migración lejos del bosque de abetos del centro de Suecia en el que ha vivido a lo largo de su corta vida y donde crio a sus polluelos hace solo unos meses. Por suerte para ella, el invierno anterior no fue muy severo, porque hace un año no había llegado todavía a la edad adulta y, por lo tanto, no era lo bastante fuerte para emprender un viaje tan largo. Pero ahora, liberada de sus responsabilidades maternales hasta la próxima primavera, solo tiene que pensar en sí misma, y está lista para huir del invierno que se acerca, dirigiéndose hacia el sur para buscar un clima más cálido.

Han pasado dos horas desde la puesta de sol. En lugar de instalarse para pasar la noche, salta en la penumbra creciente hasta la punta de una rama cercana a la base del enorme árbol que ha considerado su hogar desde la primavera. Se sacude rápidamente, como si fuera un corredor de maratón que relaja los músculos antes de una carrera. Su pecho anaranjado brilla a la luz de la luna. El esmerado esfuerzo y cuidado que puso en la construcción de su nido (que está apenas a unos pocos metros de distancia, parcialmente escondido sobre la corteza cubierta de musgo del tronco del árbol) es ahora un tenue recuerdo.

No es el único pájaro que se prepara para la marcha, pues otros petirrojos, tanto machos como hembras, han decidido también que esta es la noche adecuada para iniciar su larga migración hacia el sur. En los árboles que la rodean, la hembra de petirrojo oye cantos fuertes y penetrantes que ahogan los sonidos usuales de otros animales forestales nocturnos. Es como si las aves se sintieran obligadas a anunciar su partida al enviar a los demás habitantes del bosque el mensaje de que deberían pensárselo dos veces antes de plantearse invadir el territorio de los pájaros y los nidos vacíos mientras estén fuera. Porque estos petirrojos, con toda seguridad, planean volver en la primavera.

Con una rápida inclinación de la cabeza a uno y otro lado, para asegurarse de que no hay moros en la costa, la hembra de petirrojo echa a volar hacia el cielo vespertino. Las noches se han ido haciendo más largas a medida que avanzaba el invierno, y tiene por delante unas diez horas bien buenas de vuelo antes de que pueda volver a descansar.

Emprende un rumbo de 195° (15° al oeste en dirección sur). A lo largo de los días siguientes, seguirá volando, más o menos, en la misma dirección, y en un día bueno recorrerá trescientos kilómetros. No tiene ni idea de lo que le espera a lo largo del viaje, ni sensación alguna del tiempo que le tomará. El terreno que rodea su bosque de abetos le es familiar, pero pasados unos cuantos kilómetros está volando sobre un paisaje iluminado por la luna y extraño, de lagos, valles y pueblos.

En algún punto cercano al mar Mediterráneo, la hembra de petirrojo alcanzará su destino; aunque no se dirige a ninguna ubicación específica, cuando llegue a un punto favorable se detendrá y memorizará los hitos locales para poder retornar allí en los años siguientes. Si tiene la fuerza suficiente, puede incluso llegar a volar directamente hasta la costa septentrional de África. Pero esta es su primera migración, y ahora su única prioridad es escapar del frío penetrante del invierno nórdico que se avecina.

La hembra no parece reparar en los petirrojos que la rodean y que vuelan todos, aproximadamente, en la misma dirección; algunos de ellos ya deben de haber hecho este viaje muchas veces. Su visión nocturna es magnífica, pero no busca ningún hito en el terreno (como haríamos nosotros si emprendiéramos un viaje de este cariz), ni resigue el patrón de las estrellas en el claro cielo nocturno al tiempo que consulta su mapa celeste interno, como hacen otras muchas aves que migran por la noche. En lugar de ello, posee una habilidad muy notable y varios millones de años de evolución a los que agradecerles su capacidad de hacer lo que se convertirá en una migración otoñal anual, un trayecto de más de tres mil kilómetros.

Desde luego, la migración es algo común en el reino animal. Por ejemplo, cada invierno, los salmones frezan en los ríos y lagos de Europa septentrional, dejando alevines que, una vez que han hecho eclosión, siguen el curso de su río hasta el mar y hacia el Atlántico Norte, donde crecen y maduran; tres años después, estos salmones jóvenes retornan para reproducirse en los mismos ríos y lagos en los que salieron del huevo. Las mariposas monarca del Nuevo Mundo migran miles de kilómetros hacia el sur y atraviesan todo Estados Unidos en otoño. Ellas, o sus descendientes (porque se reproducen en ruta), retornan luego al norte, a los mismos árboles en los que se convirtieron en ninfas en primavera. Las tortugas verdes que salen del huevo en la isla de Ascensión, en el Atlántico Sur, nadan a lo largo de miles de kilómetros de océano antes de volver, cada tres años, a reproducirse en exactamente la misma playa de la que surgieron, cubierta de cáscaras de huevos. Y la lista sigue: muchas especies de aves, ballenas, caribúes, langostas de mar, ranas, salamandras e incluso abejas son capaces de emprender viajes que pondrían en un aprieto a los mayores exploradores humanos.

Durante siglos ha sido un misterio la manera en que los animales consiguen encontrar su camino alrededor del globo. Ahora sabemos que utilizan métodos de lo más variado: algunos emplean la navegación solar durante el día y la navegación celeste durante la noche; algunos memorizan hitos en el terreno; otros pueden incluso oler su camino por el planeta. Pero el sentido de navegación más misterioso de todos es el que posee el petirrojo: la capacidad de detectar la dirección e intensidad del campo magnético de la Tierra, lo que se conoce como magnetorrecepción o magnetocepción. Y aunque ahora sabemos de otros muchos animales que poseen esta capacidad, la manera en que el petirrojo (Erithacus rubecula) encuentra su camino a través del globo es del mayor interés para nuestro relato.

El mecanismo que permite a nuestra hembra de petirrojo saber lo lejos que ha de volar y en qué dirección está codificado en el ADN que heredó de sus padres. Esta capacidad es refinada e insólita: un «sexto sentido» que utiliza para trazar su rumbo. Porque, como muchas otras aves, y de hecho insectos y animales marinos, la hembra de petirrojo tiene la capacidad de sentir el débil campo magnético de la Tierra y de extraer de él información direccional mediante un sentido de navegación innato, que en su caso necesita un nuevo tipo de brújula química.

La magnetocepción es un enigma. El problema es que el campo magnético de la Tierra resulta muy débil: entre 30 y 70 microteslas en la superficie, suficiente para desviar una aguja de brújula finamente equilibrada y sin apenas fricción, pero solo alrededor de la centésima parte de la fuerza de un típico imán de frigorífico. Esto plantea un enigma: para que un animal detecte el campo magnético de la Tierra, este ha de influir de algún modo en una reacción química en algún lugar del cuerpo del animal; al fin y al cabo, así es como todos los seres vivos, nosotros incluidos, sienten cualquier señal externa. Pero la cantidad de energía que proporciona la interacción entre el campo magnético de la Tierra y las moléculas del interior de las células vivas es inferior a la milmillonésima parte de la energía necesaria para romper o producir un enlace químico. Así pues, ¿cómo puede percibir este campo magnético el petirrojo?

Los misterios, por pequeños que sean, resultan fascinantes porque siempre existe la posibilidad de que su solución conduzca a un cambio fundamental en nuestra comprensión del mundo. Por ejemplo, las reflexiones de Copérnico en el siglo XVI acerca de un problema relativamente menor con relación a la geometría del modelo geocéntrico del sistema solar de Ptolomeo, le llevó a desplazar el centro de gravedad del universo y apartarlo de la humanidad. La obsesión de Darwin por la distribución geográfica de las especies animales y el misterio de por qué las especies de pinzones y sinsontes de islas aisladas tienden a ser tan especializadas le condujeron a proponer su teoría de la evolución. Y la solución del físico alemán Max Planck al misterio de la radiación de un cuerpo negro, relacionado con la manera en que los objetos calientes emiten calor, le llevó a sugerir que la energía se halla en burujos discretos llamados «cuantos», lo que condujo al nacimiento de la teoría cuántica en el año 1900. Así pues, ¿acaso la solución del misterio de cómo encuentran las aves su camino alrededor del globo podría conducir a una revolución en el campo de la biología? La respuesta, por extraño que parezca, es que sí.

Pero misterios como este son también el lugar predilecto de pseudocientíficos y místicos. Tal como afirmó Peter Atkins, un químico de Oxford, en 1976: «El estudio de los efectos del campo magnético sobre las reacciones químicas ha sido desde hace mucho tiempo un terreno por el que triscan los charlatanes».1 En efecto, en un momento u otro se ha propuesto toda suerte de exóticas explicaciones de los mecanismos que emplean las aves migratorias para guiarse a lo largo de sus rutas, desde la telepatía hasta antiguos alineamientos (rutas invisibles que conectan varias ubicaciones arqueológicas o geográficas supuestamente dotadas de energía espiritual), por no hablar del concepto de «resonancia mórfica» que se inventó el polémico parapsicólogo Rupert Sheldrake. Por lo tanto, las reservas que planteaba Atkins en la década de 1970 eran comprensibles, y reflejaban un escepticismo generalizado entre la mayoría de los científicos que por aquel entonces trabajaban para encontrar cualquier indicio de que los animales eran capaces de notar el campo magnético de la Tierra. Sencillamente, no parecía que hubiera ningún mecanismo molecular que permitiera que un animal lo hiciera… o, al menos, ninguno dentro del ámbito de la bioquímica convencional.

Pero el mismo año en que Peter Atkins manifestaba su escepticismo, el equipo de ornitólogos alemanes radicado en Fráncfort compuesto por el matrimonio Wolfgang y Roswitha Wiltschko publicó en Science, una de las principales revistas académicas mundiales, un importantísimo artículo que estableció, sin ningún género de dudas, que, en efecto, los petirrojos pueden detectar el campo magnético de la Tierra.2 Y, todavía más notable, demostraron que el sentido de las aves no parece funcionar de la manera en que lo hace una brújula normal. Porque mientras que las brújulas indican la diferencia entre el polo norte y el polo sur magnéticos, un petirrojo solo puede distinguir entre polo y ecuador.


FIGURA 1.1. El campo magnético de la Tierra.

Para comprender cómo podría funcionar una brújula de este tipo, tengamos en cuenta las líneas del campo magnético, las sendas invisibles que definen la dirección de un campo magnético y a lo largo de las cuales se alineará la aguja de una brújula cuando se coloque en cualquier punto de dicho campo. Las conocemos, sobre todo, por ser las líneas que generan las limaduras de hierro sobre un pedazo de papel situado sobre un imán de barra. Imagine ahora el lector toda la Tierra como un imán de barra gigantesco con las líneas del campo magnético que surgen del polo sur, irradian hacia fuera y se curvan en bucles para entrar en su polo norte (véase figura 1.1). La dirección de estas líneas de campo cerca de cada polo es casi vertical, y salen o entran del suelo, pero se aplanan y corren casi paralelas a la superficie del planeta cuanto más cerca se hallan del ecuador. De modo que una brújula que mida el ángulo de inclinación entre las líneas del campo magnético y la superficie de la Tierra, lo que llamamos una «brújula de inclinación», puede distinguir entre la dirección hacia un polo y la dirección hacia el ecuador, pero no puede distinguir entre los polos norte y sur, porque las líneas de campo tienen el mismo ángulo con el suelo en ambos extremos del globo. El estudio de 1976 de los Wiltschko estableció que el sentido magnético del petirrojo funcionaba exactamente igual que una brújula de inclinación. El problema era que nadie tenía idea de cómo una brújula de inclinación biológica de este tipo podía funcionar, porque, sencillamente, en aquella época no existía mecanismo conocido, ni siquiera concebible, que pudiera explicar de qué manera podía detectarse el ángulo de inclinación del campo magnético de la Tierra en el cuerpo de un animal. La respuesta resultó hallarse dentro de una de las más sorprendentes teorías científicas de la época moderna, y tenía que ver con la extraña ciencia de la mecánica cuántica.

UNA REALIDAD OCULTA Y FANTASMAGÓRICA

Si realizamos una encuesta informal entre científicos y les preguntamos cuál creen que es la teoría científica que ha tenido más éxito, que es más general y que ha sido más importante, es probable que la respuesta dependa de si le hacemos la pregunta a alguien especializado en ciencias físicas o en ciencias biológicas. La mayoría de los biólogos considera que la teoría de Darwin de la evolución mediante selección natural es la idea más profunda que jamás se haya concebido. Sin embargo, es probable que un físico aduzca que la mecánica cuántica debería ocupar el puesto de honor; al fin y al cabo, es el fundamento sobre el que se asienta gran parte de la física y de la química, y nos proporciona un panorama notablemente completo de las piezas fundamentales de todo el universo. De hecho, sin su poder explicativo, desaparecería gran parte de lo que ahora sabemos acerca de cómo funciona el mundo.

Casi todo el mundo habrá oído hablar de «mecánica cuántica», y la idea de que esta es un área de la ciencia desconcertante y difícil que solo comprende una minoría muy reducida e inteligente de humanos pertenece a la cultura popular. Pero lo cierto es que la mecánica cuántica ha sido parte de toda nuestra vida desde principios del siglo XX. La ciencia se desarrolló como teoría matemática a mediados de la década de 1920 para explicar el mundo de lo muy pequeño (el micromundo, como se le llama), es decir, el comportamiento de los átomos que conforman todo lo que vemos a nuestro alrededor, y las propiedades de las partículas todavía más pequeñas que constituyen dichos átomos. Por ejemplo, al describir las reglas que los electrones obedecen y cómo estos se disponen dentro de los átomos, la mecánica cuántica socalza toda la química, la ciencia de los materiales e incluso la electrónica. A pesar de su carácter extraño, sus reglas matemáticas se hallan en el núcleo mismo de la mayoría de los avances tecnológicos del último medio siglo. Sin la explicación que la mecánica cuántica nos proporciona de cómo los electrones se desplazan a través de los materiales, no habríamos comprendido el comportamiento de los semiconductores, que son el fundamento de la electrónica moderna, y sin una comprensión de los semiconductores no habríamos desarrollado ni el transistor de silicio ni, posteriormente, el microchip y el ordenador moderno. La lista sigue: sin el avance en nuestros conocimientos gracias a la mecánica cuántica no habría láseres, y por lo tanto no existirían ni el CD, ni el DVD ni los reproductores de Blu-ray. Sin mecánica cuántica no tendríamos teléfonos inteligentes, navegación por satélite ni escáneres de MRI (imaginología de resonancia magnética). De hecho, se ha calculado que alrededor de un tercio del PIB (producto interior bruto) del mundo civilizado depende de aplicaciones que simplemente no existirían sin nuestro conocimiento de la mecánica del mundo cuántico.

Y esto es solo el principio. Cabe esperar un futuro cuántico (con toda probabilidad, antes de que nos muramos) en el que podamos disponer de energía eléctrica prácticamente ilimitada a partir de fusión nuclear producida por láser; en el que máquinas moleculares artificiales desempeñen una enorme gama de tareas en los campos de la ingeniería, la bioquímica y la medicina; en el que los ordenadores cuánticos proporcionen inteligencia artificial; y en el que, en potencia, incluso la tecnología de la teleportación, que ahora nos parece propia de la ciencia ficción, se utilice de manera habitual para transmitir información. La revolución cuántica del siglo XX está acelerando su ritmo en el siglo XXI y transformará nuestras vidas de maneras inimaginables.

Pero ¿qué es exactamente la mecánica cuántica? Exploraremos esta pregunta a lo largo del libro. Como muestra, empecemos con algunos ejemplos de la realidad cuántica oculta que socalza nuestras vidas.

Nuestro primer ejemplo ilustra una de las extrañas características del mundo cuántico, que puede decirse que es su rasgo definitorio: la dualidad onda-partícula. Nos hemos familiarizado con el hecho de que nosotros, al igual que todas las cosas que nos rodean, estamos compuestos por gran cantidad de partículas minúsculas y discretas tales como átomos, electrones, protones y neutrones. El lector puede asimismo saber que la energía, como la luz o el sonido, se presenta en forma de ondas, en lugar de hacerlo como partículas. Las ondas se estiran, en lugar de ser particuladas; y fluyen a través del espacio como…, bueno, como ondas u olas, con picos y valles como las olas del mar. La mecánica cuántica nació cuando se descubrió, en los primeros años del siglo XX, que las partículas subatómicas pueden comportarse como ondas; y las ondas luminosas pueden comportarse como partículas.

Aunque la dualidad onda-partícula no es algo que necesitemos tener en cuenta en nuestro día a día, es la base de gran cantidad de máquinas muy importantes, como los microscopios electrónicos, que permiten a médicos y científicos ver, identificar y estudiar objetos minúsculos, demasiado pequeños para poder verse bajo los microscopios ópticos tradicionales, como los virus que causan el sida o el resfriado común. El microscopio electrónico se inspiró en el descubrimiento de que los electrones tienen propiedades ondulatorias. Los científicos alemanes Max Knoll y Ernst Ruska se dieron cuenta de que, puesto que la longitud de onda (la distancia entre picos o valles sucesivos de cualquier onda) asociada con los electrones era mucho más corta que la longitud de onda de la luz visible, un microscopio basado en imaginología electrónica podría captar detalles mucho más finos que un microscopio óptico. Ello se debe a que cualquier objeto o detalle minúsculo que tenga dimensiones inferiores a la onda que incida sobre ellos no influirá ni afectará a la onda. Piense el lector en olas marinas con longitudes de onda de varios metros que alcanzan los guijarros de una playa. No podríamos descubrir nada acerca de la forma o el tamaño de un guijarro concreto al estudiar las olas. Necesitaríamos longitudes de onda mucho más cortas, como las que se producen en un depósito de agua de los que se utilizan en las escuelas para las clases de ciencias, para producir olitas, para poder «ver» un guijarro por la manera en que las olitas rebotan en él o se difractan a su alrededor. Así, en 1931, Knoll y Ruska construyeron el primer microscopio electrónico del mundo, y lo utilizaron para tomar las primeras fotografías de virus, lo que valió a Ernst Ruska el premio Nobel, aunque con un poco de retraso, en 1986 (dos años antes de morir).

Nuestro segundo ejemplo es todavía más fundamental. ¿Por qué brilla el Sol? La mayoría de la gente tal vez esté al tanto de que el Sol es fundamentalmente un reactor de fusión nuclear que quema gas hidrógeno para liberar el calor y la luz solar que mantiene la vida sobre la Tierra; pero menos gente sabe que no brillaría en absoluto si no fuera por una notable propiedad cuántica que permite que las partículas «atraviesen paredes». El Sol, y de hecho todas las estrellas del universo, es capaz de emitir estas ingentes cantidades de energía porque los núcleos de los átomos de hidrógeno, cada uno de los cuales está compuesto de solo una única partícula con carga positiva llamada protón, pueden fundirse y, como resultado, liberar energía en forma de la radiación electromagnética que llamamos luz solar. Para fusionarse, dos núcleos de hidrógeno han de poder situarse muy cerca uno del otro; pero cuanto más se acercan, más intensa se vuelve la fuerza de repulsión entre ellos, pues cada uno porta una carga eléctrica positiva y las cargas «iguales» se repelen. De hecho, para que se acerquen lo suficiente como para fusionarse, las partículas deben poder atravesar el equivalente subatómico de una pared de mampostería: una barrera de energía aparentemente impenetrable. La física clásica,* que se basa en las leyes del movimiento, la mecánica y la gravedad de Isaac Newton, que describe bien el mundo cotidiano de las bolas, muelles y máquinas de vapor (e incluso planetas), diría que esto no puede ocurrir; las partículas no podrían atravesar paredes y, por lo tanto, el Sol no brillaría.

Pero las partículas que obedecen las reglas de la mecánica cuántica, como los núcleos atómicos, poseen un as oculto en la manga: pueden pasar con facilidad a través de dichas barreras mediante un proceso llamado «efecto de túnel cuántico». Y es esencialmente su dualidad onda-partícula lo que les permite hacerlo. De la misma manera que las olas pueden fluir alrededor de los objetos, como los guijarros de una playa, también pueden fluir a través de los objetos, como las ondas sonoras que atraviesan las paredes de nuestra casa cuando oímos el televisor del vecino. Desde luego, el aire que transporta las ondas sonoras no atraviesa en realidad las paredes: son las vibraciones en el aire (el sonido) lo que hace que nuestra pared común vibre y empuje el aire en nuestra habitación y transmita las mismas ondas sonoras hasta nuestros oídos. Pero si pudiéramos comportarnos como un núcleo atómico, entonces a veces podríamos atravesar directamente, como un fantasma, una pared sólida.* Un núcleo de hidrógeno en el interior del Sol consigue hacer precisamente esto: puede extenderse y «filtrarse» a través de la barrera de energía como un fantasma, para acercarse lo bastante a su pareja, que está al otro lado de la pared, y fusionarse. De modo que la próxima vez que el lector esté tomando el sol en la playa y observando cómo las olas mueren en el litoral, piense un momento en los movimientos ondulatorios fantasmagóricos de las partículas cuánticas que no solo le permiten gozar de los rayos solares, sino que también hacen posible toda la vida en nuestro planeta.

El tercer ejemplo está relacionado, pero ilustra una característica diferente e incluso más extraña del mundo cuántico: un fenómeno llamado «superposición» por el que las partículas pueden hacer dos (o cien, o un millón de) cosas a la vez. Esta propiedad es responsable del hecho de que nuestro universo sea muy complejo e interesante. No mucho después del Gran Estallido (Big Bang) mediante el cual surgió este universo, el espacio estaba atestado de solo un tipo de átomos: el que tiene la estructura más simple, el hidrógeno, que está constituido por un protón, con carga positiva, y un electrón, con carga negativa. Era un lugar bastante aburrido, sin estrellas ni planetas y, desde luego, sin organismos vivos, porque las piezas elementales de todo lo que nos rodea, incluidos nosotros, están constituidas por otras cosas que no son hidrógeno, entre ellas elementos más pesados como el carbono, el oxígeno y el hierro. Por suerte, estos elementos más pesados se cocinaron en el interior de las estrellas llenas de hidrógeno; y su elemento inicial, una forma de hidrógeno conocida como deuterio, le debe su existencia a una pizca de magia cuántica.

El primer paso en la fórmula es el que acabamos de describir, cuando dos núcleos de hidrógeno, protones, se acercan lo suficiente mediante el efecto de túnel cuántico para liberar parte de esta energía, que se transforma en la luz solar que caldea nuestro planeta. A continuación, los dos protones tienen que unirse, y esto no es inmediato, porque las fuerzas que hay entre ellos no proporcionan un pegamento lo bastante fuerte. Todos los núcleos atómicos están compuestos por dos tipos de partículas: protones y sus compañeros eléctricamente neutros, los neutrones. Si un núcleo tiene demasiados de un tipo u otro de dichos componentes, entonces las reglas de la mecánica cuántica dictan que hay que recuperar el equilibrio y que estas partículas que hay en exceso cambiarán a la otra forma: los protones se convertirán en neutrones, o los neutrones en protones, mediante un proceso llamado desintegración beta. Y justo eso es lo que ocurre cuando dos protones se unen: un compuesto de dos protones no puede existir, y uno de ellos se transformará en un neutrón mediante una desintegración beta. El protón que queda y el neutrón recién transformado pueden entonces unirse para formar un objeto denominado deuterón (el núcleo de un átomo del isótopo* del hidrógeno pesado llamado deuterio), después de lo cual otras reacciones nucleares permiten la construcción de los núcleos más complejos de los otros elementos más pesados que el hidrógeno, desde el helio (con dos protones y uno o dos neutrones) hasta el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, y así sucesivamente.

El punto clave es que el deuterón debe su existencia a su capacidad de existir de manera simultánea en dos estados, en virtud de la superposición cuántica. Ello se debe a que el protón y el neutrón pueden pegarse de dos maneras diferentes que se distinguen por la manera en que giran sobre sí mismos (es decir, por su «espín»).** Veremos más adelante que este concepto de «espín cuántico» es, en realidad, muy distinto del giro familiar de un objeto grande, como una pelota de tenis; pero por ahora seguiremos con nuestra intuición clásica de una partícula que gira e imaginaremos que el protón y el neutrón giran junto con el deuterón en una combinación cuidadosamente coreografiada de un vals lento e íntimo y un jive* más rápido. A finales de la década de 1930 se descubrió que dentro del deuterón estas dos partículas no bailan juntas en uno u otro de estos dos estados, sino que lo hacen en los dos estados al mismo tiempo (se hallan en una confusión simultánea de vals y jive), y esto es lo que les permite unirse.**

Una respuesta obvia a esta afirmación es: «¿Cómo lo sabemos?». Desde luego, los núcleos atómicos son demasiado pequeños para poder verse, de modo que ¿no sería acaso más razonable suponer que a nuestra comprensión de las fuerzas nucleares le falta algo? La respuesta es que no, porque se ha confirmado en muchos laboratorios una y otra vez que si un protón y un neutrón efectuaran el equivalente de un vals cuántico o un jive cuántico, entonces el «pegamento» nuclear entre ellos no sería lo bastante fuerte para unirlos; solo cuando estos dos estados se superponen uno sobre el otro (es decir, las dos realidades existen al mismo tiempo) la fuerza de unión es lo bastante fuerte. Piénsese en las dos realidades superpuestas como si se tratara de la mezcla de pinturas de dos colores, azul y amarillo, para obtener un color resultante combinado, verde. Aunque sabemos que el verde está constituido por los dos colores constituyentes primarios, no es ni uno ni el otro. Y proporciones diferentes de azul y amarillo producirán tonos diferentes de verde. De manera parecida, el deuterón se une cuando el protón y el neutrón se hallan principalmente enlazados en un vals al que se ha añadido solo una pequeña cantidad de jive.

De modo que si las partículas no pudieran bailar a la vez el jive y el vals, nuestro universo habría seguido siendo una sopa de gas hidrógeno y nada más: no habría estrellas que brillaran, no se habría formado ninguno de los demás elementos, y el lector no estaría contemplando estas palabras. Existimos gracias a la capacidad de protones y neutrones de comportarse de esta manera cuántica contraria al sentido común.

Nuestro último ejemplo nos lleva de nuevo al mundo de la tecnología. La naturaleza del mundo cuántico puede explotarse no solo para ver objetos minúsculos como los virus, sino también para ver dentro de nuestro cuerpo. La imaginología de resonancia magnética (MRI) es una técnica de rastreo médico que genera imágenes maravillosamente detalladas de tejidos blandos. Los escaneos de MRI se usan de forma habitual para diagnosticar enfermedades y, en particular, para detectar tumores en los órganos internos. La mayoría de las explicaciones no técnicas de la MRI evitan mencionar el hecho de que la técnica depende de la extraña manera en que funciona el mundo cuántico. La MRI utiliza imanes enormes y potentes para alinear los ejes de los núcleos de hidrógeno que giran dentro del cuerpo del paciente. Estos átomos son después atacados con un pulso de ondas de radio, que obliga a los núcleos alineados a existir en este extraño estado de girar en ambas direcciones a la vez. Es inútil intentar siquiera visualizar lo que esto implica, porque queda muy lejos de nuestra experiencia cotidiana. Lo que nos interesa destacar es que cuando los núcleos atómicos se relajan y vuelven a su estado inicial, el estado en el que se encontraban antes de recibir el pulso de energía que los hizo saltar a una superposición cuántica, liberan esta energía, que es lo que captan los aparatos electrónicos del escáner de MRI y se usa para crear estas imágenes hermosamente detalladas de nuestros órganos internos.

De modo que si el lector se halla alguna vez tendido dentro de un escáner de MRI, quizás oyendo música a través de sus auriculares, puede dedicar un momento a reflexionar sobre el comportamiento cuántico, contrario a la lógica, de las partículas subatómicas que hacen posible esta tecnología.

BIOLOGÍA CUÁNTICA

¿Qué tiene que ver todo este misterio cuántico con el vuelo de la hembra de petirrojo mientras navega a través del globo? Bien, el lector recordará que la investigación de los Wiltschko a principios de la década de 1970 estableció que el sentido magnético del petirrojo funcionaba de la misma manera que una brújula de inclinación. Esto era extraordinariamente sorprendente porque, en aquella época, nadie tenía la menor idea de cómo podía funcionar una brújula de inclinación biológica. Sin embargo, por la misma época, Klaus Schulten, un científico alemán, se interesó por la manera en que los electrones se transferían en las reacciones químicas en las que había radicales libres implicados. Se trata de moléculas que poseen electrones solitarios en su capa de electrones externa, en contraste con la mayoría de los electrones, que se encuentran en parejas en los orbitales atómicos. Esto es importante a la hora de valorar aquella propiedad cuántica extraña del espín, puesto que los electrones emparejados tienden a girar en direcciones opuestas, de modo que su espín total queda anulado y es cero. Pero, sin una pareja que anule el espín, los electrones solitarios de los radicales libres poseen un espín neto que les confiere una propiedad magnética: su espín puede alinearse con un campo magnético.

Schulten propuso que pares de radicales libres generados por un proceso llamado reacción rápida del triplete podía tener «enmarañados cuánticamente» sus electrones correspondientes. Por razones sutiles que resultarán evidentes más adelante, un estado cuántico tan delicado de los dos electrones separados es muy sensible a la dirección de cualquier campo magnético externo. A continuación, Schulten propuso que la enigmática brújula aviar podría estar utilizando este tipo de mecanismo de enmarañamiento cuántico.

No hemos mencionado todavía el enmarañamiento o entrelazamiento cuántico (quantic entanglement, Quantenverschränkung) porque tal vez sea la característica más extraña de la mecánica cuántica. Permite que partículas que anteriormente estuvieron juntas permanezcan en comunicación instantánea, casi mágica, entre sí, a pesar de encontrarse separadas por distancias enormes. Por ejemplo, partículas que antes estuvieron juntas pero que en la actualidad se hallan tan separadas que están situadas en lugares opuestos del universo pueden, al menos en principio, hallarse todavía conectadas. En efecto, si estimulamos una de las partículas haremos que su distante pareja salte de manera instantánea.* Los pioneros de la física cuántica demostraron que el enmarañamiento se deducía naturalmente de sus ecuaciones, pero sus implicaciones eran tan extraordinarias que incluso Einstein, a quien le debemos los agujeros negros y el espacio-tiempo combado, se negó a aceptarlo, y lo ridiculizó calificándolo de «acción fantasmal a distancia». Y es, en efecto, esta acción fantasmal a distancia la que con tanta frecuencia intriga a los «místicos cuánticos», que hacen afirmaciones extravagantes sobre el enmarañamiento cuántico como, por ejemplo, que es lo que explica «fenómenos» paranormales tales como la telepatía. Einstein se mostraba escéptico porque el enmarañamiento parecía violar su teoría de la relatividad, que afirmaba que no existe influencia o señal que pueda desplazarse por el espacio a una velocidad mayor que la de la luz. Según Einstein, las partículas mutuamente distantes no deberían poseer conexiones fantasmales instantáneas. Einstein se equivocaba al respecto: ahora sabemos de manera empírica que las partículas cuánticas pueden tener en realidad conexiones instantáneas a larga distancia. Pero, por si acaso el lector se lo está preguntando, no puede invocarse el enmarañamiento cuántico para validar la telepatía.

A principios de la década de 1970, la idea de que la extraña propiedad cuántica del enmarañamiento estaba implicada en las reacciones químicas ordinarias se consideraba ridícula. Por aquel entonces, muchos científicos compartían con Einstein la duda de que existieran realmente partículas enmarañadas, pues nadie las había detectado todavía. Pero en las décadas transcurridas desde entonces, muchos experimentos ingeniosos de laboratorio han confirmado la realidad de estas conexiones fantasmales. El más famoso de dichos experimentos lo realizó en 1982 un equipo de físicos franceses dirigidos por Alain Aspect, en la Universidad de París Sur.

El equipo de Aspect generó pares de fotones (partículas de luz) con estados de polarización enmarañados. La polarización de la luz nos resulta probablemente más familiar si llevamos gafas de sol polarizadas. Cada fotón de luz tiene una especie de direccionalidad, su ángulo de polarización, que es algo así como la propiedad del espín de la que ya hemos hablado.* Los fotones de la luz solar se encuentran en todos los ángulos de polarización posibles, pero las gafas polarizadas los filtran, y solo dejan pasar aquellos fotones que tienen un ángulo de polarización determinado. Aspect generó pares de fotones con direcciones de polarización que no solo eran diferentes (digamos que una se dirigía hacia arriba y otra hacia abajo), sino que también estaban enmarañadas; y, al igual que nuestra pareja de bailarines, ningún miembro de la pareja enmarañada señalaba realmente en un sentido o en otro, sino que ambos señalaban en ambas direcciones de manera simultánea, hasta que se los midió.

La medición es uno de los aspectos más misteriosos (y, en verdad, el más debatido) de la mecánica cuántica, porque está relacionado con una pregunta que estamos seguros de que ya se le ha ocurrido al lector: ¿por qué todos los objetos que podemos ver no hacen todas estas cosas extrañas y maravillosas que pueden hacer las partículas cuánticas? La respuesta es que, en el mundo microscópico cuántico, las partículas solo pueden comportarse de estas maneras extrañas, como hacer dos cosas a la vez, poder atravesar paredes o poseer conexiones fantasmales, cuando nadie las está observando. Una vez que se las observa, o se las mide de alguna manera, pierden su carácter misterioso y se comportan como los objetos clásicos que vemos a nuestro alrededor. Pero esto, desde luego, no hace más que plantear otra pregunta: ¿qué tiene de especial la medición y por qué permite que el comportamiento cuántico se convierta en comportamiento clásico?* La respuesta a esta pregunta es crucial para nuestro relato, porque la medición se encuentra en el límite entre los mundos cuántico y clásico, el límite cuántico, en el que, como el lector ya habrá adivinado a juzgar por el título del libro, los autores afirmamos que también se encuentra la vida.

A lo largo del libro exploraremos la medición cuántica, y esperamos que el lector acabe por familiarizarse con las sutilezas de este proceso misterioso. Por el momento, solo consideraremos la interpretación más sencilla del fenómeno y diremos que cuando una propiedad cuántica, como el estado de polarización, se mide mediante un instrumento científico, entonces se ve obligada al instante a olvidar sus capacidades cuánticas, como señalar en muchas direcciones de manera simultánea, y ha de adoptar una propiedad clásica convencional, como señalar en una única dirección. Así, cuando Aspect midió el estado de polarización de uno de cualquier pareja de fotones enmarañados, observando si podía atravesar una lente polarizada, este perdió instantáneamente su conexión fantasmal con su pareja y adoptó una única dirección de polarización. Y lo mismo hizo su pareja, al instante, sin importar lo alejada que se encontrara; al menos, esto es lo que predecían las ecuaciones de mecánica cuántica, que, desde luego, es exactamente lo que había inquietado a Einstein.

Aspect y su equipo realizaron su famoso experimento con pares de fotones que habían estado separados varios metros en su laboratorio, lo suficientemente alejados como para que ni siquiera una influencia que viajara a la velocidad de la luz (y la relatividad nos dice que nada puede desplazarse más deprisa que la velocidad de la luz) podría haber pasado entre ellos para coordinar sus ángulos de polarización. Aun así, las mediciones sobre pares de partículas estaban correlacionadas: cuando la polarización de un fotón se dirigía hacia arriba, la del otro resultaba estar dirigida hacia abajo. Desde 1982, el experimento se ha repetido incluso para partículas separadas por cientos de kilómetros, y todavía poseen esta conexión enmarañada fantasmal que Einstein no podía aceptar.

Todavía faltaban algunos años para el experimento de Aspect cuando Schulten propuso que en la brújula aviar estaba implicado el enmarañamiento, y este fenómeno todavía era polémico. Asimismo, Schulten no tenía idea de cómo una reacción química tan oscura podía permitirle a un petirrojo ver el campo magnético de la Tierra. Aquí decimos «ver» debido a otra peculiaridad que habían descubierto los Wiltschko. A pesar de que el petirrojo europeo es un migrador nocturno, la activación de su brújula magnética necesitaba una pequeña cantidad de luz (hacia el extremo azul del espectro visible), lo que daba a entender que los ojos del pájaro desempeñaban un papel importante en la manera en que la brújula funcionaba. Pero, aparte de la visión, ¿cómo colaboraban también sus ojos para proporcionarle un sentido magnético? Con o sin un mecanismo de par radical, esto era un misterio total.

La teoría de que la brújula de las aves tenía un mecanismo cuántico languideció en el fondo de un cajón científico durante más de veinte años. Schulten se trasladó a Estados Unidos, donde estableció un grupo de química física teórica muy productivo en la Universidad de Illinois, en UrbanaChampaign. Pero nunca se olvidó de su extravagante teoría, y escribió y reescribió una y otra vez un artículo en el que proponía biomoléculas (moléculas que son producidas por células vivas) candidatas que podrían generar los pares radicales necesarios para la reacción rápida del triplete. Pero ninguna cumplía realmente los requisitos: o bien no podían generar pares radicales, o bien no estaban presentes en los ojos de las aves. Pero en 1998, Schulten leyó que en los ojos de animales se había descubierto un enigmático fotorreceptor llamado criptocromo. Esto hizo sonar rápidamente su alarma científica, porque se sabía que el criptocromo era una proteína potencialmente capaz de generar pares radicales.

Un talentoso estudiante de doctorado llamado Thorsten Ritz se había unido en fechas recientes al grupo de Schulten. Cuando era alumno de la Universidad de Fráncfort, Ritz había oído a Schulten dar una conferencia sobre la brújula aviar, y quedó pillado. Cuando surgió la oportunidad, aprovechó la ocasión de hacer el doctorado en el laboratorio de Schulten, en el que al principio trabajó en fotosíntesis. Cuando surgió el asunto del criptocromo pasó a trabajar en magnetocepción, y en el año 2000 escribió un artículo con Schulten titulado «A model for photoreceptor-based magnetoreception in birds», en el que describían que el citocromo podría proporcionar al ojo de las aves una brújula cuántica. (Volveremos con más detenimiento a este tema en el capítulo 6.) Cuatro años después, Ritz se incorporó al equipo de los Wiltschko para efectuar un estudio de los petirrojos, que proporcionó las primeras pruebas experimentales en apoyo de esta teoría de que las aves utilizan el enmarañamiento cuántico para navegar alrededor del globo. Por lo visto, Schulten había estado en lo cierto desde el principio. Su artículo de 2004, aparecido en la prestigiosa revista británica Nature, despertó un enorme interés, y la brújula cuántica de las aves se convirtió al instante en el icono de la nueva ciencia de la biología cuántica.

SI LA MECÁNICA CUÁNTICA ES NORMAL, ¿POR QUÉ TENDRÍA QUE EMOCIONARNOS LA BIOLOGÍA CUÁNTICA?

Ya hemos descrito el efecto de túnel cuántico y la superposición cuántica tanto en el núcleo del Sol como en dispositivos tecnológicos tales como los microscopios electrónicos y los escáneres de MRI. Así pues, ¿por qué habría de sorprendernos que aparecieran fenómenos cuánticos en la biología? La biología es, al fin y a la postre, una especie de química aplicada, y la química es una especie de física aplicada. ¿Acaso no todas las cosas, incluidos nosotros y otros seres vivos, son simplemente física cuando descendemos realmente a lo fundamental? Este es, de hecho, el argumento de muchos científicos que aceptan que la mecánica cuántica tiene que estar implicada, a un nivel profundo, en la biología; pero insisten en que su papel es trivial. Lo que quieren decir con ello es que, puesto que las reglas de la mecánica cuántica rigen el comportamiento de los átomos, y la biología implica en último término la interacción de átomos, entonces las reglas del mundo cuántico tienen que operar asimismo en las más diminutas de las escalas en biología; pero solo en estas escalas, con el resultado de que tendrán poco efecto o ninguno en los procesos a escalas mayores que son importantes para la vida.

Desde luego, estos científicos tienen razón, al menos en parte. Las biomoléculas como el ADN o las enzimas están compuestas de partículas fundamentales como protones y electrones, cuyas interacciones son regidas por la mecánica cuántica. Pero lo mismo ocurre con la estructura del libro que el lector está leyendo o con la silla en la que está sentado. La manera en que andamos o hablamos, comemos, dormimos o incluso pensamos tiene que depender en último término de fuerzas de la mecánica cuántica que gobiernan a los electrones, protones y otras partículas, de la misma manera que el funcionamiento del automóvil o de la tostadora de pan del lector depende, en definitiva, de la mecánica cuántica. Pero, en líneas generales, el lector no necesita saber todo esto. No se exige a los mecánicos de automóviles que sigan cursos en la universidad sobre mecánica cuántica, y la mayoría de los programas de biología no incluyen mención alguna del efecto de túnel cuántico, el enmarañamiento o la superposición. La mayoría de nosotros podemos apañárnoslas sin saber que, a un nivel fundamental, el mundo funciona con arreglo a un conjunto de normas completamente distintas de aquellas que nos son familiares. Las extrañas cosas cuánticas que suceden al nivel de lo muy pequeño no suelen suponer ninguna diferencia para las cosas grandes, como los automóviles y las tostadoras de pan, que vemos y utilizamos a diario.

¿Por qué no? Los balones de fútbol no atraviesan paredes; la gente no tiene conexiones fantasmales (a pesar de las afirmaciones espurias de telepatía) y, por desgracia, no podemos estar a la vez en el despacho y en casa. Pero las partículas fundamentales del interior de un balón de fútbol (o de una persona) pueden hacer todas estas cosas. ¿Por qué hay una línea de falla, un límite, entre el mundo que vemos y el mundo que los físicos saben que existe realmente bajo su superficie? Este es uno de los problemas más profundos de toda la física, y está relacionado con el fenómeno de la medición cuántica que presentamos hace poco. Cuando un sistema cuántico interactúa con un dispositivo de medición clásico, como la lente polarizada del experimento de Alain Aspect, pierde su rareza cuántica y se comporta como un objeto clásico. Pero las mediciones que efectúan los físicos no pueden ser responsables de la manera en que aparece el mundo que nos rodea. Así pues, ¿qué es lo que lleva a cabo la función equivalente a la destrucción del comportamiento cuántico fuera del laboratorio de física?

La respuesta tiene que ver con la manera en que las partículas se disponen y en cómo se mueven dentro de los objetos grandes (macroscópicos). Átomos y moléculas tienden a hallarse dispersos al azar y a vibrar de manera errática dentro de los objetos sólidos inanimados; en los líquidos y gases se hallan también en un estado constante de movimiento aleatorio debido al calor. Estos factores de aleatorización (dispersión, vibraciones y movimiento) hacen que las propiedades cuánticas ondulatorias de las partículas se disipen con mucha rapidez. De modo que es la acción combinada de todos los constituyentes cuánticos de un cuerpo lo que efectúa la «medición cuántica» en cada uno y en todos ellos, con lo que hacen que el mundo que vemos a nuestro alrededor parezca normal. Para observar el carácter extraño del mundo cuántico tenemos que ir a lugares insólitos (como el interior del Sol), escudriñar en lo más profundo del micromundo (con instrumentos como los microscopios electrónicos) o bien alinear detenidamente las partículas cuánticas para que se desplacen al unísono (como ocurre con los espines de los núcleos de hidrógeno del interior de nuestros cuerpos cuando se hallan dentro de un escáner de MRI… hasta que el imán se desconecta, momento en el que la orientación del espín de los núcleos se aleatoriza de nuevo, lo que elimina de nuevo la coherencia cuántica). El mismo tipo de aleatorización molecular es responsable del hecho de que durante la mayor parte del tiempo podamos arreglárnoslas sin la mecánica cuántica: todo el misterio cuántico se desvanece en el interior de las moléculas orientadas al azar y en constante movimiento de los objetos inanimados visibles que vemos a nuestro alrededor.

La mayor parte del tiempo… pero no siempre. Tal como Schulten descubrió, la reacción química rápida del triplete solo podía explicarse cuando se hallaba implicada esta delicada propiedad cuántica del enmarañamiento. Pero la reacción rápida del triplete es solo esto: rápida. Y solo afecta a un par de moléculas. Para que fuera responsable de la navegación de las aves, habría de tener un efecto duradero en un petirrojo entero. De modo que la afirmación de que la brújula magnética aviar estaba enmarañada cuánticamente era un nivel de proposición completamente diferente de la afirmación de que el enmarañamiento tenía que ver en una reacción química exótica que tan solo afectaba a un par de partículas. Por eso la recibieron con sumo escepticismo. Se pensaba que las células vivas estaban compuestas principalmente de agua y biomoléculas en un estado constante de agitación molecular del que se esperaría que midiera y dispersara de inmediato estos extraños efectos cuánticos. Por «midiera» aquí no queremos decir, desde luego, que las moléculas de agua o las biomoléculas efectúen una medición en el sentido en que nosotros podemos medir el peso o la temperatura de un objeto y después efectuar un registro permanente de este valor sobre papel o en el disco duro de un ordenador, o incluso solo en nuestro cerebro. De lo que hablamos aquí es de lo que ocurre cuando una molécula de agua choca contra una partícula de una pareja de partículas enmarañadas: su movimiento subsiguiente estará afectado por el estado de dicha partícula, de modo que si fuéramos a estudiar el movimiento subsiguiente de la molécula de agua podríamos deducir algunas de las propiedades de la partícula con la que había chocado. Así, en este sentido, la molécula de agua ha realizado una «medición» porque su movimiento proporciona un registro del estado del par enmarañado, haya o no haya alguien allí para examinarlo. Este tipo de medición accidental suele bastar para destruir estados enmarañados. De modo que muchos pensaron que la afirmación de que estados cuánticos enmarañados delicadamente dispuestos pudieran sobrevivir en el interior cálido y complejo de células vivas era una idea estrafalaria, que rayaba en la locura.

Pero en años recientes nuestro conocimiento de estas cosas ha hecho grandes avances, y no solo en lo relativo a las aves. Se han detectado fenómenos cuánticos, como la superposición y el efecto de túnel, en muchos procesos biológicos, desde la manera en que las plantas captan la luz solar hasta el modo en que nuestras células fabrican biomoléculas. Incluso nuestro sentido del olfato, o los genes que heredamos de nuestros progenitores, pueden depender del extraño mundo cuántico. En la actualidad aparecen regularmente, en las páginas de las revistas científicas más prestigiosas del mundo artículos de investigación sobre biología cuántica; y hay un pequeño pero creciente número de científicos que insisten en que existen aspectos de la mecánica cuántica que desempeñan realmente un papel no trivial, de hecho crucial, en el fenómeno de la vida, y que la vida se halla en una posición única para sostener estas extrañas propiedades cuánticas en el límite entre los mundos cuántico y clásico.


FIGURA 1.2. Asistentes al taller de biología cuántica de Surrey en 2012. De izquierda a derecha: los autores, Jim Al-Khalili y Johnjoe McFadden; Vlatko Vedral, Greg Engel, Nigel Scrutton, Thorsten Ritz, Paul Davies, Jennifer Brookes y Greg Scholes.

El que el número de dichos científicos es realmente reducido nos resultó evidente cuando organizamos un taller internacional sobre biología cuántica en la Universidad de Surrey en septiembre de 2012, al que asistieron la mayor parte de los que trabajan en este campo, y todos cupieron en un pequeño auditorio. Pero el campo crece rápidamente, impulsado por la emoción que supone el descubrimiento de papeles para la mecánica cuántica en fenómenos biológicos cotidianos. Y una de las áreas de investigación más apasionantes, la que podría tener enormes implicaciones para el desarrollo de nuevas tecnologías cuánticas, es el descubrimiento reciente del misterio de cómo el extraño carácter cuántico consigue sobrevivir en el cuerpo cálido, húmedo y desordenado de los seres vivos.

Pero para apreciar por entero la importancia de estos hallazgos primero hemos de plantear una pregunta aparentemente sencilla: ¿qué es la vida?

Biología al límite

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